viernes, 22 de agosto de 2025

22 de Agosto 2025 – Santa María Reina

En 1954 el Papa Pío XII, instituyó la fiesta Litúrgica del Reinado de María al coronar a la Virgen en Santa María la Mayor, Roma. En esta ocasión el Papa también promulgó el documento principal del Magisterio acerca de la dignidad y realeza de María, la Encíclica Ad coeli Reginam (Oct 11, 1954).

El pueblo cristiano siempre ha reconocido a María Reina por ser madre del Rey de reyes y Señor de Señores. Su poder y sus atributos los recibe del Todopoderoso: Su Hijo, Jesucristo. Es El quien la constituye Reina y Señora de todo lo creado, de los hombres y aún de los ángeles.

Juan Pablo II, el 23 de julio del 1997, habló sobre la Virgen como Reina del universo. Recordó que "a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el Concilio de Éfeso proclama a la Virgen 'Madre de Dios', se comienza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este ulterior reconocimiento de su dignidad excelsa, quiere situarla por encima de todas las criaturas, exaltando su papel y su importancia en la vida de cada persona y del mundo entero".

El Santo Padre explicó que "el título de Reina no sustituye al de Madre: su realeza sigue siendo un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le ha sido conferido para llevar a cabo esta misión. (...) Los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto aumenta su abandono filial en Aquella que es madre en el orden de la gracia".

"La Asunción favorece la plena comunión de María no sólo con Cristo, sino con cada uno de nosotros. Ella está junto a nosotros porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro cotidiano itinerario terreno. (...). Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida".

Reflexión del 22/08/2025

Lecturas del 22/08/2025

Sucedió en tiempo de los jueces, que hubo hambre en el país y un hombre decidió emigrar, con su mujer Noemí y sus dos hijos, desde Belén de Judá a la región de Moab.
Murió Elimélec, el marido de Noemí, y quedó ella sola con sus dos hijos. Estos tomaron por mujeres a dos moabitas llamadas Orfá y Rut. Pero, después de residir allí unos diez años, murieron también los dos, quedando Noemí sin hijos y sin marido. Entonces Noemí, enterada de que el Señor había bendecido a su pueblo procurándole alimentos, se dispuso a abandonar la región de Moab en compañía de sus dos nueras.
Orfá dio un beso a su suegra y se volvió a su pueblo, mientras que Rut permaneció con Noemí.
«Ya ves ‐ dijo Noemí ‐ que tu cuñada vuelve a su pueblo y a sus dioses. Ve tú también con ella».
Pero Rut respondió: «No insistas en que vuelva. Y te abandone. Iré adonde tú vayas, viviré donde tú vivas; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios».
Así fue como Noemí volvió de la región de Moab junto con Rut, su nuera moabita. Cuando llegaron a Belén, comenzaba la siega de la cebada.
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?».
Él le dijo: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente.
Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».

Palabra del Señor.

22 de Agosto 2025 – San Abercio de Hierápolis

La vida y milagros de San Abercio no son hoy muy conocidos del pueblo cristiano. Y, sin embargo, es este Santo una figura gigante de la primitiva Iglesia, con una aureola de hechos y milagros que le mereció el título de "isapóstol", igual a los apóstoles.

Tal vez el mismo esplendor de sus portentos contribuyó a eclipsar la gloria de su nombre en siglos poco amigos de lo sobrenatural. Son, efectivamente, tantos y tan ruidosos los prodigios que se le atribuyen, que algunos han puesto en tela de juicio la misma realidad histórica del personaje, buscando en ello armas contra la Iglesia católica, que lo venera en el catálogo de sus santos desde remota antigüedad. ¿Pero es que acaso no pudo Dios suscitar a fines del siglo II de nuestra era un taumaturgo de la talla de tantos otros que han destacado antes y después a lo largo de la historia? ¿Es que se había agotado ya la omnipotencia divina con la acción carismática de los apóstoles? ¿No se hacía sentir la necesidad de una intervención especial de Dios precisamente en momentos en que arreciaba la persecución contra la Iglesia? ¿Habían tal vez perdido su virtualidad aquellas palabras del Salvador (Mc. 16,17,18), que dijo: "A los que crean Ies acompañarán estas señales: en mi nombre echarán los demonios hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y, si bebieren una ponzoña, no les dañará, pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos recobrarán la salud"? ¿No prometió también el Señor (Lc. 17,5) que quien tuviera fe como un grano de mostaza diría a un sicómoro "Desarráigate y plántate en el mar", y el árbol obedecerá? No es que hayamos de admitir ciegamente todos los relatos fabulosos de los antiguos biógrafos. Posiblemente la fama y el tiempo han ido envolviendo los hechos con el ropaje y las mallas de lo mítico. Mas ¿cómo ahora, a la distancia de tantos siglos, descarnar los hechos en su realidad histórica y discernir lo verdadero de lo legendario? No cabe aquí otra actitud que la adoptada por el gran historiador romano Tito Livio, cuando dice, refiriéndose a los orígenes de Roma: "Aquellos hechos antiguos que aparecen embellecidos con el ropaje de la fantasía no es mi intención ni afirmarlos ni negarlos. Hay que perdonar a la antigüedad ese afán de mezclar lo divino con lo humano, porque así realza con caracteres más augustos el origen de los pueblos" (Llv., Praef., 6).

En realidad, el historiador no debe por sistema rechazar toda leyenda antigua. Pertenecen al tesoro de la humanidad y, bajo el oropel de fantásticas adherencias, contienen un tuétano de verdad, que muchas veces vienen a confirmar con el tiempo modernas investigaciones o hallazgos arqueológicos.

Así ha sucedido con el milagroso San Abercio. Obispo de Hierápolis en la segunda mitad del siglo II y principios del III, fue objeto de veneración desde muy antiguo en la Iglesia griega, propagándose luego su culto a la Iglesia latina, que lo incorporó al martirologio romano. Y cuando precisamente más se ensañaba con él la crítica racionalista se producen, a fines del siglo pasado, los descubrimientos del arqueólogo W. M. Ramsay cerca de Esmirna y en el lugar del emplazamiento de la antigua Hierápolis. Estos descubrimientos vienen a autentificar el epitafio con que todos los biógrafos cierran la vida de San Abercio. El epitafio ha sido objeto de una extensa literatura. Y la autenticidad del epitafio ha sido la base para reivindicar la figura y la vida del Santo.

Hoy su vida, que se nos había transmitido en diversas versiones por el cauce de múltiples códices, ha sido incorporada por Nissen a la edición teubneriana, la colección de escritores griegos y latinos más acreditada en el mundo.

Los biógrafos nos presentan al Santo en el apogeo de su gloria, triunfando sobre la idolatría pagana. El escenario es su sede de Hierápolis. El momento histórico, la llegada del decreto imperial mandando ofrecer sacrificios a los dioses. El decreto viene firmado por Marco Antonio y Lucio Vero. El encargado de su ejecución es Publio, gobernador de Frigia.

Abercio no puede contenerse al ver la profanación y la apostasía de su pueblo. Los días y las noches los pasa en continua vigilia y oración. "Dios de las misericordias —dice entre gemidos—, criador y conservador providente del mundo, guarda a mis ovejas fieles a la voz del divino Pastor y líbralas de los peligros del lobo que amenaza devorarlas." Pasaron así muchos días. Más he aquí que una noche vio en sueños un joven que, entregándole una vara, le decía: "Levántate, Abercio: ve y castiga en mi nombre las apostasías de este pueblo". El Santo despierta sobresaltado y, convencido de que Dios guiaría sus pasos, se lanza como el huracán hacia el foro, lleno de ira como Moisés al bajar del monte, y, arremetiendo contra los dioses, los destroza y desmenuza contra el suelo, Después, volviéndose contra los sacrílegos profanadores, que, mudos de pavor, contemplaban la escena, les dice con todo énfasis: "Id al Senado y decid a vuestros jefes que los dioses, borrachos de la orgia de esta noche, han entablado una batalla campal y se han deshecho unos a otros".

La reacción popular no se hizo esperar. Las gentes, azuzadas por los sacerdotes y ministros de los ídolos, deciden poner fuego a la casa de Abercio. Quieren que en ella perezca el obispo con sus fieles. El Senado les hace desistir, ante el temor de que el fuego se corra por toda la ciudad. Ponen el caso en manos del gobernador Publio, rogándole que dé al culpable su merecido.

Los cristianos corren a llevar la noticia a su obispo y le suplican que se ponga a salvo con la huida. El Santo responde decidido: "¿Cómo huir, cuando los apóstoles iban alegres al martirio por amor de su Señor?", y lleno del espíritu de Dios sale inmediatamente con los suyos, atraviesa la ciudad y comienza a predicar en medio del foro la doctrina de Cristo. Al punto llega la multitud enardecida, clamando furiosa contra Abercio y sus seguidores. Cuando ya se disponía a descargar su ira contra ellos se presentan inesperadamente tres jóvenes posesos, que, acometiendo furiosamente a dentelladas y golpes, alejan de allí la multitud y en seguida ellos, como corderillos, caen postrados a los pies del Santo. Abercio se pone en oración, golpea suavemente a los tres posesos y los libra del demonio. La multitud, al darse cuenta del milagro, se acerca al Santo pidiendo a gritos la iniciación y el bautismo, Allí mismo comienza Abercio su catequesis. Hasta el anochecer estuvo el Santo obispo instruyendo al pueblo sobre la necesidad de la penitencia y la misericordia de Dios. Cuando, terminado el día, el Santo se retira a su casa, la gente le iba acompañando insistiendo en su demanda. Allí continúan horas y horas en actitud suplicante, sin que por un momento se acallaran los gritos, hasta que, al fin, vencido Abercio al filo de la medianoche, salió fuera y, movido de divina inspiración, comenzó a administrar el santo bautismo. Rápidamente creció el número de los fieles. El catecumenado de Hierápolis se vio incrementado por gentes que venían de toda el Asia Menor. Frigia, Lidia, Caria iban suministrando grandes contingentes de neófitos. Abercio no se cansaba de catequizar y bautizar. La fama de su doctrina y la gloria de sus milagros corría de boca en boca.

Un día, mientras se ocupaba, como de costumbre, en instruir a los catecúmenos, se acercó al Santo una noble matrona. Se llamaba Frigela. Era madre de Eugeniano, privado del emperador. Venía conducida del brazo por su servidumbre, pues había perdido completamente la vista. Frigela, llena de fe y confianza, se echó a los pies del Santo y le suplicaba diciendo: "¡Oh tú, el más respetable de los mortales! Apiádate de mí y devuélveme la vista. Que pueda ver otra vez la luz radiante del sol, Tengo muchas riquezas, familia, bienes de fortuna, posesiones inmensas. Pero soy la más miserable del mundo. ¡Ojalá que sólo viera, aunque careciera de todo lo demás! Socórreme, por favor. Tengo un hijo que puede mucho ante el emperador. Pero, ¡ah!, no me es posible verle con estos ojos apagados tanto tiempo ha".

"Mujer—contestó el Santo—, yo no soy más que un gran pecador. Sólo Dios puede hacer lo que me pides." Pero, hecha una pausa, el Santo se pone en oración y, fijando luego su vista en la afligida matrona, le dice: "Si de verdad crees en el Señor, Él te puede curar, como curó al ciego de nacimiento". Y ella: "Creo que Cristo es el verdadero Dios. En su nombre tócame los ojos y cúralos". Las lágrimas confirmaban la sinceridad de su fe.

El Santo entonces, movido por Dios, dijo:

"Ven, luz verdadera Jesucristo, y abre esos ojos a la luz. Si de verdad cree en Cristo, que recobre al punto su vista y que esta vista corporal sea prueba de la interior iluminación." Al instante la ciega vio. La multitud quedó estupefacta ante el milagro. Todos dieron gracias a Dios. Se ausento Frigela, profundamente reconocida al Santo. Luego Abercio, como la cosa más natural, continuó su catequesis.

La curación de Frigela tuvo gran resonancia. Por Eugeniano, su hijo, llegó la noticia a oídos de la familia imperial. El hijo, gozoso, voló a abrazar a su madre y a agradecer al Santo la curación. La fama de Abercio crecía como la espuma. De todas partes acudían los enfermos y lisiados, en demanda de salud. Los milagros se multiplicaban a la voz del santo obispo. Pero en lo que más se puso de relieve su poder fue en echar los demonios de los cuerpos.

Una vez, despechado el maligno contra el siervo de Dios, le dijo amenazador: "Ya me lo pagarás, Abercio. Quieras que no, te voy a hacer ir a Roma mal que te pese". Aquella misma noche el Señor consoló al Santo y confirmó su misión: "Sí, irás a Roma—le dijo—, yo te ayudaré. Allí tu presencia contribuirá a difundir mi nombre y mi doctrina". El Santo se tranquilizó y contestó sumiso: "Hágase, Señor, tu voluntad".

Así fue, en efecto. La hija del emperador, llamada Lucita, cayó en posesión diabólica. Daba pena ver a aquella muchacha, joven de dieciséis años, que antes eclipsaba con su hermosura a todas las de su edad, lanzarse ahora por el suelo y gritar con rabia, mientras se desgarraba a mordiscos manos y piernas y se retorcía en contorsiones dantescas. Faustina, su madre, y el emperador lloraban inconsolables su desgracia. En vano imploraron la ayuda de los sacerdotes y arúspices de todas las religiones de Italia. El demonio cada día iba haciendo mayores estragos en su hija.

Afortunadamente el emperador supo por Eugeniano el poder taumatúrgico del obispo de Hierápolis. Le hace venir a Roma. El camino fue una siembra de prodigios. La emperatriz Faustina le recibe complacida. Su marido había tenido que ausentarse rápidamente de Roma para contener el avance de los bárbaros, que acababan de pasar las fronteras del Imperio. Faustina, al verle, quedó prendada del hombre de Dios y, llena de confianza, le rogó con lágrimas en los ojos que librara a su hija del demonio.

Abercio pidió que le presentaran la muchacha. Ella, al encontrarse en presencia del Santo, contra su costumbre, comenzó a dar muestras de jubilosa alegría. Por su boca habló el demonio diciendo, triunfador, al Santo: "¿Ves, Abercio? ¿Ves cómo has venido? He salido con la mía". El Santo contestó sereno: "Sí, es verdad, he venido; más para tu ruina, porque Dios está conmigo".

Después ordenó que llevaran a Lucila al hipódromo. Dios inspiró a su siervo dar gran publicidad al milagro, y para eso el hipódromo era un escenario muy a propósito. La multitud acudió allí de todas partes. El demonio, presagiando su derrota, extremó su tortura en los últimos momentos. Daba lástima ver a la hija del emperador en aquel estado de furiosa posesión diabólica. Pero pronto se acabará el poder del maligno.

El Santo, puesto en oración, intimó al demonio y le dijo: "Sal de esta joven. Yo te lo mando en el nombre de Cristo". A esta voz la joven cayó como muerta a los pies del Santo. Su madre y la multitud que la acompañaba prorrumpió en un clamoroso llanto. Abercio calmó a la multitud y, dirigiéndose de nuevo al demonio, le dijo "Pues que tú te empeñaste en traerme a Roma contra mi voluntad, ahora, en nombre de Jesucristo, yo te mando que cargues esta ara y la lleves a cuestas hasta Hierápolis y la coloques allí junto a la puerta austral'. El demonio, obediente como un corderillo, cargó con la piedra y fue a dejarla donde el Santo le mandó. Mientras tanto la joven Lucila, vuelta en sí, se arrodilló con su madre a los pies de Abercio, en actitud de profundo agradecimiento.

Se sabe que, en recompensa al Santo, la emperatriz mandó embellecer la ciudad de Hierápolis dotándola de baños públicos y lugares de culto para los cristianos.

En cuanto a Abercio es notorio que, a su vuelta, fue recibido por su pueblo con grandes manifestaciones de entusiasmo y que conservó siempre vivo e imperecedero recuerdo de su viaje a Roma y de las cristiandades por él visitadas. El mismo se preparó el sepulcro y personalmente redactó su epitafio fúnebre. En él quiso perpetuar las impresiones de su viaje. Todos consideran este epitafio como un monumento de valor histórico, teológico y arqueológico incalculable. Dice así, traducido del original griego:

"1. Ciudadano de una ciudad ilustre, yo hice en vida este monumento, a fin de tener en él un lugar de reposo para mi cuerpo. Mi nombre es Abercio, Soy discípulo de un pastor casto que apacienta su rebaño de ovejas por montes y llanuras.—5. Sus ojos son grandes y ve con ellos todas las cosas. Él es el que me ha enseñado las palabras de la vida cristiana: Él quien me envió a Roma, a contemplar la magnificencia de aquella ciudad y ver a su emperatriz engalanada con vestidos y calzado de oro. Allí vi un pueblo que llevaba en su mano brillantes anillos.—10. Vi también la llanura de Siria y todas las ciudades y Nísibe al otro lado del Eufrates. Por todas partes desde Oriente me encontré con hermanos en la fe. La fe me acompañó a todas partes y ella fue la que me procuró para comida un pez muy grande y puro, que pescó una virgen inmaculada. 15. Ella misma lo dio a comer entero a sus amigos; ella, que tiene un vino delicioso y lo ofrece mezclado con pan. Yo, Abercio, a la edad respetable de setenta y dos años, he mandado grabar esto. Que ruegue por mí el hermano que lo entienda.—20. Que nadie se atreva a colocar otro túmulo encima de mi tumba; de lo contrario tendrá que pagar dos mil piezas de oro al fisco romano y mil a mi querida ciudad de Hierápolis".

Con este epitafio, muchos de cuyos fragmentos han sido hallados por Ramsay, la arqueología da un mentís rotundo a los que quisieron impugnar a la Iglesia basándose en la no historicidad de San Abercio. Desmiente también la teoría de ciertos sabios que le quisieron hacer sacerdote de Cibeles y de Atis, o de otros cultos del sincretismo religioso de su tiempo, y confirma el sentir de la Iglesia griega y romana, que han registrado el nombre del gran obispo de Hierápolis en el catálogo de sus héroes y de sus santos.

jueves, 21 de agosto de 2025

Reflexión del 21/08/2025

Lecturas del 21/08/2025

En aquellos días, el espíritu del Señor vino sobre Jefté. Atravesó Galaad y Manasés, y cruzó a Mispá de Galaad, de Mispá de Galaad pasó hacía los amonitas. Entonces Jefte hizo un voto al Señor: «Si entregas a los amonitas en mi mano, el primero que salga de las puertas de mi casa, a mi encuentro, cuando vuelva en paz de la campaña contra los amonitas, será para el Señor y lo ofreceré en holocausto».
Jefté pasó a luchar contra los amonitas, y el Señor los entregó en su mano. Los batió, desde Aroer hasta Minit ‐ veinte ciudades ‐, y hasta Abel Queramín. Fue una gran derrota, y los amonitas quedaron sometidos a los hijos de Israel.
Cuando Jefté llegó a su casa de Mispa, su hija salió a su encuentro con adufes y danzas. Era su única hija. No tenía más hijos.
Al verla, rasgó sus vestiduras y exclamo: «¡Ay, hija mía, me has destrozado por completo y has causado mi ruina! He hecho una promesa al Señor y no puedo volverme atrás».
Ella le dijo: «Padre mío, si has hecho una promesa al Señor, haz conmigo según lo prometido, ya que el Señor te ha concedido el desquite de tus enemigos amonitas».
Y le pidió a su padre: «Concédeme esto: déjame libre dos meses, para ir vagando por los montes y llorar mi virginidad con mis compañeras».
Él le dijo: «Vete».
Y la dejó ir dos meses. Ella marchó con sus compañeras y lloró su virginidad por los montes.
Al cabo de dos meses volvió donde estaba su padre. Que hizo con ella según el voto que había pronunciado.
En aquel tiempo, Jesús volvió hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados, encargándoles que dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda”.
Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los matarlos.
El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda.”
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?” El otro no abrió la boca.
Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».

Palabra del Señor.

21 de Agosto 2025 – Santa Juana Francisca Fremyot de Chantal

Ella misma nos da sus datos primeros: "Me llamo Juana Francisca Fremyot, natural de Dijón, capital del ducado de Borgoña. Soy hija del señor Fremyot, presidente del Parlamento de Dijón y de la señora Margarita de Barbysey".

Llevó una niñez y juventud propia de la nobleza a la que pertenecía. Era muy elegante, porte digno de cautivar a cualquiera: bondadosa, guapa, modesta, buena conversadora, rica en conocimientos y en piedad. Era una joven de su tiempo. Se enamoró locamente del barón Rabutín Chantal con el que se unió en matrimonio y al que amó con toda su alma. El barón supo corresponder a este amor. Cuando el barón estaba fuera de casa, parecía como si Francisca estuviera de luto. Cuando el barón llegaba, se arreglaba con las mejores galas, salía a recibirle y la alegría volvía a su rostro. Por ello cuando el Señor le pida el sacrificio de la vida de su esposo, ella le rogará con fuerzas: "Señor, pídemelo que quieras, estoy dispuesta a los mayores sacrificios con tal de que no te lo lleves". Y cuando murió lo lloró desconsoladamente durante mucho tiempo. Sus familiares y amigos creían que también ella iba a morir. Tanto fue lo que se desmejoró y enflaqueció que quedó reducida a los huesos.

Francisca es una maravillosa ama de casa. Todos la quieren y la admiran. Educa cristianamente a sus hijos a los que ama más que a sí misma. Los criados depondrán en el proceso de su Beatificación: "La Señora sirvió a Dios a quien mucho amaba y practicaba la virtud continuamente, pero sin llamar la atención. A nadie molestaba con sus rezos. Era muy atenta y buena con todos".

Las cruces no le faltarán nunca. Así no se apegará su corazón a las cosas de este mundo. En vez de refugiarse con su padre que la idolatraba o de quedarse en su palacio, decide marcharse al lado de su suegro que tiene un carácter déspota y agrio, como si fuera hecho de vinagre y hiel. Siete años a su lado, fueron cruces sin cuento las que hubo de sufrir la sensibilísima Francisca.

No todo había de ser desconsuelo y mano dura de parte del Señor. El santo Obispo de Ginebra -S. Francisco de Sales- pudo decir de ella: "Hallé en Dijón -donde vivía Francisca- lo que Salomón no pudo encontrar en Jerusalén: hallé a la mujer fuerte en la persona de la señora de Chantal".

El encuentro con San Francisco fue providencial. Iba un día montada a caballo y cerca de un bosque vio a un sacerdote venerable que rezaba fervorosamente su breviario. Poco después este mismo sacerdote vio en una especie de visión a una mujer joven, viuda, modesta. Un impulso interior le dijo que ésta sería el instrumento que el Señor le destinaba para la obra que pensaba llevar a cabo.

Vino a predicar aquel sacerdote a Dijón. Éste era el obispo de Ginebra San Francisco de Sales. La santa empezó a dirigirse con él. A las afueras de Annecy, en una modesta casita, se reúne un grupo de mujeres que quieren seguir del todo a Jesucristo. El vio que era obra de Dios y que iba por buen camino. Naturalmente, la idea provocó fuerte oposición por parte de los espíritus estrechos e incapaces de aceptar algo nuevo.

De modo prodigioso y como si fueran Florecillas de San Francisco de Sales empieza a extenderse y a echar sus cimientos esta obra de las Religiosas de la Visitación. Mucho hubieron de sufrir los dos santos. No faltaron habladurías y burlas, pero como era obra de Dios, la cosa siguió adelante. Un día la varonil Francisca se verá obligada a pasar por encima del cuerpo de su hijo que le impide siga la llamada de Dios. Mucho le amaba, pero era mayor el amor que sentía a su Dios.

San Francisco de Sales acabó por modificar sus planes y aceptar la clausura para sus religiosas. A las reglas de San Agustín añadió unas constituciones admirables por su sabiduría y moderación, "no demasiado duras para los débiles y no demasiado suaves para los fuertes". Lo único que se negó a cambiar fue el nombre de "Congregación de la Visitación de Nuestra Señora", y Santa Juana Francisca le exhortó a no hacer concesiones en ese punto. El santo quería que la humildad y la mansedumbre fuesen la base de la observancia. "Pero en la práctica", decía a sus religiosas, "la humildad es la fuente de todas las otras virtudes; no pongáis límites a la humildad y haced de ella el principio de todas vuestras acciones".

Para bien de Santa Juana y de las hermanas más experimentadas, el santo obispo escribió el "Tratado del amor de Dios". Santa Juana progresó tanto en la virtud bajo la dirección de San Francisco de Sales, que éste le permitió que hiciese el voto de que, en todas las ocasiones, realizaría lo que juzgase más perfecto a los ojos de Dios. Inútil decir que la santa gobernó prudentemente su comunidad, inspirándose en el espíritu de su director.

Por fin, el 13 de diciembre de 1641, cargada de buenas obras, la joven, la esposa, la viuda, la religiosa y la fundadora, partía a la eternidad. Sus hijas siguen su ejemplo.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Reflexión del 20/08/2025

Lecturas del 20/08/2025

En aquel tiempo, se reunieron todos los señores de Siquén y todo Bet Millo, y fueron a proclamar rey a Abimélec junto a la encina de la estela que hay en Siquén.
Se lo anunciaron a Jotán, que, puesto en pie sobre la cima del monte Garizín, alzó la voz y les dijo a gritos: «Escuchadme, señores de Siquén, y así os escuche Dios.
Fueron una vez los árboles a ungir rey sobre ellos.
Y dijeron al olivo: “Reina sobre nosotros”.
El olivo les contestó: “¿Habré de renunciar a mi aceite, que tanto aprecian en mí dioses y hombres para ir a mecerme sobre los árboles?”.
Entonces los árboles dijeron a la higuera: “Ven tú a reinar sobre nosotros”.
La higuera les contestó: “¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso fruto, para ir a mecerme sobre los árboles?” Los árboles dijeron a la vid: “Ven tú a reinar sobre nosotros”.
La vid les contestó: “¿Voy a renunciar a mi mosto, que alegra a dioses y hombres, para ir a mecerme sobre los árboles?” Todos los árboles dijeron a la zarza: “Ven tú a reinar sobre nosotros”.
La zarza contestó a los árboles: “Si queréis en verdad ungirme rey sobre vosotros, venid a cobijaros a mi sombra. Y si no, salga fuego de la zarza que devore los cedros del Líbano”».
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña.
Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña.
Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: “Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido”.
Ellos fueron.
Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo.
Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?”.
Le respondieron: “Nadie nos ha contratado”.
Él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”.
Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: “Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”.
Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno.
Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: “Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”.
Él replicó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”
Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos».

Palabra del Señor.

20 de Agosto 2025 – San Samuel, Juez y Profeta de Israel

En la tradición bíblica, Samuel es presentado como un hombre de Dios. Es, a la vez, un orante y un dirigente del pueblo. Un hombre de oración que ha tenido que orientar y decidir sobre la marcha diaria de su pueblo. Un hombre de acción que ha buscado en el silencio y la oración, la fuerza y la tolerancia necesarias. La palabra alentadora y el grito denunciador. Samuel es un hombre que, por una parte, ha actuado con limpieza y sin sobornos. Y, por otra, ha orado sin escapismos ni evasiones. Samuel es, al mismo tiempo y con pareja sinceridad, el profeta comprometido, el juez honesto, el orientador discreto.

EL PROFETA

Cuando el libro del Eclesiástico califica a Samuel como «amado de su Señor» (Si 46, 13) está recordando sin duda las copiosas tradiciones que evocaban la figura legendaria y señera de aquel hombre inabarcable y polifacético. Pero el mismo libro parece reconocer que, antes que nada, Samuel fue un profeta, acreditado por su fidelidad y sus oráculos.

Un profeta, rodeado del halo del nacimiento prodigioso que circunda de gloria la aparición de los héroes. La esterilidad de la madre y las caricias comprensivas del padre no hacen más que subrayar una convicción fuertemente arraigada en el pueblo: la figura de un liberador es siempre un don de los cielos. La primera dificultad para un profeta es la dificultad de nacer. No es fácil que surja una voz desgarradora en medio del cacareo amedrentado de los hombres. Lo nuestro es siempre la esterilidad, cuando no la burla cínica ante los que lloran y viven en el lamento (1S 1). La amarga experiencia de la humanidad entera se hace confesión en el canto de Ana, la madre del profeta: «Yahvé enriquece y despoja, abate y ensalza» (1S 2, 7).

Pero los profetas no son héroes prodigiosos. Los hombres del cansancio y la fatiga, del sueño y la oscuridad. Toda la atmósfera poética de la primera visión del niño Samuel (1S 3) puede hacernos olvidar que un profeta experimenta siempre una estremecedora dificultad para la percepción de Dios. Es más: la voz de Dios es fácilmente confundible con el tono de las voces más habituales. El joven profeta que duerme en la noche no puede sospechar que Dios se esté acercando a su vida. Ni entonces ni ahora resulta espontáneo al hombre Samuel abrir la vida en disponibilidad para susurrar: «Habla, Yahvé, que tu siervo escucha» (1S 3, 9-10).

Y luego, los profetas no son hombres pseudocontemplativos que se detienen en el regusto almibarado de las palabras de su Señor. De sobra saben que las palabras de su Señor no les pertenecen como herencia indiscutible. Si así fuera, las atesorarían con religiosa fidelidad. Pero el mensaje les ha sido confiado para ser anunciado con religiosa urgencia. La tercera gran dificultad del profeta es siempre la de proclamar lo escuchado. Porque la proclamación es siempre anuncio de planes y promesas, pero es también denuncia de cobardías y traiciones. El hombre Samuel, entonces como ahora, necesita una desvalida osadía para desenmascarar las villanías que envenenan a los mismos promotores oficiales de la justicia. Milagro parece que éstos acepten sus palabras y que una voz popular comente de siglo en siglo: «Samuel crecía; Yahvé estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras» (1S 3, 19).

A veces el mundo se nos llena de charlatanes que alardean de profetas. El mundo entero debería exigirles sus credenciales. Porque sólo esa imprevisibilidad humana en el nacer, esa disponibilidad para escuchar en la noche, esa prontitud para proclamar un mensaje poco gratificante..., garantizan y acreditan al profeta del Señor (1S 3, 20).

EL JUEZ

El libro del Eclesiástico alaba también a Samuel por haber juzgado a la asamblea según la ley del Señor (Si 46, 14). Tras los años de infancia pasados en el santuario de Silo, Samuel amaba su retiro solariego de Ramá, donde transcurría su vida con su familia, y donde había edificado un altar a Yahvé. Pero la fuerza de aquella plegaria silenciosa debía convertirse, año tras año, en peregrinaje en servicio de su pueblo. «Hacía cada año un recorrido por Betel, Guilgal, Mispá, juzgando a Israel en todos estos lugares» (1S 7, 16).

Y juzgar significa, antes que nada, denunciar. El pueblo siempre vuelve los ojos a los dioses de la inmediatez y la eficacia. El pueblo cae en la tentación de las idolatrías que le impone la propaganda de turno. Ante los éxitos económicos o culturales de los pueblos de alrededor, el pueblo se siente inclinado a venerar a los presuntos patronos divinos de tal prosperidad. Y el juez Samuel ha de criticar la idolatría y animar a una liberación ideológica y religiosa. Samuel invita a la conversión. Al verdadero y único servicio en el que se cifra la libertad: «Fijad vuestro corazón en Yahvé, servidle a él solo y él os liberará...»> (1S 7, 3).

Para el hombre arrancado del silencio de su hogar, juzgar significa también orar. Los hombres crecen fácilmente en el mito del progreso. Y los pueblos se arrodillan ante los frutos de sus propios éxitos. Como si todo dependiera de ellos. Sólo la capacidad para el asombro descubre en el total de la historia una cantidad que no habíamos incluido en los sumandos. Siempre hay un «algo más» que no depende de nuestro trajinar. Más allá del problema, toda vida y toda empresa están siempre aureolada por el misterio. El juez Samuel invoca al Señor, a petición de su pueblo, y orienta sus miradas y sus corazones al otro sentido de la vida, al sentido de la vida que pasa por la adoración (1S 7, 8-9).

Pero juzgar no significa sólo orientar las miradas, sino también fortalecer las manos vacilantes. El pecado original de los hombres consiste en la pereza. En la flojera que los lleva a abandonar las riendas de su destino en las manos de la irracionalidad: en la voz de una serpiente que planea un futuro diferente o en el dictado de los que han monopolizado la sinrazón de la fuerza (ver 1S 13, 19-22). El pecado original de los pueblos consiste en la abdicación de las razones que los hacen señores y libres. El juez Samuel orienta a su pueblo hacia el servicio a su Señor. En él radica su unidad originaria y su fuerza de elección. Sólo en la aceptación de los caminos del Señor, el pueblo volverá a ser libre y valiente, unido y valeroso. Samuel lo subraya al levantar una estela memorial: «Hasta aquí nos ha socorrido Yahvé» (1S 7, 12).

A veces el mundo se nos llena de charlatanes que presumen de liberadores. No todos lo son. Solamente aquellos que renuncian a halagarnos y en el dolor nos invitan a superarnos, en la plegaria nos llevan a encontrarnos a nosotros mismos frente al absoluto, y en la decisión nos empujan a recobrar la esperanza (1S 7, 13-15).

EL ORIENTADOR

El libro del Eclesiástico alaba a Samuel por haber fundado la realeza y haber ungido a los príncipes del pueblo (Si 46, 13). Ni el santuario de Silo era su refugio, ni su hogar de Ramá fue su descanso. Tal vez el mayor dolor de Samuel haya sido comprobar que sus propios hijos no seguían su camino: atraídos por el lucro, aceptaban sobornos y torcían el derecho (1S 8, 3). Por otra parte, la antigua estructura tribal parece ser insuficiente para hacer frente a las exigencias defensivas del momento. El pueblo pide un rey. El santuario de Silo ha sido profanado, robada el arca, amenazada la frágil unidad de las tribus. La decisión no fue nada fácil. El Gran Libro conserva todavía el eco de las posiciones monárquicas y el celo antimonárquico de dos corrientes de opinión. Y, en medio, Samuel. El hombre de la plegaria y la prudencia ha de convertirse en el hombre de la decisión comprometida.

La primera decisión ha sido la de escuchar el clamor del pueblo. Es fácil intuir el dolor de Samuel. Desde su grandeza humana parece lamentar la disgregación de su pueblo. Percibe las funestas consecuencias que la monarquía acarreará. Oye como un mazazo el grito de aquel pueblo: Tendremos un rey y seremos como los demás pueblos». Esa pérdida de la diversidad es, tal vez, más dolorosa (1S 8, 19-20). Pero el hombre de la fe no se evade de las demandas de su pueblo. Al contrario, solamente su hondura religiosa ha logrado el equilibrio suficiente para que la demanda no sea blasfema: para que el rey elegido no sea absolutizado, divinizado, por encima de la única Majestad absoluta. Solamente su hondura religiosa da un sentido religioso a la nueva institución: un sentido liberador al fin (1S 8, 22).

La segunda decisión es la de la elección de Saúl. Entre las líneas del relato bíblico es fácil descubrir la tensión en que el hombre de Dios va dando cada uno de los pasos. El encuentro con el príncipe elegido ha sido sin duda magnificado por los relatos tradicionales. De todas formas, parece vivido en un clima de oración: el Señor orienta la mirada para reconocer al elegido (1S 9, 17) y él es al fin quien lo ha ungido como caudillo de su heredad (1S 10, 1). Él es quien le cambia el corazón (1S 10, 9) y quien orienta los pasos del sorteo (1S 10, 22). Entre líneas es fácil imaginar la tensión del hombre Samuel el día de la inauguración de la monarquía, mientras va pronunciando su discurso, su testimonio personal, su interpelación profética, su recordatorio de los planes salvadores de Dios (1S 12). Y fácil es adivinar el desgarro que se produce en su corazón al tiempo que se rasga su manto entre las manos crispadas del rey que se ha buscado el fracaso (1S 15, 27-28).

La tercera decisión es la de la elección de David. Elección arriesgada, si las hay. La fe yahvista ha tenido que comprometerse aquí en un cambio político de indudable trascendencia. El hombre de la oración y la prudencia parece tocado por los tintes de la conspiración. A medio camino entre el dolor por el fracaso de Saúl y el miedo por la muerte probable, Samuel tiene que cumplir aún la misión más decisiva para la historia de su pueblo, la unción clandestina de un joven pastor destinado a ser rey (1S 16). Según una tradición aislada, un día se encontrarán los tres personajes de este drama en las celdas del convento de los profetas en Ramá (1S 19, 18, 24). ¿Quién nos diera a conocer los sentimientos que aquel día se cruzaban en el corazón del anciano profeta?

A veces el mundo se nos llena de charlatanes que separan la opción religiosa de las opciones comprometidas en favor del pueblo. Solamente en la hondura religiosa, en la honradez incorruptible y en el temblor del riesgo se hace posible el paso de los orientadores llorados por su pueblo (1S 25, 1). Ante ellos, Samuel se nos presenta como una figura actual y fascinante: la del hombre al que su fe le lleva a comprometerse al servicio de su pueblo.

martes, 19 de agosto de 2025

Reflexión del 19/08/2025

Lecturas del 19/08/2025

En aquellos días, vino el ángel del Señor y se sentó bajo el terebinto que hay en Ofrá, perteneciente a Joás, de los de Abiezer. Su hijo Gedeón estaba desgranando el trigo en el lagar, para esconderlo de los madianitas.
Se le apareció el ángel del Señor y le dijo: «El Señor está contigo, valiente guerrero».
Gedeón respondió: «Perdón, mi señor; si el Señor está con nosotros, ¿por qué nos ha sucedido todo esto? ¿Dónde están todos los prodigios que nos han narrado nuestros padres, diciendo: el Señor nos hizo subir de Egipto? En cambio ahora, el Señor nos ha abandonado y nos ha entregado en manos de Madián». El Señor se volvió hacia él y le dijo: «Ve con esa fuerza tuya y salva a Israel de las manos de Madián. Yo te envío».
Gedeón replicó: «Perdón, mi Señor ¿con qué voy a salvar a Israel? Mi clan es el más pobre de Manasés y yo soy el menor de la casa de mi padre».
El Señor le dijo: «Yo estaré contigo y derrotarás a Madián como a un solo hombre».
Gedeón insistió: «Si he hallado gracia a tus ojos, dame una señal de que eres tú el que estás hablando conmigo. Te ruego que no te retires de aquí hasta que vuelva a tu lado, traiga mi ofrenda y la deposite ante ti».
El Señor respondió: «Permaneceré sentado hasta que vuelvas».
Gedeón marchó a preparar un cabrito y panes ácimos con unos cuarenta y cinco kilos de harina. Puso la carne en un cestillo, echó la salsa en una olla; lo llevó bajo la encina y lo presentó.
El ángel de Dios le dijo entonces: «Coge la carne y los panes ácimos, deposítalos sobre aquella peña, y vierte la salsa».
Así lo hizo. El ángel del Señor alargó la punta del bastón que tenía en la mano, tocó la carne y los panes ácimos, y subió un fuego de la peña que consumió la carne y los panes ácimos. Después el ángel del Señor desapareció de sus ojos.
Cuando Gedeón reconoció que se trataba del ángel del Señor, dijo: «¡Ay, Señor mío, Señor, que he visto cara a cara al ángel del Señor!».
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos:
«En verdad os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos».
Al oírlo, los discípulos dijeron espantados: «Entonces, ¿quién puede salvarse?».
Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo».
Entonces dijo Pedro a Jesús: «Ya ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?».
Jesús les dijo: «En verdad os digo: cuando llegue la renovación y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.
Todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.
Pero muchos primeros serán últimos y muchos últimos primeros».

Palabra del Señor.

19 de Agosto 2025 – San Ezequiel Moreno

Desde muy niño descubrió su vocación a la vida religiosa y el 21 de septiembre de 1884 ingresó como religioso en el convento español de los agustinos recoletos en Montegudo, Navarra. Al año siguiente hizo su profesión religiosa en el teologado de Marcilla. En 1870 viajó a Manila, Filipinas, donde se desempeñó como misionero. Al año siguiente fue ordenado sacerdote y destinado a Mindoro donde continuó sus actividades misioneras. Poco tiempo después se enfermó de paludismo y regresó a Manila.

Más tarde fue nombrado superior del convento de Monteagudo y vuelve a España para dedicarse a la formación de los futuros religiosos misioneros.

En 1888 viajó a Colombia al mando de un grupo de misioneros agustinos recoletos emprende. En este país empezó a reactivar las misiones y en 1893 fue nombrado obispo titular de Pinara y vicario apostólico de Casanare, en 1895 fue nombrado Obispo de Pasto. San Ezequiel desempeñó su nueva misión con la eficacia y generosidad que lo caracterizaban pero tuvo que superar numerosos obstáculos.

En 1905 se le diagnosticó cáncer y ante las reiteradas súplicas de los fieles y de los religiosos de su Orden, al año siguiente volvió a España para operarse. La operación no tuvo éxito y San Ezequiel, firme en su fe, se retiró al convento de Monteagudo, España, donde murió el 19 de agosto de 1906.

Su fama de santidad creció rápidamente, sobre todo en Colombia. Fue beatificado por el Papa Pablo VI en 1975 y el 11 de octubre de 1992 fue canonizado por el Papa Juan Pablo II. San Ezequiel Moreno es considerado como el especial intercesor ante Dios por los enfermos del cáncer y uno de los más grandes apóstoles de la Evangelización de América.

lunes, 18 de agosto de 2025

Reflexión del 18/08/2025

Lecturas del 18/08/2025

En aquellos días, los hijos de Israel obraron mal a los ojos del Señor, y sirvieron a los baales. Abandonaron al Señor, Dios de sus padres, que los había hecho salir de la tierra de Egipto, y fueron tras otros dioses, dioses de los pueblos vecinos, postrándose ante ellos e irritando al Señor. Abandonaron al Señor para servir a Baal y a las astartés.
Se encendió, entonces, la ira del Señor contra Israel, los entregó a manos de saqueadores que los expoliaron y los vendió a los enemigos de alrededor, de modo que ya no pudieron resistir ante ellos. Siempre que salían, la mano del Señor estaba contra, ellos para mal, según lo había anunciado el Señor y conforme les había jurado.
Por lo que se encontraron en grave aprieto. Entonces el Señor suscitó jueces que los salvaran de la mano de sus saqueadores. Pero tampoco escucharon a sus jueces, sino que se prostituyeron yendo tras otros dioses y se postraron ante ellos. Se desviaron pronto del camino que habían seguido sus padres, escuchando los mandatos del Señor. No obraron como ellos.
Cuando el Señor les suscitaba jueces, el Señor estaba con el juez y los salvaba de la mano de sus enemigos, en vida del juez, pues el Señor se compadecía de sus gemidos, provocados por quienes los vejaban y oprimían.
Pero, a la muerte del juez volvían a prevaricar más que sus padres, yendo tras otros dioses que sus padres, para servirles y postrarse ante ellos. No desistían de su comportamiento ni de su conducta obstinada.
En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos ».
Él le preguntó: «¿Cuáles?». Jesús le contestó: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo».
El joven le dijo: «Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?».
Jesús le contestó: «Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo y luego ven y sígueme».
Al oír esto, el joven se fue triste, porque era muy rico.

Palabra del Señor.