martes, 8 de abril de 2025
Lecturas del 08/04/2025
En aquellos días, desde el monte Hor se encaminaron los hebreos hacia el mar Rojo, rodeando el territorio de Edón.
El pueblo se cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés: « ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náuseas ese pan sin sustancia».
El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel.
Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».
Moisés rezó al Señor por el pueblo y el Señor le respondió: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».
Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: «Yo me voy y me buscaréis, y moriréis por vuestro pecado. Donde yo voy no podéis venir vosotros».
Y los judíos comentaban: « ¿Será que va a suicidarse, y por eso dice: “Donde yo voy no podéis venir vosotros”?».
Y él les dijo: «Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba: vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.
Con razón os he dicho que moriréis en vuestros pecados: pues, si no creéis que «Yo soy», moriréis por vuestros pecados».
Ellos le decían: « ¿Quién eres tú?» Jesús les contestó: «Lo que os estoy diciendo. Desde el principio. Podría decir y condenar muchas cosas en vosotros; pero el que me ha enviado es veraz, y yo comunico al mundo lo que he aprendido de él».
Ellos no comprendieron que les hablaba del Padre.
Y entonces dijo Jesús: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, sabréis que «Yo soy», y que no hago nada por mi cuenta, sino que hablo como el Padre me ha enseñado. El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo; porque yo hago siempre lo que le agrada». Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él.
Palabra del Señor.
08 de Abril 2025 – San Dionisio de Corinto
San Dionisio, obispo de Corinto durante el reinado del emperador Marco Aurelio, fue uno de los más distinguidos hombres de Iglesia del siglo II. Además de instruir y guiar a su grey, escribió cartas a las Iglesias de Atenas, Lacedemonia, Nicomedia, Knosos y Roma, a los cristianos de Sortina y Amastris y a una dama llamada Crisófora. Los escasos fragmentos de las obras de San Dionisio que han llegado hasta nosotros, se hallan en la "Historia Eclesiástica" de Eusebio. En una carta en que agradece a la Iglesia de Roma, entonces gobernada por San Sotero, las limosnas que no dejó de enviarle, escribe San Dionisio: "Desde los primeros tiempos habéis practicado la limosna y ayudado a las Iglesias necesitadas. Siguiendo el ejemplo de vuestros padres, socorréis a los pobres, especialmente a los que trabajan en las minas. Vuestro santo obispo Sotero no cede en nada a sus predecesores, sino que les aventaja.
La paternal solicitud con que consuela y aconseja a cuantos se acercan a él, es de todos conocida. Esta mañana celebramos en comunidad el día del Señor y leímos vuestra carta, así como la que antes nos había escrito Clemente". Esto significa que en la Iglesia de Corinto se leyó aquella carta de instrucción, después de leerse la Sagrada Escritura y de celebrarse los sagrados misterios.
Casi todas las herejías de los tres primeros siglos provenían de los principios de la filosofía pagana. San Dionisio se dedicó a hacerlo notar y a descubrir la escuela filosófica que había dado origen a cada herejía. Al hablar de la escuela de los marcionitas, dice: "Nada tiene de extraño que hayan llegado incluso a falsificar el texto de la Sagrada Escritura, puesto que estaban acostumbrados a falsificarlos todos".
Aunque es probable que Dionisio haya muerto naturalmente, los griegos le veneran como mártir, por lo mucho que sufrió por la fe.
La paternal solicitud con que consuela y aconseja a cuantos se acercan a él, es de todos conocida. Esta mañana celebramos en comunidad el día del Señor y leímos vuestra carta, así como la que antes nos había escrito Clemente". Esto significa que en la Iglesia de Corinto se leyó aquella carta de instrucción, después de leerse la Sagrada Escritura y de celebrarse los sagrados misterios.
Casi todas las herejías de los tres primeros siglos provenían de los principios de la filosofía pagana. San Dionisio se dedicó a hacerlo notar y a descubrir la escuela filosófica que había dado origen a cada herejía. Al hablar de la escuela de los marcionitas, dice: "Nada tiene de extraño que hayan llegado incluso a falsificar el texto de la Sagrada Escritura, puesto que estaban acostumbrados a falsificarlos todos".
Aunque es probable que Dionisio haya muerto naturalmente, los griegos le veneran como mártir, por lo mucho que sufrió por la fe.
lunes, 7 de abril de 2025
Lecturas del 07/04/2025
En aquellos días, vivía en Babilonia un hombre llamado Joaquín, casado con Susana, hija de Jelcías, mujer muy bella y temerosa del Señor.
Sus padres eran justos y habían educado a su hija según la ley de moisés. Joaquín era muy rico y tenía un jardín junto a su casa; y como era el más respetado de todos, los judíos solían reunirse allí.
Aquel año fueron designados jueces dos ancianos del pueblo, de esos que el Señor denuncia diciendo: «En Babilonia la maldad ha brotado de los viejos jueces, que paso por guías del pueblo».
Solían ir a casa de Joaquín, y los que tenían pleitos que resolver acudía a ellos.
A mediodía, cuando la gente se marchaba, Susana salía a pasear por el jardín de su marido. Los dos ancianos la veían a diario, cuando salía a pasear, y sintieron deseos de ella.
Pervirtieron sus pensamientos y desviaron los ojos para no mirar al cielo, ni acordarse de sus justas leyes.
Sucedió que, mientras aguardaban ellos el día conveniente, salió ella como los tres días anteriores sola con dos criadas, y tuvo ganas de bañarse en el jardín, porque hacía mucho calor. No había allí nadie, excepto los dos ancianos escondidos y acechándola. Susana dijo a las criadas: «Traedme el perfume y las cremas y cerrad la puerta del jardín mientras me baño»
Apenas salieron las criadas, se levantaron los dos ancianos, corrieron hacia ella y le dijeron: «Las puertas del jardín están cerradas, nadie nos ve, y nosotros sentimos deseos de ti; así que consiente y acuéstate con nosotros. Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que un joven estaba contigo y que por eso habías despachado a las criadas». Susana lanzó un gemido y dijo: «No tengo salida: si hago eso, mereceré la muerte; si no lo hago, no escaparé de vuestras manos. Pero prefiero no hacerlo y caer en vuestras manos antes que pecar delante del Señor».
Susana se puso a gritar, y los dos ancianos, por su parte, se pusieron también a gritar contra ella. Uno de ellos fue corriendo y abrió la puerta del jardín.
Al oír los gritos en el jardín, la servidumbre vino corriendo por la puerta lateral a ver qué le había pasado.
Cuando los ancianos contaron su historia, los criados quedaron abochornados, porque Susana nunca había dado que hablar.
Al día siguiente, cuando la gente vino a casa de Joaquín, su marido, vinieron también los dos ancianos con el propósito criminal de hacer morir a Susana. En presencia del pueblo ordenaron: «Id a buscar a Susana, hija de Jelcías, mujer de Joaquín».
Fueron a buscarla, y vino ella con sus padres, hijos y parientes. Toda su familia y cuantos la veían lloraban.
Entonces los dos ancianos se levantaron en medio de la asamblea y pusieron las manos sobre la cabeza de Susana.
Ella, llorando, levantó la vista al cielo, porque su corazón confiaba en el Señor.
Los ancianos declararon: «Mientras paseábamos nosotros solos por el jardín, salió esta con dos criadas, cerró la puerta del jardín y despidió a las criadas. Entonces se le acercó un joven que estaba escondido y se acostó con ella.
Nosotros estábamos en un rincón del jardín y, al ver aquella maldad, corrimos hacia ellos. Los vimos abrazados, pero no pudimos sujetar al joven, porque era más fuerte que nosotros, y, abriendo la puerta, salió corriendo.
En cambio, a esta la echamos mano y le preguntamos quién era el joven, pero no quiso decírnoslo. Damos testimonio de ello»
Como eran ancianos del pueblo y jueces, la asamblea los creyó y la condenó a muerte.
Susana dijo gritando: «Dios eterno, que ves lo escondido, que lo sabes todo antes de que suceda, tú sabes que han dado falso testimonio contra mí, y ahora tengo que morir, siendo inocente de lo que su maldad ha inventado contra mí».
Y el Señor escuchó su voz.
Mientras la llevaban para ejecutarla, Dios suscitó el espíritu santo en un muchacho llamado Daniel; y este dio una gran voz: «Yo soy inocente de la sangre de esta».
Toda la gente se volvió a mirarlo, y le preguntaron: « ¿Qué es lo que estás diciendo?»
Él, plantado en medio de ellos, les contestó: «Pero ¿estáis locos, hijos de Israel? ¿Conque, sin discutir la causa ni conocer la verdad condenáis a una hija de Israel? Volved al tribunal, porque esos han dado falso testimonio contra ella».
La gente volvió a toda prisa, y los ancianos le dijeron: «Ven, siéntate con nosotros e infórmanos, porque Dios mismo te ha dado la ancianidad» Daniel les dijo: «Separadlos lejos uno del otro, que los voy a interrogar».
Cuando estuvieron separados el uno del otro, él llamó a uno de ellos y le dijo: « ¡Envejecido en días y en crímenes! Ahora vuelven tus pecados pasados, cuando dabas sentencias injustas condenando inocentes y absolviendo culpables, contra el mandato del Señor: “No matarás al inocente ni al justo”. Ahora puesto que tú la viste, dime debajo de qué árbol los viste abrazados». Él contestó: «Debajo de una acacia».
Respondió Daniel: «Tu calumnia se vuelve contra ti. Un ángel de Dios ha recibido ya la sentencia divina y te va a partir por medio».
Lo apartó, mandó traer al otro y le dijo: « ¡Hijo de Canaán, y no de Judá! La belleza te sedujo y la pasión pervirtió tu corazón. Lo mismo hacíais con las mujeres israelitas, y ellas por miedo se acostaban con vosotros; pero una mujer judía no ha tolerado vuestra maldad. Ahora dime: ¿bajo qué árbol los sorprendiste abrazados?». Él contestó: «Debajo de una encina».
Replicó Daniel: «Tu calumnia también se vuelve contra ti. El ángel de Dios aguardad con la espada para dividirte por medio.
Y así acabará con vosotros».
Entonces toda la asamblea se puso a gritar bendiciendo a Dios, que salva a los que esperan en él. Se alzaron contra los dos ancianos, a quienes Daniel había dejado convictos de falso testimonio por su propia confesión, e hicieron con ellos lo mismo que ellos habían tramado contra el prójimo. Les aplicaron la ley de Moisés y los ajusticiaron. Aquel día se salvó una vida inocente.
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó solo Jesús, con la mujer, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?» Ella contestó: «Ninguno, Señor».
Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
Palabra del Señor.
07 de Abril 2025 – Beata María Assunta Pallotta
En el lugar de Dongerkou, en China, beata María Asunta Pallotta, virgen del Instituto de Hermanas Franciscanas Misioneras de María, que, dedicada a cargos humildes, trabajó por el reino de Cristo de forma sencilla e ignorada.
Nació en Force (Marcas, Italia), de una familia campesina, pobre, religiosa. Fue siempre laboriosa, sencilla, amable, muy devota. Vivió los primeros años en Castel di Croce hasta que su familia se trasladó definitivamente a Force. No pudo seguir estudios regulares pues muy pronto tuvo que dedicarse al trabajo.
La determinación de abandonar el mundo surgió en ella de una manera súbita e imperiosa, por lo cual, ayudada de personas buenas, dada la pobreza de su familia, se dirigió a la casa de probación de las religiosas Franciscanas Misioneras de María el 4 de mayo de 1898. Vivió en Roma, Grottaferrata y Florencia, distinguiéndose por la sencillez, la humildad, la prontitud para realizar los servicios más modestos y los trabajos más pesados. Dos años después eran martirizadas en China siete Misioneras.
Hacia 1903 María Assunta pidió a la fundadora ser enviada a China, para dar la vida por Cristo y por la fe, petición que le fue aceptada. Tras recibir la bendición de san Pío X, emprendió el viaje con otras hermanas y llegó a Shansi (China) en junio de 1904. Fue destinada como cocinera al orfanato de un pueblo pequeño, Donger-kou. De nuevo aquí fue la monja sencilla, dócil, generosa, sacrificada, entregada a trabajos humildes en los que prodigaba el amor que bebía en su vida con Dios.
El invierno fue rigurosísimo; en los primeros meses del año siguiente, 1905, en todo Shansi cundió una terrible epidemia de tifus, y, además de varias huérfanas, murieron cuatro religiosas, la tercera de las cuales fue sor María Assunta. Había caído enferma el 19 de marzo, aniversario de su partida de Italia. La tarde del 7 de abril recibió los últimos sacramentos y veinte minutos antes de morir, un perfume misterioso inundó las habitaciones donde ella había vivido.
En 1913, al exhumarla, su cuerpo fue hallado en perfecto estado de conservación. Los chinos la llamaron "la santa de los perfumes". Es la primera Franciscana Misionera de María que llegó a la santidad sin pasar por el martirio. Ella hubiera querido convertir a todos los habitantes de China, pero su apostolado fue fugaz: se extinguió antes de cumplir los 27 años de edad. Fue beatificada por Pío XII el 7 de noviembre de 1954.
Nació en Force (Marcas, Italia), de una familia campesina, pobre, religiosa. Fue siempre laboriosa, sencilla, amable, muy devota. Vivió los primeros años en Castel di Croce hasta que su familia se trasladó definitivamente a Force. No pudo seguir estudios regulares pues muy pronto tuvo que dedicarse al trabajo.
La determinación de abandonar el mundo surgió en ella de una manera súbita e imperiosa, por lo cual, ayudada de personas buenas, dada la pobreza de su familia, se dirigió a la casa de probación de las religiosas Franciscanas Misioneras de María el 4 de mayo de 1898. Vivió en Roma, Grottaferrata y Florencia, distinguiéndose por la sencillez, la humildad, la prontitud para realizar los servicios más modestos y los trabajos más pesados. Dos años después eran martirizadas en China siete Misioneras.
Hacia 1903 María Assunta pidió a la fundadora ser enviada a China, para dar la vida por Cristo y por la fe, petición que le fue aceptada. Tras recibir la bendición de san Pío X, emprendió el viaje con otras hermanas y llegó a Shansi (China) en junio de 1904. Fue destinada como cocinera al orfanato de un pueblo pequeño, Donger-kou. De nuevo aquí fue la monja sencilla, dócil, generosa, sacrificada, entregada a trabajos humildes en los que prodigaba el amor que bebía en su vida con Dios.
El invierno fue rigurosísimo; en los primeros meses del año siguiente, 1905, en todo Shansi cundió una terrible epidemia de tifus, y, además de varias huérfanas, murieron cuatro religiosas, la tercera de las cuales fue sor María Assunta. Había caído enferma el 19 de marzo, aniversario de su partida de Italia. La tarde del 7 de abril recibió los últimos sacramentos y veinte minutos antes de morir, un perfume misterioso inundó las habitaciones donde ella había vivido.
En 1913, al exhumarla, su cuerpo fue hallado en perfecto estado de conservación. Los chinos la llamaron "la santa de los perfumes". Es la primera Franciscana Misionera de María que llegó a la santidad sin pasar por el martirio. Ella hubiera querido convertir a todos los habitantes de China, pero su apostolado fue fugaz: se extinguió antes de cumplir los 27 años de edad. Fue beatificada por Pío XII el 7 de noviembre de 1954.
domingo, 6 de abril de 2025
06 de Abril 2025 – QUINTO DOMINGO DE CUARESMA – Domingo de Pasión - El prólogo del drama SANGRIENTO
La iniciación de la Cuaresma abrió ante nuestras miradas una perspectiva de lucha y de meditación. La lucha nos ha ido convenciendo de nuestra debilidad, la meditación nos ha descubierto la realidad de nuestra miseria interior; y como remedio de nuestra debilidad y de nuestra miseria, nos acogemos ahora al pensamiento de la Pasión y muerte de Jesucristo. La figura del Salvador se nos ha aparecido ya como el consuelo de nuestra peregrinación. Como el sostén de nuestra flaqueza, como defensa nuestra en la lucha y como el precio de nuestra salud. De sus mismos labios hemos oído con estremecimiento el anuncio de su trágico destino terrestre. Hemos visto encresparse los odios de sus enemigos, y envenenarse su malicia, y agudizarse sus temores. Jesús es ya el indeseado, el excomulgado, el condenado. Sólo se espera un momento propicio para caer sobre Él sin peligro de levantamientos populares. Sus enemigos son los poderosos, los dignatarios, los comerciantes, los sacerdotes; los que tienen el dinero, la enseñanza la autoridad, se irritan con sola su presencia y maquinan ya la venganza en las sombras. Sólo las almas sencillas están de su parte; su bondad y su dulzura las conmueve; la humildad de su vida y la pureza inflexible de su doctrina, al mismo tiempo que exacerban al fariseo orgulloso, que sólo piensa en un Mesías conquistador y en una Jerusalén de cal y canto, agrupan en torno suyo a todos los que buscan sinceramente el reino de Dios.
Él continúa evangelizando y haciendo bien. Una nueva energía vibra en su palabra; su rostro ya no tiene los reflejos gozosos de los días de Galilea; y a veces un dejo de amarga tristeza empaña su voz. No obstante, sus discursos son cada vez más explícitos, sus expresiones más fuertes, su lógica más acerada, y las verdades que revela más sorprendentes. El Evangelio de este día nos le presenta en lucha abierta con sus mayores enemigos, con los fariseos. Es en Jerusalén, en uno de los pórticos del Templo, durante las fiestas de los Tabernáculos. El otoño avanza, se han terminado las cosechas y las vendimias, y miles de campesinos llenan las calles de Jerusalén. Ante la muchedumbre estupefacta, Jesús se ha declarado la fuente de la vida, la luz del mundo y el Juez de las conciencias. Con términos misteriosos ha hablado de su Padre celestial y de la unión perfecta que tiene con Él. Diariamente los sabios de Israel se presentan a discutir con Él, pero cada discusión es una derrota para ellos. No obstante, se ríen de sus palabras, las repiten torcidamente delante de la multitud, acusan al blasfemo y comentan su doctrina rasgando sus vestiduras y llevándose las manos a la cabeza con ojos de espanto y actitud de epilépticos. Jesús apela a todos los argumentos de la razón, a la elocuencia del milagro, al testimonio de su Padre, a la sinceridad de su conducta, a la integridad de su vida. Con la plena conciencia de su santidad inalterable, puede desafiar a sus enemigos lanzándoles este reto magnífico, único en la historia de la Humanidad: « ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?» Un silencio solemne es la réplica de esta pregunta audaz. Nadie se atreve a evocar una sombra sobre la radiante figura del nazareno. Comió con los publicanos, perdonó a las meretrices, entró en las casas de los paganos; pero Él está inmune de toda mancha. A falta de razones, la furia farisaica se desata en insultos; por entre las filas de los oyentes corren cada vez más descaradas estas dos palabras: samaritano, endemoniado. Se le llama loco, se le acusa de impiedad; pero nada puede enturbiar la calma inalterable de su alma. Sin temblor en la voz, sin rencor en la mirada, responde con una verdad nueva, que anuncia a la Humanidad una nueva era: «En verdad, en verdad os digo que quien observare mi doctrina no morirá para siempre.»
Su doctrina es verdadera; nadie ha podido cogerle en contradicción, ni en mentira, ni en error; pero además de verdadera, su doctrina es vivificante. El que la guarda no gustará la muerte; germen de vida, ella, le librará del pecado, le protegerá en los trances difíciles y le introducirá en una eternidad bienaventurada. La afirmación era de un atrevimiento inaudito; ningún rabbí se había dejado decir cosa semejante; ni el más arrogante filósofo había prometido nada parecido a sus discípulos. ¿Dónde estaban Abraham y los profetas? ¿Acaso no habían cumplido ellos la ley de Jehová, y, sin embargo, tuvieron que andar el camino de toda carne? Jesús recoge la objeción, y ella le va a servir para avanzar un paso más en la revelación de su pensamiento. Su palabra es verdadera, es vivificante, y es además, divina, y por ser divina es verdadera y vivificante. «Cierto, nadie dijo lo que Yo os digo en este momento, pero es que ha llegado la hora que esperaban los siglos. Todo va a ser regenerado, todo va a ser restablecido. Nace un reino que no lograron soñar los hombres en medio de sus más locos desvaríos; estas palabras mías abren la era del triunfo y la alegría para el universo, realizan todas las esperanzas de los patriarcas, llenan todos los votos de la humanidad caída. Abraham, vuestro padre, ardió en deseos de ver este día mío; viole y se llenó de gozo.» Otra afirmación extraña, digna de un loco, de un samaritano… o de un Dios. Entre el público se oyen carcajadas, silbidos y pateos; algunas manos se levantan amenazadoras por entre el mar de cabezas; y los más atrevidos gritan sarcásticos: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y viste a Abraham?» Y Jesús, mirando fijamente a sus contradictores, con una solemnidad correspondiente a la importancia de sus palabras, termina: «En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuera hecho, Yo soy.» Al fin, todo estaba claro, Abraham empezó a ser, como toda criatura. Él no fue ni será; su existencia sólo conoce un tiempo expresivo de su eterna actualidad: Él es. Cuando Moisés preguntó a Jehová por su nombre, Jehová le contestó con esta definición: «Yo soy el que soy.» Y otro tanto puede decir Jesús: Yo soy. He aquí su nombre, el secreto de su naturaleza, la causa de su superioridad sobre Abraham, y sobre los profetas, y sobre los ángeles, y sobre todo lo que fue y será y hubo un tiempo en que no fue.
Decididamente, aquel galileo era un impío, o era un Dios; un loco no parecía, porque razonaba maravillosamente. Sólo quedaba un dilema: o caer de rodillas delante de Él, o castigar sus blasfemias. Hubo, sin duda, entre los oyentes quienes recibieron aquellas palabras con una actitud en que se mezclaban el respeto y el terror, el asombro y la incertidumbre; pero los más fanáticos se impusieron. En los ángulos del patio encontraron montones de piedras destinadas a las obras del templo; echaron mano de ellas y corrieron hacia Jesús con intención de acabar con Él. Pero Él, confundiéndose con la multitud, desapareció. Su hora no ha llegado todavía; todavía no se han cumplido todas las cosas que anunciaron los profetas; todavía no ha dicho todas las palabras que tiene que decir. Cuando llegue el momento, dará su sangre hasta la última gota. Ha hecho demasiados beneficios a los hombres para salir de este mundo sin sufrir la última pena; ha dicho verdades demasiado altas para que no tengan que ser suscritas con sangre. Bien sabía lo que le esperaba en Jerusalén; se lo había anunciado a sus discípulos, lo había meditado muchas veces, y tiempo hacía que en todos sus pensamientos llevaba esculpida la muerte.
En la liturgia, el recuerdo de este alentado es como el prólogo del drama sangriento. Entramos en una nueva etapa de la Cuaresma, entramos en el tiempo que se llama propiamente de Pasión. Una luz sombría se derrama sobre la escena; un triste presentimiento invade las almas, un ambiente de tragedia nos sobrecoge. La Iglesia sabe que los hombres buscan a su Esposo, que conspiran contra Él, que no acabarán hasta hacerle perecer. Llena de dolor, reúne a sus hijos para llorar con ellos el espantoso crimen de la ingratitud y prorrumpir en acentos de indignación contra los deicidas. David y los profetas ponen en su boca las exclamaciones más conmovedoras; se oyen imprecaciones terribles contra los verdugos, y de cuando en cuando se alza la voz del mismo Cristo, revelándonos las angustias mortales de su alma. La escena se cubre también de luto: en el altar, las imágenes de los santos quedan ocultas a nuestras miradas; se diría que renuncian a consolarnos en nuestro duelo. La misma cruz desaparece bajo un velo oscuro. Antes ella nos sostenía, hablándonos de luz, de fuerza, de amor; y he aquí que ahora se aparta, por decirlo así, de nosotros para hacer más viva nuestra esperanza y más sincera nuestra contrición. Porque no es una compasión estéril lo que se nos pide; las lágrimas son inútiles, las mismas oraciones sirven de poco cuando no las acompaña una conmoción profunda del corazón. Las terribles escenas que durante estos días van a pasar delante de nuestros ojos deben ser enseñanzas vivas para nuestras inteligencias, llamaradas de fuego para nuestras almas. «No lloréis por Mi—nos dice el Redentor en medio del desamparo—, llorad por vosotros y por vuestros hijos.» En esta hora de la justicia inexorable contra el pecado, debemos recordar que no son Judas, ni Pílalos, ni el odio de los fariseos, ni la cobardía de los discípulos el objeto de nuestras cóleras, sino esa serpiente de mil cabezas que se enrosca en nuestros corazones, y envenena nuestra vida, y pone sombras en nuestro camino, y hace correr ríos de sangre por el rostro de nuestro divino Salvador.
Él continúa evangelizando y haciendo bien. Una nueva energía vibra en su palabra; su rostro ya no tiene los reflejos gozosos de los días de Galilea; y a veces un dejo de amarga tristeza empaña su voz. No obstante, sus discursos son cada vez más explícitos, sus expresiones más fuertes, su lógica más acerada, y las verdades que revela más sorprendentes. El Evangelio de este día nos le presenta en lucha abierta con sus mayores enemigos, con los fariseos. Es en Jerusalén, en uno de los pórticos del Templo, durante las fiestas de los Tabernáculos. El otoño avanza, se han terminado las cosechas y las vendimias, y miles de campesinos llenan las calles de Jerusalén. Ante la muchedumbre estupefacta, Jesús se ha declarado la fuente de la vida, la luz del mundo y el Juez de las conciencias. Con términos misteriosos ha hablado de su Padre celestial y de la unión perfecta que tiene con Él. Diariamente los sabios de Israel se presentan a discutir con Él, pero cada discusión es una derrota para ellos. No obstante, se ríen de sus palabras, las repiten torcidamente delante de la multitud, acusan al blasfemo y comentan su doctrina rasgando sus vestiduras y llevándose las manos a la cabeza con ojos de espanto y actitud de epilépticos. Jesús apela a todos los argumentos de la razón, a la elocuencia del milagro, al testimonio de su Padre, a la sinceridad de su conducta, a la integridad de su vida. Con la plena conciencia de su santidad inalterable, puede desafiar a sus enemigos lanzándoles este reto magnífico, único en la historia de la Humanidad: « ¿Quién de vosotros me convencerá de pecado?» Un silencio solemne es la réplica de esta pregunta audaz. Nadie se atreve a evocar una sombra sobre la radiante figura del nazareno. Comió con los publicanos, perdonó a las meretrices, entró en las casas de los paganos; pero Él está inmune de toda mancha. A falta de razones, la furia farisaica se desata en insultos; por entre las filas de los oyentes corren cada vez más descaradas estas dos palabras: samaritano, endemoniado. Se le llama loco, se le acusa de impiedad; pero nada puede enturbiar la calma inalterable de su alma. Sin temblor en la voz, sin rencor en la mirada, responde con una verdad nueva, que anuncia a la Humanidad una nueva era: «En verdad, en verdad os digo que quien observare mi doctrina no morirá para siempre.»
Su doctrina es verdadera; nadie ha podido cogerle en contradicción, ni en mentira, ni en error; pero además de verdadera, su doctrina es vivificante. El que la guarda no gustará la muerte; germen de vida, ella, le librará del pecado, le protegerá en los trances difíciles y le introducirá en una eternidad bienaventurada. La afirmación era de un atrevimiento inaudito; ningún rabbí se había dejado decir cosa semejante; ni el más arrogante filósofo había prometido nada parecido a sus discípulos. ¿Dónde estaban Abraham y los profetas? ¿Acaso no habían cumplido ellos la ley de Jehová, y, sin embargo, tuvieron que andar el camino de toda carne? Jesús recoge la objeción, y ella le va a servir para avanzar un paso más en la revelación de su pensamiento. Su palabra es verdadera, es vivificante, y es además, divina, y por ser divina es verdadera y vivificante. «Cierto, nadie dijo lo que Yo os digo en este momento, pero es que ha llegado la hora que esperaban los siglos. Todo va a ser regenerado, todo va a ser restablecido. Nace un reino que no lograron soñar los hombres en medio de sus más locos desvaríos; estas palabras mías abren la era del triunfo y la alegría para el universo, realizan todas las esperanzas de los patriarcas, llenan todos los votos de la humanidad caída. Abraham, vuestro padre, ardió en deseos de ver este día mío; viole y se llenó de gozo.» Otra afirmación extraña, digna de un loco, de un samaritano… o de un Dios. Entre el público se oyen carcajadas, silbidos y pateos; algunas manos se levantan amenazadoras por entre el mar de cabezas; y los más atrevidos gritan sarcásticos: «Aún no tienes cincuenta años, ¿y viste a Abraham?» Y Jesús, mirando fijamente a sus contradictores, con una solemnidad correspondiente a la importancia de sus palabras, termina: «En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuera hecho, Yo soy.» Al fin, todo estaba claro, Abraham empezó a ser, como toda criatura. Él no fue ni será; su existencia sólo conoce un tiempo expresivo de su eterna actualidad: Él es. Cuando Moisés preguntó a Jehová por su nombre, Jehová le contestó con esta definición: «Yo soy el que soy.» Y otro tanto puede decir Jesús: Yo soy. He aquí su nombre, el secreto de su naturaleza, la causa de su superioridad sobre Abraham, y sobre los profetas, y sobre los ángeles, y sobre todo lo que fue y será y hubo un tiempo en que no fue.
Decididamente, aquel galileo era un impío, o era un Dios; un loco no parecía, porque razonaba maravillosamente. Sólo quedaba un dilema: o caer de rodillas delante de Él, o castigar sus blasfemias. Hubo, sin duda, entre los oyentes quienes recibieron aquellas palabras con una actitud en que se mezclaban el respeto y el terror, el asombro y la incertidumbre; pero los más fanáticos se impusieron. En los ángulos del patio encontraron montones de piedras destinadas a las obras del templo; echaron mano de ellas y corrieron hacia Jesús con intención de acabar con Él. Pero Él, confundiéndose con la multitud, desapareció. Su hora no ha llegado todavía; todavía no se han cumplido todas las cosas que anunciaron los profetas; todavía no ha dicho todas las palabras que tiene que decir. Cuando llegue el momento, dará su sangre hasta la última gota. Ha hecho demasiados beneficios a los hombres para salir de este mundo sin sufrir la última pena; ha dicho verdades demasiado altas para que no tengan que ser suscritas con sangre. Bien sabía lo que le esperaba en Jerusalén; se lo había anunciado a sus discípulos, lo había meditado muchas veces, y tiempo hacía que en todos sus pensamientos llevaba esculpida la muerte.
En la liturgia, el recuerdo de este alentado es como el prólogo del drama sangriento. Entramos en una nueva etapa de la Cuaresma, entramos en el tiempo que se llama propiamente de Pasión. Una luz sombría se derrama sobre la escena; un triste presentimiento invade las almas, un ambiente de tragedia nos sobrecoge. La Iglesia sabe que los hombres buscan a su Esposo, que conspiran contra Él, que no acabarán hasta hacerle perecer. Llena de dolor, reúne a sus hijos para llorar con ellos el espantoso crimen de la ingratitud y prorrumpir en acentos de indignación contra los deicidas. David y los profetas ponen en su boca las exclamaciones más conmovedoras; se oyen imprecaciones terribles contra los verdugos, y de cuando en cuando se alza la voz del mismo Cristo, revelándonos las angustias mortales de su alma. La escena se cubre también de luto: en el altar, las imágenes de los santos quedan ocultas a nuestras miradas; se diría que renuncian a consolarnos en nuestro duelo. La misma cruz desaparece bajo un velo oscuro. Antes ella nos sostenía, hablándonos de luz, de fuerza, de amor; y he aquí que ahora se aparta, por decirlo así, de nosotros para hacer más viva nuestra esperanza y más sincera nuestra contrición. Porque no es una compasión estéril lo que se nos pide; las lágrimas son inútiles, las mismas oraciones sirven de poco cuando no las acompaña una conmoción profunda del corazón. Las terribles escenas que durante estos días van a pasar delante de nuestros ojos deben ser enseñanzas vivas para nuestras inteligencias, llamaradas de fuego para nuestras almas. «No lloréis por Mi—nos dice el Redentor en medio del desamparo—, llorad por vosotros y por vuestros hijos.» En esta hora de la justicia inexorable contra el pecado, debemos recordar que no son Judas, ni Pílalos, ni el odio de los fariseos, ni la cobardía de los discípulos el objeto de nuestras cóleras, sino esa serpiente de mil cabezas que se enrosca en nuestros corazones, y envenena nuestra vida, y pone sombras en nuestro camino, y hace correr ríos de sangre por el rostro de nuestro divino Salvador.
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