domingo, 31 de diciembre de 2023
31 de Diciembre 2023 – SAGRADA FAMILIA
Rápidamente van desfilando, a través de estos primeros días del ciclo litúrgico los sucesos más importantes de la infancia de Jesús: las alegrías de los pastores, la devoción generosa de los Magos, la sangre de la Circuncisión, los sustos y las fatigas del viaje a Egipto, la vida oculta en las cercanías de Heliópolis, y luego, muerto Heredes, el asesino de los Inocentes, la vuelta a la patria. Y ahora se nos presenta el hogar ideal, la casa predestinada donde viven el más feliz de los hombres, la bienaventurada entre las mujeres y el mejor de los hijos. José trabaja, María trabaja también, y «el Niño crece y se robustece lleno de sabiduría, y la gracia de Dios se manifiesta en Él».
Para unos ojos que saben ver, la vida en el interior de una familia, a pesar de su sencillez rutinaria y monótona, es tan interesante, tan rica, tan emocionante, como la vida en el interior de un imperio. Es el misterioso despertar de seres nuevos; un corazón que se asoma por vez primera a la alegría de sentir, al placer de comprender, a la felicidad de amar; dos ojos que se abren, admirativos, llenos de sorpresa y de interrogación, al mundo que le rodea; unos rasgos que se definen, una nueva obra de arte; una voz nueva, que se revela en la primera palabra, espiada con ansiedad y tanto tiempo aguardada, y después los afanes, los temores, las solicitudes del padre; las miradas, los sobresaltos, las alegrías de una madre; los cantos de cuna, los arrullos, los estremecimientos amorosos, saltando al aire en esos gritos, en esas exclamaciones, en esas palabras tiernas y apasionadas que un corazón materno conoce por ciencia infusa. Así sucedió también en Nazaret. Pero en Nazaret el que pronunció la primera palabra era el Verbo, que «en el principio había creado el Cielo y la tierra»; los ojos que se abrieron eran desde toda eternidad el espejo de Dios; el que aprendía a andar, a hablar, a leer, a manejar el cepillo y la garlopa, era la sabiduría increada, la fuente y causa ejemplar de todas las ideas y de todas las cosas.
Era un paraíso, ciertamente, la casa en que trabajaba San José, pero un paraíso sobre el cual flota el velo del misterio. Sabemos que la vida de Jesús fue, al exterior, idéntica a la vida de los demás niños, y podemos representárnosle sacando los brazos de la cuna, extendiendo; juguetón, sus manilas regordetas, acariciando a su Madre; dando sus primeros pasos, a través del taller, sostenido por el carpintero; lanzando gritos inarticulados, en que la Madre adivinaba el alborozo y el amor. «Yo te adoro—exclama Bossuet—en todos estos progresos de esa tu edad infantil, tomando el pecho de tu Madre, llamando a la que te alimenta con dulces miradas y graciosos balbuceos, durmiendo en su seno y entre sus brazos.» Entonces María contemplaría aquella frente, que aún no habían profanado las manos de los hombres, y adoraría con el corazón en llamas, recordando los requiebros del Cantar de los Cantares: «Blanco y rubicundo es mi Amado, escogido entre millares. Como el manzano entre los árboles de la selva, así es Él entre los hijos de los hombres. Su cabeza, oro acendrado; sus bucles, ramos de palma, negros como el cuervo; sus ojos, como palomas sobre corrientes de agua; sus mejillas, como campos de aromas; sus labios, como lirios que destilan la mirra escogida.»
Los días pasan sin más ruido que el de la lima que gime, la sierra que chirría y el martillo que canta. El Niño empieza a aprender la ley. Aprende, como si no fuese el Maestro divino; tropieza, como si no sostuviese al mundo. Aprende a andar, a leer, a rezar. Un proverbio hebreo decía: «Maldito sea el padre y maldita sea la madre que se olvidan de dar a su hijo el conocimiento de Dios.» José es «un varón justo». A la entrada de su casa, como en la de todo hebreo fervoroso, figura el pergamino sagrado en que aparece escrito el nombre de Yahvé. Cuando sale y cuando entra le toca respetuosamente, y besa la mano callosa, santificada por el contacto del nombre divino. Otro tanto hace María siempre que va por agua a la fuente o viene de pedir lumbre a la vecina. Y el Niño sigue dócilmente el ejemplo de sus padres. Y cuando pregunta el porqué de aquella ceremonia doméstica, José le descifra los cuatro caracteres sagrados y le recuerda las magníficas palabras del Deuteronomio, que todo israelita sabe de memoria: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el Señor único. Amarán al Señor tu Dios con todo corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Guardarás sus mandamientos en tu corazón. Les pondrás en práctica. Y cuando los extraños oigan hablar de tus leyes, dirán: «He aquí un pueblo inteligente y bueno; he aquí una gran nación.»
Cada día, mañana y tarde, aquellos tres corazones, los más puros, los más nobles que salieron de las manos de Dios, se juntan más íntimamente para ofrecer el homenaje de la oración al Padre que habita en los Cielos; y cuando llega el sábado, el día del descanso, José, con su capa nueva; María, con su velo más limpio, y Jesús en medio de ellos, llevado por ellos, caminan alegres hacia la sinagoga; alegres, porque van a unir su oración con la oración de los buenos israelitas, y van a asistir a la lectura de los libros santos, y van a escuchar la plática del rabino. De cuando en cuando, alguna fiesta mayor, portadora de profundas alegrías y lejanos recuerdos. Seguramente, cuando llegaba el solsticio de invierno, José aprestaría las luces que debían recordar en cada casa la restauración del culto divino por Judas Macabeo, el ultimo héroe de Israel: una luz el primer día, dos el segundo, ocho el octavo. Luego, la fiesta de los Purim, que recordaba la historia deliciosa de la reina Ester; la solemnidad de la Pascua, celebrada con ritos rebosantes de profundo simbolismo; los ritos del nuevo año, que coincidían con la caída de las hojas, y, al terminarse la cosecha, la festividad de los Tabernáculos; que enguirnaldaba las plazas y llenaba las calles de cantos y regocijos y sonidos de trompetas.
Del taller a la sinagoga, y de la sinagoga al campo; al campo nazareno, que es el más bello rincón de toda Palestina. «Por sus vinos, por su miel, por su aceite y por sus frutos, no es inferior al Egipto feraz.» Así decía en el siglo IV y el primero de los peregrinos. Y añadía: «Sus mujeres tienen una gracia incomparable. Superiores en belleza a todas las hijas de Judá, han recibido ese don de María.» Por aquellos olivares, por aquellos viñedos, por aquellas huertas, cercadas de nopales, en que crecían la granada, el naranjo y la higuera, pasearía José llevando de la mano al Niño, mostrándole los racimos maduros y las fuentes cristalinas, diciéndole los nombres de las aves y de las flores o enseñándole el panorama que se descubría desde la colina en que se alzaba Nazaret: al Norte, las cumbres del Líbano y el Hermón, envueltas en nieves eternas; al Oriente, el Tabor, cubierto de verdura, y más lejos, al otro lado del Jordán, las altas parameras de Galaad; al Mediodía, el valle de Esdrelón, que dividía las dos provincias de Judea y Galilea, y al Poniente, el Carmelo, lleno de recuerdos proféticos, y al otro lado del Carmelo, el mar. Y el Niño crecía y se robustecía, y su corazón temblaba al oír hablar de estas regiones, que iban a ser el teatro de sus conquistas, de los triunfos de su palabra, de sus peregrinaciones y de sus milagros.
Para unos ojos que saben ver, la vida en el interior de una familia, a pesar de su sencillez rutinaria y monótona, es tan interesante, tan rica, tan emocionante, como la vida en el interior de un imperio. Es el misterioso despertar de seres nuevos; un corazón que se asoma por vez primera a la alegría de sentir, al placer de comprender, a la felicidad de amar; dos ojos que se abren, admirativos, llenos de sorpresa y de interrogación, al mundo que le rodea; unos rasgos que se definen, una nueva obra de arte; una voz nueva, que se revela en la primera palabra, espiada con ansiedad y tanto tiempo aguardada, y después los afanes, los temores, las solicitudes del padre; las miradas, los sobresaltos, las alegrías de una madre; los cantos de cuna, los arrullos, los estremecimientos amorosos, saltando al aire en esos gritos, en esas exclamaciones, en esas palabras tiernas y apasionadas que un corazón materno conoce por ciencia infusa. Así sucedió también en Nazaret. Pero en Nazaret el que pronunció la primera palabra era el Verbo, que «en el principio había creado el Cielo y la tierra»; los ojos que se abrieron eran desde toda eternidad el espejo de Dios; el que aprendía a andar, a hablar, a leer, a manejar el cepillo y la garlopa, era la sabiduría increada, la fuente y causa ejemplar de todas las ideas y de todas las cosas.
Era un paraíso, ciertamente, la casa en que trabajaba San José, pero un paraíso sobre el cual flota el velo del misterio. Sabemos que la vida de Jesús fue, al exterior, idéntica a la vida de los demás niños, y podemos representárnosle sacando los brazos de la cuna, extendiendo; juguetón, sus manilas regordetas, acariciando a su Madre; dando sus primeros pasos, a través del taller, sostenido por el carpintero; lanzando gritos inarticulados, en que la Madre adivinaba el alborozo y el amor. «Yo te adoro—exclama Bossuet—en todos estos progresos de esa tu edad infantil, tomando el pecho de tu Madre, llamando a la que te alimenta con dulces miradas y graciosos balbuceos, durmiendo en su seno y entre sus brazos.» Entonces María contemplaría aquella frente, que aún no habían profanado las manos de los hombres, y adoraría con el corazón en llamas, recordando los requiebros del Cantar de los Cantares: «Blanco y rubicundo es mi Amado, escogido entre millares. Como el manzano entre los árboles de la selva, así es Él entre los hijos de los hombres. Su cabeza, oro acendrado; sus bucles, ramos de palma, negros como el cuervo; sus ojos, como palomas sobre corrientes de agua; sus mejillas, como campos de aromas; sus labios, como lirios que destilan la mirra escogida.»
Los días pasan sin más ruido que el de la lima que gime, la sierra que chirría y el martillo que canta. El Niño empieza a aprender la ley. Aprende, como si no fuese el Maestro divino; tropieza, como si no sostuviese al mundo. Aprende a andar, a leer, a rezar. Un proverbio hebreo decía: «Maldito sea el padre y maldita sea la madre que se olvidan de dar a su hijo el conocimiento de Dios.» José es «un varón justo». A la entrada de su casa, como en la de todo hebreo fervoroso, figura el pergamino sagrado en que aparece escrito el nombre de Yahvé. Cuando sale y cuando entra le toca respetuosamente, y besa la mano callosa, santificada por el contacto del nombre divino. Otro tanto hace María siempre que va por agua a la fuente o viene de pedir lumbre a la vecina. Y el Niño sigue dócilmente el ejemplo de sus padres. Y cuando pregunta el porqué de aquella ceremonia doméstica, José le descifra los cuatro caracteres sagrados y le recuerda las magníficas palabras del Deuteronomio, que todo israelita sabe de memoria: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el Señor único. Amarán al Señor tu Dios con todo corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Guardarás sus mandamientos en tu corazón. Les pondrás en práctica. Y cuando los extraños oigan hablar de tus leyes, dirán: «He aquí un pueblo inteligente y bueno; he aquí una gran nación.»
Cada día, mañana y tarde, aquellos tres corazones, los más puros, los más nobles que salieron de las manos de Dios, se juntan más íntimamente para ofrecer el homenaje de la oración al Padre que habita en los Cielos; y cuando llega el sábado, el día del descanso, José, con su capa nueva; María, con su velo más limpio, y Jesús en medio de ellos, llevado por ellos, caminan alegres hacia la sinagoga; alegres, porque van a unir su oración con la oración de los buenos israelitas, y van a asistir a la lectura de los libros santos, y van a escuchar la plática del rabino. De cuando en cuando, alguna fiesta mayor, portadora de profundas alegrías y lejanos recuerdos. Seguramente, cuando llegaba el solsticio de invierno, José aprestaría las luces que debían recordar en cada casa la restauración del culto divino por Judas Macabeo, el ultimo héroe de Israel: una luz el primer día, dos el segundo, ocho el octavo. Luego, la fiesta de los Purim, que recordaba la historia deliciosa de la reina Ester; la solemnidad de la Pascua, celebrada con ritos rebosantes de profundo simbolismo; los ritos del nuevo año, que coincidían con la caída de las hojas, y, al terminarse la cosecha, la festividad de los Tabernáculos; que enguirnaldaba las plazas y llenaba las calles de cantos y regocijos y sonidos de trompetas.
Del taller a la sinagoga, y de la sinagoga al campo; al campo nazareno, que es el más bello rincón de toda Palestina. «Por sus vinos, por su miel, por su aceite y por sus frutos, no es inferior al Egipto feraz.» Así decía en el siglo IV y el primero de los peregrinos. Y añadía: «Sus mujeres tienen una gracia incomparable. Superiores en belleza a todas las hijas de Judá, han recibido ese don de María.» Por aquellos olivares, por aquellos viñedos, por aquellas huertas, cercadas de nopales, en que crecían la granada, el naranjo y la higuera, pasearía José llevando de la mano al Niño, mostrándole los racimos maduros y las fuentes cristalinas, diciéndole los nombres de las aves y de las flores o enseñándole el panorama que se descubría desde la colina en que se alzaba Nazaret: al Norte, las cumbres del Líbano y el Hermón, envueltas en nieves eternas; al Oriente, el Tabor, cubierto de verdura, y más lejos, al otro lado del Jordán, las altas parameras de Galaad; al Mediodía, el valle de Esdrelón, que dividía las dos provincias de Judea y Galilea, y al Poniente, el Carmelo, lleno de recuerdos proféticos, y al otro lado del Carmelo, el mar. Y el Niño crecía y se robustecía, y su corazón temblaba al oír hablar de estas regiones, que iban a ser el teatro de sus conquistas, de los triunfos de su palabra, de sus peregrinaciones y de sus milagros.
Lecturas del 31/12/2023
El Señor honra más al padre que a los hijos y afirma el derecho de la madre sobre ellos.
Quien honra a su padre expía su pecado, y quien respeta a su madre es como quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre se alegrará de sus hijos y cuando rece, será escuchado.
Quien respeta a su padre tendrá larga vida, y quien honra a su madre obedece al Señor. Hijo, cuida de tu padre en su vejez y durante su vida no le causes tristeza.
Aunque pierda el juicio, sé indulgente con él y no lo desprecies aun estando tú en peno vigor.
Porque la compasión hacia el padre no será olvidada y te servirá para reparar tus pecados.
Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad humildad, mansedumbre y paciencia. Sobre llevaos mutuamente y perdonaos, cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta.
Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón; a ella habéis sido convocados, en un solo cuerpo.
Sed también agradecidos. La palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan los ánimos.
Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Palabra del Señor.
31 de Diciembre - Beato Alano de Solminihac
En la fortaleza de Mercués, cerca de Cahors, en la Galia meridional, tránsito del beato Alano de Solminihac, obispo de Cahors, que con las visitas pastorales trabajó por la enmienda de las costumbres del pueblo, y se empeñó con apostólica insistencia en renovar la Iglesia que tenía encomendada.
Nació en el castillo de Belet, cerca de Périgueux, en el seno de una familia de la nobleza. Quiso ser caballero de Malta, pero este no era su camino. Fue nombrado por un tío suyo, abad del monasterio de Chancelade perteneciente a los Canónigos regulares de Letrán, que estaba en franca decadencia y necesitaba una reforma, aunque no pudo ejercer su oficio porque era muy joven (20 años). Estudió Filosofía y Teología en París, donde conoció a san Vicente de Paúl; mantuvo una estrecha amistad con san Francisco de Sales. En 1618 fue ordenado sacerdote y después de una estancia de cuatro años en París, tomó posesión de su cargo de abad.
Como abad restableció la disciplina religiosa, el culto divino y publicó unas nuevas Constituciones. El éxito de la reforma fue rotundo y se extendió a otros monasterios de los Canónigos Regulares. Fue nombrado Visitador de los monasterios de la Orden. Tuvo dificultades porque el cardinal Rochefoucauld, ordenó la unificación de todos los Canónigos Regulares, de manera que al unirse una forma de vida más mitigada, su reforma no alcanzaba el desarrollo religioso y espiritual que él quería; apeló a la Santa Sede que le dio la razón, pero la unificación se llevó a cabo.
Muchas veces se le ofreció el episcopado, pero siempre se negó, hasta que en 1636 fue nombrado obispo de Cahors, sin que perdiera su cargo de abad. Obtuvo el apoyo del cardenal Richelieu. Durante su episcopado aplicó los decretos del Concilio de Trento tomando el modelo pastoral de san Carlos Borromeo. Luchó contra el relajamiento del clero y la superstición. Fundó el seminario diocesano, visitó la diócesis, condenó el jansenismo y el laxismo. Su caridad no tuvo límites, como cuando se dedicó a los apestados, los enfermos, los huérfanos, creando para ellos asilos y hospitales. Murió trabajando en Mercués y su cuerpo se encuentra en la catedral de Cahors.
Nació en el castillo de Belet, cerca de Périgueux, en el seno de una familia de la nobleza. Quiso ser caballero de Malta, pero este no era su camino. Fue nombrado por un tío suyo, abad del monasterio de Chancelade perteneciente a los Canónigos regulares de Letrán, que estaba en franca decadencia y necesitaba una reforma, aunque no pudo ejercer su oficio porque era muy joven (20 años). Estudió Filosofía y Teología en París, donde conoció a san Vicente de Paúl; mantuvo una estrecha amistad con san Francisco de Sales. En 1618 fue ordenado sacerdote y después de una estancia de cuatro años en París, tomó posesión de su cargo de abad.
Como abad restableció la disciplina religiosa, el culto divino y publicó unas nuevas Constituciones. El éxito de la reforma fue rotundo y se extendió a otros monasterios de los Canónigos Regulares. Fue nombrado Visitador de los monasterios de la Orden. Tuvo dificultades porque el cardinal Rochefoucauld, ordenó la unificación de todos los Canónigos Regulares, de manera que al unirse una forma de vida más mitigada, su reforma no alcanzaba el desarrollo religioso y espiritual que él quería; apeló a la Santa Sede que le dio la razón, pero la unificación se llevó a cabo.
Muchas veces se le ofreció el episcopado, pero siempre se negó, hasta que en 1636 fue nombrado obispo de Cahors, sin que perdiera su cargo de abad. Obtuvo el apoyo del cardenal Richelieu. Durante su episcopado aplicó los decretos del Concilio de Trento tomando el modelo pastoral de san Carlos Borromeo. Luchó contra el relajamiento del clero y la superstición. Fundó el seminario diocesano, visitó la diócesis, condenó el jansenismo y el laxismo. Su caridad no tuvo límites, como cuando se dedicó a los apestados, los enfermos, los huérfanos, creando para ellos asilos y hospitales. Murió trabajando en Mercués y su cuerpo se encuentra en la catedral de Cahors.
sábado, 30 de diciembre de 2023
Lecturas del 30/12/2023
Os escribo, hijos míos, porque se os han perdonado vuestros pecados por su nombre.
Os escribo, padres, porque conocéis al que es desde el principio. Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al Maligno.
Os repito, hijos, porque conocéis al Padre.
Os repito, padres, porque ya conocéis al que existía desde el principio.
Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al Maligno.
No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre.
Porque lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero -, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, y su concupiscencia. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.
En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años.
De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Palabra del Señor.
30 de Diciembre - Beata Margarita Colonna
En Palestrina, del Lacio, beata Margarita Colonna, virgen, que prefirió a las riquezas y deleites del siglo la pobreza por Cristo, a quien sirvió profesando la Regla de santa Clara.
Nació en Palestrina, hija de Odón, de los Príncipes Colonna, y de Mabilia o Magdalena Orsini. Los años en los que vivió Margarita fueron tumultuosos y complicados para la Iglesia. La sede papal quedó vacante durante 20 años, el periodo más largo de la historia. Los pontificados de los papas que salían del cónclave eran demasiado breves, y eso perjudicaba su autoridad y prestigio, tan necesarios para mantener el equilibrio entre las pretensiones de Francia y del Imperio germano sobre el territorio italiano.
Desde la más tierna infancia había sido educada por su madre en las virtudes cristianas, que había conocido a san Francisco de Asís. Pero ella y sus hermanos quedaron pronto huérfanos, primero de padre, y luego de madre. Quedó bajo la tutela de su hermano Juan, dos veces senador de Roma, quien le preparó un matrimonio prestigioso y conveniente para las alianzas nobiliarias, más ella sólo deseaba ser esposa virginal de Jesucristo. El 6 de marzo de 1273, apoyada por su otro hermano, el cardenal Giacomo Colonna, se retiró con otras dos jóvenes piadosas en la iglesia de Santa María de la Costa, en el Monte Prenestino, hoy llamado Castel San Pietro, encima de Palestrina, donde fundaron una comunidad religiosa, sin aprobación canónica. Vistió el sayo de las clarisas, bajo el cual llevaba un cilicio ceñido a sus carnes. Entre ayunos y penitencias pedía al Señor le concediese su mayor deseo: ser clarisa. Así vivió unos años, siendo un escándalo para su familia.
En 1278, siendo su hermano Juan senador de Roma, su otro hermano, Giacomo, fue nombrado cardenal por expreso deseo del papa Nicolás III. El joven Giacomo era un verdadero creyente y amaba a Cristo, de modo que tomó consigo a su hermana y la llevó a Roma, para orar juntos ante los sepulcros de san Pedro y san Pablo. Fue el comienzo de una nueva etapa en la vida de Margarita, pues su ejemplo despertó el interés de otras mujeres, interesadas en dedicar enteramente su vida, como ella, al servicio de Cristo.
Hacía sólo 20 años que había muerto santa Clara de Asís, y su ideal de vida y el de Francisco atraía a multitud de personas de toda condición social. A petición de Margarita, el ministro general de los frailes menores fray Jerónimo Masci, futuro papa Nicolás IV, le permitió entrar en el monasterio de santa Clara de Asís, pero los planes del Señor eran otros, y una enfermedad se lo impidió. Pensó entonces en retirarse con sus compañeras en el convento de la Méntola sobre el monte Guadagnolo, pero era un feudo del conde de Poli, que no veía con buenos ojos a una Colonna en su territorio. Fue por eso que, al poco tiempo, se trasladó a Roma, y pasó largo tiempo como huésped de una noble muy piadosa y generosa, llamada Altrudis, apodada "de los pobres" por aquellos a quienes ella había dado sus bienes. Hasta que, en 1278, con ayuda de su hermano cardenal, regresó al monte Prenestrino, junto a su ciudad natal, para fundar monasterio donde se viviera pobremente y se alabara al Señor día y noche.
Ella misma se ocupó de la formación de sus compañeras; pero su caridad se extendía más allá, hasta los enfermos y pobres de la comarca. Cada año, para la fiesta de San Juan Bautista, del que era muy devota, organizaba para ellos una comida. Toda su rica dote fue a parar a manos de los pobres y enfermos. Una vez agotado su rico patrimonio personal, no permitió que sus hermanos le ayudasen, sino que prefirió vivir como franciscana, y no le importó recurrir a la "Mesa del Señor", pidiendo limosna de puerta en puerta, para continuar su obra en favor de los pobres.
Practicó de manera heroica todas las virtudes, edificando al pueblo con la oración asidua y el ejemplo de una caridad heroica. Con ocasión de una epidemia, Margarita se hizo "toda para todos" asistiendo maternalmente a los hermanos enfermos y corrió también en ayuda de los franciscanos de Zagarolo. Otra vez acogió en casa a un leproso de Poli, comiendo y bebiendo en el mismo plato y, en un ímpetu de amor, besó aquellas repugnantes llagas. Sería demasiado prolijo recordar todas las manifestaciones de la intensa vida mística de Margarita: la observancia escrupulosa de la regla de Santa Clara, el amor a la pobreza, la continua unión con Dios, los éxtasis, las efusiones de lágrimas, las frecuentes visiones celestiales, el matrimonio místico con el Señor, quien se le apareció colocándole un anillo en el dedo y una corona de lirios sobre la cabeza y le imprimió la llaga del corazón.
Durante siete años sobrellevó pacientemente una herida ulcerosa en el costado, como si llevara una llaga de la pasión de Jesucristo. Aún no había cumplido los 30 años cuando murió a causa de la úlcera y de unas fiebres altísimas. Hoy sus reliquias se veneran en la iglesia de Castel San Pietro. Pío IX aprobó su culto el 17 de septiembre de 1847.
Nació en Palestrina, hija de Odón, de los Príncipes Colonna, y de Mabilia o Magdalena Orsini. Los años en los que vivió Margarita fueron tumultuosos y complicados para la Iglesia. La sede papal quedó vacante durante 20 años, el periodo más largo de la historia. Los pontificados de los papas que salían del cónclave eran demasiado breves, y eso perjudicaba su autoridad y prestigio, tan necesarios para mantener el equilibrio entre las pretensiones de Francia y del Imperio germano sobre el territorio italiano.
Desde la más tierna infancia había sido educada por su madre en las virtudes cristianas, que había conocido a san Francisco de Asís. Pero ella y sus hermanos quedaron pronto huérfanos, primero de padre, y luego de madre. Quedó bajo la tutela de su hermano Juan, dos veces senador de Roma, quien le preparó un matrimonio prestigioso y conveniente para las alianzas nobiliarias, más ella sólo deseaba ser esposa virginal de Jesucristo. El 6 de marzo de 1273, apoyada por su otro hermano, el cardenal Giacomo Colonna, se retiró con otras dos jóvenes piadosas en la iglesia de Santa María de la Costa, en el Monte Prenestino, hoy llamado Castel San Pietro, encima de Palestrina, donde fundaron una comunidad religiosa, sin aprobación canónica. Vistió el sayo de las clarisas, bajo el cual llevaba un cilicio ceñido a sus carnes. Entre ayunos y penitencias pedía al Señor le concediese su mayor deseo: ser clarisa. Así vivió unos años, siendo un escándalo para su familia.
En 1278, siendo su hermano Juan senador de Roma, su otro hermano, Giacomo, fue nombrado cardenal por expreso deseo del papa Nicolás III. El joven Giacomo era un verdadero creyente y amaba a Cristo, de modo que tomó consigo a su hermana y la llevó a Roma, para orar juntos ante los sepulcros de san Pedro y san Pablo. Fue el comienzo de una nueva etapa en la vida de Margarita, pues su ejemplo despertó el interés de otras mujeres, interesadas en dedicar enteramente su vida, como ella, al servicio de Cristo.
Hacía sólo 20 años que había muerto santa Clara de Asís, y su ideal de vida y el de Francisco atraía a multitud de personas de toda condición social. A petición de Margarita, el ministro general de los frailes menores fray Jerónimo Masci, futuro papa Nicolás IV, le permitió entrar en el monasterio de santa Clara de Asís, pero los planes del Señor eran otros, y una enfermedad se lo impidió. Pensó entonces en retirarse con sus compañeras en el convento de la Méntola sobre el monte Guadagnolo, pero era un feudo del conde de Poli, que no veía con buenos ojos a una Colonna en su territorio. Fue por eso que, al poco tiempo, se trasladó a Roma, y pasó largo tiempo como huésped de una noble muy piadosa y generosa, llamada Altrudis, apodada "de los pobres" por aquellos a quienes ella había dado sus bienes. Hasta que, en 1278, con ayuda de su hermano cardenal, regresó al monte Prenestrino, junto a su ciudad natal, para fundar monasterio donde se viviera pobremente y se alabara al Señor día y noche.
Ella misma se ocupó de la formación de sus compañeras; pero su caridad se extendía más allá, hasta los enfermos y pobres de la comarca. Cada año, para la fiesta de San Juan Bautista, del que era muy devota, organizaba para ellos una comida. Toda su rica dote fue a parar a manos de los pobres y enfermos. Una vez agotado su rico patrimonio personal, no permitió que sus hermanos le ayudasen, sino que prefirió vivir como franciscana, y no le importó recurrir a la "Mesa del Señor", pidiendo limosna de puerta en puerta, para continuar su obra en favor de los pobres.
Practicó de manera heroica todas las virtudes, edificando al pueblo con la oración asidua y el ejemplo de una caridad heroica. Con ocasión de una epidemia, Margarita se hizo "toda para todos" asistiendo maternalmente a los hermanos enfermos y corrió también en ayuda de los franciscanos de Zagarolo. Otra vez acogió en casa a un leproso de Poli, comiendo y bebiendo en el mismo plato y, en un ímpetu de amor, besó aquellas repugnantes llagas. Sería demasiado prolijo recordar todas las manifestaciones de la intensa vida mística de Margarita: la observancia escrupulosa de la regla de Santa Clara, el amor a la pobreza, la continua unión con Dios, los éxtasis, las efusiones de lágrimas, las frecuentes visiones celestiales, el matrimonio místico con el Señor, quien se le apareció colocándole un anillo en el dedo y una corona de lirios sobre la cabeza y le imprimió la llaga del corazón.
Durante siete años sobrellevó pacientemente una herida ulcerosa en el costado, como si llevara una llaga de la pasión de Jesucristo. Aún no había cumplido los 30 años cuando murió a causa de la úlcera y de unas fiebres altísimas. Hoy sus reliquias se veneran en la iglesia de Castel San Pietro. Pío IX aprobó su culto el 17 de septiembre de 1847.
viernes, 29 de diciembre de 2023
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