lunes, 16 de septiembre de 2024

Reflexión del 16/09/2024

Lecturas del 16/09/2024

Hermanos:
Al prescribiros esto, no puedo alabaros, porque vuestras reuniones causan más daño que provecho.
En primer lugar, he oído que cuando se reúne vuestra asamblea hay divisiones entre vosotros; y en parte lo creo; realmente tiene que haber escisiones entre vosotros para que se vea quiénes resisten a la prueba. Así, cuando os reunís en comunidad, eso no es comer la Cena del Señor, pues cada uno se adelanta a comer su propia cena y, mientras uno pasa hambre, el otro está borracho.
¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la Iglesia de Dios que humilláis a los que no tienen?
¿Qué queréis que os diga? ¿Qué os alabe? En esto no os alabo.
Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía».
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Por ello, hermanos míos, cuando os reunís para comer, esperaos unos a otros.
En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de exponer todas sus enseñanzas al pueblo, entró en Cafarnaúm.
Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, el centurión le envió unos ancianos de los judíos, rogándole que viniese a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente:
«Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestra gente y nos ha construido la sinagoga».
Jesús se puso en camino con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes; porque no soy digno de que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir a ti personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque también yo soy un hombre sometido a una autoridad y con soldados a mis órdenes; y le digo a uno: “Ve”, y va; al otro: “Ven”, y viene; y a mi criado: “Haz esto”, y lo hace». Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe».
Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano.

Palabra del Señor.

16 de Septiembre – Santa Ludmila de Bohemia

Esposa, madre y abuela de reyes, Santa Ludmila de Bohemia es una de las mujeres más queridas de la historia de la República Checa. Venerada tanto por la Iglesia ortodoxa como por la Iglesia católica, tras su conversión al cristianismo, llegó a dar su vida por su fe. 

Los orígenes de Santa Ludmila se remontan a algún momento del año 860 en la ciudad bohemia de Mělník. Hija de un príncipe eslavo, este cerró el matrimonio de su hija por intereses estratégicos con Bořivoj I, primer duque de Bohemia. La relación, a pesar de ser de conveniencia, terminó siendo una unión sólida de la que nacieron tres hijos y tres hijas. Ambos recibieron el bautismo tras escuchar la palabra de Dios de la mano de San Metodio.

Ludmila y Bořivoj no solo abrazaron el cristianismo a nivel personal sino que, tras ser bautizados, trabajaron incansablemente para propagar el cristianismo entre sus súbditos.

Esto les provocó no pocos problemas con una parte de la nobleza contraria a la fe impulsada por sus soberanos. Tras un año de exilio, y sin desfallecer nunca en su cometido, regresaron a sus tierras y siguieron con su labor evangelizadora. 

Hacia el año 888 fallecía el que fue su gran compañero. Ludmila se retiró temporalmente del gobierno, mientras reinaba su hijo Spytihnev I. Este falleció dos años después de asumir el trono y fue sucedido por su hermano, Bratislao I de Bohemia. Mientras tanto, Ludmila se había volcado en la educación del hijo de Bratislao y su esposa Drahomira.

El que fuera el futuro rey y santo Wenceslao I de Bohemia recibió el cariño de su abuela, quien no solo lo educó para ser un gran rey, sino que le enseñó a amar a Cristo y a seguir sus dictados. Tenía solamente catorce años cuando su padre falleció y Wenceslao asumió el trono de Bohemia.

El nuevo soberano continuó teniendo a su lado a su querida abuela quien ejerció de regente en la sombra y de asesora de su nieto. Algo que disgustó a Drahomira quien no solamente veía con malos ojos que fuera Ludmila y no ella quien apoyara a su hijo. Según cuenta la leyenda, Drahomira nunca aceptó de buen grado que su hijo abrazara la fe católica y mucho menos que fuera su suegra quien lo hubiera llevado por aquel camino lejos del paganismo que ella practicaba. 

Los celos, los conflictos de fe y la pugna por el poder, todo ello llevó a una rivalidad mortal entre suegra y nuera. El sábado 15 o el domingo 16 de septiembre del año 921, Ludmila se encontraba en Tetín, cerca de Praga. Hasta allí se trasladaron unos hombres que, por orden de Drahomira, la estrangularon con un chal blanco. 

El plan de Drahomira de deshacerse de Ludmila, que tenía entonces sesenta y un años, no consiguió que en la mente y el corazón de sus súbditos desapareciera su memoria. El pueblo no se olvidó de su bondad y de todos los actos de caridad que había realizado con los más necesitados que acudieron a ella en busca de ayuda y consuelo espiritual.

Enterrada en la Iglesia de San Miguel de Tetín, pronto se convirtió en lugar de peregrinación al que acudían quienes lloraban su muerte. Quienes se postraban ante su tumba, aseguraron que esta exhalaba aromas dulces y de noche se podían ver luces a su alrededor. 

Años después, su nieto Wenceslao, mandó trasladar sus restos hasta la basílica de San Jorge, dentro del imponente recinto del Castillo de Praga. Hasta allí continúan acudiendo quienes no quieren olvidar la historia de Santa Ludmila, mártir y primera santa de la República Checa.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Domingo, 15-09-2024 semana 24 de T.ORDINARIO Ciclo B

Reflexión del 15/09/2024

Lecturas del 15/09/2024

El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás.
Ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.
El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí?
Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se me acerque.
Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará?
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?
Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y que uno de vosotros les dice: «Id en paz; abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro.
Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe».
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesárea de Filipo; por el camino, preguntó a sus discípulos: « ¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: « ¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Y llamando a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma».

Palabra del Señor.

15 de Septiembre – Beato Ladislao Miegon

Cerca de Munich, de Baviera, en Alemania, beato Ladislao Miegon, presbítero y mártir, que desde Polonia, dominada por un régimen dictatorial ofensivo ante Dios y ante los hombres, a causa de su fe fue llevado al campo de concentración de Dachau, donde el tormento lo coronó de gloria eterna.

Nació en Samborzec (Sandomierz), Polonia. Estudió en el seminario diocesano de Sandomierz y fue ordenado sacerdote en 1915. Pasó como vicario por las parroquias de Modliborzyce, Bodzentyn, Glowaczow, Staszow e Ilza. En 1919 ingresó como capellán militar, asignado al batallón de marina de Aleksandrów Kujawski, acompañando a los polacos en la guerra contra los bolcheviques, ganando diferentes medallas. En 1928 fue trasladado a Lublín y en 1934 a Gdynia, animando la pastoral entre los marinos, construyó con este fin una iglesia y un centro social.

Tras la invasión alemana de Polonia, acudió con las tropas al frente de batalla, ocupándose de los combatientes y de los heridos en el hospital militar. Tras la derrota, obtuvo la libertad gracias a las gestiones de un pastor protestante alemán. Pero en seguida corrió al lado de los marinos heridos y presos para ayudarles y servirles en todo lo posible. Tres meses más tarde fue arrestado y encarcelado en Rothenburg, de donde pasó, en 1940 al campo de concentración de Buchenwald y en 1942 al de Dachau. Dos meses más tarde, maltratado y enfermo moría a causa de los grandes padecimientos.

sábado, 14 de septiembre de 2024

14 de Septiembre 2024 – Exaltación de la Santa Cruz

"Exaltación de la Cruz" será mejor que para nosotros no signifique elevación, sublimación en vagas nubes de gloria, sino, al contrario: "humillación de la Cruz", mirada cara a cara a la dura realidad de lo que fue esa cama de muerte del Hijo de Dios. Ya nos hemos acostumbrado a la cruz, y hasta hay quien gusta de interpretarla como signo abstracto, casi como el "más" de los matemáticos, como "cruce de infinitos", etc. Pero para los primeros cristianos, la cruz era todavía algo tan horroroso que tardaron mucho en representar a Cristo clavado en ella (fue, recordémoslo, en la puerta de madera de Santa Sabina, en Roma). Porque, ¿que era la cruz? Lo que más se le parece ahora es la horca (una horca, en su forma, viene a ser una cruz manca). Pero en España eso nos dice poco: pensemos en el garrote vil (otros pueblos pensarán en la guillotina, en la silla eléctrica, en la cámara de gas; nunca en el piquete de ejecución que, después de todo, tiene algo de honor militar). Pero, además, añadamos el lento suplicio a la ejecución: un suplicio gratuito, no para obtener declaraciones, a la manera moderna (y antigua), sino para hacer lenta y desgarradora la agonía. No entremos a preguntar detalles a los historiadores: si el reo era clavado antes por las manos al palo transversal, y éste elevado con cuerdas —como con las reses muertas, pero en vivo—, etc. Nos basta con saber: horas de tortura para morir, como los peores bandidos, para quienes quitarles la vida en un momento se hubiera considerado escaso castigo.

 Es frecuente —se dirá— el caso de fundadores políticos y religiosos que murieron "ajusticiados". En nuestra época no nos es muy difícil imaginar que el Hijo de Dios se hubiera dejado fusilar (eso imagina Faulkner en su extraña reviviscencia de Una fábula). Pero de haber nacido en nuestra época, el hecho de que hubiera muerto agarrotado, con dos granujas cualquiera —"A éste por ladrón", "A éste por subversivo", "A éste por ladrón"—, eso rebasa lo que podríamos esperar (a pesar de que nuestro siglo nos ha desengañado mucho de las justicias humanas y sus castigos). Ahora tenemos cruces al cuello y en las paredes, pero, ¿no nos hubiera escandalizado este artefacto de ejecución de haberlo conocido como tal antes de contar con Cristo? Quizá alguna vez, leyendo muertes de mártires —con refinadas torturas de ruedas de cuchillos, calderas de aceite, desolladuras— hemos pensado que Jesucristo aceptó una muerte sencilla, casi fácil. Sencilla, sí, pero la peor. Una muerte corriente, de código penal, sin ningún artilugio inventado para el caso, con el procedimiento vulgar; una "muerte en serie", como diría Rilke, igual que un traje de almacén, pero el más sucio y roto entre tantos iguales, para redimir la muerte de todos. Porque ya venía del tormento, refinado a fuerza de estúpido, de los soldados, que ni siquiera le odiaban como los judíos, y para quienes era un anarquista chiflado a quien azotaban para ver si así se podía cerrar el expediente, y a quien abofeteaban sólo por pasar el aburrimiento en el cuerpo de guardia, por vengarse de sus "horas extraordinarias" de servicio. Y de ahí —a petición de los suyos, no por deseo de los ocupantes extranjeros— a una muerte de delincuente común, con su palo como un poste de tormento, para que todos descargasen en él su golpe: unos, los celos, ya tranquilizados, de perder el poderío religioso —y ésos darían más fuerte, para acelerar la muerte, y con ella su propio sosiego—; otros, echándole encima su desengaño político de conspiradores ambiciosos, despechados porque sus afanes de mando se hubieran esfumado en redención de espíritu.

 A la vez que aparato de muerte, la cruz fue para Cristo picota de vergüenza. Para eso se ponían las cruces en alto; para "dar ejemplo" y permitir la burla y el salivazo. Pero seguramente ningún reo tuvo tal tempestad encima de insultos y manchas. Los ladrones, a los lados, aun con todos sus dolores, todavía se asombraron, sin comprender: el uno le increpó, el otro le defendió. De cruz a cruz se hizo un extraño diálogo, más allá de la vida y el mundo: el pobre agonizante de en medio prometía la gloria eterna al otro agonizante que creía en su inocencia. "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Era una piltrafa, con la cara tapada por hilos de sangre de las espinas y por las huellas de las bofetadas; su cuerpo parecía vestido por millares de líneas de azotes; sobre su desnudez, un papelón anunciaba, con burlona seriedad: "Fulano de Tal, rey del país".

 Estaba ronco de sed, pero el vino con hiel era peor que la sed; alrededor, todos se le burlaban, jaleaban su agonía, le escupían. Pero Jesús, todavía en el potro, ganaba y se llevaba un compañero de tormento.

 "Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz" (Gal. 6, 8), leemos en la misa de hoy. Y de otro lugar, recordamos el mandato para salvarse: "tome cada uno su cruz, y sígame". Pero pensamos en algo extraordinario, en un peso que, hasta en su misma forma, sea un testimonio de Dios, con su recuerdo y su consuelo aún en el dolor. Y, sin embargo, nuestra cruz es lo vulgar, lo de siempre; nos la tiene preparada la vida, y no se distingue de lo humano: está hecha con la madera misma de nuestro ser. La llevamos de todas maneras encima, pero se hace de Cristo cuando, en vez de odiarla, la aceptamos para ir detrás de ÉI. La vida, más o menos cruelmente, antes o después, nos crucifica también. Pero podemos volver la mirada al que más sufre clavado sobre nuestro mismo tormento de muerte, y confesar: "A mí me está bien empleado, pero, ¿y a éste, que no hizo más que querernos bien?"

 Mientras llevamos la cruz invisible, alrededor florecen las cruces. ¡Qué extraño! Todos los emblemas suelen ser signos de gloria, o atributos de trabajo, o alusiones convenidas. El símbolo de Cristo es un esquema de muerte vil; de toda su misión en la tierra eso es lo que mejor le representa, la clave rápida para no olvidar y reconocer, justamente la mayor humillación, la peor vulgaridad.

 Basta un leve gesto, casi un azar, cualquier cosa, para una cruz. Un viajero inglés del siglo XVII contaba de los españoles: "algunos, si ven en el suelo dos pajitas cruzadas, se arrodillan y las besan en el mismo polvo". Muy bello es, pero no es ésa la obediencia de que Cristo nos daba ejemplo. Esa es la obediencia invisible, que no rompe una línea de vida como un intermedio extraordinario; en otro sentido: es la sumisión a lo que nos toque, la renuncia a que nuestra voluntad sea algo aparte de la de Dios. Es el andar por la vida sin apego a lo que —con todo amor— hacemos: cuidando nuestros hechos, pero dispuestos a dejarlos en cuanto tiren para el otro lado de Cristo, y dispuestos a seguirlos amando también cuando se nos vuelvan dolor y fatiga sobre los hombros, y no podamos quitárnoslos de encima. Cuando nos dicen "obediencia", parece que lo oímos siempre como a través de nuestros oídos de niño: "haz esto", haz aquello", "no comas esto", "no toques lo otro". Quizá no hemos aprendido una obediencia "de mayores", y pensamos que si Dios nos mandara algo, si Cristo nos viniera a dar una orden, ¡qué de prisa lo haríamos! Pero nunca nos ha mandado nada Cristo; no hemos oído su voz diciéndonos que oficio debíamos seguir, qué estado debíamos tomar, qué solución debíamos adoptar en aquella ocasión de la que dependió nuestra vida, y en que volvimos los ojos al cielo deseando un mandato que nos evitara la responsabilidad y el terror de equivocarnos. Nuestra obediencia ha de ser otra: estampada en cada momento, más allá de lo que elijamos y lo que hagamos, como entrega ciega de nuestra voluntad a la divina, sin importarnos siquiera nuestro margen de error y aun nuestras mismas caídas de todos los días. Pues no seremos nosotros quienes nos elevemos, sino Él que tira de nosotros desde el mismo centro de la renuncia y el sufrimiento.

 En el evangelio de la misa de hoy se lee: "Cuando me eleven sobre la tierra, atraeré a Mí todas las cosas. (Pero esto lo decía indicando de qué muerte tenía que morir)" (lo. 12, 32). Nadie entendió esta paradoja: acaso pensarían en un trono, y en el mundo entero viniendo a rendir homenaje a Cristo. Hubiera sido imposible que imaginaran un trono en forma de cruz y una elevación a través del dolor: hacia la muerte y el abandono de Jesús acuden todas las cosas, acrecentando su propia desazón íntima para tender a ese centro de resolución y gloria. Pero se ha dejado elevar en tormento, porque lo que quería no era reinar simplemente sobre los hombres y las cosas, sino elevarlos, sacarlos de su ser caído, y hacerles subir hasta que fueran mundo suyo, y ya no mundo del pecado. Muerto, y muerto a manos de los hombres, y estrujado hasta quedar como cosa, humillado hasta el nivel de la materia misma, desde ahí acompaña el ascenso de todo, tira de todo para que por su cruz suba con Él al cielo.

 Y la cruz volverá a estar en el trono de esplendor de Jesucristo, cuando vuelva para juzgar al mundo y darle la gloria final: cruz será el relámpago que le precederá, escrito en el cielo sobre los países, y el signo en su mano, como la llave de su poderío y la vara que divida el rebaño humano, a un lado o a otro, para siempre. De su paso por la tierra, sólo eso le quedará acompañando su carne gloriosa: la señal de la cruz, convertida de tortura en árbol de luz, lo mismo que todo dolor ha de resucitar hecho esplendor en nuestro cuerpo, y toda memoria convertida en alegría.

Reflexión del 14/09/2024

Lecturas del 14/09/2024

En aquellos días, el pueblo ese cansó de caminar y habló contra Dios y contra Moisés:
« ¿Por qué nos has sacado de Egipto para morir en el desierto? No tenemos ni pan ni agua, y nos da náusea ese pan sin sustancia». El Señor envió contra el pueblo serpientes abrasadoras, que los mordían, y murieron muchos de Israel.
Entonces el pueblo acudió a Moisés, diciendo: «Hemos pecado hablando contra el Señor y contra ti; reza al Señor para que aparte de nosotros las serpientes».
Moisés rezó al Señor por el pueblo, y el Señor le respondió: «Haz una serpiente abrasadora y colócala en un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla».
Moisés hizo una serpiente de bronce y la colocó en un estandarte. Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida.
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre.
Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios».

Palabra del Señor.

14 de Septiembre – San Alberto de Jerusalén

En Tolemaida (San Juan de Acre), cerca de la actual Haifa, en Palestina, san Alberto, obispo, que, trasladado de la Iglesia de Vercelli a la de Jerusalén, dio una Regla a los eremitas del monte Carmelo y, mientras celebraba la fiesta de la Santa Cruz, fue asesinado por la espada de un malvado, a quien había reprendido. 

Nació en Castel Gualtieri, diócesis de Guastalla, o quizás Gualtirolo, en la diócesis de Reggio Emilia. Pertenecía a la familia de los condes de Sabbioneta o de los Avogardo, no se sabe a ciencia cierta. Muy joven huyó del mundo y se retiró a un valle solitario donde había un monasterio de canónigos regulares. En 1180, fue elegido prior del monasterio de Canónigos Regulares de Santa Cruz de Mortara (Pavía), en el que dejó huellas muy profundas, a pesar de que sólo lo dirigió durante cuatro años. Cuentan las crónicas que era el primero en la observancia fraterna.

En 1184, fue elegido obispo de Bobbio; y al año siguiente fue nombrado obispo de Vercelli, gobernó la iglesia durante veinte años con gran prudencia y sabiduría. Los Papas le encomendaron misiones muy delicadas entre reyes y príncipes de diversas naciones y en todas demostró sus enormes cualidades de gran diplomático y conciliador: fue mediador entre Clemente III y Federico Barbarroja, cuyo sucesor, Enrique VI, tomó bajo su protección los bienes eclesiásticos de Vercelli y le constituyó príncipe del Imperio. Por encargo de Inocencio III restableció en 1199 la paz entre Parma y Plasencia, como anteriormente lo había hecho en Vercelli para Milán y Pavía. En este mismo año dictó Estatutos para los Canónigos de Biella. Hacia 1200, decidió en un litigio entre el abad y el preboste de San Ambrosio de Milán. En 1201, se encontraba entre los consejeros para la Regla de los Humillados, transformados en Orden religiosa por Inocencio III. En este periodo de Vercelli tuvo especial importancia el sínodo diocesano celebrado en 1191, de gran valor en su parte disciplinar que ha continuado sirviendo de norma hasta los tiempos modernos.  

Al renunciar el cardenal Godofredo al patriarcado de Jerusalén, los canónigos regulares del Santo Sepulcro eligieron como sucesor a Alberto. Les apoyó en esta elección el mismo rey de Lusiñán, Amalrico II, y en el 1205, el papa Inocencio III, confirmaba este nombramiento. A principios de 1206, llegaba a Tierra Santa, pero al no poder habitar en Jerusalén, porque estaba ocupado por los sarracenos, fijó su morada en San Juan de Acre, a pesar de que esta ciudad ya tenía su propio obispo. Durante estos años de Patriarca, continuó gozando de la confianza del papa Inocencio III, quien le encomendó muy delicadas misiones y de todas ellas salió airoso este hábil diplomático: fue mediador de paz entre el rey de Chipre y el de Jerusalén, entre el rey de Armenia y el conde de Trípoli, entre éste y los Templarios, entre el rey de Chipre y su condestable. En el terreno eclesiástico, se opuso al arcediano de Antioquía, al que sustituyó por otro; se enfrentó con el conde de Trípoli que tenía prisionero al patriarca de Antioquía; depuso al patriarca griego intruso e hizo elegir a un nuevo patriarca latino; anuló la elección inválida del arzobispo de Nicosia e hizo elegir a otro; negoció con el sultán de Egipto un intercambio de prisioneros y envió legados al sultán de Damasco para lograr la paz en Tierra Santa. 

Hacia el año 1208-1209, escribió la “Norma de vida” (regla) carmelita, dirigida al prior del Monte Carmelo, al que llama B., sin más precisión (después interpretado por san Brocardo) llamada por ello “Regla de San Alberto”. Los carmelitas lo veneran como uno de sus fundadores y su legislador. Mientras presidía en Accon (San Juan de Acre), una procesión, fue apuñalado por el maestro del hospital del Espíritu Santo, al que había reprendido por su mala conducta y depuesto de su cargo.

viernes, 13 de septiembre de 2024

Reflexión del 13/09/2024

Lecturas del 13/09/2024

Hermanos:
El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo.
No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga.
Pero, si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio.
Entonces, ¿cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio, anunciándolo de balde, sin usar el derecho que me da la predicación del Evangelio. Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles.
Me he hecho todo para todos, para ganar, sea como sea, a algunos.
Y todo lo hago por causa del Evangelio, para participar yo también de sus bienes.
¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio?
Pues corred así: para ganar.
Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita.
Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire; sino que golpeo mi cuerpo y lo someto, no sea que, habiendo predicado a otros, quede yo descalificado.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: « ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?
¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».

Palabra del Señor.

13 de Septiembre – Beato Aurelio María Villalón Acebrón

Sobre el abad del célebre monasterio alsaciano de Remiremont, San Amado, nos informa ampliamente una Vita antigua, escrita unos cincuenta años después de su muerte. Su autor se muestra gran entusiasta del Santo, pero mezcla en su biografía multitud de cosas, por las que da claramente a entender que se trata de adiciones más o menos legendarias. Sin embargo, si bien se mira, en el fondo de la exposición es enteramente digno de fe, y por lo que se refiere a la descripción de la vida monástica del tiempo, coincide substancialmente con otras obras clásicas de Luxeuil y Bobbio.

 Así, pues, conforme a esta Vita, nació Amado hacia el 565 en un arrabal de Grenoble, en Francia, de una familia galo-romana, y siendo todavía niño fue conducido por su padre hacia el año 581 a Agauno (St. Moritz), donde se inició en la vida monástica; se ordenó de sacerdote y pasó treinta años en la práctica de la oración y de la vida religiosa. Con todo esto fue creciendo cada vez más en él el ansia de la soledad y de la vida eremítica, por lo cual escapó del monasterio y se internó en la montaña, donde se entregó a una vida completamente solitaria. Indudablemente, en los detalles que refiere la biografía sobre el modo como realizó esta huida a la soledad y lo que ocurrió durante los años siguientes, hay aditamentos propios de la leyenda; pero lo que aparece claramente a través de toda la narración es el espíritu eminentemente contemplativo de Amado, que deseaba vivir en la más absoluta soledad. Semejante fenómeno ocurría frecuentemente en los grandes monasterios medievales, como por ejemplo en Montserrat, donde se construyeron para este efecto celdas solitarias, a donde podían retirarse estos anacoretas y llevar allí una vida de contemplación y penitencia.

 Una vez localizado el lugar de su retiro, tomó el monasterio de Agauno el cuidado de proporcionarle lo indispensable para vivir, y, a semejanza de los antiguos anacoretas de Egipto, continuó durante algunos años llevando aquella vida de soledad y contemplación. La Vita acumula en este lugar diversos hechos más o menos milagrosos, que debieron ocurrir en este tiempo. Tales son, por ejemplo: que al llevarle cierto día el monje Berino la pequeña cantidad de agua y el pan, que debía sustentarlo durante tres días, un cuervo derramó el agua y se llevó el pan, a lo que añade el biógrafo que, al observarlo el santo solitario, exclamó: "Gracias, Señor, pues reconozco tu voluntad de que prolongue mi ayuno". Más aún. Con el fin de librar al monje Berino del trabajo de traerle aquel alimento, él mismo cavó un poco de tierra en torno a su celda y cultivó algo de cebada, que luego molía con unas piedras, y de este modo se proporcionaba el nutrimento necesario, y al mismo tiempo, golpeando la roca con su bastón, hizo brotar el agua que necesitaba.

 Estas y otras anécdotas, aun admitiendo su carácter legendario, nos dan a conocer la vida de paz y tranquilidad y de entrega absoluta a la oración y penitencia que llevaba Amado en la soledad próxima al monasterio de Agauno, semejante por completo a la de otros solitarios que dependían de algunos monasterios. Respecto de la vida que allí llevaba, se nos dice que iba vestido de una piel de cordero; que no se bañaba más de dos veces al año, por Navidad y por Pascua; que observaba riguroso ayuno durante todo el año, particularmente en la Cuaresma. En medio de una vida de tanta austeridad, como había sucedido con los antiguos solitarios, trató el demonio por diversos medios de vencer su virtud. Así se refiere que, habiéndolo visitado en cierta ocasión el obispo y dejado sobre la mesa algunas monedas de oro, se aprovechó de ello el enemigo para tentarlo; pero él las tomó con decisión y arrojó inmediatamente al fondo de un precipicio. Y en otra ocasión, furioso el demonio por la virtud heroica del ermitaño, lanzó una enorme roca contra su celda con el fin de que la destruyera matando al mismo tiempo al solitario; pero Dios detuvo milagrosamente la roca, y no ocurrió nada.

 Sin discutir, pues, la veracidad de estos acontecimientos, deducimos de todo ello que Amado llevó durante algunos años una vida ejemplar de soledad y penitencia, que llegó a causar la admiración, no sólo del monasterio de Agauno, sino también de las regiones vecinas. Así se explica lo que ocurrió después del año 614 y constituye la tercera y última etapa de la vida de San Amado; pues, llenos los monjes de admiración por su extraordinaria virtud y deseando sacar el mayor provecho espiritual de ella, lo nombraron abad del nuevo monasterio, fundado en Remiremont, que gobernó durante unos quince años, dando admirable ejemplo de todas las virtudes religiosas.

 Tal es el hecho substancial en que se resume la vida de nuestro Santo durante sus últimos años.

 Pero nuestra biografía nos presenta estos hechos con un conjunto de circunstancias, más o menos objetivas o legendarias, dignas de tenerse en cuenta. Refiere, en efecto, que pasando por Agauno el abad de Luxeuil, San Eustaquio, camino de Italia, quedó prendado de la virtud de Amado, a quien visitó y con quien tuvo interesantes conversaciones en su soledad; por lo cual, al volver de Roma en 614, se lo llevó consigo diciendo que no debía permanecer oculta aquella maravillosa lumbrera que Dios había enviado al mundo, y así, durante algún tiempo, Amado se dedicó a predicar en el territorio de Austrasia, donde arrastraba a los hombres con su ejemplo y produjo extraordinario fruto.

 Pues bien, en una de sus misiones se encontró con un gran señor, llamado Romarico, ansioso de fundar un monasterio en sus dominios de Remiremont, en la región de los Vosgos. Conducido, pues, por Amado al célebre monasterio de Luxeuil, hízose él mismo monje, y con la aprobación y consejo de Eustasio fundaron el nuevo monasterio de Remiremont, del que fue nombrado abad el mismo Amado. La vida monástica arraigó rápidamente. Bien pronto quedó organizado un monasterio de religiosas, que mantenían el Laus perennis, como se hacía en Agauno. Amado dejó a Romarico al frente de los monjes, retirándose él a una gruta solitaria, donde se entregó de nuevo a la vida de contemplación, que constituía sus delicias. Solamente los domingos volvía al monasterio doble de Remiremont, donde daba interesantes instrucciones ascéticas a los religiosos y a las religiosas.

 Finalmente, rodeado éste de la mayor veneración de todos, después de haberse distinguido en la dirección de los religiosos y religiosas que la Providencia le había confiado, sufrió con heroica paciencia durante un año las molestias de una horrible enfermedad, y viendo que se acercaba su fin, pidió humildemente perdón de sus faltas, y entregó su alma a Dios hacia el año 630. El aroma de sus virtudes y del buen ejemplo que había dado en las tres etapas de su vida, como simple monje en Agauno, en el más exacto cumplimiento de la regla y vida monástica, como solitario en su vida de contemplación y penitencia, y como abad de Remiremont con la acertada dirección de los religiosos y religiosas y yendo delante de todos en la práctica de todas las virtudes, todo esto apareció más claramente después de su muerte. Por esto se extendió rápidamente la fama de su santidad, y en el siglo IX fue ya incluido en el martirologio romano.

 La iglesia de Saint-Amé, cerca de Remiremont, ha sido construida junto a la gruta donde murió. No lejos de Agauno, una capilla señala el lugar probable de su primer retiro.