La Cuaresma es un camino de santidad que nos lleva a la Pascua. Jesús es nuestro compañero de viaje, el que nos señala el horizonte a seguir a través de las Sagradas Escrituras y con el modelo de su propia vida, entregada para la salvación de toda la Humanidad.
El ejercicio del Vía Crucis nos adentra en el sustrato religioso que anida oculto en el corazón de todo hombre y mujer, y que despierta cuando los fracasos, la soberbia herida y la propia impotencia dejan paso al protagonismo de Dios, que endereza nuestro rumbo torcido si nos dejamos interpelar por Él.
Vivamos este Vía Crucis de dolor y esperanza concentrándonos brevemente en el misterio del sufrimiento.
¡Qué tragedia para una madre!
Qué inmenso dolor al recoger el despojos del hijo crucificado. Miles de recuerdos sacuden el corazón de MARÍA ante su hijo muerto: sus correteos por Nazaret, sus caricias, sus abrazos confiados, las visitas de mayor, sus correrías evangélicas, las bodas de Caná y las curaciones, los miles de detalles que desfilan como imágenes vivas para actualizar su paso por la vida.
Y el portal de Belén, la primera vez que lo tuvo en sus brazos, trémulo y lloroso, y ésta última, treinta tres años después, en la dulce paz de la muerte.
Está muerto su hijo querido, y ella lo sabe. Pero, vive y vivirá. Su hijo no puede fallar, y cumplirá sus promesas.
“Bienaventurada tú que creíste”
“Pastores los que fuereis, allá por las majadas al otero, si por ventura viereis a aquel que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero” Versos sentidos de San Juan de la Cruz por el Amado ausente, y sentimiento trágico de tantas madres que lloran desconsoladas a sus hijos queridos, arrebatados del hogar.
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