miércoles, 17 de diciembre de 2025
Lecturas del 17/12/2025
En aquellos días, Jacob llamó a sus hijos y les dijo: «Reuníos, que os voy a contar lo que os va a suceder en el futuro; agrupaos y escuchadme, hijos de Jacob, oíd a vuestro padre Israel: A ti, Judá, te alabarán tus hermanos, pondrás la mano sobre la cerviz de tus enemigos, se postrarán ante ti los hijos de tu padre.
Judá es un león agazapado, has vuelto de hacer presa, hijo mío; se agacha y se tumba como león o como leona, ¿quién se atreve a desafiarlo?
No se apartará de Judá el cetro, ni el bastón de mando de entre sus rodillas, hasta que venga aquel a quien está reservado, y le rindan homenaje los pueblos».
Libro del origen de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán.
Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. Judá engendró, de Tamar, a Farés y a Zará, Farés engendró a Esrón, Esrón engendró a Aran, Aran engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón engendró a Salmón, Salmón engendró, de Rajab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed engendró a Jesé, Jesé engendró a David, el rey.
David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, Salomón engendró a Roboán, Roboán engendró a Abías, Abías engendró a Asaf, Asaf engendró a Josafat, Josafat engendró a Jorán, Jorán engendró a Ozías, Ozías engendró a Joatán, Joatán engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amós, Amós engendró a Josías; Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia.
Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquín, Eliaquín engendró a Azor, Azor engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Aquín, Aquín engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob; y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Cristo, catorce.
Palabra del Señor.
17 de Diciembre 2025 – San Lázaro
Lázaro era el jefe de un hogar donde Jesús se sentía verdaderamente amado. A casa de Lázaro llegaba el Redentor como a la propia casa, y esto era muy importante para Cristo, porque él no tenía casa propia. Él no tenía ni siquiera una piedra para recostar la cabeza (Lc. 9, 58). En casa de Lázaro había tres personas que amaban a Nuestro Salvador como un padre amabilísimo, como el mejor amigo del mundo. La casa de Betania es amable para todos los cristianos del universo porque nos recuerda el sitio donde Jesús encontraba descanso y cariño, después de las tensiones y oposiciones de su agitado apostolado.
En la tumba de un gran benefactor escribieron esta frase: "Para los pies fatigados tuvo siempre listo un descanso en su hogar". Esto se puede decir de San Lázaro y de sus dos hermanas, Martha y María.
La resurrección de Lázaro es una de las historias más interesantes que se han escrito. Es un famoso milagro que llena de admiración.
Un día se enferma Lázaro y sus dos hermanas envían con urgencia un mensajero a un sitio lejano donde se encuentra Jesús. Solamente le lleva este mensaje: "Aquél a quien Tú amas, está enfermo". Bellísimo modo de decir con pocas palabras muchas cosas. Si lo amas, estamos seguros de que vendrás, y si vienes, se librará de la muerte.
Y sucedió que Jesús no llegó y el enfermo seguía agravándose cada día más y más. Las dos hermanas se asoman a la orilla del camino y... Jesús no aparece. Sigue la enfermedad más grave cada día y los médicos dicen que la muerte ya va a llegar. Mandan a los amigos a que se asomen a las colinas cercanas y atisben a lo lejos, pero Jesús no se ve venir. Y al fin el pobre Lázaro se muere. Pasan dos y tres días y el amigo Jesús no llega. De Jerusalén vienen muchos amigos al entierro porque Lázaro y sus hermanas gozan de gran estimación entre la gente, pero en el entierro falta el mejor de los amigos: Jesús. Él que es uno de esos amigos que siempre están presentes cuando los demás necesitan de su ayuda, ¿por qué no habrá llegado en esta ocasión?
Al fin al cuarto día llega Jesús. Pero ya es demasiado tarde. Las dos hermanas salen a encontrarlo llorando: -"Oh, ¡si hubieras estado aquí! ¡Si hubieras oído cómo te llamaba Lázaro! Sólo una palabra tenía en sus labios: ‘Jesús’. No tenía otra palabra en su boca. Te llamaba en su agonía. ¡Deseaba tanto verte! Oh Señor: sí hubieras estado aquí no se habría muerto nuestro hermano".
Jesús responde: - "Yo soy la resurrección y la Vida. Los que creen en Mí, no morirán para siempre". Y al verlas llorar se estremeció y se conmovió. Verdaderamente de Él se puede repetir lo que decía el poeta: "en cada pena que sufra el corazón, el Varón de Dolores lo sigue acompañando".
Y Jesús se echó a llorar. Porque nuestro Redentor es perfectamente humano, y ante la muerte de un ser querido, hasta el más fuerte de los hombres tiene que echarse a llorar. Dichoso tú Lázaro, que fuiste tan amado de Jesús que con tu muerte lo hiciste llorar.
Los judíos que estaban allí en gran número, pronunciaron una exclamación que se ha divulgado por todos los países para causar admiración y emoción: "¡Miren cuánto lo amaba!".
¡Lázaro: yo te mando: sal fuera! Es una de las más poderosas frases salidas de los labios de Jesús. Un muerto con cuatro días de enterrado, maloliente y en descomposición, que recobra la vida y sale totalmente sano del sepulcro, por una sola frase del Salvador. ¡Qué milagrazo de primera clase! Con razón se alarmaron los fariseos y Sumos sacerdotes diciendo: "Si este hombre sigue haciendo milagros como éste, todo el pueblo se irá con Él".
Cómo nos deben brillar los ojos al ver lo poderoso que es Nuestro jefe, Cristo. ¡Cómo deberían llenarse de sonrisas nuestros labios al recordar lo grande y amable que es el gran amigo Jesús!. Sin tocar siquiera el cadáver. Sin masajes, sin remedios, con sólo su palabra resucita a un muerto de 4 días de enterrado.
¡Que se reúnan todos los médicos de la tierra a ver si son capaces de resucitar a un piojo muerto!
En la tumba de un gran benefactor escribieron esta frase: "Para los pies fatigados tuvo siempre listo un descanso en su hogar". Esto se puede decir de San Lázaro y de sus dos hermanas, Martha y María.
La resurrección de Lázaro es una de las historias más interesantes que se han escrito. Es un famoso milagro que llena de admiración.
Un día se enferma Lázaro y sus dos hermanas envían con urgencia un mensajero a un sitio lejano donde se encuentra Jesús. Solamente le lleva este mensaje: "Aquél a quien Tú amas, está enfermo". Bellísimo modo de decir con pocas palabras muchas cosas. Si lo amas, estamos seguros de que vendrás, y si vienes, se librará de la muerte.
Y sucedió que Jesús no llegó y el enfermo seguía agravándose cada día más y más. Las dos hermanas se asoman a la orilla del camino y... Jesús no aparece. Sigue la enfermedad más grave cada día y los médicos dicen que la muerte ya va a llegar. Mandan a los amigos a que se asomen a las colinas cercanas y atisben a lo lejos, pero Jesús no se ve venir. Y al fin el pobre Lázaro se muere. Pasan dos y tres días y el amigo Jesús no llega. De Jerusalén vienen muchos amigos al entierro porque Lázaro y sus hermanas gozan de gran estimación entre la gente, pero en el entierro falta el mejor de los amigos: Jesús. Él que es uno de esos amigos que siempre están presentes cuando los demás necesitan de su ayuda, ¿por qué no habrá llegado en esta ocasión?
Al fin al cuarto día llega Jesús. Pero ya es demasiado tarde. Las dos hermanas salen a encontrarlo llorando: -"Oh, ¡si hubieras estado aquí! ¡Si hubieras oído cómo te llamaba Lázaro! Sólo una palabra tenía en sus labios: ‘Jesús’. No tenía otra palabra en su boca. Te llamaba en su agonía. ¡Deseaba tanto verte! Oh Señor: sí hubieras estado aquí no se habría muerto nuestro hermano".
Jesús responde: - "Yo soy la resurrección y la Vida. Los que creen en Mí, no morirán para siempre". Y al verlas llorar se estremeció y se conmovió. Verdaderamente de Él se puede repetir lo que decía el poeta: "en cada pena que sufra el corazón, el Varón de Dolores lo sigue acompañando".
Y Jesús se echó a llorar. Porque nuestro Redentor es perfectamente humano, y ante la muerte de un ser querido, hasta el más fuerte de los hombres tiene que echarse a llorar. Dichoso tú Lázaro, que fuiste tan amado de Jesús que con tu muerte lo hiciste llorar.
Los judíos que estaban allí en gran número, pronunciaron una exclamación que se ha divulgado por todos los países para causar admiración y emoción: "¡Miren cuánto lo amaba!".
¡Lázaro: yo te mando: sal fuera! Es una de las más poderosas frases salidas de los labios de Jesús. Un muerto con cuatro días de enterrado, maloliente y en descomposición, que recobra la vida y sale totalmente sano del sepulcro, por una sola frase del Salvador. ¡Qué milagrazo de primera clase! Con razón se alarmaron los fariseos y Sumos sacerdotes diciendo: "Si este hombre sigue haciendo milagros como éste, todo el pueblo se irá con Él".
Cómo nos deben brillar los ojos al ver lo poderoso que es Nuestro jefe, Cristo. ¡Cómo deberían llenarse de sonrisas nuestros labios al recordar lo grande y amable que es el gran amigo Jesús!. Sin tocar siquiera el cadáver. Sin masajes, sin remedios, con sólo su palabra resucita a un muerto de 4 días de enterrado.
¡Que se reúnan todos los médicos de la tierra a ver si son capaces de resucitar a un piojo muerto!
martes, 16 de diciembre de 2025
Lecturas del 16/12/2025
Esto dice el Señor: «¡Ay de la ciudad rebelde, impura, tiránica!
No ha escuchado la llamada, no ha aceptado la lección, no ha confiado en el Señor, no ha recurrido a su Dios.
Entonces purificaré labios de los pueblos para que invoquen todos ellos el nombre del Señor y todos lo sirvan a una.
Desde las orillas de los ríos de Cus mis adoradores, los deportados, traerán mi ofrenda.
Aquel día, ya no te avergonzarás de las acciones con que me ofendiste, pues te arrancaré tu orgullosa arrogancia, y dejarás de engreírte en mi santa montaña.
Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor.
El resto de Israel no hará más el mal, ni mentirá ni habrá engaño en su boca.
Pastarán y descansarán, y no habrá quien los inquiete».
En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”.
Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue.
Se acercó al segundo y le dijo lo mismo.
Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?».
Contestaron: «El primero».
Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».
Palabra del Señor.
16 de Diciembre 2025 – Santa Adelaida
Cada 16 de diciembre recordamos a Santa Adelaida de Borgoña, esposa de Otón I, rey de Francia Oriental y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ella, a pesar de que vivió desde la cuna rodeada de las vicisitudes y glorias del poder político -era hija de Rodolfo II de Borgoña y de Berta de Suabia-, no se dejó persuadir por este y aprendió a ponerlo en el lugar que le corresponde: al servicio de los más necesitados, de las causas justas y de la Iglesia que Cristo fundó.
Santa Adelaida trabajó incansablemente por los más pobres, por construir iglesias y monasterios, financiar misioneros y solventar la vida religiosa en general. En la parte final de su vida vivió como monja -aunque nunca profesó como tal-, dedicada a la oración y la vida espiritual.
El año en que nació Adelaida no ha podido ser determinado de manera exacta. Probablemente nació entre los años 928 y 933, en el reino de Borgoña -ubicado entre la Francia actual y parte de la Italia del norte-. A los 15 años, por un arreglo político, contrajo matrimonio con Lotario, rey de Italia. Quedó viuda a los 19 años cuando su marido fue asesinado en medio de una conspiración para hacerse del trono.
Berengario II de Ivrea (margrave de Italia), interesado en consolidar su poder anexando los dominios de Lotario, quiso casarla con su hijo Adalberto, pero Adelaida se negó. Entonces, el margrave la envió a prisión y le retiró todos sus poderes. Ella afrontó aquellas terribles circunstancias confiada en Dios, con paciencia y serenidad poco comunes, aprovechando su encierro para unirse a Cristo crucificado. Sus propios carceleros decían de ella: "Cuánto heroísmo tiene esta reina ¡No grita, no se desespera, no insulta. Solo reza y sonríe en medio de sus lágrimas!".
Adelaida pudo escapar de su presidio y devino en protegida del rey alemán Otón I. Ambos se enamoraron y se unieron en matrimonio en 951. Un año después, en la ciudad de Roma, Otón I sería coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico por el Papa Juan XII, mientras que ella, en la misma ceremonia, sería coronada emperatriz.
En el año 973, Santa Adelaida enviudó nuevamente. Nuevamente días de dolor llegaron a su vida, convirtiéndose en blanco de los maltratos de su propio hijastro, el emperador Otón II, quien aspiraba a quedarse con el poder de su padre. Otón II estaba malamente influenciado contra su madrastra por su esposa Teofana, princesa bizantina. Otón II moriría en la guerra tiempo después, y dejaría como sucesor a Otón III, demasiado joven en ese momento para asumir el trono imperial. Fue así que Teofana se arrogó la máxima autoridad en calidad de regente y endureció el trato contra Adelaida.
Por su parte, la santa pensaba con insistencia: "Solo en la religión puedo encontrar consuelo para tantas pérdidas y desventuras". Ese fue un tiempo en que Adelaida, a pesar del sufrimiento, seguiría respondiendo a las afrentas a fuerza de más bondad y mansedumbre.
Tras una enfermedad, Teofana terminaría muriendo en 991, y Adelaida tuvo que volver a la corte imperial como regente, quedando como tutora de su nieto, Otón III. Mientras este crecía, Adelaida usó el poder que recibió en beneficio de su propio pueblo, poniendo en primer lugar el fortalecimiento de las costumbres cristianas dentro del imperio, la asistencia a los pobres, y la construcción y restauración de monasterios e iglesias.
De esta manera, Santa Adelaida logró conquistar el cariño de sus súbditos, llegando a ser considerada como una madre bondadosa y justa. Gobernó con espíritu evangelizador, determinado por la consciencia de que el Evangelio no solo tenía que ser anunciado, sino que debía transformar auténticamente la vida de su pueblo. Cuando su nieto Otón III ascendió al trono imperial, ella se retiró a vivir a un monasterio, donde pasó sus últimos días dedicada a la oración.
A lo largo de su vida, la emperatriz Adelaida tuvo grandes directores espirituales, entre ellos varios santos, como es el caso de San Adalberto, San Mayolo y San Odilón. Ella pudo recibir tal bendición gracias a su cercanía con los monjes del monasterio de Cluny, centro de la reforma espiritual del siglo X. San Odilón escribió sobre ella lo siguiente: "La vida de esta reina es una maravilla de gracia y de bondad".
Santa Adelaida murió el 16 de diciembre del año 999, a pocos días del cambio del milenio. Sus patronazgos son múltiples: patrona de las víctimas de abuso, novias, emperatrices, mujeres que detentan poder, exiliados, prisioneros, segundas nupcias, viudas.
Santa Adelaida trabajó incansablemente por los más pobres, por construir iglesias y monasterios, financiar misioneros y solventar la vida religiosa en general. En la parte final de su vida vivió como monja -aunque nunca profesó como tal-, dedicada a la oración y la vida espiritual.
El año en que nació Adelaida no ha podido ser determinado de manera exacta. Probablemente nació entre los años 928 y 933, en el reino de Borgoña -ubicado entre la Francia actual y parte de la Italia del norte-. A los 15 años, por un arreglo político, contrajo matrimonio con Lotario, rey de Italia. Quedó viuda a los 19 años cuando su marido fue asesinado en medio de una conspiración para hacerse del trono.
Berengario II de Ivrea (margrave de Italia), interesado en consolidar su poder anexando los dominios de Lotario, quiso casarla con su hijo Adalberto, pero Adelaida se negó. Entonces, el margrave la envió a prisión y le retiró todos sus poderes. Ella afrontó aquellas terribles circunstancias confiada en Dios, con paciencia y serenidad poco comunes, aprovechando su encierro para unirse a Cristo crucificado. Sus propios carceleros decían de ella: "Cuánto heroísmo tiene esta reina ¡No grita, no se desespera, no insulta. Solo reza y sonríe en medio de sus lágrimas!".
Adelaida pudo escapar de su presidio y devino en protegida del rey alemán Otón I. Ambos se enamoraron y se unieron en matrimonio en 951. Un año después, en la ciudad de Roma, Otón I sería coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico por el Papa Juan XII, mientras que ella, en la misma ceremonia, sería coronada emperatriz.
En el año 973, Santa Adelaida enviudó nuevamente. Nuevamente días de dolor llegaron a su vida, convirtiéndose en blanco de los maltratos de su propio hijastro, el emperador Otón II, quien aspiraba a quedarse con el poder de su padre. Otón II estaba malamente influenciado contra su madrastra por su esposa Teofana, princesa bizantina. Otón II moriría en la guerra tiempo después, y dejaría como sucesor a Otón III, demasiado joven en ese momento para asumir el trono imperial. Fue así que Teofana se arrogó la máxima autoridad en calidad de regente y endureció el trato contra Adelaida.
Por su parte, la santa pensaba con insistencia: "Solo en la religión puedo encontrar consuelo para tantas pérdidas y desventuras". Ese fue un tiempo en que Adelaida, a pesar del sufrimiento, seguiría respondiendo a las afrentas a fuerza de más bondad y mansedumbre.
Tras una enfermedad, Teofana terminaría muriendo en 991, y Adelaida tuvo que volver a la corte imperial como regente, quedando como tutora de su nieto, Otón III. Mientras este crecía, Adelaida usó el poder que recibió en beneficio de su propio pueblo, poniendo en primer lugar el fortalecimiento de las costumbres cristianas dentro del imperio, la asistencia a los pobres, y la construcción y restauración de monasterios e iglesias.
De esta manera, Santa Adelaida logró conquistar el cariño de sus súbditos, llegando a ser considerada como una madre bondadosa y justa. Gobernó con espíritu evangelizador, determinado por la consciencia de que el Evangelio no solo tenía que ser anunciado, sino que debía transformar auténticamente la vida de su pueblo. Cuando su nieto Otón III ascendió al trono imperial, ella se retiró a vivir a un monasterio, donde pasó sus últimos días dedicada a la oración.
A lo largo de su vida, la emperatriz Adelaida tuvo grandes directores espirituales, entre ellos varios santos, como es el caso de San Adalberto, San Mayolo y San Odilón. Ella pudo recibir tal bendición gracias a su cercanía con los monjes del monasterio de Cluny, centro de la reforma espiritual del siglo X. San Odilón escribió sobre ella lo siguiente: "La vida de esta reina es una maravilla de gracia y de bondad".
Santa Adelaida murió el 16 de diciembre del año 999, a pocos días del cambio del milenio. Sus patronazgos son múltiples: patrona de las víctimas de abuso, novias, emperatrices, mujeres que detentan poder, exiliados, prisioneros, segundas nupcias, viudas.
lunes, 15 de diciembre de 2025
Lecturas del 15/12/2025
En aquellos días, Balaán, tendiendo la vista, divisó a Israel acampado por tribus. El espíritu de Dios vino sobre él, y entonó sus versos: «Oráculo de Balaán, hijo de Beor, oráculo del hombre de ojos perfectos; oráculo del que escucha palabras de Dios, que contempla visiones del Poderoso, que cae y se le abren los ojos: ¡Qué bellas tus tiendas, oh Jacob, y tus moradas, Israel!
Como vegas dilatadas, como jardines junto al río, como áloes que plantó el Señor o cedros junto a la corriente; el agua fluye de sus cubos, y con el agua se multiplica su simiente.
Su rey es más alto que Agag, y descuella su reinado».
Y entonó sus versos: «Oráculo de Balaán, hijo de Beor, oráculo del hombre de ojos perfectos; oráculo del que escucha palabras de Dios y conoce los planes del Altísimo, que contempla visiones del Poderoso, que cae en éxtasis, y se le abren los ojos: Lo veo, pero no es ahora, lo contemplo, pero no será pronto: Avanza una estrella de Jacob, y surge un cetro de Israel».
En aquel tiempo, Jesús llegó al templo y, mientras enseñaba, se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle: «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?».
Jesús les replicó: «Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?».
Ellos se pusieron a deliberar: «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?”. Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta».
Y respondieron a Jesús: «No sabemos».
Él, por su parte, les dijo: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto».
Palabra del Señor.
15 de Diciembre 2025 – Santa María de la Rosa
Nació en Brescia, Italia, en 1813. Quedó huérfana de madre cuando apenas tenía 11 años. Cuando tenía 17 años, su padre le presentó un joven diciéndole que había decidido que él fuera su esposo. La muchacha se asustó y corrió donde el párroco, que era un santo varón de Dios, a comunicarle que se había propuesto permanecer siempre soltera y dedicarse totalmente a obras de caridad. El sacerdote transmitió al padre de María la determinación de ésta. Él aceptó casi inmediatamente la decisión de María, y la apoyó más tarde en la realización de sus obras de caridad.
El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación destinada a ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y de caridad. En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los alrededores una asociación religiosa.
En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable que al párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en otras.
En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de su padre se fue a los hospitales a atender a los millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que tenía mucha experiencia en esas labores de enfermería.
Después de la peste, como habían quedado tantas niñas huérfanas, el municipio formó unos talleres artesanales y los confió a la dirección de María de la Rosa que apenas tenía 24 años, pero ya era estimada en toda la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia durante dos años, pero después quiso crear su propia obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy pobres. Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas.
En 1840 fue fundada en Brescia por Monseñor Pinzoni una asociación piadosa de mujeres para atender a los enfermos de los hospitales. Como superiora fue nombrada María de la Rosa. Las socias se llamaban Esclavas de la Caridad. Al principio sólo eran cuatro jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.
Muchas personas admiraban la obra que las Esclavas de la Caridad hacían en los hospitales, atendiendo a los más abandonados enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y a tratar de echarlas de allí para que no lograran llevar el mensaje de la religión a los moribundos. La santa comentando esto, escribía: «Espero que no sea esta la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no hubiéramos sido perseguidas».
En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de María del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en que no se dejaran llevar por el «activismo», que consiste en dedicarse todo el día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo suficiente a la oración, al silencio y a la meditación. En 1850 se fue a Roma y obtuvo que el Sumo Pontífice Pío IX aprobara su consagración.
Con 42 años enfermó gravemente. El viernes santo de 1855 recobró su salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más. Pero al final del año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese año de 1855 murió.
El padre de María tenía unas fábricas de tejidos y la joven organizó a las obreras que allí trabajaban y con ellas fundó una asociación destinada a ayudarse unas a otras y a ejercitarse en obras de piedad y de caridad. En la finca de sus padres fundó también con las campesinas de los alrededores una asociación religiosa.
En su parroquia organizó retiros y misiones especiales para las mujeres, y el cambio y la transformación entre ellas fue tan admirable que al párroco le parecía que esas mujeres se habían transformado en otras.
En 1836 llegó la peste del cólera a Brescia, y María con permiso de su padre se fue a los hospitales a atender a los millares de contagiados. Luego se asoció con una viuda que tenía mucha experiencia en esas labores de enfermería.
Después de la peste, como habían quedado tantas niñas huérfanas, el municipio formó unos talleres artesanales y los confió a la dirección de María de la Rosa que apenas tenía 24 años, pero ya era estimada en toda la ciudad. Ella desempeñó ese cargo con gran eficacia durante dos años, pero después quiso crear su propia obra y abrió por su cuenta un internado para las niñas huérfanas o muy pobres. Poco después abrió también un instituto para niñas sordomudas.
En 1840 fue fundada en Brescia por Monseñor Pinzoni una asociación piadosa de mujeres para atender a los enfermos de los hospitales. Como superiora fue nombrada María de la Rosa. Las socias se llamaban Esclavas de la Caridad. Al principio sólo eran cuatro jóvenes, pero a los tres meses ya eran 32.
Muchas personas admiraban la obra que las Esclavas de la Caridad hacían en los hospitales, atendiendo a los más abandonados enfermos, pero otros se dedicaron a criticarlas y a tratar de echarlas de allí para que no lograran llevar el mensaje de la religión a los moribundos. La santa comentando esto, escribía: «Espero que no sea esta la última contradicción. Francamente me habría dado pena que no hubiéramos sido perseguidas».
En la comunidad se cambió su nombre de María de la Rosa por el de María del Crucificado. Y a sus religiosas les insistía frecuentemente en que no se dejaran llevar por el «activismo», que consiste en dedicarse todo el día a trabajar y atender a las gentes, sin consagrarle el tiempo suficiente a la oración, al silencio y a la meditación. En 1850 se fue a Roma y obtuvo que el Sumo Pontífice Pío IX aprobara su consagración.
Con 42 años enfermó gravemente. El viernes santo de 1855 recobró su salud como por milagro y pudo trabajar varios meses más. Pero al final del año sufrió un ataque y el 15 de diciembre de ese año de 1855 murió.
domingo, 14 de diciembre de 2025
14 de Diciembre 2025 – Tercer domingo de ADVIENTO - LA EMBAJADA DEL SANEDRÍN
El Bautista sigue cumpliendo su oficio de precursor, enderezando los caminos torcidos y abriendo los corazones a la luz que se acerca. Fulmina, exhorta, consuela y bautiza. Todavía no han encadenado sus manos ni encerrado su voz entre los muros de un sótano. Vive a la orilla del Jordán, no lejos de Jericó, junto a la entrada del desierto, donde ha pasado los años de su juventud en la mortificación y el ayuno. Pero ahora el solitario se ha convertido en un director de hombres, el silencioso habitante de la selva en un posible caudillo de pueblos. En toda Palestina sólo se habla de su aparición. Allá arriba, los pescadores del lago entretienen las esperas forzadas de su oficio repitiendo las palabras del penitente; los israelitas piadosos empiezan a ver en él una esperanza gozosa, y hasta en el Consejo nacional de Israel, en el Sanedrín, se revuelven las Escrituras para buscar algún texto luminoso referente al extraño personaje.
Entre tanto, Juan predica y bautiza. Hasta él llegan las muchedumbres, llenando de rumores el desierto. Unos vienen llorando y marchan riendo; otros vienen riendo y marchan llorando. Los curiosos y los arrepentidos, los pecadores y los inocentes, todos sienten la fuerza de aquella voz impaciente y austera. Y he aquí que un día, entre los publícanos y los epulones, entre las cortesanas y los soldados, se acercan lentamente; gravemente, envueltos en sus mantos doctorales, un grupo de fariseos, que inclinan sus cabezas en una actitud de profundo respeto. Juan, el profeta del fuego, el hombre que ha crecido entre esquenos y peñascos; no suele acariciar; pero sus mayores asperezas las guarda para esta gente: «Raza de víboras—solía decirles—, ¿quién os enseñará a huir de la ira que se acerca?».
No obstante, ahora recibe sereno a los recién venidos. No llegan para sumergirse en el río, ni para oír una palabra de edificación, ni para confesar sus pecados. Son embajadores del Sanedrín.
Aquella tierra de Israel seguía pensando siempre en el reino glorioso de David. Era una esperanza que la lectura de los libros santos mantenía fresca en los corazones; pero ahora más que nunca, cuando había que resistir los desprecios de la soldadesca imperial y soportar el yugo de los aventureros del Idumeo, y gozarse con los paganos, con los goim, que hollaban y profanaban y robaban la santa herencia de los mayores. Y el consuelo era soñar en las viejas grandezas, en el retorno de la victoria, en el advenimiento del misterioso libertador, del Ungido, que había de encarnar la furia de la venganza tanto tiempo contenida, y levantar su trono en una Jerusalén más fuerte, más bella, más poderosa que Salomón. Y éste es el momento en que allá, en las cercanías del mar Muerto, aparece aquel terrible predicador de penitencia, en quien todo, el origen, la presencia, la vida y la palabra, tenía necesariamente que sobreexcitar las imaginaciones.
Algo grande hay en él, decían las gentes; pero sin acertar a ver con claridad. Cierto, removía las turbas, pero sin los histerismos, sin las convulsiones que suscitaban diariamente en los campos de Judea las predicaciones de patriotas exaltados, que terminaban siempre en torbellinos de sangre. Para éste, el problema nacional parecía no tener importancia; lo que le preocupa es la cuestión moral, la renovación religiosa, el saneamiento de las conciencias. Habla como los antiguos profetas y tiene todo el aspecto de un profeta. Seiscientos años antes se había levantado en aquel mismo desierto un hombre de genio bravío, de varonil continente, de gesto intrépido y de larga barba, vestido de una tela de pelo de camello y ceñido con un cinturón de cuero. Era Elías, una de las más grandes figuras de Israel. Todo el mundo sabía que Elías no había muerto, que había sido transportado de este mundo por una cuadriga de llamas. Y en aquel mismo sitio surgía ahora rígido, apremiante, iracundo, este elocuente predicador de la penitencia. «Es Elías, que vuelve», murmuraban los campesinos en sus hogares, bajo el silencio de la noche, recordando aquellos versos que habían oído en la sinagoga: «Se ha levantado el profeta semejante al fuego; su palabra ardía como una antorcha; es el que cerró los Cielos con la llave de su voz; el que precipitó a los reyes al abismo; el que hizo saltar de su lecho a los soberbios, y oyó en la cima del Horeb el grito de la venganza. Arrebatado por la tempestad luminosa sobre un carro de caballos de fuego, volverá en el día de la hora fatal para detener los rayos inflamados de la ira.»
Es Elías, decían unos; no, replicaban otros, es el profeta de que habló Moisés al pueblo escogido; y algunos empezaban a pensar si no sería el mismo Cristo, el Mesías esperado, el Ungido, el Libertador. La incertidumbre inquietaba a los mismos doctores de la ley. En sus cátedras, adosadas a los pilares del templo, saltaba diariamente la pregunta ineludible: «¿Quién es el asceta que bautiza en el Jordán?» Y nada seguro podían responder. Pero al fin iban a salir de dudas. Los embajadores habían llegado a Jericó, habían subido a la barca, amarrada a la orilla, y habían pasado al otro lado. Allí, el Bautista predicaba y bautizaba. Un momento interrumpe su tarea para recibir a los enviados. Parece como si los recibiese de mala gana, como si quisiera acabar cuanto antes aquella información, tal vez demasiado interesada.
—¿Eres Elías?
—No.
—¿Eres el Profeta?
—No.
—¿Eres el Cristo?
—No.
Tres negaciones secas, rotundas, en que se nos revela la grandeza primitiva de aquel carácter enérgico y rectilíneo. No es nada. Sin embargo, el que todo lo sabe le llamará profeta, el más excelente de los profetas, un nuevo Elías por su espíritu y su virtud. A sus ojos, no es nada; es sólo la voz del que clama; una voz, un soplo, una vibración que se pierde en el aire. Resueltamente, el Bautista deshace todas aquellas hablillas que habían puesto una aureola semidivina en torno de su persona. Al día siguiente sus palabras se comentarían en la ciudad y en el campo, en la cocina de Betsaida y en las barcas del lago, sus devotos le abandonarían, su prestigio caería por el suelo. Era un soplo; era un picapedrero del camino del Mesías, indigno hasta de desatar la correa de su zapato. Lo decía sin dolor, sin amargura, sin envidia. No venía para sentarse, en el trono, sino sólo para prepararlo.
Porque algo positivo logran sacar los embajadores de aquella rápida entrevista: «Entre vosotros está uno a quien no conocéis.» Aquí sí que hay amargura; porque hay amor contenido y adoración profunda. La queja del Bautista no deja nunca de ser verdadera. Tiene a la vez la alegría de la buena nueva y la tristeza de la ingratitud. Una gran noticia se ha derramado por todos los ámbitos del mundo: el Señor está cerca. ¿Quién se prepara a recibirle? ¿Qué senderos tortuosos se enderezan? ¿Qué colinas son allanadas? ¿Qué anhelos se asoman a las ventanas de los corazones? Una vez más, la luz que esperamos pasará al lado nuestro sin iluminar nuestras tinieblas; una vez más, llamará a nuestras puertas el que pudiera remediar nuestras congojas, y nosotros estaremos dormidos. «Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron.»
Entre tanto, Juan predica y bautiza. Hasta él llegan las muchedumbres, llenando de rumores el desierto. Unos vienen llorando y marchan riendo; otros vienen riendo y marchan llorando. Los curiosos y los arrepentidos, los pecadores y los inocentes, todos sienten la fuerza de aquella voz impaciente y austera. Y he aquí que un día, entre los publícanos y los epulones, entre las cortesanas y los soldados, se acercan lentamente; gravemente, envueltos en sus mantos doctorales, un grupo de fariseos, que inclinan sus cabezas en una actitud de profundo respeto. Juan, el profeta del fuego, el hombre que ha crecido entre esquenos y peñascos; no suele acariciar; pero sus mayores asperezas las guarda para esta gente: «Raza de víboras—solía decirles—, ¿quién os enseñará a huir de la ira que se acerca?».
No obstante, ahora recibe sereno a los recién venidos. No llegan para sumergirse en el río, ni para oír una palabra de edificación, ni para confesar sus pecados. Son embajadores del Sanedrín.
Aquella tierra de Israel seguía pensando siempre en el reino glorioso de David. Era una esperanza que la lectura de los libros santos mantenía fresca en los corazones; pero ahora más que nunca, cuando había que resistir los desprecios de la soldadesca imperial y soportar el yugo de los aventureros del Idumeo, y gozarse con los paganos, con los goim, que hollaban y profanaban y robaban la santa herencia de los mayores. Y el consuelo era soñar en las viejas grandezas, en el retorno de la victoria, en el advenimiento del misterioso libertador, del Ungido, que había de encarnar la furia de la venganza tanto tiempo contenida, y levantar su trono en una Jerusalén más fuerte, más bella, más poderosa que Salomón. Y éste es el momento en que allá, en las cercanías del mar Muerto, aparece aquel terrible predicador de penitencia, en quien todo, el origen, la presencia, la vida y la palabra, tenía necesariamente que sobreexcitar las imaginaciones.
Algo grande hay en él, decían las gentes; pero sin acertar a ver con claridad. Cierto, removía las turbas, pero sin los histerismos, sin las convulsiones que suscitaban diariamente en los campos de Judea las predicaciones de patriotas exaltados, que terminaban siempre en torbellinos de sangre. Para éste, el problema nacional parecía no tener importancia; lo que le preocupa es la cuestión moral, la renovación religiosa, el saneamiento de las conciencias. Habla como los antiguos profetas y tiene todo el aspecto de un profeta. Seiscientos años antes se había levantado en aquel mismo desierto un hombre de genio bravío, de varonil continente, de gesto intrépido y de larga barba, vestido de una tela de pelo de camello y ceñido con un cinturón de cuero. Era Elías, una de las más grandes figuras de Israel. Todo el mundo sabía que Elías no había muerto, que había sido transportado de este mundo por una cuadriga de llamas. Y en aquel mismo sitio surgía ahora rígido, apremiante, iracundo, este elocuente predicador de la penitencia. «Es Elías, que vuelve», murmuraban los campesinos en sus hogares, bajo el silencio de la noche, recordando aquellos versos que habían oído en la sinagoga: «Se ha levantado el profeta semejante al fuego; su palabra ardía como una antorcha; es el que cerró los Cielos con la llave de su voz; el que precipitó a los reyes al abismo; el que hizo saltar de su lecho a los soberbios, y oyó en la cima del Horeb el grito de la venganza. Arrebatado por la tempestad luminosa sobre un carro de caballos de fuego, volverá en el día de la hora fatal para detener los rayos inflamados de la ira.»
Es Elías, decían unos; no, replicaban otros, es el profeta de que habló Moisés al pueblo escogido; y algunos empezaban a pensar si no sería el mismo Cristo, el Mesías esperado, el Ungido, el Libertador. La incertidumbre inquietaba a los mismos doctores de la ley. En sus cátedras, adosadas a los pilares del templo, saltaba diariamente la pregunta ineludible: «¿Quién es el asceta que bautiza en el Jordán?» Y nada seguro podían responder. Pero al fin iban a salir de dudas. Los embajadores habían llegado a Jericó, habían subido a la barca, amarrada a la orilla, y habían pasado al otro lado. Allí, el Bautista predicaba y bautizaba. Un momento interrumpe su tarea para recibir a los enviados. Parece como si los recibiese de mala gana, como si quisiera acabar cuanto antes aquella información, tal vez demasiado interesada.
—¿Eres Elías?
—No.
—¿Eres el Profeta?
—No.
—¿Eres el Cristo?
—No.
Tres negaciones secas, rotundas, en que se nos revela la grandeza primitiva de aquel carácter enérgico y rectilíneo. No es nada. Sin embargo, el que todo lo sabe le llamará profeta, el más excelente de los profetas, un nuevo Elías por su espíritu y su virtud. A sus ojos, no es nada; es sólo la voz del que clama; una voz, un soplo, una vibración que se pierde en el aire. Resueltamente, el Bautista deshace todas aquellas hablillas que habían puesto una aureola semidivina en torno de su persona. Al día siguiente sus palabras se comentarían en la ciudad y en el campo, en la cocina de Betsaida y en las barcas del lago, sus devotos le abandonarían, su prestigio caería por el suelo. Era un soplo; era un picapedrero del camino del Mesías, indigno hasta de desatar la correa de su zapato. Lo decía sin dolor, sin amargura, sin envidia. No venía para sentarse, en el trono, sino sólo para prepararlo.
Porque algo positivo logran sacar los embajadores de aquella rápida entrevista: «Entre vosotros está uno a quien no conocéis.» Aquí sí que hay amargura; porque hay amor contenido y adoración profunda. La queja del Bautista no deja nunca de ser verdadera. Tiene a la vez la alegría de la buena nueva y la tristeza de la ingratitud. Una gran noticia se ha derramado por todos los ámbitos del mundo: el Señor está cerca. ¿Quién se prepara a recibirle? ¿Qué senderos tortuosos se enderezan? ¿Qué colinas son allanadas? ¿Qué anhelos se asoman a las ventanas de los corazones? Una vez más, la luz que esperamos pasará al lado nuestro sin iluminar nuestras tinieblas; una vez más, llamará a nuestras puertas el que pudiera remediar nuestras congojas, y nosotros estaremos dormidos. «Vino a su propia casa, y los suyos no le recibieron.»
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