martes, 23 de diciembre de 2025
Lecturas del 23/12/2025
Esto dice el Señor Dios: «Voy a enviar a mi mensajero, para que prepare el camino ante mí.
De repente llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo.
¿Quién resistirá el día de su llegada? ¿Quién se mantendrá en pie ante su mirada? Pues es como el fuego de fundidor, como lejía de lavandero. Se sentará como fundidor que refina la plata; refinará a los levitas y los acrisolará como oro y plata, y el Señor recibirá ofrenda y oblación justas.
Entonces agradará al Señor la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en tiempos pasados, como antaño.
Mirad, os envío al profeta Elías, antes de que venga el Día del Señor, día grande y terrible. Él convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir a castigar y destruir la tierra».
A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron sus vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella.
A los ocho días vinieron a circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre intervino diciendo: «¡No! Se va a llamar Juan».
Y le dijeron: «Ninguno de tus parientes se llama así».
Entonces preguntaban por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre». Y todos se quedaron maravillados.
Inmediatamente se le soltó la boca y la lengua, y empezó a hablar bendiciendo a Dios.
Los vecinos quedaron sobrecogidos, y se comentaban todos estos hechos por toda la montaña de Judea. Y todos los que los oían reflexionaban diciendo: «Pues ¿qué será este niño?»
Porque la mano del Señor estaba con él.
Palabra del Señor.
23 de Diciembre 2025 – San Juan de Kety
San Juan de Kety, presbítero, el cual, siendo sacerdote, se dedicó a la enseñanza durante muchos años en la Academia de Cracovia, después recibió el encargo pastoral de la parroquia de Olkusia, en donde, añadiendo a la recta fe un cúmulo de virtudes, se convirtió para los cooperadores y discípulos en ejemplo de piedad y caridad hacia el prójimo, y después emigró a los gozos celestiales en Cracovia, ciudad de Polonia.
Juan de Kety, llamado también Juan Cancio, nació en la ciudad polaca de Kety (o Kanty). Sus padres eran campesinos de buena posición, que al comprender que su hijo era muy inteligente, le enviaron a estudiar en la Universidad de Cracovia. Juan hizo una brillante carrera y, después de su ordenación sacerdotal, fue nombrado profesor de la Universidad. Como llevaba una vida muy austera, sus amigos le aconsejaron que mirase por su salud a lo que él respondió, simplemente, que la austeridad no había impedido a los padres del desierto vivir largo tiempo. Se cuenta que un día, mientras comía, vio pasar frente a la puerta de su casa a un mendigo famélico. Juan se levantó al punto y regaló su comida al mendigo; cuando volvió a entrar en su casa, encontró su plato lleno. Según se dice, desde entonces se conmemoró ese suceso en la Universidad, dando todos los días de comer a un pobre; al empezar la comida, el subprefecto de la Universidad decía en voz alta: «Un pobre va a entrar», y el prefecto respondía en latín: «Va a entrar Jesucristo».
El éxito de San Juan como profesor y predicador suscitó la envidia de sus rivales, quienes acabaron por lograr que fuese enviado como párroco a Olkusz. El santo se entregó al trabajo con gran energía; sin embargo, no consiguió ganarse el cariño de sus feligreses, y la responsabilidad de su cargo le abrumaba. A pesar de todo, no cejó en la empresa y, cuando fue llamado a Cracovia, al cabo de varios años, sus fieles le querían ya tanto, que le acompañaron buena parte del camino. El santo se despidió de ellos con estas palabras: «La tristeza no agrada a Dios. Si algún bien os he hecho en estos años, cantad un himno de alegría». San Juan pasó a ocupar en la Universidad de Cracovia la cátedra de Sagrada Escritura, que conservó hasta el fin de su vida. Su reputación llegó a ser tan grande, que durante muchos años se usaba su túnica para investir a los nuevos doctores. Por otra parte, san Juan no limitó su celo a los círculos académicos, sino que visitaba con frecuencia tanto a los pobres como a los ricos.
En una ocasión, los criados de un noble, viendo la túnica desgarrada de San Juan, no quisieron abrirle la puerta, por lo que el santo volvió a su casa a cambiar de túnica. Durante la comida, uno de los invitados le vació encima un plato y san Juan comentó sonriendo: «No importa: mis vestidos merecían ya un poco de comida, puesto que a ellos debo el placer de estar aquí». Los bienes y el dinero del santo estaban a disposición de los pobres de la ciudad, quienes de vez en cuando le dejaban casi en la miseria. San Juan no se cansaba de repetir a sus discípulos: «Combatid el error; pero emplead como armas la paciencia, la bondad y el amor. La violencia os haría mal y dañaría la mejor de las causas». Cuando corrió por la ciudad la noticia de que san Juan, a quien se atribuían ya varios milagros, estaba agonizante, la pena de todos fue enorme. El santo dijo a quienes le rodeaban: «No os preocupéis por la prisión que se derrumba; pensad en el alma que va a salir de ella dentro de unos momentos». Murió la víspera del día de Navidad de 1473, a los ochenta y tres años de edad. En 1767, tuvo lugar su canonización y su fiesta se extendió a toda la Iglesia de Occidente.
Juan de Kety, llamado también Juan Cancio, nació en la ciudad polaca de Kety (o Kanty). Sus padres eran campesinos de buena posición, que al comprender que su hijo era muy inteligente, le enviaron a estudiar en la Universidad de Cracovia. Juan hizo una brillante carrera y, después de su ordenación sacerdotal, fue nombrado profesor de la Universidad. Como llevaba una vida muy austera, sus amigos le aconsejaron que mirase por su salud a lo que él respondió, simplemente, que la austeridad no había impedido a los padres del desierto vivir largo tiempo. Se cuenta que un día, mientras comía, vio pasar frente a la puerta de su casa a un mendigo famélico. Juan se levantó al punto y regaló su comida al mendigo; cuando volvió a entrar en su casa, encontró su plato lleno. Según se dice, desde entonces se conmemoró ese suceso en la Universidad, dando todos los días de comer a un pobre; al empezar la comida, el subprefecto de la Universidad decía en voz alta: «Un pobre va a entrar», y el prefecto respondía en latín: «Va a entrar Jesucristo».
El éxito de San Juan como profesor y predicador suscitó la envidia de sus rivales, quienes acabaron por lograr que fuese enviado como párroco a Olkusz. El santo se entregó al trabajo con gran energía; sin embargo, no consiguió ganarse el cariño de sus feligreses, y la responsabilidad de su cargo le abrumaba. A pesar de todo, no cejó en la empresa y, cuando fue llamado a Cracovia, al cabo de varios años, sus fieles le querían ya tanto, que le acompañaron buena parte del camino. El santo se despidió de ellos con estas palabras: «La tristeza no agrada a Dios. Si algún bien os he hecho en estos años, cantad un himno de alegría». San Juan pasó a ocupar en la Universidad de Cracovia la cátedra de Sagrada Escritura, que conservó hasta el fin de su vida. Su reputación llegó a ser tan grande, que durante muchos años se usaba su túnica para investir a los nuevos doctores. Por otra parte, san Juan no limitó su celo a los círculos académicos, sino que visitaba con frecuencia tanto a los pobres como a los ricos.
En una ocasión, los criados de un noble, viendo la túnica desgarrada de San Juan, no quisieron abrirle la puerta, por lo que el santo volvió a su casa a cambiar de túnica. Durante la comida, uno de los invitados le vació encima un plato y san Juan comentó sonriendo: «No importa: mis vestidos merecían ya un poco de comida, puesto que a ellos debo el placer de estar aquí». Los bienes y el dinero del santo estaban a disposición de los pobres de la ciudad, quienes de vez en cuando le dejaban casi en la miseria. San Juan no se cansaba de repetir a sus discípulos: «Combatid el error; pero emplead como armas la paciencia, la bondad y el amor. La violencia os haría mal y dañaría la mejor de las causas». Cuando corrió por la ciudad la noticia de que san Juan, a quien se atribuían ya varios milagros, estaba agonizante, la pena de todos fue enorme. El santo dijo a quienes le rodeaban: «No os preocupéis por la prisión que se derrumba; pensad en el alma que va a salir de ella dentro de unos momentos». Murió la víspera del día de Navidad de 1473, a los ochenta y tres años de edad. En 1767, tuvo lugar su canonización y su fiesta se extendió a toda la Iglesia de Occidente.
lunes, 22 de diciembre de 2025
Lecturas del 22/12/2025
En aquellos días, una vez que Ana hubo destetado a Samuel, lo subió consigo, junto con un novillo de tres años, unos cuarenta y cinco kilos de harina y un odre de vino. Lo llevó a la casa del Señor a Siló y el niño se quedó como siervo.
Inmolaron el novillo, y presentaron el niño a Elí. Ella le dijo: «Perdón, por tu vida, mi Señor, yo soy aquella mujer que estuvo aquí en pie ante ti, implorando al Señor. Imploré este niño y el Señor me concedió cuanto le había mi pedido. Yo, a mi vez, lo cedo al Señor. Quede, pues, cedido al Señor de por vida».
Y se postraron allí ante el Señor.
En aquel tiempo, María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia” —como lo había prometido a “nuestros padres”— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.
Palabra del Señor.
22 de Diciembre 2025 – Beato Tomás Holland
Nacido en 1600 en Sutton, Lancaster; probablemente era hijo de sir Richard Holland.
Fue educado en el Colegio de San Omer y posteriormente, en agosto de 1621, fue a Valladolid, donde prestó juramento misionero el 29 de diciembre de 1633 cuando comenzaron las negociaciones con el Partido español. En 1623, Holanda fue enviada a Madrid para asegurar al príncipe Carlos la lealtad de los seminaristas de Valladolid, lo que hizo en una oración en latín.
En 1624 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús en Warren, en el sur de los Países Bajos, y poco después fue ordenado sacerdote en Lieja. Después de servir como ministro en Gante y prefecto en el Colegio de San Omer. Hizo su profesión religiosa final como coadjutor espiritual en Gante el 28 de mayo de 1634 y, por su debilísima salud, sus superiores lo enviaron a Inglaterra el año siguiente. Era hábil disfrazándose y podía hablar perfectamente francés, español y flamenco.
Su salud no mejoró y los síntomas empeoraron, sea por la persistente pérdida de apetito o porque debía ejercer su ministerio especialmente por la noche. Sin embargo, logra resistir aun por siete años, ejerciendo un apostolado continuo en medio de vicisitudes de todo tipo. Dedicaba todo su tiempo libre a la oración y esto explica por qué los que se le acercaban experimentaban inmediatamente como una atmósfera sobrenatural.
Finalmente, fue arrestado bajo sospecha en una calle de Londres el 4 de octubre de 1642 y metido en New Prison. El 14 de octubre 1642 fue trasladado a Newgate y procesado en el Old Bailey, el 7 de diciembre, por ser sacerdote. No hubo evidencia concluyente en cuanto a esto; pero como se negó a jurar que no lo era, el jurado lo declaró culpable a pesar de la indignación del Lord Alcalde, Isaac Penington, y de otro miembro llamado Garroway. El sábado 10 de diciembre, el sargento Peter Phesant, presumiblemente actuando para el registrador, dictó sentencia sobre él y responde con un alegre Deo Gratias. A su regreso a prisión oyó muchas confesiones y al llegar quiere cantar él Te Deum.
El domingo y el lunes pudo decir misa en prisión donde se congregaron visitantes, a los que hablaba palabras llenas de fe y de elevación espiritual. No desea que el embajador de Francia interceda para conseguir la gracia de la liberación, como lo dice en una carta que escribió a sus superiores.
En la mañana del 22 de diciembre pudo celebrar la misa en la cárcel y luego fue llevado a la horca de Tyburn. Allí se le permitió pronunciar un discurso donde manifestó públicamente su condición de sacerdote y de jesuita, hizo actos de fe y de contrición, ofreció a Dios su vida, perdonó a todos, dio al verdugo el poco dinero que tenía, recibió la absolución de un hermano sacerdote oculto en el multitud. Fue ahorcado mientras juntaba las manos y lo dejaron colgar hasta que muriera. Tenía cuarenta y dos años y diecinueve de los cuales los vivió en la Compañía de Jesús.
Fue educado en el Colegio de San Omer y posteriormente, en agosto de 1621, fue a Valladolid, donde prestó juramento misionero el 29 de diciembre de 1633 cuando comenzaron las negociaciones con el Partido español. En 1623, Holanda fue enviada a Madrid para asegurar al príncipe Carlos la lealtad de los seminaristas de Valladolid, lo que hizo en una oración en latín.
En 1624 ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús en Warren, en el sur de los Países Bajos, y poco después fue ordenado sacerdote en Lieja. Después de servir como ministro en Gante y prefecto en el Colegio de San Omer. Hizo su profesión religiosa final como coadjutor espiritual en Gante el 28 de mayo de 1634 y, por su debilísima salud, sus superiores lo enviaron a Inglaterra el año siguiente. Era hábil disfrazándose y podía hablar perfectamente francés, español y flamenco.
Su salud no mejoró y los síntomas empeoraron, sea por la persistente pérdida de apetito o porque debía ejercer su ministerio especialmente por la noche. Sin embargo, logra resistir aun por siete años, ejerciendo un apostolado continuo en medio de vicisitudes de todo tipo. Dedicaba todo su tiempo libre a la oración y esto explica por qué los que se le acercaban experimentaban inmediatamente como una atmósfera sobrenatural.
Finalmente, fue arrestado bajo sospecha en una calle de Londres el 4 de octubre de 1642 y metido en New Prison. El 14 de octubre 1642 fue trasladado a Newgate y procesado en el Old Bailey, el 7 de diciembre, por ser sacerdote. No hubo evidencia concluyente en cuanto a esto; pero como se negó a jurar que no lo era, el jurado lo declaró culpable a pesar de la indignación del Lord Alcalde, Isaac Penington, y de otro miembro llamado Garroway. El sábado 10 de diciembre, el sargento Peter Phesant, presumiblemente actuando para el registrador, dictó sentencia sobre él y responde con un alegre Deo Gratias. A su regreso a prisión oyó muchas confesiones y al llegar quiere cantar él Te Deum.
El domingo y el lunes pudo decir misa en prisión donde se congregaron visitantes, a los que hablaba palabras llenas de fe y de elevación espiritual. No desea que el embajador de Francia interceda para conseguir la gracia de la liberación, como lo dice en una carta que escribió a sus superiores.
En la mañana del 22 de diciembre pudo celebrar la misa en la cárcel y luego fue llevado a la horca de Tyburn. Allí se le permitió pronunciar un discurso donde manifestó públicamente su condición de sacerdote y de jesuita, hizo actos de fe y de contrición, ofreció a Dios su vida, perdonó a todos, dio al verdugo el poco dinero que tenía, recibió la absolución de un hermano sacerdote oculto en el multitud. Fue ahorcado mientras juntaba las manos y lo dejaron colgar hasta que muriera. Tenía cuarenta y dos años y diecinueve de los cuales los vivió en la Compañía de Jesús.
domingo, 21 de diciembre de 2025
21 de Diciembre 2025 – Cuarto domingo de ADVIENTO - LA PREPARACIÓN DE LOS CAMINOS DE DIOS
Otra vez la figura rígida e impresionante del Bautista. Ya le hemos visto en el momento de recibir la embajada de los sanedritas, y hemos oído también su propia embajada. Ahora la liturgia nos le presenta saliendo del desierto, acercándose al Jordán con paso firme, clavando sus ojos iluminados sobre los pasajeros y repitiéndoles las palabras de Isaías, que muchas veces le habían hecho temblar en sus meditaciones solitarias: «Consuélate, consuélate, pueblo mío, te lo dice tu Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y decidle que sus males se han terminado, que han sido perdonados sus crímenes. Mas he aquí la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos del Señor y enderezad sus senderos en la soledad. Calmad los valles, allanad las montañas y las colinas. Haced rectos los caminos tortuosos y llanas las sendas accidentadas. Porque la gloria de Jehová se acerca y en toda la redondez de la tierra se va a cumplir la palabra del Señor.» Y el austero predicador resumía su mensaje con estas palabras: «Haced penitencia, porque el reino de Dios está cerca de vosotros.»
Era el anuncio de la nueva era que se había de inaugurar con la venida del Mesías: la era del reino universal, espiritual y eterno, el reino de las almas, claramente profetizado y descrito en cada página de los profetas hebreos; reino de humildad y de santidad, de amor y de misericordia. Desgraciadamente, los intérpretes oficiales de Israel habían terminado por adulterar los vaticinios. Heridos y humillados por la garra del poder romano, llenos de rencores y sedientos de venganza, sueñan con un reino terrestre, con un Mesías armado, con un guerrero sin entrañas, que se lanza por el mundo derramando la sangre de los gentiles, esclavizando a los amos de la víspera, realizando horribles venganzas, restaurando los esplendores del palacio de Salomón y haciendo tributarios a todos los reyes del mundo, no con tributo de amor y adoración, sino con oro pesado y macizo, con dinero contante y sonante. En su imperio todo sería alegría y felicidad, prosperidad y victoria: los campos darán el ciento por uno, los pastos serán siempre abundantes, los rebaños se multiplicarán bajo la bendición de Jehová, los racimos serán tan grandes como aquellos de los días lejanos de Caleb. Las ramas de los árboles se romperán al peso de la fruta, el trigo se segará dos veces al año. Las nubes serán dóciles a la voluntad de los hombres y la tierra manará leche y miel.
Contra estos sueños desatinados se levanta la palabra vibrante del Bautista. Haced penitencia, dice a los israelitas, porque estáis extraviados. Vendrá el Cielo prometido, pero será un reino de amor. Hallaréis la dicha, pero si aún no ha brillado para vosotros, no debéis quejaros del yugo impío de los romanos. El obstáculo está dentro de vosotros mismos: es el pecado el yugo que oprime vuestra vida moral. No soñéis con revoluciones políticas; transformad, más bien, vuestras conciencias, y veréis aparecer el reino del Mesías. Llenad los valles, salid del fango del placer, abandonad los bajos fondos do la intriga y el egoísmo para respirar el aire puro de las cimas del espíritu; nivelad las montañas y las colmas; doblegad la cerviz soberbia y reconoced que todos vuestros privilegios, toda vuestra superioridad sobre los paganos se la debéis a la generosidad gratuita e inagotable de la bondad divina; enderezad los caminos tortuosos y allanad los senderos desiguales; olvidad los intereses del amor propio, de la ambición y de la codicia; buscad a Dios con rectitud de corazón, y no esperéis ese reino porque vais a ser los primeros en él, porque pensáis ser los amigos del conquistador, porque se acerca para vosotros el tiempo de satisfacer vuestros odios y cumplir vuestras venganzas.
En víspera de Navidad, la Iglesia recoge estas enseñanzas del Bautista para recordarnos las disposiciones con que debemos recibir al Rey que se acerca. Este trabajo interior es una de las exigencias de este tiempo de Adviento. Ya en el siglo IV los ascetas españoles tenían la costumbre de recogerse en sus casas desde el diecisiete de diciembre, de andar con los pies descalzos o de esconderse en los montes para mejor pensar en el misterio del nacimiento de Jesús. Es la primera noticia que tenemos acerca del origen del Adviento. «Durante esos días, decía uno de aquellos ascetas, es preciso imitar a María retirándose a algún lugar solitario, y acordándonos allí de Daniel, varón de deseos, a cuya imitación debemos ayunar y rezar en espera del gran acontecimiento. El monasterio será para nosotros como la posada de Belén. Toda nuestra atención debe estar puesta en el pesebre, es decir, en el atril donde descansa el Verbo de Dios envuelto en pañales, que son los pergaminos donde leemos la palabra divina.»
El Adviento tiene, ciertamente, un carácter muy distinto de la Cuaresma. No es un tiempo de penitencia ni de dolor, sino más bien de una íntima esperanza, en que el temor acongojante se mezcla con las más vivas alegrías. Su cielo no es un cielo brillante, sino cielo de noche, un cielo austero, que en vez de esponjar el alma de esplendores, la obliga a concentrarse en su interior. «Veo una niebla que cubre toda la tierra», dice la liturgia al empezar estos días de expectación. Una densa nube gira sobre nuestras cabezas. Esa nube es una nube de parusia; en ella vendrá el Hijo del Hombre, el esperado, el deseado; pero no ha venido todavía; aún se esconde a nuestras miradas. Lo único que vemos es el paisaje invernal que nos rodea, el hecho de nuestra indignidad, la realidad de nuestra miseria. «Jerusalén desolata est», cantamos en el bello cántico de estos días. La ciudad mística gime desmantelada y sin luz; el mundo está envuelto en las sombras de la muerte; la Humanidad tirita de frío, abandonada en las tinieblas, cubierta de llagas y hecha una ruina. «Todos hemos caído como las hojas» decimos, exhalando nuestro lúgubre lamento. El estremecimiento solemne del invierno ha arrancado de los árboles las hojas respetadas por el otoño. Ahora yacen en el suelo, diseminadas en las praderas o en las orillas de los ríos, formando largas cintas amarillentas a uno y otro lado de los caminos y recordándonos el verso del poeta helénico: «La generación de los hombres es como la de las hojas: unas ruedan arrojadas al suelo por el vendaval, y al llegar la primavera otras muchas brotan en el bosque.»
La voz de la renovación universal suena en medio de las turbaciones: mensajes proféticos, roces de alas angélicas, palabras llenas de esperanza, consuelos y promesas. Es un diálogo prolongado, un conflicto psicológico emocionante, cuyas principales fases nos van descorriendo gradualmente los cuatro domingos de Adviento. El alma se turba, incapaz casi de creer en tan alta felicidad; sueña apasionadamente en el que va a venir a sacarla de las tinieblas y de la sombra de la muerte, se llena de júbilos frenéticos ante la seguridad de liberación, y vuelve de nuevo a desmayar; reza, canta, solloza, se estremece de amor y de miedo, calla presa de la humildad y el agradecimiento y estalla en éxtasis de felicidad. Al fin, el coro unánime de los vaticinios produce su efecto mágico. Cesan las impaciencias y renace la quietud. La seguridad es perfecta; la luz increada dora ya los horizontes del mundo. Ya sólo cabe un pensamiento y un anhelo: el de la preparación para el gran día. «Preparad los caminos», clama el Precursor; San Pablo deja oír aquellas palabras fecundas que convirtieron a San Agustín: «Despojémonos de las obras de las tinieblas y ciñamos las armas de la luz. Vivamos como en pleno día, decorosamente.» Eco de esta turbación. San León avanza hacia nosotros invitándonos a los ejercicios de la ascesis en el grave acento de sus homilías.
Era el anuncio de la nueva era que se había de inaugurar con la venida del Mesías: la era del reino universal, espiritual y eterno, el reino de las almas, claramente profetizado y descrito en cada página de los profetas hebreos; reino de humildad y de santidad, de amor y de misericordia. Desgraciadamente, los intérpretes oficiales de Israel habían terminado por adulterar los vaticinios. Heridos y humillados por la garra del poder romano, llenos de rencores y sedientos de venganza, sueñan con un reino terrestre, con un Mesías armado, con un guerrero sin entrañas, que se lanza por el mundo derramando la sangre de los gentiles, esclavizando a los amos de la víspera, realizando horribles venganzas, restaurando los esplendores del palacio de Salomón y haciendo tributarios a todos los reyes del mundo, no con tributo de amor y adoración, sino con oro pesado y macizo, con dinero contante y sonante. En su imperio todo sería alegría y felicidad, prosperidad y victoria: los campos darán el ciento por uno, los pastos serán siempre abundantes, los rebaños se multiplicarán bajo la bendición de Jehová, los racimos serán tan grandes como aquellos de los días lejanos de Caleb. Las ramas de los árboles se romperán al peso de la fruta, el trigo se segará dos veces al año. Las nubes serán dóciles a la voluntad de los hombres y la tierra manará leche y miel.
Contra estos sueños desatinados se levanta la palabra vibrante del Bautista. Haced penitencia, dice a los israelitas, porque estáis extraviados. Vendrá el Cielo prometido, pero será un reino de amor. Hallaréis la dicha, pero si aún no ha brillado para vosotros, no debéis quejaros del yugo impío de los romanos. El obstáculo está dentro de vosotros mismos: es el pecado el yugo que oprime vuestra vida moral. No soñéis con revoluciones políticas; transformad, más bien, vuestras conciencias, y veréis aparecer el reino del Mesías. Llenad los valles, salid del fango del placer, abandonad los bajos fondos do la intriga y el egoísmo para respirar el aire puro de las cimas del espíritu; nivelad las montañas y las colmas; doblegad la cerviz soberbia y reconoced que todos vuestros privilegios, toda vuestra superioridad sobre los paganos se la debéis a la generosidad gratuita e inagotable de la bondad divina; enderezad los caminos tortuosos y allanad los senderos desiguales; olvidad los intereses del amor propio, de la ambición y de la codicia; buscad a Dios con rectitud de corazón, y no esperéis ese reino porque vais a ser los primeros en él, porque pensáis ser los amigos del conquistador, porque se acerca para vosotros el tiempo de satisfacer vuestros odios y cumplir vuestras venganzas.
En víspera de Navidad, la Iglesia recoge estas enseñanzas del Bautista para recordarnos las disposiciones con que debemos recibir al Rey que se acerca. Este trabajo interior es una de las exigencias de este tiempo de Adviento. Ya en el siglo IV los ascetas españoles tenían la costumbre de recogerse en sus casas desde el diecisiete de diciembre, de andar con los pies descalzos o de esconderse en los montes para mejor pensar en el misterio del nacimiento de Jesús. Es la primera noticia que tenemos acerca del origen del Adviento. «Durante esos días, decía uno de aquellos ascetas, es preciso imitar a María retirándose a algún lugar solitario, y acordándonos allí de Daniel, varón de deseos, a cuya imitación debemos ayunar y rezar en espera del gran acontecimiento. El monasterio será para nosotros como la posada de Belén. Toda nuestra atención debe estar puesta en el pesebre, es decir, en el atril donde descansa el Verbo de Dios envuelto en pañales, que son los pergaminos donde leemos la palabra divina.»
El Adviento tiene, ciertamente, un carácter muy distinto de la Cuaresma. No es un tiempo de penitencia ni de dolor, sino más bien de una íntima esperanza, en que el temor acongojante se mezcla con las más vivas alegrías. Su cielo no es un cielo brillante, sino cielo de noche, un cielo austero, que en vez de esponjar el alma de esplendores, la obliga a concentrarse en su interior. «Veo una niebla que cubre toda la tierra», dice la liturgia al empezar estos días de expectación. Una densa nube gira sobre nuestras cabezas. Esa nube es una nube de parusia; en ella vendrá el Hijo del Hombre, el esperado, el deseado; pero no ha venido todavía; aún se esconde a nuestras miradas. Lo único que vemos es el paisaje invernal que nos rodea, el hecho de nuestra indignidad, la realidad de nuestra miseria. «Jerusalén desolata est», cantamos en el bello cántico de estos días. La ciudad mística gime desmantelada y sin luz; el mundo está envuelto en las sombras de la muerte; la Humanidad tirita de frío, abandonada en las tinieblas, cubierta de llagas y hecha una ruina. «Todos hemos caído como las hojas» decimos, exhalando nuestro lúgubre lamento. El estremecimiento solemne del invierno ha arrancado de los árboles las hojas respetadas por el otoño. Ahora yacen en el suelo, diseminadas en las praderas o en las orillas de los ríos, formando largas cintas amarillentas a uno y otro lado de los caminos y recordándonos el verso del poeta helénico: «La generación de los hombres es como la de las hojas: unas ruedan arrojadas al suelo por el vendaval, y al llegar la primavera otras muchas brotan en el bosque.»
La voz de la renovación universal suena en medio de las turbaciones: mensajes proféticos, roces de alas angélicas, palabras llenas de esperanza, consuelos y promesas. Es un diálogo prolongado, un conflicto psicológico emocionante, cuyas principales fases nos van descorriendo gradualmente los cuatro domingos de Adviento. El alma se turba, incapaz casi de creer en tan alta felicidad; sueña apasionadamente en el que va a venir a sacarla de las tinieblas y de la sombra de la muerte, se llena de júbilos frenéticos ante la seguridad de liberación, y vuelve de nuevo a desmayar; reza, canta, solloza, se estremece de amor y de miedo, calla presa de la humildad y el agradecimiento y estalla en éxtasis de felicidad. Al fin, el coro unánime de los vaticinios produce su efecto mágico. Cesan las impaciencias y renace la quietud. La seguridad es perfecta; la luz increada dora ya los horizontes del mundo. Ya sólo cabe un pensamiento y un anhelo: el de la preparación para el gran día. «Preparad los caminos», clama el Precursor; San Pablo deja oír aquellas palabras fecundas que convirtieron a San Agustín: «Despojémonos de las obras de las tinieblas y ciñamos las armas de la luz. Vivamos como en pleno día, decorosamente.» Eco de esta turbación. San León avanza hacia nosotros invitándonos a los ejercicios de la ascesis en el grave acento de sus homilías.
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