sábado, 31 de agosto de 2019
Lecturas
Hermanos:
Acerca del amor fraterno no hace falta que os escriba, porque Dios mismo os ha enseñado a amaros los unos a los otros.
Como ya lo hacéis con todos los hermanos de Macedonia.
Hermanos, os exhortamos a seguir progresando: esforzaos por mantener la calma, ocupándoos de vuestros propios asuntos y trabajando con vuestras propias manos, como os lo tenemos mandado.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus siervos y los dejó al cargo de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó. El que recibió cinco talentos fue en seguida a negociar con ellos y ganó otros cinco. El que recibió dos hizo lo mismo y ganó otros dos.
En cambio, el que recibió uno fue a hacer un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor.
Al cabo de mucho tiempo viene el señor de aquellos siervos y se pone a ajustar las cuentas con ellos.
Se acercó el que había recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: “Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco”. Su señor le dijo: “Bien, siervo bueno y fiel; cómo has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor.” Se acercó luego el que había recibido dos talentos y dijo: “Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos”.
Su señor le dijo: “¡Bien, siervo bueno y fiel!; cómo has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; entra en el gozo de tu señor”. Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: “Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder tu talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo”. El señor le respondió: “Eres un siervo negligente y holgazán. ¿Con que sabias que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez. Porque al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. Y a ese siervo inútil echadle fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y rechinar de dientes”».
Palabra del Señor.
San Aidano de Lindisfarne
Martirologio Romano: En Lindisfarne, de Northumberland, san Aidano, obispo y abad, varón de suma mansedumbre, piedad y recto gobierno, que, llamado del monasterio de Iona por el rey Osvaldo, estableció allí su sede episcopal y un monasterio, para dedicarse con eficacia a la evangelización de aquel reino (651).
Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Todo lo que se conoce de la figura de Aidano, monje, abad y obispo de Lindisfarne, muerto el año 651, está asociado a su obra como misionero en el reino de Northumbria, y puede hallarse tan sólo en las páginas que Beda le dedica es su Historia.
Oswald, reconquistará el trono de Northumbira en el año 633, luego de vivir su destierro como huésped del monasterio de Iona, donde además de ser bautizado, aprendió la lengua de los celtas y recibió una instrucción básica. Una vez en el trono decide evangelizar su reino, para lo que pide ayuda al monasterio en que conoció a Cristo, y tras el fracaso del primer misionero, Corman, es elegido Aidano.
En el año 635 es consagrado obispo, y con una pequeña comunidad de monjes se asienta en Lindisfarne, una isla del Mar del Norte a poca distancia de la costa, frente a la cual está la fortaleza de Bamburgh, residencia del rey.
La colaboración entre rey y el abad-obispo es maravillosa. El rey entrega en donación tierras y ayudas para fundar monasterios, oratorios y lugares de culto, y además acompaña a su obispo en los viajes por las distintas partes del país, y a menudo el rey se presta a hacer de traductor de la predicación de Aidano.
Beda, nos dice que Aidano «estaba particularmente dotado de la gracia de la discreción, que es la madre de las virtudes». Junto a esta gracia brillan en Aidano la mansedumbre, el sentido del deber, el celo incansable, la generosidad con los pobres y el gusto por la oración contemplativa hecha en la soledad, según la más canónica tradición del monaquismo céltico. Para practicarla solía retirarse a los inaccesibles acantilados de la islita de Inner Farne, más lejos de tierra firme. Es interesante observar que, además de la amabilidad y mansedumbre Aidano sabe encontrar la fuerza de hablar abiertamente y sin temor ante los ricos y poderosos que no cumplen con su deber. Logra alternar el ayuno y la participación, si se le invita, a los banquetes en el palacio del rey. No usa el dinero para comprar la protección de los poderosos; pero si lo tiene o lo recibe, lo emplea para los pobres, sobre todo para el rescate de los esclavos, que a menudo después, acogidos en sus monasterios, se convierten en discípulos suyos: algunos, educados e instruidos por él, llegan incluso al sacerdocio.
Beda, señala que el obispo solía moverse a pie, quizá por humildad, cabe deducir, que esto le daba la oportunidad de detenerse a hablar con las personas que se encontraba, si eran paganos, los exhortaba a la conversión, si se trataba de creyentes, le gustaba leer con ellos un pasaje de la Escritura al objeto de reforzar su fe.
En concordancia con todo un estilo de vida, Aidano exhala su último aliento es una especie de tienda apoyada a la pared lateral de una iglesia, no lejos de la fortaleza real de Bamburgh. Es el 31 de agosto del 651.
Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Todo lo que se conoce de la figura de Aidano, monje, abad y obispo de Lindisfarne, muerto el año 651, está asociado a su obra como misionero en el reino de Northumbria, y puede hallarse tan sólo en las páginas que Beda le dedica es su Historia.
Oswald, reconquistará el trono de Northumbira en el año 633, luego de vivir su destierro como huésped del monasterio de Iona, donde además de ser bautizado, aprendió la lengua de los celtas y recibió una instrucción básica. Una vez en el trono decide evangelizar su reino, para lo que pide ayuda al monasterio en que conoció a Cristo, y tras el fracaso del primer misionero, Corman, es elegido Aidano.
En el año 635 es consagrado obispo, y con una pequeña comunidad de monjes se asienta en Lindisfarne, una isla del Mar del Norte a poca distancia de la costa, frente a la cual está la fortaleza de Bamburgh, residencia del rey.
La colaboración entre rey y el abad-obispo es maravillosa. El rey entrega en donación tierras y ayudas para fundar monasterios, oratorios y lugares de culto, y además acompaña a su obispo en los viajes por las distintas partes del país, y a menudo el rey se presta a hacer de traductor de la predicación de Aidano.
Beda, nos dice que Aidano «estaba particularmente dotado de la gracia de la discreción, que es la madre de las virtudes». Junto a esta gracia brillan en Aidano la mansedumbre, el sentido del deber, el celo incansable, la generosidad con los pobres y el gusto por la oración contemplativa hecha en la soledad, según la más canónica tradición del monaquismo céltico. Para practicarla solía retirarse a los inaccesibles acantilados de la islita de Inner Farne, más lejos de tierra firme. Es interesante observar que, además de la amabilidad y mansedumbre Aidano sabe encontrar la fuerza de hablar abiertamente y sin temor ante los ricos y poderosos que no cumplen con su deber. Logra alternar el ayuno y la participación, si se le invita, a los banquetes en el palacio del rey. No usa el dinero para comprar la protección de los poderosos; pero si lo tiene o lo recibe, lo emplea para los pobres, sobre todo para el rescate de los esclavos, que a menudo después, acogidos en sus monasterios, se convierten en discípulos suyos: algunos, educados e instruidos por él, llegan incluso al sacerdocio.
Beda, señala que el obispo solía moverse a pie, quizá por humildad, cabe deducir, que esto le daba la oportunidad de detenerse a hablar con las personas que se encontraba, si eran paganos, los exhortaba a la conversión, si se trataba de creyentes, le gustaba leer con ellos un pasaje de la Escritura al objeto de reforzar su fe.
En concordancia con todo un estilo de vida, Aidano exhala su último aliento es una especie de tienda apoyada a la pared lateral de una iglesia, no lejos de la fortaleza real de Bamburgh. Es el 31 de agosto del 651.
viernes, 30 de agosto de 2019
Lecturas
Hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús:
Ya habéis aprendido de nosotros cómo comportarse para agradar a Dios; pues comportaos así y seguid adelante. Ya conocéis las instrucciones que os dimos, en nombre del Señor Jesús.
Esto es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios.
Y que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche con engaño, porque el Señor venga todo esto, como ya os dijimos y aseguramos: Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino santa. Por tanto, quien esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su Espíritu Santo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«El reino de los cielos se parece a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes.
Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”.
Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”.
Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”.
Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”.
Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».
Palabra del Señor.
Beato Eustaquio van Lieshout
Nació en Aarle-Rixtel (Países Bajos), en la diócesis de Hertogenbosch, el 3 de noviembre de 1890. Fue bautizado el mismo día, con el nombre de Humberto.
Era el octavo de once hermanos de una familia muy católica, en la que cada día se rezaba el Ángelus y el rosario. Se asistía a la celebración de la Eucaristía no sólo los domingos sino también muchas veces entre semana. En casa había un ambiente de serenidad y trabajo, así como de mucha solidaridad entre los hermanos. De niño, Humberto, asistió a la escuela de las Hermanas de la Caridad de Schijndel y después a la del maestro católico Harmelinck.
De carácter jovial y sociable, era muy apreciado tanto en casa como fuera. Pronto sintió la llamada al sacerdocio, por lo cual quiso hacer estudios secundarios, contra el parecer de su maestro, que no lo consideraba dotado para ello. Su padre lo quería para las labores del campo. Humberto logró, finalmente, que su padre le permitiera estudiar. Fue a Gemert para asistir a la escuela secundaria y allí permaneció dos años. Habiendo leído la biografía del padre Damián de Veuster, decidió entrar en la congregación de los Sagrados Corazones. Ingresó en 1905 en la escuela apostólica que esa congregación tenía en Grave y allí continuó los estudios de secundaria. A pesar de las dificultades que encontraba en los estudios, especialmente en las lenguas, se esforzó mucho y los profesores lo animaron, dada su voluntad y su disposición para la vida religiosa misionera.
Terminados los estudios secundarios, el 23 de septiembre de 1913, fue admitido al noviciado, que en aquel tiempo se encontraba en Tremeloo (Bélgica). Tomó el nombre de Eustaquio, con el que se le conoce desde entonces. Ante la invasión alemana de Bélgica en aquel año, tuvo que regresar a su casa. Esta situación duró poco tiempo y pudo continuar el noviciado en los Países Bajos, haciendo su profesión temporal el 27 de enero de 1915 en Grave (Países Bajos) y la profesión perpetua el 18 de marzo de 1918 en Ginneken (Países Bajos). En 1916 concluyó los cursos de filosofía y durante los años 1916-1919 hizo los estudios teológicos en Ginneken. Sus profesores, admitiendo que no estaba muy dotado para las cuestiones metafísicas, sin embargo consideraban que iba adquiriendo una buena visión teológica y un buen criterio en las cuestiones de práctica pastoral. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1919.
Ejerció el ministerio en su patria durante cinco años. El primer año lo pasó en Vierlingsbeek como asistente del maestro de novicios. Los superiores, motivados sobre todo por su piedad y estricta observancia de la Regla, lo dedicaron al ámbito de la formación. Luego pasó dos años en Maasluis en el servicio pastoral a los obreros del cristal que eran valones de lengua francesa y se habían refugiado en los Países Bajos. Con ellos demostró un gran celo apostólico, que fue reconocido por el Estado belga, el cual lo condecoró por sus servicios a esa minoría.
Por último, durante dos años ejerció el ministerio en Roelofarendsveen como vicario del párroco, p. Ignacio Herscheid. Aquí su actividad fue muy intensa con las organizaciones parroquiales, así como en el confesionario y en la asistencia a los enfermos. En el mes de diciembre de 1924 fue enviado a España para aprender español, ya que en principio pensaban destinarlo a una misión en Uruguay; sin embargo, después fue enviado a Brasil. El padre Eustaquio deseaba ser misionero y ese deseo se vio cumplido cuando se erigió la provincia de los Países Bajos y el nuevo provincial, p. Norbert Poelman buscó una misión en América Latina para la provincia naciente.
El p. Eustaquio llegó a Río de Janeiro el 12 de mayo de 1925. Trabajó como misionero durante dieciocho años en Brasil, diez en Agua Suja, seis en Poá y los dos últimos años de su vida, breves estancias en varias casas de la Congregación: Río de Janeiro, Fazenda de San José de Río Claro, Patrocinio, Ibiá y, por último, en Belo Horizonte como párroco de Santo Domingo, donde murió el 30 de agosto de 1943.
El 23 de abril de 1925 partieron de Amsterdam el p. Norbert Poelman, provincial, con los tres primeros misioneros para Brasil: Gilles van de Boogaard, Eustaquio van Lieshout y Mathias van Roy. Llegaron el 12 de mayo y tuvieron que esperar hasta el 15 de julio para tomar posesión de la parroquia de Agua Suja, que actualmente se denomina Romaría, en la diócesis de Uberaba, en la región conocida como "Triángulo Minero". La parroquia tenía el santuario diocesano de Nuestra Señora de la Abadía. En principio el p. Eustaquio colaboró como vicario, asumiendo la atención pastoral de la parroquia de Nova Ponte y sus capillas.
Posteriormente, a partir del 2 de marzo de 1926, fue nombrado párroco de Agua Suja. Era una parroquia donde la gente se dedicaba fundamentalmente a la búsqueda del oro en las orillas del río Bagagem. Dada la incertidumbre de los resultados de aquellos trabajos, la situación económica y social era difícil. El p. Eustaquio se dedicó plenamente a sus feligreses y trató de atenderlos tanto física como espiritualmente. Su empeño por mejorar las condiciones humanas y religiosas de aquella población dio buenos frutos. Especial dedicación prestó siempre a los pobres y a los enfermos, produciéndose ya entonces algunas curaciones por su medio.
El 15 de febrero de 1935 tomó posesión de la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes de Poá, en la región metropolitana de São Paulo. Recibió también el encargo del cuidado pastoral del barrio de San Miguel Paulista, actualmente sede de la diócesis. Si la parroquia de Romaría era difícil no lo era menos la de Poá. A su llegada carecía de templo parroquial, con problemas con las sectas espiritistas y bastante indiferencia entre la gente. El p. Eustaquio se dedicó de nuevo con gran celo a visitar a las familias, los enfermos, los pobres, los niños, así como a la organización parroquial. A partir de 1937 su apostolado asumió una connotación particular: el don de curación por intercesión de san José. Especialmente orientó esta actividad a fortalecer la fe del pueblo y a liberarla de la tendencia a la superstición. Es entonces cuando su fama comenzó a extenderse por el país y de todos lados comenzaron a llegar personas que querían verle y obtener por su medio el favor de la curación. La afluencia de la gente era cada vez mayor, llegando a pasar por Poá unas diez mil personas al día. Dadas las limitaciones de aquella parroquia para admitir tanta gente, la autoridad civil comenzó a intervenir y posteriormente los superiores se vieron obligados a trasladar al p. Eustaquio. Una vez recibida la orden de sus superiores, actuó prontamente y salió de Poá el 13 de mayo de 1941.
Los dos últimos años de su vida constituyeron una verdadera peregrinación. En todos los sitios a donde llegaba, incluso tratando de esconderse de la gente, había personas que lo buscaban para pedirle ayuda, consuelo y curación. En Río de Janeiro permaneció unos quince días y también allí hubo grandes concentraciones de personas que lo buscaban. De nuevo fue trasladado, esta vez tratando de ocultar su destino. De hecho permaneció con otro nombre, p. José, en la Fazenda de Río Claro y allí se dedicó a la oración, a la lectura y también a atender a los ochocientos colonos de la factoría. Algunos obispos y sacerdotes, a pesar del carácter incógnito de este tiempo, le solicitaron bendiciones y oraciones para los enfermos, cosa que realizó con el permiso de sus superiores.
Del 13 de octubre de 1941 al 14 de febrero de 1942, fue enviado a Patrocinio. Allí pudo ejercer de nuevo el apostolado en forma pública con algunas condiciones. En cualquier caso también allí por su medio hubo numerosas conversiones. Después fue trasladado a Ibiá, en Minas Gerais, como párroco una vez más, ya que parecía que la situación se había estabilizado. Después de tres meses en los que pudo ejercer serenamente su actividad parroquial, los superiores creyeron conveniente trasladarlo como párroco a Belo Horizonte, a la parroquia dedicada a los Sagrados Corazones. Allí permaneció desde el 7 de abril de 1942 hasta su muerte.
Además de todas las actividades parroquiales ordinarias, cada día recibía a unas cuarenta personas en el confesionario, que llegaban a él provistas de un billete, como habían dispuesto los superiores para evitar concentraciones. Especialmente se ocupaba de las confesiones de los enfermos. Ante las peticiones de otras parroquias, acudía con presteza y escuchaba muchas confesiones. Ciertamente todos lo consideraban un verdadero misionero y un santo.
El 20 de agosto, atendiendo a un enfermo de tifus exantemático, él mismo contrajo la enfermedad. En principio se le diagnosticó una pulmonía, pero después se constató que se trataba de esa grave enfermedad, que por entonces era incurable. Consciente de la proximidad de su muerte y habiendo pronosticado él mismo que se produciría en pocos días, se preparó a ella con la oración y la recepción de los sacramentos. Los testigos afirman la gran fortaleza con la que afrontó aquella situación hasta el final. Sus últimas palabras, dirigidas al p. Gil, fueron: "Padre Gil, ¡Deo gratias!"; diciendo esto, expiró.
Era el octavo de once hermanos de una familia muy católica, en la que cada día se rezaba el Ángelus y el rosario. Se asistía a la celebración de la Eucaristía no sólo los domingos sino también muchas veces entre semana. En casa había un ambiente de serenidad y trabajo, así como de mucha solidaridad entre los hermanos. De niño, Humberto, asistió a la escuela de las Hermanas de la Caridad de Schijndel y después a la del maestro católico Harmelinck.
De carácter jovial y sociable, era muy apreciado tanto en casa como fuera. Pronto sintió la llamada al sacerdocio, por lo cual quiso hacer estudios secundarios, contra el parecer de su maestro, que no lo consideraba dotado para ello. Su padre lo quería para las labores del campo. Humberto logró, finalmente, que su padre le permitiera estudiar. Fue a Gemert para asistir a la escuela secundaria y allí permaneció dos años. Habiendo leído la biografía del padre Damián de Veuster, decidió entrar en la congregación de los Sagrados Corazones. Ingresó en 1905 en la escuela apostólica que esa congregación tenía en Grave y allí continuó los estudios de secundaria. A pesar de las dificultades que encontraba en los estudios, especialmente en las lenguas, se esforzó mucho y los profesores lo animaron, dada su voluntad y su disposición para la vida religiosa misionera.
Terminados los estudios secundarios, el 23 de septiembre de 1913, fue admitido al noviciado, que en aquel tiempo se encontraba en Tremeloo (Bélgica). Tomó el nombre de Eustaquio, con el que se le conoce desde entonces. Ante la invasión alemana de Bélgica en aquel año, tuvo que regresar a su casa. Esta situación duró poco tiempo y pudo continuar el noviciado en los Países Bajos, haciendo su profesión temporal el 27 de enero de 1915 en Grave (Países Bajos) y la profesión perpetua el 18 de marzo de 1918 en Ginneken (Países Bajos). En 1916 concluyó los cursos de filosofía y durante los años 1916-1919 hizo los estudios teológicos en Ginneken. Sus profesores, admitiendo que no estaba muy dotado para las cuestiones metafísicas, sin embargo consideraban que iba adquiriendo una buena visión teológica y un buen criterio en las cuestiones de práctica pastoral. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1919.
Ejerció el ministerio en su patria durante cinco años. El primer año lo pasó en Vierlingsbeek como asistente del maestro de novicios. Los superiores, motivados sobre todo por su piedad y estricta observancia de la Regla, lo dedicaron al ámbito de la formación. Luego pasó dos años en Maasluis en el servicio pastoral a los obreros del cristal que eran valones de lengua francesa y se habían refugiado en los Países Bajos. Con ellos demostró un gran celo apostólico, que fue reconocido por el Estado belga, el cual lo condecoró por sus servicios a esa minoría.
Por último, durante dos años ejerció el ministerio en Roelofarendsveen como vicario del párroco, p. Ignacio Herscheid. Aquí su actividad fue muy intensa con las organizaciones parroquiales, así como en el confesionario y en la asistencia a los enfermos. En el mes de diciembre de 1924 fue enviado a España para aprender español, ya que en principio pensaban destinarlo a una misión en Uruguay; sin embargo, después fue enviado a Brasil. El padre Eustaquio deseaba ser misionero y ese deseo se vio cumplido cuando se erigió la provincia de los Países Bajos y el nuevo provincial, p. Norbert Poelman buscó una misión en América Latina para la provincia naciente.
El p. Eustaquio llegó a Río de Janeiro el 12 de mayo de 1925. Trabajó como misionero durante dieciocho años en Brasil, diez en Agua Suja, seis en Poá y los dos últimos años de su vida, breves estancias en varias casas de la Congregación: Río de Janeiro, Fazenda de San José de Río Claro, Patrocinio, Ibiá y, por último, en Belo Horizonte como párroco de Santo Domingo, donde murió el 30 de agosto de 1943.
El 23 de abril de 1925 partieron de Amsterdam el p. Norbert Poelman, provincial, con los tres primeros misioneros para Brasil: Gilles van de Boogaard, Eustaquio van Lieshout y Mathias van Roy. Llegaron el 12 de mayo y tuvieron que esperar hasta el 15 de julio para tomar posesión de la parroquia de Agua Suja, que actualmente se denomina Romaría, en la diócesis de Uberaba, en la región conocida como "Triángulo Minero". La parroquia tenía el santuario diocesano de Nuestra Señora de la Abadía. En principio el p. Eustaquio colaboró como vicario, asumiendo la atención pastoral de la parroquia de Nova Ponte y sus capillas.
Posteriormente, a partir del 2 de marzo de 1926, fue nombrado párroco de Agua Suja. Era una parroquia donde la gente se dedicaba fundamentalmente a la búsqueda del oro en las orillas del río Bagagem. Dada la incertidumbre de los resultados de aquellos trabajos, la situación económica y social era difícil. El p. Eustaquio se dedicó plenamente a sus feligreses y trató de atenderlos tanto física como espiritualmente. Su empeño por mejorar las condiciones humanas y religiosas de aquella población dio buenos frutos. Especial dedicación prestó siempre a los pobres y a los enfermos, produciéndose ya entonces algunas curaciones por su medio.
El 15 de febrero de 1935 tomó posesión de la parroquia de Nuestra Señora de Lourdes de Poá, en la región metropolitana de São Paulo. Recibió también el encargo del cuidado pastoral del barrio de San Miguel Paulista, actualmente sede de la diócesis. Si la parroquia de Romaría era difícil no lo era menos la de Poá. A su llegada carecía de templo parroquial, con problemas con las sectas espiritistas y bastante indiferencia entre la gente. El p. Eustaquio se dedicó de nuevo con gran celo a visitar a las familias, los enfermos, los pobres, los niños, así como a la organización parroquial. A partir de 1937 su apostolado asumió una connotación particular: el don de curación por intercesión de san José. Especialmente orientó esta actividad a fortalecer la fe del pueblo y a liberarla de la tendencia a la superstición. Es entonces cuando su fama comenzó a extenderse por el país y de todos lados comenzaron a llegar personas que querían verle y obtener por su medio el favor de la curación. La afluencia de la gente era cada vez mayor, llegando a pasar por Poá unas diez mil personas al día. Dadas las limitaciones de aquella parroquia para admitir tanta gente, la autoridad civil comenzó a intervenir y posteriormente los superiores se vieron obligados a trasladar al p. Eustaquio. Una vez recibida la orden de sus superiores, actuó prontamente y salió de Poá el 13 de mayo de 1941.
Los dos últimos años de su vida constituyeron una verdadera peregrinación. En todos los sitios a donde llegaba, incluso tratando de esconderse de la gente, había personas que lo buscaban para pedirle ayuda, consuelo y curación. En Río de Janeiro permaneció unos quince días y también allí hubo grandes concentraciones de personas que lo buscaban. De nuevo fue trasladado, esta vez tratando de ocultar su destino. De hecho permaneció con otro nombre, p. José, en la Fazenda de Río Claro y allí se dedicó a la oración, a la lectura y también a atender a los ochocientos colonos de la factoría. Algunos obispos y sacerdotes, a pesar del carácter incógnito de este tiempo, le solicitaron bendiciones y oraciones para los enfermos, cosa que realizó con el permiso de sus superiores.
Del 13 de octubre de 1941 al 14 de febrero de 1942, fue enviado a Patrocinio. Allí pudo ejercer de nuevo el apostolado en forma pública con algunas condiciones. En cualquier caso también allí por su medio hubo numerosas conversiones. Después fue trasladado a Ibiá, en Minas Gerais, como párroco una vez más, ya que parecía que la situación se había estabilizado. Después de tres meses en los que pudo ejercer serenamente su actividad parroquial, los superiores creyeron conveniente trasladarlo como párroco a Belo Horizonte, a la parroquia dedicada a los Sagrados Corazones. Allí permaneció desde el 7 de abril de 1942 hasta su muerte.
Además de todas las actividades parroquiales ordinarias, cada día recibía a unas cuarenta personas en el confesionario, que llegaban a él provistas de un billete, como habían dispuesto los superiores para evitar concentraciones. Especialmente se ocupaba de las confesiones de los enfermos. Ante las peticiones de otras parroquias, acudía con presteza y escuchaba muchas confesiones. Ciertamente todos lo consideraban un verdadero misionero y un santo.
El 20 de agosto, atendiendo a un enfermo de tifus exantemático, él mismo contrajo la enfermedad. En principio se le diagnosticó una pulmonía, pero después se constató que se trataba de esa grave enfermedad, que por entonces era incurable. Consciente de la proximidad de su muerte y habiendo pronosticado él mismo que se produciría en pocos días, se preparó a ella con la oración y la recepción de los sacramentos. Los testigos afirman la gran fortaleza con la que afrontó aquella situación hasta el final. Sus últimas palabras, dirigidas al p. Gil, fueron: "Padre Gil, ¡Deo gratias!"; diciendo esto, expiró.
jueves, 29 de agosto de 2019
Lecturas
En aquellos días, me vino esta palabra del Señor:
«Cíñete los lomos: prepárate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharan contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte -oráculo del Señor-».
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado.
El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo, quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto. La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven: «Pídeme lo que quieras, que te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino». Ella salió a preguntarle a su madre: « ¿Qué le pido?».
La madre le contestó: «La cabeza de Juan, el Bautista».
Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió: «Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista».
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.
Palabra del Señor.
Beata Sancja Szymkowiak
En Poznan, ciudad de Polonia, beata Sancja (Joanina) Szymkowiak, virgen, de la Congregación de la Hijas de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores, que, en medio de las dificultades de la guerra, se ocupó con gran entrega de los detenidos en las cárceles (1942).
Sor Sancja Szymkowiak, nació el 10 de julio de 1910 en Możdżanów (Ostrów Wielkopolski, Polonia). Fue la última de los hijos que tuvieron Agostino y Maria Duchalska, luego de haber procreado a cuatro varones, de los que uno se hizo sacerdote. El día del bautismo recibió el nombre de Giannina. De su familia, acomodada e intensamente creyente, recibe una sólida educación. Desde la primera juventud se distinguió por la excepcional bondad y la auténtica devoción, fascinando con su serenidad y sencillez. Después de la escuela superior estudió en la Facultad de Lenguas y Literatura Extranjeras en la universidad de Poznan, empeñándose intensamente tanto en el crecimiento intelectual como en el espiritual. Toma parte activa en la Asociación Mariana, desarrollando un apostolado discreto y eficaz y transmitiéndoles a los jóvenes la alegría de vivir. Encuentra tiempo para prestarle atención a todo, de modo particularmente sensible en ayudar a los más débiles y abatidos, se dedica con fervor a las obras de caridad en el barrio más pobre de la ciudad. La eucaristía fue el centro y el manantial de su gran celo apostólico.
Desde joven se sintió llamada a la vida religiosa. En el verano de 1934 partió para Francia y, durante una romería a Lourdes, decide hacerse monja encomendándose a la Virgen Inmaculada. En junio del 1936, superadas muchas dificultades, ingresó al convento de las Hijas de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores, mejor conocidas como las Monjas Seráficas, de Poznan, asumiendo el nombre de María Sancja. Desde el principio se distinguió por el gran celo en la observancia de las Reglas del Instituto y en el ejercicio de los servicios más humildes. Su vida, que no tuvo aparentemente nada excepcional, escondió una profunda unión con Dios, en la completa disponibilidad de atender su voluntad en todo, también en los asuntos más modestos.
Durante la ocupación alemana Sor Sancja, no aprovechó el permiso de poder volver a su familia, dado los peligros y los incomodidades de la guerra, se quedó en el convento junto a otras monjas, y fueron sometidas por los militares a duros trabajos. Dócil a la voluntad de Dios, infundía alrededor suyo un aire de paz y esperanza, encarnando, para los afligidos y sufrientes, un efectivo apoyo y un eficaz consuelo. Los prisioneros franceses e ingleses, a los que prestó su personal ayuda en calidad de traductora, la llamaron “ángel de bondad” y “santa Sancja“.
Las enormes fatigas y las difíciles condiciones del convento de Poznan pusieron a dura prueba sus fuerzas y fue víctima de una grave forma de tuberculosis a la laringe. Abandonándose en los brazos cariñosos de Dios Padre ofreció un fulgurante ejemplo de sereno aguante de los sufrimientos. Con gozo profesó los votos perpetuos el 6 de julio de 1942, profundamente unida al Esposo Celestial, en la fervorosa espera de su venida en el momento de la muerte, que ocurrió el 29 agosto del mismo año, cuando tenía solamente treinta y dos años.
Sor Sancja Szymkowiak, nació el 10 de julio de 1910 en Możdżanów (Ostrów Wielkopolski, Polonia). Fue la última de los hijos que tuvieron Agostino y Maria Duchalska, luego de haber procreado a cuatro varones, de los que uno se hizo sacerdote. El día del bautismo recibió el nombre de Giannina. De su familia, acomodada e intensamente creyente, recibe una sólida educación. Desde la primera juventud se distinguió por la excepcional bondad y la auténtica devoción, fascinando con su serenidad y sencillez. Después de la escuela superior estudió en la Facultad de Lenguas y Literatura Extranjeras en la universidad de Poznan, empeñándose intensamente tanto en el crecimiento intelectual como en el espiritual. Toma parte activa en la Asociación Mariana, desarrollando un apostolado discreto y eficaz y transmitiéndoles a los jóvenes la alegría de vivir. Encuentra tiempo para prestarle atención a todo, de modo particularmente sensible en ayudar a los más débiles y abatidos, se dedica con fervor a las obras de caridad en el barrio más pobre de la ciudad. La eucaristía fue el centro y el manantial de su gran celo apostólico.
Desde joven se sintió llamada a la vida religiosa. En el verano de 1934 partió para Francia y, durante una romería a Lourdes, decide hacerse monja encomendándose a la Virgen Inmaculada. En junio del 1936, superadas muchas dificultades, ingresó al convento de las Hijas de la Bienaventurada Virgen María de los Dolores, mejor conocidas como las Monjas Seráficas, de Poznan, asumiendo el nombre de María Sancja. Desde el principio se distinguió por el gran celo en la observancia de las Reglas del Instituto y en el ejercicio de los servicios más humildes. Su vida, que no tuvo aparentemente nada excepcional, escondió una profunda unión con Dios, en la completa disponibilidad de atender su voluntad en todo, también en los asuntos más modestos.
Durante la ocupación alemana Sor Sancja, no aprovechó el permiso de poder volver a su familia, dado los peligros y los incomodidades de la guerra, se quedó en el convento junto a otras monjas, y fueron sometidas por los militares a duros trabajos. Dócil a la voluntad de Dios, infundía alrededor suyo un aire de paz y esperanza, encarnando, para los afligidos y sufrientes, un efectivo apoyo y un eficaz consuelo. Los prisioneros franceses e ingleses, a los que prestó su personal ayuda en calidad de traductora, la llamaron “ángel de bondad” y “santa Sancja“.
Las enormes fatigas y las difíciles condiciones del convento de Poznan pusieron a dura prueba sus fuerzas y fue víctima de una grave forma de tuberculosis a la laringe. Abandonándose en los brazos cariñosos de Dios Padre ofreció un fulgurante ejemplo de sereno aguante de los sufrimientos. Con gozo profesó los votos perpetuos el 6 de julio de 1942, profundamente unida al Esposo Celestial, en la fervorosa espera de su venida en el momento de la muerte, que ocurrió el 29 agosto del mismo año, cuando tenía solamente treinta y dos años.
miércoles, 28 de agosto de 2019
Lecturas
Recordad, hermanos, nuestros esfuerzos y fatigas; trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios.
Vosotros sois testigos, y Dios también, de lo leal, recto e irreprochable que fue nuestro proceder con vosotros, los creyentes, fue leal, recto e irreprochable; sabéis perfectamente que, lo mismo que un padre con sus hijos, nosotros os exhortábamos a cada uno de vosotros, os animábamos y os urgíamos a llevar una vida digna de Dios, que os ha llamado a su reino y a su gloria. Por tanto, también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, porque, al recibir la palabra de Dios, que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino, cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece operante en vosotros, los creyentes.
En aquel tiempo, Jesús dijo: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis sepulcros a los profetas y ornamentáis los mausoleos de los justos, diciendo: “Si hubiéramos vivido en tiempo de nuestros padres, no habríamos sido cómplices suyos en el asesinato de los profetas”! Con esto atestiguáis en vuestra contra, que sois hijos de los que asesinaron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres!».
Palabra del Señor.
Beato Junípero Serra
Apóstol de Sierra Gorda y California (1713-1784)
El 24 de noviembre de 1713 nació en Petra (Mallorca), del matrimonio formado por Antonio Serra y Margarita Ferrer, un niño a quien se le impuso en el bautismo el nombre de Miguel José. Vino al mundo en el humilde hogar de una familia sencilla, de modestos labradores, honrados, devotos y de ejemplares costumbres. Tal como iba creciendo y dando los primeros pasos por las calles de su pueblo, sus padres lo iban encaminando por los senderos de la fe católica y el santo amor de Dios. Ellos eran analfabetos, pero trataron de dar a su hijo una mejor formación, llevándole a la escuela del convento franciscano de San Bernardino. Aquí en su pueblo el muchacho aprendió las primeras letras e hizo grandes progresos en su formación, por lo que pronto lo encaminaron hacia Palma para cursar estudios superiores.
A la edad de 15 años empieza a asistir a las clases de filosofía en el convento de San Francisco de Palma y, sintiéndose llamado por la vocación religiosa, al año siguiente viste el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de la ciudad. El 15 de Septiembre de 1731 emite los votos religiosos, cambiando el nombre de Miguel José por el de Junípero.
Cursa con gran brillantez los estudios eclesiásticos, e inmediatamente lo encontramos dictando clases de filosofía en el convento de San Francisco, en la Cátedra ganada por oposición, con el consenso unánime de todos sus examinadores. Su tarea docente en San Francisco duró de 1740 a 1743, año este último en que pasó a ocupar la cátedra de Teología Escotista en la entonces famosa Universidad Luliana de Palma de Mallorca. Los muchos y notables alumnos salidos de sus aulas con brillantes títulos, son testigos de la alta categoría docente del P. Serra, quien alternaba la docencia y la predicación, campo éste en el que también cosechó abundantes frutos y estima; en cierta ocasión, predicando ante el Claustro de profesores de la Universidad, fue tan grande la admiración causada por su pieza oratoria, que un catedrático y orador de mucha fama exclamó: «Digno es este sermón de que se imprima en letras de oro».
Cuando se había hecho acreedor de los mayores honores y aplausos, decidió dejarlo todo para seguir la vocación misionera. En 1749 estuvo predicando la cuaresma en Petra, su pueblo natal, y cuando ya la estaba terminando le llegó la noticia de que le habían sido concedidos todos los permisos necesarios para trasladarse al Colegio de Misioneros de San Fernando, situado en la capital de México; sólo faltaba contratar el barco, lo que significaba tener que esperar algunos pocos días. Fray Junípero había ocultado siempre a sus padres la vocación misionera que lo animaba, y, terminada aquella cuaresma, se despidió de sus ancianos progenitores sin notificarles su próxima partida hacia América. De momento no quiso disgustarlos, y con el fuerte abrazo, que le desgarraba el corazón, se marchó para no volver a verlos. El 13 de Abril de 1749 embarca hacia Málaga, rumbo a Cádiz, en cuya travesía se enfrenta seria y comprometidamente con el capitán del barco para defender los principios evangélicos; no encontrando argumentos convincentes para defender su postura, el furibundo marino inglés a punto estuvo de tirar al P. Serra a la mar. En Cádiz permanecieron los misioneros más tiempo del previsto, esperando el momento de embarcar, y desde allí escribió Fray Junípero la carta que reproducimos más adelante, dirigida al P. Francisco Serra, que no era familiar suyo aunque tuviera su mismo apellido, residente entonces en el convento franciscano de Petra. El motivo de la carta era consolar y confortar a sus padres, y, como éstos eran analfabetos, se la dirigió al fraile amigo para que éste se la leyera.
Tras una larga y peligrosa travesía de 99 días, llegó a Veracruz en las costas mexicanas. Con otro compañero hizo a pie la caminata de cien leguas, hasta el Colegio de Misioneros de San Fernando en la Capital de México. Durante el trayecto, por causa de la picadura de un insecto, se le formó una llaga en la pierna que le será molesta compañera hasta la muerte.
A los seis meses de su llegada lo vemos ya enrolado, como Presidente, en un grupo de voluntarios camino hacia el corazón de la Sierra Gorda, en donde inicia su brillante carrera misionera. Ocho años estuvo en aquellas inhóspitas tierras, donde tantos otros habían fracasado. Su historial fue muy diferente. Siempre infatigable y emprendedor, aprende la lengua nativa. Enseña a cultivar la tierra. Monta granjas y talleres. Inicia a los indios en los más elementales rudimentos de las ciencias y las artes. Les adiestra igualmente en el comercio. Les instruye particularmente en los principios doctrinales de la fe católica. Los misioneros emulan las iniciativas y logros de Serra.
Fue tal la transformación realizada en aquella zona montañosa que, de un erial infructuoso, sus valles se transformaron en fecundo vergel. Y unos indios semisalvajes y ariscos, quedaron convertidos en sociables ciudadanos, instruidos en los diferentes campos de la actividad humana de aquellos tiempos. De la extraordinaria actividad del P. Serra en este rincón serrano, todavía queda en Jalpan, como testigo elocuente, el esbelto y artístico templo churrigueresco levantado bajo su dirección.
En plena euforia de sus trabajos en Sierra Gorda, es requerido para ocupar las misiones de San Saba, en Texas, devastadas por los apaches, quienes habían flechado a sus misioneros. Acepta contento, aun siendo consciente de que se expone a sufrir el martirio. Pero Dios le tenía reservado otro campo muy distinto. En efecto, no se llevó a cabo el proyecto para el que habían recurrido a Fray Junípero, y éste, al quedar libre de otras obligaciones, se dedica a dar misiones populares por todo el Territorio de la Nueva España, poniendo de manifiesto, una vez más, sus grandes cualidades pastorales y oratorias. Fruto de su fervorosa predicación fueron sonadas conversiones y multitud de penitentes postrados a sus pies para pedir la reconciliación de sus pecados.
Por aquel tiempo se suprimieron los Jesuitas en todos los territorios españoles y, en consecuencia, quedaron abandonadas las misiones de la Baja California. El Gobierno del Virreinato encargó a los franciscanos llenar ese vacío, y de nuevo tenemos al P. Serra, también como Presidente y voluntario, al frente de una expedición de dieciséis religiosos.
El 14 de Marzo de 1769 embarca hacia Loreto, Baja California, y en cuanto toma posesión de su cargo, elabora planes, distribuye el personal y visita varias misiones.
Transcurrido un año en este ministerio, llegan noticias de que los rusos, partiendo de Alaska, pretenden ocupar la costa oeste del norte americano. Para adelantárseles, el Virrey Marqués de Croix encarga al Visitador General D. José de Gálvez que organice una expedición para la conquista de aquellas tierras.
De inmediato Gálvez inicia la operación, tratando el plan con la oficialidad; pero pronto cae en la cuenta de que hay un personaje clave e imprescindible para el feliz éxito de la empresa: el P. Junípero Serra. Gálvez sabía bien que los fusiles y los cañones eran insuficientes para una conquista estable y duradera. Era indispensable conquistar, además del territorio, el corazón de los indios, y esta tarea fundamental sólo se podía afrontar con las armas de la fe y el estandarte de la cruz. Por esto, el Visitador General llama junto a sí al Presidente de los misioneros, y ambos conjuntamente ultiman los planes a seguir. Huelga decir el papel tan importante que desempeñó Serra en el enfoque y desarrollo de los preparativos.
Formando expedición por tierra con el Comandante Portolá, inicia Serra la marcha hacia el norte. La preocupante herida de su pierna ulcerada hacía tan torpe y pesado su caminar, que otros, en su lugar, se hubieran dado por vencidos, quedando a la vera del camino, mientras con nostálgica pena habrían visto cómo los demás compañeros continuaban la marcha. Pero Fr. Junípero no se rinde.
El primero de Julio de 1769 llegan al puerto de San Diego y, mientras las tropas izan la bandera de España y levantan el campamento, el P. Serra enarbola la cruz y funda la primera misión en la Alta California. Terminada de poner la primera piedra de la cristiandad en aquellas lejanas tierras, Fray Junípero, limpiándose el rostro, deja salir un profundo respiro de satisfacción al ver levantada la señal de Cristo en medio de un pueblo completamente pagano.
Al principio, las relaciones con los naturales del país no fueron tan cordiales como hubiera sido de desear. La rapiña y la agresión hicieron acto de presencia sin dilación. Los indios robaban cuanto podían y, en un momento dado, atacaron el desprovisto campamento español. Fruto de la sangrienta lucha, cayó mortalmente herido a sus pies el sirviente indio a quien tanto apreciaba el P. Serra.
Este primer contacto con los naturales del lugar, tan adverso como desagradable, no fue capaz de tronchar la vida misionera de nuestro Beato. Muy al contrario, su espíritu salió reforzado, y aumentó su amor hacia aquellos desaforados y rapaces indígenas, a quienes apreciaba y quería convertir en vasallos de ambas majestades: el Rey de los Cielos y el Rey de España. Sin duda alguna, la tenacidad del P. Serra fue un factor importantísimo para que no fracasara en sus mismos inicios la conquista de la Alta California. Las provisiones de víveres llegaron a escasear de tal forma, que el Comandante Portolá ordena la retirada. Con este paso hacia atrás, Serra veía derrumbarse todos sus afanes de convertir almas paganas para el cielo. Pero sus ruegos lograron que se aplazara la retirada y, en el ínterin, llegó el barco con nuevos recursos.
Se reanuda la marcha siguiendo el rumbo prefijado, y tan pronto como llegan a Monterrey, Fray Junípero se instala junto al Río Carmelo, donde funda la segunda misión, misión que se convirtió en su residencia habitual, de la que partiría tantísimas veces para ensanchar las fronteras de la conquista espiritual.
Las mayores dificultades que encontró el P. Serra en el desarrollo de su tarea misionera, y las que más le hicieron sufrir, fueron las incomprensiones y la falta de ayuda por parte de los gobernadores de California. La acción de los misioneros estaba supeditada al poder civil y militar, por lo que más de una vez los frailes se vieron oprimidos o limitados por los intereses y caprichos de quienes tenían otros ideales. Continuos y con frecuencia duros fueron estos enfrentamientos.
No obstante sus achaques y las incomodidades de los viajes, Fray Junípero, sin reparar en ellos, toma el camino de la Corte del Virreinato de Méjico, para tratar allí la marcha de las misiones y solucionar las impertinentes y molestas discrepancias habidas con el Gobernador de California. El Virrey D. Antonio María Bucareli recibió con afecto singular al celoso misionero. Escuchó sus razones y quedó persuadido tanto de sus argumentos como de su celo y santidad. Serra actuaba con tal entusiasmo y firmeza, que no sólo convenció y salió airoso de sus gestiones, sino que además pudo volver a sus misiones cargado con abundantes alimentos, telas y utensilios de toda clase.
Con tales refuerzos y amparado en las nuevas normas dictadas para el gobierno de la Provincia de California, elaboradas por él y aprobadas por el Virrey, Junípero inyecta mayores entusiasmos a sus misioneros, y de nuevo se abren más amplios horizontes al celo evangelizador de aquellos hombres.
Ya habían sido fundadas las misiones de San Diego, San Carlos en Carmelo, San Antonio, San Gabriel y San Luis Obispo; ahora se establecerán las de San Francisco, San Juan de Capistrano, Santa Clara y San Buenaventura. Además, se inicia la fundación de Santa Bárbara, que el P. Serra no llegará a ver coronada porque le visitará antes la hermana muerte.
Su celo por las almas y su dinamismo por levantar más obras, lo espoleaban continuamente para trasladarse de cerro en cerro, entre valles y montañas, y así poder congregar al indio disperso y desprovisto de todo, dándole cobijo y sustento junto a la acogedora misión. Miles y miles de kilómetros pisó en su fecunda vida. Cojeando y valiéndose de un bastón, cruza repetidas veces los floridos campos californianos para visitar las misiones y estar con sus hermanos los misioneros. A todos escucha y atiende. Se hace cargo de cada situación concreta. Busca y presenta acertadas soluciones. Da nuevas orientaciones y consejos acertados. Predica, bautiza, confirma, confiesa y aún le queda tiempo, para él el más precioso, en el que se ocupa de los problemas y necesidades de sus queridos indios.
Aquel hombre de temperamento fuerte y de carácter firme, pero afable, de dotes singulares y de ambiciosas iniciativas, nunca cedió ni jamás retrocedió. Pero al fin cayó rendido en el encuentro con la hermana muerte. Su fallecimiento ocurrió el 28 de Agosto de 1784, en la Misión de San Carlos Borromeo, junto al río Carmelo, cerca de Monterrey.
Entonces pasó a gozar de un merecido premio y descanso en el seno del Padre, junto a los indios que él redimió y que le precedieron: sin duda salieron a recibirle en solemne cortejo a las puertas de la eternidad gloriosa, en compañía de la Virgen, los Angeles y los Santos, cuya devoción tantas veces les inculcó.
Los que quedaron a su lado, lloraban desconsolados la pérdida de un verdadero padre. Experimentaban la triste desaparición de su gran bienhechor. Como expresión del más sincero agradecimiento, amortajaron al «Padre viejo», como así le llamaban cariñosamente, con sus abundantes lágrimas de pesar y las flores de aquellos campos, tantas veces hollados por esos pies ahora fríos, desnudos y trabados sin poder dar un paso más.
Además de la inmensa actividad misionera y civilizadora desarrollada durante toda su vida por el P. Serra, a su iniciativa se deben las nueve primeras misiones de las veintiuna fundadas por los franciscanos españoles en la Alta California; aquellas nueve se establecieron mientras Fray Junípero desempeñaba el cargo de Presidente de todos los religiosos residentes en aquellas lejanas tierras. Con razón, su discípulo, amigo y biógrafo, el P. Francisco Palou, dejó grabadas estas proféticas palabras: «No se apagará su memoria, porque las obras que hizo cuando vivía han de quedar estampadas entre los habitantes de la Nueva California».
Desde entonces, su vida, obra y virtudes han merecido la más encomiástica exaltación y gloria, por toda clase de personas, tanto en el orden humano como espiritual. La piedra y el bronce, incluso el cemento, perpetúan su memoria en esbeltos monumentos levantados por donde pasó. La pintura y la escultura han plasmado con variedad de formas y belleza su figura. Las letras no se han quedado en zaga a la hora de transmitirnos sus hazañas y cantar sus glorias.
El 25 de septiembre de 1988, Juan Pablo II, que había visitado la tumba de Fray Junípero en la Misión de San Carlos, lo beatificó solemnemente en Roma.
El 24 de noviembre de 1713 nació en Petra (Mallorca), del matrimonio formado por Antonio Serra y Margarita Ferrer, un niño a quien se le impuso en el bautismo el nombre de Miguel José. Vino al mundo en el humilde hogar de una familia sencilla, de modestos labradores, honrados, devotos y de ejemplares costumbres. Tal como iba creciendo y dando los primeros pasos por las calles de su pueblo, sus padres lo iban encaminando por los senderos de la fe católica y el santo amor de Dios. Ellos eran analfabetos, pero trataron de dar a su hijo una mejor formación, llevándole a la escuela del convento franciscano de San Bernardino. Aquí en su pueblo el muchacho aprendió las primeras letras e hizo grandes progresos en su formación, por lo que pronto lo encaminaron hacia Palma para cursar estudios superiores.
A la edad de 15 años empieza a asistir a las clases de filosofía en el convento de San Francisco de Palma y, sintiéndose llamado por la vocación religiosa, al año siguiente viste el hábito franciscano en el convento de Jesús, extramuros de la ciudad. El 15 de Septiembre de 1731 emite los votos religiosos, cambiando el nombre de Miguel José por el de Junípero.
Cursa con gran brillantez los estudios eclesiásticos, e inmediatamente lo encontramos dictando clases de filosofía en el convento de San Francisco, en la Cátedra ganada por oposición, con el consenso unánime de todos sus examinadores. Su tarea docente en San Francisco duró de 1740 a 1743, año este último en que pasó a ocupar la cátedra de Teología Escotista en la entonces famosa Universidad Luliana de Palma de Mallorca. Los muchos y notables alumnos salidos de sus aulas con brillantes títulos, son testigos de la alta categoría docente del P. Serra, quien alternaba la docencia y la predicación, campo éste en el que también cosechó abundantes frutos y estima; en cierta ocasión, predicando ante el Claustro de profesores de la Universidad, fue tan grande la admiración causada por su pieza oratoria, que un catedrático y orador de mucha fama exclamó: «Digno es este sermón de que se imprima en letras de oro».
Cuando se había hecho acreedor de los mayores honores y aplausos, decidió dejarlo todo para seguir la vocación misionera. En 1749 estuvo predicando la cuaresma en Petra, su pueblo natal, y cuando ya la estaba terminando le llegó la noticia de que le habían sido concedidos todos los permisos necesarios para trasladarse al Colegio de Misioneros de San Fernando, situado en la capital de México; sólo faltaba contratar el barco, lo que significaba tener que esperar algunos pocos días. Fray Junípero había ocultado siempre a sus padres la vocación misionera que lo animaba, y, terminada aquella cuaresma, se despidió de sus ancianos progenitores sin notificarles su próxima partida hacia América. De momento no quiso disgustarlos, y con el fuerte abrazo, que le desgarraba el corazón, se marchó para no volver a verlos. El 13 de Abril de 1749 embarca hacia Málaga, rumbo a Cádiz, en cuya travesía se enfrenta seria y comprometidamente con el capitán del barco para defender los principios evangélicos; no encontrando argumentos convincentes para defender su postura, el furibundo marino inglés a punto estuvo de tirar al P. Serra a la mar. En Cádiz permanecieron los misioneros más tiempo del previsto, esperando el momento de embarcar, y desde allí escribió Fray Junípero la carta que reproducimos más adelante, dirigida al P. Francisco Serra, que no era familiar suyo aunque tuviera su mismo apellido, residente entonces en el convento franciscano de Petra. El motivo de la carta era consolar y confortar a sus padres, y, como éstos eran analfabetos, se la dirigió al fraile amigo para que éste se la leyera.
Tras una larga y peligrosa travesía de 99 días, llegó a Veracruz en las costas mexicanas. Con otro compañero hizo a pie la caminata de cien leguas, hasta el Colegio de Misioneros de San Fernando en la Capital de México. Durante el trayecto, por causa de la picadura de un insecto, se le formó una llaga en la pierna que le será molesta compañera hasta la muerte.
A los seis meses de su llegada lo vemos ya enrolado, como Presidente, en un grupo de voluntarios camino hacia el corazón de la Sierra Gorda, en donde inicia su brillante carrera misionera. Ocho años estuvo en aquellas inhóspitas tierras, donde tantos otros habían fracasado. Su historial fue muy diferente. Siempre infatigable y emprendedor, aprende la lengua nativa. Enseña a cultivar la tierra. Monta granjas y talleres. Inicia a los indios en los más elementales rudimentos de las ciencias y las artes. Les adiestra igualmente en el comercio. Les instruye particularmente en los principios doctrinales de la fe católica. Los misioneros emulan las iniciativas y logros de Serra.
Fue tal la transformación realizada en aquella zona montañosa que, de un erial infructuoso, sus valles se transformaron en fecundo vergel. Y unos indios semisalvajes y ariscos, quedaron convertidos en sociables ciudadanos, instruidos en los diferentes campos de la actividad humana de aquellos tiempos. De la extraordinaria actividad del P. Serra en este rincón serrano, todavía queda en Jalpan, como testigo elocuente, el esbelto y artístico templo churrigueresco levantado bajo su dirección.
En plena euforia de sus trabajos en Sierra Gorda, es requerido para ocupar las misiones de San Saba, en Texas, devastadas por los apaches, quienes habían flechado a sus misioneros. Acepta contento, aun siendo consciente de que se expone a sufrir el martirio. Pero Dios le tenía reservado otro campo muy distinto. En efecto, no se llevó a cabo el proyecto para el que habían recurrido a Fray Junípero, y éste, al quedar libre de otras obligaciones, se dedica a dar misiones populares por todo el Territorio de la Nueva España, poniendo de manifiesto, una vez más, sus grandes cualidades pastorales y oratorias. Fruto de su fervorosa predicación fueron sonadas conversiones y multitud de penitentes postrados a sus pies para pedir la reconciliación de sus pecados.
Por aquel tiempo se suprimieron los Jesuitas en todos los territorios españoles y, en consecuencia, quedaron abandonadas las misiones de la Baja California. El Gobierno del Virreinato encargó a los franciscanos llenar ese vacío, y de nuevo tenemos al P. Serra, también como Presidente y voluntario, al frente de una expedición de dieciséis religiosos.
El 14 de Marzo de 1769 embarca hacia Loreto, Baja California, y en cuanto toma posesión de su cargo, elabora planes, distribuye el personal y visita varias misiones.
Transcurrido un año en este ministerio, llegan noticias de que los rusos, partiendo de Alaska, pretenden ocupar la costa oeste del norte americano. Para adelantárseles, el Virrey Marqués de Croix encarga al Visitador General D. José de Gálvez que organice una expedición para la conquista de aquellas tierras.
De inmediato Gálvez inicia la operación, tratando el plan con la oficialidad; pero pronto cae en la cuenta de que hay un personaje clave e imprescindible para el feliz éxito de la empresa: el P. Junípero Serra. Gálvez sabía bien que los fusiles y los cañones eran insuficientes para una conquista estable y duradera. Era indispensable conquistar, además del territorio, el corazón de los indios, y esta tarea fundamental sólo se podía afrontar con las armas de la fe y el estandarte de la cruz. Por esto, el Visitador General llama junto a sí al Presidente de los misioneros, y ambos conjuntamente ultiman los planes a seguir. Huelga decir el papel tan importante que desempeñó Serra en el enfoque y desarrollo de los preparativos.
Formando expedición por tierra con el Comandante Portolá, inicia Serra la marcha hacia el norte. La preocupante herida de su pierna ulcerada hacía tan torpe y pesado su caminar, que otros, en su lugar, se hubieran dado por vencidos, quedando a la vera del camino, mientras con nostálgica pena habrían visto cómo los demás compañeros continuaban la marcha. Pero Fr. Junípero no se rinde.
El primero de Julio de 1769 llegan al puerto de San Diego y, mientras las tropas izan la bandera de España y levantan el campamento, el P. Serra enarbola la cruz y funda la primera misión en la Alta California. Terminada de poner la primera piedra de la cristiandad en aquellas lejanas tierras, Fray Junípero, limpiándose el rostro, deja salir un profundo respiro de satisfacción al ver levantada la señal de Cristo en medio de un pueblo completamente pagano.
Al principio, las relaciones con los naturales del país no fueron tan cordiales como hubiera sido de desear. La rapiña y la agresión hicieron acto de presencia sin dilación. Los indios robaban cuanto podían y, en un momento dado, atacaron el desprovisto campamento español. Fruto de la sangrienta lucha, cayó mortalmente herido a sus pies el sirviente indio a quien tanto apreciaba el P. Serra.
Este primer contacto con los naturales del lugar, tan adverso como desagradable, no fue capaz de tronchar la vida misionera de nuestro Beato. Muy al contrario, su espíritu salió reforzado, y aumentó su amor hacia aquellos desaforados y rapaces indígenas, a quienes apreciaba y quería convertir en vasallos de ambas majestades: el Rey de los Cielos y el Rey de España. Sin duda alguna, la tenacidad del P. Serra fue un factor importantísimo para que no fracasara en sus mismos inicios la conquista de la Alta California. Las provisiones de víveres llegaron a escasear de tal forma, que el Comandante Portolá ordena la retirada. Con este paso hacia atrás, Serra veía derrumbarse todos sus afanes de convertir almas paganas para el cielo. Pero sus ruegos lograron que se aplazara la retirada y, en el ínterin, llegó el barco con nuevos recursos.
Se reanuda la marcha siguiendo el rumbo prefijado, y tan pronto como llegan a Monterrey, Fray Junípero se instala junto al Río Carmelo, donde funda la segunda misión, misión que se convirtió en su residencia habitual, de la que partiría tantísimas veces para ensanchar las fronteras de la conquista espiritual.
Las mayores dificultades que encontró el P. Serra en el desarrollo de su tarea misionera, y las que más le hicieron sufrir, fueron las incomprensiones y la falta de ayuda por parte de los gobernadores de California. La acción de los misioneros estaba supeditada al poder civil y militar, por lo que más de una vez los frailes se vieron oprimidos o limitados por los intereses y caprichos de quienes tenían otros ideales. Continuos y con frecuencia duros fueron estos enfrentamientos.
No obstante sus achaques y las incomodidades de los viajes, Fray Junípero, sin reparar en ellos, toma el camino de la Corte del Virreinato de Méjico, para tratar allí la marcha de las misiones y solucionar las impertinentes y molestas discrepancias habidas con el Gobernador de California. El Virrey D. Antonio María Bucareli recibió con afecto singular al celoso misionero. Escuchó sus razones y quedó persuadido tanto de sus argumentos como de su celo y santidad. Serra actuaba con tal entusiasmo y firmeza, que no sólo convenció y salió airoso de sus gestiones, sino que además pudo volver a sus misiones cargado con abundantes alimentos, telas y utensilios de toda clase.
Con tales refuerzos y amparado en las nuevas normas dictadas para el gobierno de la Provincia de California, elaboradas por él y aprobadas por el Virrey, Junípero inyecta mayores entusiasmos a sus misioneros, y de nuevo se abren más amplios horizontes al celo evangelizador de aquellos hombres.
Ya habían sido fundadas las misiones de San Diego, San Carlos en Carmelo, San Antonio, San Gabriel y San Luis Obispo; ahora se establecerán las de San Francisco, San Juan de Capistrano, Santa Clara y San Buenaventura. Además, se inicia la fundación de Santa Bárbara, que el P. Serra no llegará a ver coronada porque le visitará antes la hermana muerte.
Su celo por las almas y su dinamismo por levantar más obras, lo espoleaban continuamente para trasladarse de cerro en cerro, entre valles y montañas, y así poder congregar al indio disperso y desprovisto de todo, dándole cobijo y sustento junto a la acogedora misión. Miles y miles de kilómetros pisó en su fecunda vida. Cojeando y valiéndose de un bastón, cruza repetidas veces los floridos campos californianos para visitar las misiones y estar con sus hermanos los misioneros. A todos escucha y atiende. Se hace cargo de cada situación concreta. Busca y presenta acertadas soluciones. Da nuevas orientaciones y consejos acertados. Predica, bautiza, confirma, confiesa y aún le queda tiempo, para él el más precioso, en el que se ocupa de los problemas y necesidades de sus queridos indios.
Aquel hombre de temperamento fuerte y de carácter firme, pero afable, de dotes singulares y de ambiciosas iniciativas, nunca cedió ni jamás retrocedió. Pero al fin cayó rendido en el encuentro con la hermana muerte. Su fallecimiento ocurrió el 28 de Agosto de 1784, en la Misión de San Carlos Borromeo, junto al río Carmelo, cerca de Monterrey.
Entonces pasó a gozar de un merecido premio y descanso en el seno del Padre, junto a los indios que él redimió y que le precedieron: sin duda salieron a recibirle en solemne cortejo a las puertas de la eternidad gloriosa, en compañía de la Virgen, los Angeles y los Santos, cuya devoción tantas veces les inculcó.
Los que quedaron a su lado, lloraban desconsolados la pérdida de un verdadero padre. Experimentaban la triste desaparición de su gran bienhechor. Como expresión del más sincero agradecimiento, amortajaron al «Padre viejo», como así le llamaban cariñosamente, con sus abundantes lágrimas de pesar y las flores de aquellos campos, tantas veces hollados por esos pies ahora fríos, desnudos y trabados sin poder dar un paso más.
Además de la inmensa actividad misionera y civilizadora desarrollada durante toda su vida por el P. Serra, a su iniciativa se deben las nueve primeras misiones de las veintiuna fundadas por los franciscanos españoles en la Alta California; aquellas nueve se establecieron mientras Fray Junípero desempeñaba el cargo de Presidente de todos los religiosos residentes en aquellas lejanas tierras. Con razón, su discípulo, amigo y biógrafo, el P. Francisco Palou, dejó grabadas estas proféticas palabras: «No se apagará su memoria, porque las obras que hizo cuando vivía han de quedar estampadas entre los habitantes de la Nueva California».
Desde entonces, su vida, obra y virtudes han merecido la más encomiástica exaltación y gloria, por toda clase de personas, tanto en el orden humano como espiritual. La piedra y el bronce, incluso el cemento, perpetúan su memoria en esbeltos monumentos levantados por donde pasó. La pintura y la escultura han plasmado con variedad de formas y belleza su figura. Las letras no se han quedado en zaga a la hora de transmitirnos sus hazañas y cantar sus glorias.
El 25 de septiembre de 1988, Juan Pablo II, que había visitado la tumba de Fray Junípero en la Misión de San Carlos, lo beatificó solemnemente en Roma.
martes, 27 de agosto de 2019
Lecturas
Vosotros hermanos, sabéis muy bien que nuestra visita no fue inútil; a pesar de los sufrimientos e injurias padecidos en Filipos, que ya conocéis, apoyados en nuestro Dios, tuvimos valor para predicaros el Evangelio de Dios en medio de fuerte oposición.
Nuestra exhortación no procedía de error o de motivos turbios, ni usaba engaños, sino que, en la medida en que Dios nos juzgó aptos para nos confiarnos el Evangelio, y así lo predicamos: no para contentar a los hombres, sino a Dios, que juzga nuestras intenciones.
Bien sabéis vosotros que nunca hemos actuado ni con palabras de adulación ni por codicia disimulada, Dios es testigo, ni pretendimos honor de los hombres, ni de vosotros, ni de los demás, aunque, como apóstoles de Cristo, podíamos haberos hablado con autoridad; por el contrario, nos portamos con delicadeza entre vosotros, como una madre que cuida con cariño de sus hijos. Os queríamos tanto que deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque os habíais ganado nuestro amor.
En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el décimo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la felicidad!
Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello.
¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera».
Palabra del Señor.
San José de Calasanz
La villa aragonesa de Peralta de la Sal fue la patria del Santo de los niños. La fecha natalicia que armoniza la más antigua versión con todos los datos del Epistolario Calasancio es la de 31 de julio de 1558, en los albores del reinado de Felipe II.
Cinco hermanas y dos hermanos eran los vástagos del matrimonio Calasanz-Gastón, formado en la herrería peralteña por don Pedro, baile de la villa, segundón de familia infanzona venida a menos, y doña María, madre ejemplar que educó cristianamente a todos sus hijos, muy en especial a José, su benjamín, al que inculcó una tierna devoción a la Virgen y un agresivo odio al pecado. El maestro de la escuela rural, para descansar de la monotonía del deletreo, tomaba al pequeño, subía le sobre su cátedra y hacía le recitar ante sus condiscípulos los milagros de Nuestra Señora, tal como se los enseñaba en casa su madre. De mayor interés psicológico había sido aún antes, cuando apenas frisaba en los cinco años, el rasgo de su primera escapada por los olivares del contorno, cuchillo, en mano, para matar al demonio, que las pláticas maternales le pintaba cómo a su más encarnizado enemigo.
A los diez años pasa a Estadilla a cursar latines, y jamás empieza las clases sin haber hecho antes su oración en la iglesia, a despecho de las burlas de sus compañeros, que acaban por admirarle, llamándole "el Santet" en su ribagorzano-catalán.
Los estudios superiores de filosofía y teología, preparación inmediata para el sacerdocio a que aspiraba, los comenzó en la universidad de Lérida, donde los estudiantes aragoneses le eligieron su prior o representante para la votación de rector, cargo que había de desempeñar un estudiante legista, en régimen harto democrático. Condiscípulo hubo, un tal Mateo García, que llamaba a José su verdadero espíritu santo, pues él le inspiraba la manera de salir con bien de las frecuentes reyertas en que le metía su carácter pendenciero. Recibiese allí nuestro pacífico Calasanz de bachiller en artes, se tonsuró de clérigo, cursó dos años de teología y se volvió a Peralta en 1577, dispuesto a cambiar de universidad, en busca de menos disturbios escolares y más disciplina académica,
Marchó, efectivamente, a la de Valencia, dentro siempre de la corona de Aragón, y regentada entonces con mano enérgica por el patriarca Juan de Ribera; pero aquí le acechaba el Tentador, dispuesto a truncar aquella carrera sacerdotal tan decidida. Para ayuda de costas de sus estudios el joven teólogo, que estaba en la florida edad de sus veintiuno, entró de memorialista y tenedor de libros al servicio de una dama que le remuneraba con buen sueldo, pero en cuyo pecho el enemigo de toda castidad acertó a encender tan secreta cuanto viva llama de pasión. Contenida al principio, estalla al fin, tumultuosa y vehemente, aturdiendo al sorprendido e inocente joven, que reacciona inmediato eludiendo el lance con la fuga, no ya de la casa, sino de la ciudad y de la universidad misma, sin atención a sueldo y matrícula, que pierde, ni a carrera, que arriesga, pero con logro de una inocencia que mantiene inmaculada por gracia de Dios y su Santísima Madre.
El súbito retorno a Peralta le enfrenta con nuevo peligro para su vocación. La Ribagorza arde en inquietudes de carácter político-social que ocasionan la muerte violenta de Pedro Calasanz, el hermano mayor de nuestro joven teólogo. El padre quiere ahora que José contraiga matrimonio y herede el mayorazgo. En tan difícil situación Dios acude con el remedio de una grave enfermedad que pone al propio José al borde del sepulcro. No hay opción ante el dilema de muerte o altar, que el enfermo propone al atribulado padre. Y, obtenido el paterno consentimiento, emite voto formal de recepción oportuna del sacerdocio, cede inmediatamente la enfermedad, y se retira a Barbastro el restablecido estudiante a proseguir su carrera tres años más, hasta cumplir los veinticinco y recibir las sagradas órdenes.
El novel sacerdote continúa junto al obispo de Barbastro, el dominico Urríes; pero se le muere al año y medio, dejándole sin patrono. Retirase a su beneficio de San Esteban y coincide allí la celebración de las Cortes de Monzón, que preside personalmente Felipe II en 1585. Requieren a nuestro José para secretario de la Comisión de Reforma de los agustinos, y el presidente de la misma, prendado de él, se lo queda para examinador y confesor, partiendo ambos para otro cometido reformatorio, el de los benedictinos, catalanes y vallisoletanos, del célebre monasterio de Montserrat. Aquí nada se logra, por muerte del visitador La Figuera, que deja una vez más a Calasanz sin patrono.
Tras breve estancia en Peralta se incorpora a la diócesis de Urgel como secretario y maestro de ceremonias del Cabildo de La Seo, donde no tardan en reconocer sus valores. Es su obispo, el cartujo Andrés Capella, y su vicario general, Antonio de Gallart, futuro obispo de Perpiñán y Vich, quien le acumula los cuatro oficialatos de Tremp, Sort, Tirvia y Cardós, con la encomienda de la visita a lo más abrupto del Pirineo, deparándole tres años de intensísimo apostolado sacerdotal, pródigo en curiosas incidencias y espirituales satisfacciones.
Tal vez le quiere el Señor en aquella senda de cargos y ministerios, y le ronda el deseo de obtener una canonjía que los consolide y afiance. Por ello renuncia a su plebanía de Ortoneda y Claverol, asegurando para los pobres la renta en trigo de su personado, y marcha a Barcelona a los estudios, trocando entonces su licenciatura en teología por el doctorado. Para agenciar con mayor seguridad el canonicato a que aspira, marcha a Roma en 1592, asumiendo la preceptoría de dos sobrinos del cardenal Colonna y la gerencia de los asuntos de varias diócesis españolas.
Pero Dios espera en Roma al doctor Calasanz, precisamente a propósito de la canonjía. Fracasa en su intento repetidas veces, hasta que da un vuelco su alma hacia las renunciaciones completas y se entrega ardoroso a las aspiraciones de la santidad. Se olvida de España para romanizarse definitivamente, y en él la romanización equivale a santificación.
La archicofradía de los Doce Apóstoles, la cofradía de las Llagas de San Francisco, la de la Trinidad de los Peregrinos y la del Sufragio en la vía Giulia no sólo aprenden su nombre, sino que se contagian de su actividad ardorosa, tanto en las efusiones de su caridad operante cuanto en la intercesión y prácticas de su mortificación penitente, La visita diaria a las siete basílicas romanas halló por aquellos años en Calasanz un incansable y fervoroso promotor. Y empezaron entonces los carismas y los milagros, ornamento frecuente en las vidas de los elegidos del Señor.
Peregrino de los santuarios de Italia, San Francisco le desposa en Asís con tres doncellas representativas de los votos religiosos, su suerte futura; y particularmente la santa pobreza le regala con apariciones de singular predilección. Llegó la madurez, la hora de Dios.
El concilio de Trento acababa de urgir para la Contrarreforma una mayor difusión de la enseñanza del catecismo; habíase publicado el de San Pío V: era un hecho la archicofradía de la Doctrina Cristiana. Calasanz se inscribió en ella con más entusiasmo que en las cuatro anteriores, y poco faltó para que se le eligiera su presidente en Roma. Pero comprendía que no bastaba con la catequesis dominical. Sostenía con otros catequistas una escuelita cotidiana en Santa Dorotea del Trastevere; más lamentaba en la mayoría escasa constancia y sobrado interés. Roma seguía con la lacra de la infancia enlodada en el arroyo, y a su vista Dios apretaba de congojas el corazón de su siervo. Se dedicó a llamar a muchas puertas, sombrero en mano, pordioseando amparo para los pequeñuelos, hasta que al fin comprendió que era más bien el Señor quien daba los aldabonazos en su alma para que se lanzara de lleno al apostolado de la enseñanza infantil. Y se decidió a la acción. Despidió de Santa Dorotea a los maestros interesados; proclamó la gratuidad absoluta; abrió sus aulas para todos y las rotuló con el breve y denso nombre de Escuelas Pías. Y entonces, en 1597, surgió en la Iglesia de Dios y en lo que siglos después se llamaría Historia de la Pedagogía una cosa totalmente nueva, que prepararía tiempos asimismo nuevos: el grupo escolar popular. Estaban en puerta las democracias; la cultura ya no tropezaría con el espíritu clasista; el apostolado contaría con la más eficaz de sus actividades, y se levantaba bandera tras de la cual no tardarían en formarse las numerosas mesnadas de las corporaciones católicas dedicadas a la tarea de la enseñanza. La preocupación docente prendió en los Gobiernos y hasta los Ministerios de Fomento, Instrucción Pública y Educación Nacional tienen su origen remoto en el gesto calasancio que organizó las escuelitas transtiberinas.
Una avalancha de niños las llenó hasta el tope; pero a los dos años, otra avalancha, la del Tíber, lo inunda todo, y vuelta a empezar. Calasanz ahora deja el arrabal y las introduce en el corazón de Roma, precisamente en el 1600. Y la obra puesta en marcha ya no se detiene, Varias veces cambia de local hasta definitivamente establecerse en San Pantaleón. Durante veinte años continuos (1597-1617) el padre José se ha ingeniado para mantener una comunidad secular "sui generis", sin votos ni reglas, sin otro apoyo que el prestigio de su prefecto. Es el grupo escolar con su balumba de niños perfectamente distribuidos, con sus clases de lectura, escritura, ábaco y latín o humanidades, entreverado todo de doctrina y piedad cristianas, con pasmo de la Ciudad Eterna y de los romeros que la visitan desde toda la catolicidad, al ver el orden y compostura de las interminables rutas de alumnos, y al recordar el antiguo abandono de la infancia, que al fin encontraba su mentor y padre. La Providencia le deparó colaboradores valiosísimos como el joven Glicerio y el viejo Dragonetti, pero el factor más eficaz de consolidación fue la autoridad pontificia. Tras un fallido ensayo de agregación a una Corporación religiosa ya existente, la de San Leonardo de Lucca, el pontífice Paulo V erigió las Escuelas Pías en congregación de votos simples, y a los cuatro años de prueba, en 1621, ya logró el padre José de la santidad de Gregorio XV la elevación a Orden de votos solemnes, última de las de esta categoría en la Iglesia de Dios.
Pedagogo y legislador de pedagogos, José de la Madre de Dios estampó en sus constituciones su áurea sentencia: "Si desde los tiernos años son imbuidos los niños en piedad y letras, podrá sin duda esperarse de ellos un feliz desarrollo de toda su vida". Y apasionado de hecho de la tarea de la enseñanza, dirá de su ejercicio que es "degnissimo, nobilissimo, meritissimo, favorevolissimo, utilissimo, bisognevolissimo, naturalissimo, ragionevolissimo, graditissimo, piacevolissimo, e gloriosissimo" (el más digno, el más noble, el de más mérito, el más favorable, el más útil, el más necesario, el más natural y razonable, el más de agradecer, el más agradable y de máxima gloria). Y, efectivamente, su dedicación a él fue integral, no solamente los veinte años dichos de su prefectura, sino también los quince de su generalato temporal, los catorce de su generalato vitalicio y aun los dos últimos de su senectud, después de destituido de su cargo de general de su Orden. Cincuenta y un años de entrega total a sus escuelas, después de los treinta y nueve de preparación y actuación sacerdotal, dan carácter a los noventa de su fecunda existencia: fecunda en su labor personal de educador, que domina a los niños con mano de santo, y con mano de santo hasta restituye a su órbita el ojo saltado a un muchacho en una pelea durante el recreo; y fecunda en su acción oficial de fundador y dilatador de su Orden por las provincias de Roma, Génova, Nápoles, Florencia, Sicilia, Germania, Polonia y Cerdeña, con más de cuarenta fundaciones realizadas bajo su gobierno. En visita personal a Cárcare, en el genovesado, reconcilió facciones ancestralmente enemistadas; en Nápoles volvió a buen camino a tres disolutos artistas que trataban de ofenderle; en Florencia permitió y estimuló a sus hijos al cultivo de las ciencias, con la amistad del perseguido sabio Galileo; en Germania sus escolapios o piaristas, como allí les llaman, ocuparon las avanzadillas de la catolicidad frente a la acometida protestante, y su santuario de NikoIsburg fue centro de irradiación y reconquista espiritual, reconocido por Von Pástor.
Mas las benemerencias del santo Calasanz no terminan con su magisterio y su Orden docente. Brilla en él la ejemplaridad de su humilde acatamiento ante las persecuciones y humillaciones más extrañas. Un miembro de su propia Corporación, el padre Mario Sozzi, logra por sus servicios y delaciones un proteccionismo excepcional de parte del Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición, y lo emplea en desacreditar a su padre general y revolverle la Orden, singularmente en Florencia. En Roma llegó a provocar el arresto y conducción del padre José y de su curia generalicia al Tribunal de la Fe entre esbirros y corchetes; como espía y malhechor, entre la nerviosa agitación de la pontificia guerra de Castro. Suspendido en su cargo de supremo moderador de la Orden, se atreve a suplantarle como primer asistente en funciones de general, y le humilla y desprecia sin respeto a su ancianidad venerable. La revancha es de Dios, que se lleva al padre Mario preso de una sífilis horripilante; más le sucede el padre Querubín, hechura suya y tan indigno como él, presagio de que se va a la ruina del Instituto. Termina en desastre la guerra de Castro; muere el papa Urbano VIII; la comisión cardenalicia nombrada para los asuntos de las Escuelas Pías decide la reintegración del anciano padre general en el puesto de mando de la Orden; pero el Santo Oficio entiende que tal reparación será en desdoro de su prestigio tribunalicio y el papa Inocencio X opta al fin por la destrucción de la obra calasancia, desarticulándola y privándola de su jerarquía. Queda el Santo definitivamente destituido, sin perder por ello la resignación, la paciencia, ni la esperanza. Dios me lo dio, Dios me lo quitó —repite con el Job del Viejo Testamento—. Más no vacila en profetizar la restauración de su Orden y en animar a todos sus hijos a la perseverancia. No se abandona, en efecto, ninguna casa y siguen todas repletas de alumnos. Dos años aún de infatigable actividad y de invencible paciencia, y llega el triunfo de su última enfermedad y de su muerte preciosa, el 25 de agosto de 1648.
El principio del fin fue su última comunión entre sus niños como lección postrimera, para caer en el lecho de su cuartito de San Pantaleón y edificar con sus fervores a sus desolados religiosos. De curaciones ajenas y penetración de espíritus fueron los casos frecuentes; pero mucho más los de virtudes heroicas: en materia de fe, hasta arrojó de su boca un sedante al saber que había sido ideado por el hereje Enrique VIII de Inglaterra; envió a dos de sus hijos a poner en su nombre la cabeza a los pies de la estatua de San Pedro y no quedó tranquilo hasta obtener del Papa, por escrito, la bendición apostólica, con transportes de alegría que contrastaban con los desaires, nada leves, de la propia Sede Apostólica recibidos antes. Y en sus últimos días de enfermedad tuvo el consuelo inefable de la aparición de la Virgen Santísima reafirmando sus esperanzas, y la de los escolapios hasta entonces difuntos en número de 254, con solo una ausencia.
Cinco hermanas y dos hermanos eran los vástagos del matrimonio Calasanz-Gastón, formado en la herrería peralteña por don Pedro, baile de la villa, segundón de familia infanzona venida a menos, y doña María, madre ejemplar que educó cristianamente a todos sus hijos, muy en especial a José, su benjamín, al que inculcó una tierna devoción a la Virgen y un agresivo odio al pecado. El maestro de la escuela rural, para descansar de la monotonía del deletreo, tomaba al pequeño, subía le sobre su cátedra y hacía le recitar ante sus condiscípulos los milagros de Nuestra Señora, tal como se los enseñaba en casa su madre. De mayor interés psicológico había sido aún antes, cuando apenas frisaba en los cinco años, el rasgo de su primera escapada por los olivares del contorno, cuchillo, en mano, para matar al demonio, que las pláticas maternales le pintaba cómo a su más encarnizado enemigo.
A los diez años pasa a Estadilla a cursar latines, y jamás empieza las clases sin haber hecho antes su oración en la iglesia, a despecho de las burlas de sus compañeros, que acaban por admirarle, llamándole "el Santet" en su ribagorzano-catalán.
Los estudios superiores de filosofía y teología, preparación inmediata para el sacerdocio a que aspiraba, los comenzó en la universidad de Lérida, donde los estudiantes aragoneses le eligieron su prior o representante para la votación de rector, cargo que había de desempeñar un estudiante legista, en régimen harto democrático. Condiscípulo hubo, un tal Mateo García, que llamaba a José su verdadero espíritu santo, pues él le inspiraba la manera de salir con bien de las frecuentes reyertas en que le metía su carácter pendenciero. Recibiese allí nuestro pacífico Calasanz de bachiller en artes, se tonsuró de clérigo, cursó dos años de teología y se volvió a Peralta en 1577, dispuesto a cambiar de universidad, en busca de menos disturbios escolares y más disciplina académica,
Marchó, efectivamente, a la de Valencia, dentro siempre de la corona de Aragón, y regentada entonces con mano enérgica por el patriarca Juan de Ribera; pero aquí le acechaba el Tentador, dispuesto a truncar aquella carrera sacerdotal tan decidida. Para ayuda de costas de sus estudios el joven teólogo, que estaba en la florida edad de sus veintiuno, entró de memorialista y tenedor de libros al servicio de una dama que le remuneraba con buen sueldo, pero en cuyo pecho el enemigo de toda castidad acertó a encender tan secreta cuanto viva llama de pasión. Contenida al principio, estalla al fin, tumultuosa y vehemente, aturdiendo al sorprendido e inocente joven, que reacciona inmediato eludiendo el lance con la fuga, no ya de la casa, sino de la ciudad y de la universidad misma, sin atención a sueldo y matrícula, que pierde, ni a carrera, que arriesga, pero con logro de una inocencia que mantiene inmaculada por gracia de Dios y su Santísima Madre.
El súbito retorno a Peralta le enfrenta con nuevo peligro para su vocación. La Ribagorza arde en inquietudes de carácter político-social que ocasionan la muerte violenta de Pedro Calasanz, el hermano mayor de nuestro joven teólogo. El padre quiere ahora que José contraiga matrimonio y herede el mayorazgo. En tan difícil situación Dios acude con el remedio de una grave enfermedad que pone al propio José al borde del sepulcro. No hay opción ante el dilema de muerte o altar, que el enfermo propone al atribulado padre. Y, obtenido el paterno consentimiento, emite voto formal de recepción oportuna del sacerdocio, cede inmediatamente la enfermedad, y se retira a Barbastro el restablecido estudiante a proseguir su carrera tres años más, hasta cumplir los veinticinco y recibir las sagradas órdenes.
El novel sacerdote continúa junto al obispo de Barbastro, el dominico Urríes; pero se le muere al año y medio, dejándole sin patrono. Retirase a su beneficio de San Esteban y coincide allí la celebración de las Cortes de Monzón, que preside personalmente Felipe II en 1585. Requieren a nuestro José para secretario de la Comisión de Reforma de los agustinos, y el presidente de la misma, prendado de él, se lo queda para examinador y confesor, partiendo ambos para otro cometido reformatorio, el de los benedictinos, catalanes y vallisoletanos, del célebre monasterio de Montserrat. Aquí nada se logra, por muerte del visitador La Figuera, que deja una vez más a Calasanz sin patrono.
Tras breve estancia en Peralta se incorpora a la diócesis de Urgel como secretario y maestro de ceremonias del Cabildo de La Seo, donde no tardan en reconocer sus valores. Es su obispo, el cartujo Andrés Capella, y su vicario general, Antonio de Gallart, futuro obispo de Perpiñán y Vich, quien le acumula los cuatro oficialatos de Tremp, Sort, Tirvia y Cardós, con la encomienda de la visita a lo más abrupto del Pirineo, deparándole tres años de intensísimo apostolado sacerdotal, pródigo en curiosas incidencias y espirituales satisfacciones.
Tal vez le quiere el Señor en aquella senda de cargos y ministerios, y le ronda el deseo de obtener una canonjía que los consolide y afiance. Por ello renuncia a su plebanía de Ortoneda y Claverol, asegurando para los pobres la renta en trigo de su personado, y marcha a Barcelona a los estudios, trocando entonces su licenciatura en teología por el doctorado. Para agenciar con mayor seguridad el canonicato a que aspira, marcha a Roma en 1592, asumiendo la preceptoría de dos sobrinos del cardenal Colonna y la gerencia de los asuntos de varias diócesis españolas.
Pero Dios espera en Roma al doctor Calasanz, precisamente a propósito de la canonjía. Fracasa en su intento repetidas veces, hasta que da un vuelco su alma hacia las renunciaciones completas y se entrega ardoroso a las aspiraciones de la santidad. Se olvida de España para romanizarse definitivamente, y en él la romanización equivale a santificación.
La archicofradía de los Doce Apóstoles, la cofradía de las Llagas de San Francisco, la de la Trinidad de los Peregrinos y la del Sufragio en la vía Giulia no sólo aprenden su nombre, sino que se contagian de su actividad ardorosa, tanto en las efusiones de su caridad operante cuanto en la intercesión y prácticas de su mortificación penitente, La visita diaria a las siete basílicas romanas halló por aquellos años en Calasanz un incansable y fervoroso promotor. Y empezaron entonces los carismas y los milagros, ornamento frecuente en las vidas de los elegidos del Señor.
Peregrino de los santuarios de Italia, San Francisco le desposa en Asís con tres doncellas representativas de los votos religiosos, su suerte futura; y particularmente la santa pobreza le regala con apariciones de singular predilección. Llegó la madurez, la hora de Dios.
El concilio de Trento acababa de urgir para la Contrarreforma una mayor difusión de la enseñanza del catecismo; habíase publicado el de San Pío V: era un hecho la archicofradía de la Doctrina Cristiana. Calasanz se inscribió en ella con más entusiasmo que en las cuatro anteriores, y poco faltó para que se le eligiera su presidente en Roma. Pero comprendía que no bastaba con la catequesis dominical. Sostenía con otros catequistas una escuelita cotidiana en Santa Dorotea del Trastevere; más lamentaba en la mayoría escasa constancia y sobrado interés. Roma seguía con la lacra de la infancia enlodada en el arroyo, y a su vista Dios apretaba de congojas el corazón de su siervo. Se dedicó a llamar a muchas puertas, sombrero en mano, pordioseando amparo para los pequeñuelos, hasta que al fin comprendió que era más bien el Señor quien daba los aldabonazos en su alma para que se lanzara de lleno al apostolado de la enseñanza infantil. Y se decidió a la acción. Despidió de Santa Dorotea a los maestros interesados; proclamó la gratuidad absoluta; abrió sus aulas para todos y las rotuló con el breve y denso nombre de Escuelas Pías. Y entonces, en 1597, surgió en la Iglesia de Dios y en lo que siglos después se llamaría Historia de la Pedagogía una cosa totalmente nueva, que prepararía tiempos asimismo nuevos: el grupo escolar popular. Estaban en puerta las democracias; la cultura ya no tropezaría con el espíritu clasista; el apostolado contaría con la más eficaz de sus actividades, y se levantaba bandera tras de la cual no tardarían en formarse las numerosas mesnadas de las corporaciones católicas dedicadas a la tarea de la enseñanza. La preocupación docente prendió en los Gobiernos y hasta los Ministerios de Fomento, Instrucción Pública y Educación Nacional tienen su origen remoto en el gesto calasancio que organizó las escuelitas transtiberinas.
Una avalancha de niños las llenó hasta el tope; pero a los dos años, otra avalancha, la del Tíber, lo inunda todo, y vuelta a empezar. Calasanz ahora deja el arrabal y las introduce en el corazón de Roma, precisamente en el 1600. Y la obra puesta en marcha ya no se detiene, Varias veces cambia de local hasta definitivamente establecerse en San Pantaleón. Durante veinte años continuos (1597-1617) el padre José se ha ingeniado para mantener una comunidad secular "sui generis", sin votos ni reglas, sin otro apoyo que el prestigio de su prefecto. Es el grupo escolar con su balumba de niños perfectamente distribuidos, con sus clases de lectura, escritura, ábaco y latín o humanidades, entreverado todo de doctrina y piedad cristianas, con pasmo de la Ciudad Eterna y de los romeros que la visitan desde toda la catolicidad, al ver el orden y compostura de las interminables rutas de alumnos, y al recordar el antiguo abandono de la infancia, que al fin encontraba su mentor y padre. La Providencia le deparó colaboradores valiosísimos como el joven Glicerio y el viejo Dragonetti, pero el factor más eficaz de consolidación fue la autoridad pontificia. Tras un fallido ensayo de agregación a una Corporación religiosa ya existente, la de San Leonardo de Lucca, el pontífice Paulo V erigió las Escuelas Pías en congregación de votos simples, y a los cuatro años de prueba, en 1621, ya logró el padre José de la santidad de Gregorio XV la elevación a Orden de votos solemnes, última de las de esta categoría en la Iglesia de Dios.
Pedagogo y legislador de pedagogos, José de la Madre de Dios estampó en sus constituciones su áurea sentencia: "Si desde los tiernos años son imbuidos los niños en piedad y letras, podrá sin duda esperarse de ellos un feliz desarrollo de toda su vida". Y apasionado de hecho de la tarea de la enseñanza, dirá de su ejercicio que es "degnissimo, nobilissimo, meritissimo, favorevolissimo, utilissimo, bisognevolissimo, naturalissimo, ragionevolissimo, graditissimo, piacevolissimo, e gloriosissimo" (el más digno, el más noble, el de más mérito, el más favorable, el más útil, el más necesario, el más natural y razonable, el más de agradecer, el más agradable y de máxima gloria). Y, efectivamente, su dedicación a él fue integral, no solamente los veinte años dichos de su prefectura, sino también los quince de su generalato temporal, los catorce de su generalato vitalicio y aun los dos últimos de su senectud, después de destituido de su cargo de general de su Orden. Cincuenta y un años de entrega total a sus escuelas, después de los treinta y nueve de preparación y actuación sacerdotal, dan carácter a los noventa de su fecunda existencia: fecunda en su labor personal de educador, que domina a los niños con mano de santo, y con mano de santo hasta restituye a su órbita el ojo saltado a un muchacho en una pelea durante el recreo; y fecunda en su acción oficial de fundador y dilatador de su Orden por las provincias de Roma, Génova, Nápoles, Florencia, Sicilia, Germania, Polonia y Cerdeña, con más de cuarenta fundaciones realizadas bajo su gobierno. En visita personal a Cárcare, en el genovesado, reconcilió facciones ancestralmente enemistadas; en Nápoles volvió a buen camino a tres disolutos artistas que trataban de ofenderle; en Florencia permitió y estimuló a sus hijos al cultivo de las ciencias, con la amistad del perseguido sabio Galileo; en Germania sus escolapios o piaristas, como allí les llaman, ocuparon las avanzadillas de la catolicidad frente a la acometida protestante, y su santuario de NikoIsburg fue centro de irradiación y reconquista espiritual, reconocido por Von Pástor.
Mas las benemerencias del santo Calasanz no terminan con su magisterio y su Orden docente. Brilla en él la ejemplaridad de su humilde acatamiento ante las persecuciones y humillaciones más extrañas. Un miembro de su propia Corporación, el padre Mario Sozzi, logra por sus servicios y delaciones un proteccionismo excepcional de parte del Santo Oficio o Tribunal de la Inquisición, y lo emplea en desacreditar a su padre general y revolverle la Orden, singularmente en Florencia. En Roma llegó a provocar el arresto y conducción del padre José y de su curia generalicia al Tribunal de la Fe entre esbirros y corchetes; como espía y malhechor, entre la nerviosa agitación de la pontificia guerra de Castro. Suspendido en su cargo de supremo moderador de la Orden, se atreve a suplantarle como primer asistente en funciones de general, y le humilla y desprecia sin respeto a su ancianidad venerable. La revancha es de Dios, que se lleva al padre Mario preso de una sífilis horripilante; más le sucede el padre Querubín, hechura suya y tan indigno como él, presagio de que se va a la ruina del Instituto. Termina en desastre la guerra de Castro; muere el papa Urbano VIII; la comisión cardenalicia nombrada para los asuntos de las Escuelas Pías decide la reintegración del anciano padre general en el puesto de mando de la Orden; pero el Santo Oficio entiende que tal reparación será en desdoro de su prestigio tribunalicio y el papa Inocencio X opta al fin por la destrucción de la obra calasancia, desarticulándola y privándola de su jerarquía. Queda el Santo definitivamente destituido, sin perder por ello la resignación, la paciencia, ni la esperanza. Dios me lo dio, Dios me lo quitó —repite con el Job del Viejo Testamento—. Más no vacila en profetizar la restauración de su Orden y en animar a todos sus hijos a la perseverancia. No se abandona, en efecto, ninguna casa y siguen todas repletas de alumnos. Dos años aún de infatigable actividad y de invencible paciencia, y llega el triunfo de su última enfermedad y de su muerte preciosa, el 25 de agosto de 1648.
El principio del fin fue su última comunión entre sus niños como lección postrimera, para caer en el lecho de su cuartito de San Pantaleón y edificar con sus fervores a sus desolados religiosos. De curaciones ajenas y penetración de espíritus fueron los casos frecuentes; pero mucho más los de virtudes heroicas: en materia de fe, hasta arrojó de su boca un sedante al saber que había sido ideado por el hereje Enrique VIII de Inglaterra; envió a dos de sus hijos a poner en su nombre la cabeza a los pies de la estatua de San Pedro y no quedó tranquilo hasta obtener del Papa, por escrito, la bendición apostólica, con transportes de alegría que contrastaban con los desaires, nada leves, de la propia Sede Apostólica recibidos antes. Y en sus últimos días de enfermedad tuvo el consuelo inefable de la aparición de la Virgen Santísima reafirmando sus esperanzas, y la de los escolapios hasta entonces difuntos en número de 254, con solo una ausencia.
lunes, 26 de agosto de 2019
Lecturas
Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A vosotros, gracia y paz.
En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones, pues sin cesar recordamos ante Dios, nuestro Padre, la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y la firmeza de vuestra esperanza en Jesucristo nuestro Señor. Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido, pues cuando os anuncié nuestro evangelio, no fue solo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción.
Sabéis cómo nos comportamos entre vosotros para vuestro bien.
Vuestra fe en Dios se ha difundido por doquier, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la visita que os hicimos: cómo os convertisteis a Dios, abandonando los ídolos, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro.
En aquel tiempo, Jesús dijo: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos!
Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis digno de la “gehenna” el doble que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: “Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga”! ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro?
O también: “Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga”. ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar, jura por él y por quien habita en él; y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y también por el que está sentado en él».
Palabra del Señor.
San Vítores
En Cesarea de Mauritania, san Vítores, mártir, que, según la tradición, condenado a muerte, fue crucificado en sábado.
Según su pasión compuesta en el siglo XV era un sacerdote español martirizado por los moros en el siglo IX o X, en Baeza y en otros lugares de Castilla, por ayudar a los cristianos perseguidos. Con él fueron decapitados Alejandro y Mariano.
El “Breviario Burgense” del año 1538 dice así: Nació Vitores en Cerezo, de la Diócesis de Burgos: y después de instruirse en las sagradas letras, y haber servido algún tiempo en el ministerio Sacerdotal, se retiró a la soledad de Oña, huyendo de las vanidades del mundo. Vivió allí siete años en una cueva, empleado en alabanzas divinas, y en todos aquellos años tuvieron los Moros puesto sitio a Cerezo, ciudad entonces grande. Pero apareciendo un Ángel a San Vitores, le dijo fuese a librar a su patria, que estaba ya para rendirse, y que él la libraría, y lograría la palma de martirio.
Vino el Santo a Cerezo, donde con dificultad fue conocido. Salió al campo de los enemigos y no sólo recobró para la fe a algunos cristianos que habían apostatado, sino que manifestando los errores de Mahoma, convirtió a muchos moros. El jefe Gaza (a quien intitulan Rey) mandó prender al Santo: y puesto en su presencia, le hizo Dios el beneficio de librarle de la enfermedad de gota (no de lepra, como algunos escriben) pero empeñándose en que abrazara la secta de Mahoma, empezó el Santo a enardecerse contra ella, y por tanto le hizo encarcelar. Allí mismo convirtió con su predicación muchas almas: lo que oído por el Rey, mandó le degollasen. El Santo pidió que primero le crucificasen, como lo hicieron. Tres días vivió en la Cruz, convirtiendo a muchos, y haciendo particulares milagros. Un infeliz burlándose del crucificado, le escupió: y anunciándole el Santo que moriría antes de volver a la Ciudad, se cumplió así.
Depusiéronle de la Cruz, y le degollaron: pero cogiendo el Santo su cabeza entre las manos, se fue a la Ciudad de Cerezo, y persuadió a los habitadores que diesen a una vaca el poco trigo que les había quedado, hasta hartarla, y que la echasen fuera al campo de los enemigos: los cuales la alancearon, y viendo que estaba llena de trigo, desconfiaron de rendirlos por hambre, y levantaron el sitio.
Esto es lo que imprimieron los “Padres Antuerpienses”: pero el “Breviario” prosigue diciendo que el mismo Santo señaló el sitio donde le habían de sepultar, y que dando su alma a Dios, subió a los cielos.
Documentos más antiguos demuestran que fue un mártir africano en Cesarea en Mauritania durante una de las primeras persecuciones.
Según su pasión compuesta en el siglo XV era un sacerdote español martirizado por los moros en el siglo IX o X, en Baeza y en otros lugares de Castilla, por ayudar a los cristianos perseguidos. Con él fueron decapitados Alejandro y Mariano.
El “Breviario Burgense” del año 1538 dice así: Nació Vitores en Cerezo, de la Diócesis de Burgos: y después de instruirse en las sagradas letras, y haber servido algún tiempo en el ministerio Sacerdotal, se retiró a la soledad de Oña, huyendo de las vanidades del mundo. Vivió allí siete años en una cueva, empleado en alabanzas divinas, y en todos aquellos años tuvieron los Moros puesto sitio a Cerezo, ciudad entonces grande. Pero apareciendo un Ángel a San Vitores, le dijo fuese a librar a su patria, que estaba ya para rendirse, y que él la libraría, y lograría la palma de martirio.
Vino el Santo a Cerezo, donde con dificultad fue conocido. Salió al campo de los enemigos y no sólo recobró para la fe a algunos cristianos que habían apostatado, sino que manifestando los errores de Mahoma, convirtió a muchos moros. El jefe Gaza (a quien intitulan Rey) mandó prender al Santo: y puesto en su presencia, le hizo Dios el beneficio de librarle de la enfermedad de gota (no de lepra, como algunos escriben) pero empeñándose en que abrazara la secta de Mahoma, empezó el Santo a enardecerse contra ella, y por tanto le hizo encarcelar. Allí mismo convirtió con su predicación muchas almas: lo que oído por el Rey, mandó le degollasen. El Santo pidió que primero le crucificasen, como lo hicieron. Tres días vivió en la Cruz, convirtiendo a muchos, y haciendo particulares milagros. Un infeliz burlándose del crucificado, le escupió: y anunciándole el Santo que moriría antes de volver a la Ciudad, se cumplió así.
Depusiéronle de la Cruz, y le degollaron: pero cogiendo el Santo su cabeza entre las manos, se fue a la Ciudad de Cerezo, y persuadió a los habitadores que diesen a una vaca el poco trigo que les había quedado, hasta hartarla, y que la echasen fuera al campo de los enemigos: los cuales la alancearon, y viendo que estaba llena de trigo, desconfiaron de rendirlos por hambre, y levantaron el sitio.
Esto es lo que imprimieron los “Padres Antuerpienses”: pero el “Breviario” prosigue diciendo que el mismo Santo señaló el sitio donde le habían de sepultar, y que dando su alma a Dios, subió a los cielos.
Documentos más antiguos demuestran que fue un mártir africano en Cesarea en Mauritania durante una de las primeras persecuciones.
domingo, 25 de agosto de 2019
Lecturas
Esto dice el Señor: «Yo, conociendo sus obras y sus pensamientos, vendré para reunir las naciones de toda lengua: vendrán para ver mi gloria.
Les daré una señal, y de entre ellos enviaré supervivientes a las naciones: a Tarsis, Libia y Lidia (tiradores de arco), Túbal y Grecia, a las costas lejanas que nunca oyeron mi fama ni vieron mi gloria. Ellos anunciarán mi gloria a las naciones.
Y de todos las naciones, como ofrenda al Señor, traerán a todos vuestros hermanos, a caballo y en carros y en literas, en mulos y dromedarios, hasta mi santa montaña de Jerusalén - dice el Señor -, pasó como los hijos de Israel traen ofrendas, en vasos purificados, al templo del Señor.
También de entre ellos escogeré sacerdotes y levitas - dice el Señor -».
Hermanos: Habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: «Hijo mío, no rechaces la corrección del Señor, no te desanimes por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama y castiga a sus hijos preferidos». Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues, ¿qué padre no corrige a sus hijos?
Ninguna corrección resulta agradable, en el momento, sino que duele; pero luego produce frutos apacibles de justicia a los ejercitados en ella.
Por eso, fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, y caminad por una senda llana: así el pie cojo, no se retuerce, sino que se cura.
En aquel tiempo, Jesús, pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén.
Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salven?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”; pero él os dirá: “No sé quiénes sois”.
Entonces comenzaréis a decir.
“Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”.
Pero él os dirá: “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad.”
Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a lsaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos».
Palabra del Señor.
Beata María del Tránsito de Jesús Sacramentado Cabanillas
Fundadora de la Congregación de las Hermanas Misioneras de la Tercera Orden de San Francisco de la Argentina
María del Tránsito Eugenia de los Dolores Cabanillas nació el día 15 de agosto de 1821 en la estancia de Santa Leocadia, actual Carlos Paz (Córdoba, Argentina). Su padre, Felipe Cabanillas Toranzo, descendía de una familia de Valencia (España) emigrada a Argentina durante la segunda mitad del siglo XVII y que logró reunir una cierta fortuna económica en su nuevo ambiente, pero que se distinguió sobre todo por su profunda religiosidad cristiana.
En 1816, el Sr. Felipe Cabanillas se unió en matrimonio con la joven Francisca Antonia Luján Sánchez, de la que tuvo once hijos. Tres fallecieron prematuramente, cuatro contrajeron matrimonio y los otros se consagraron a Dios: uno como sacerdote secular y tres como religiosas en diversos Institutos, continuando así una larga y gloriosa tradición familiar.
La Sierva de Dios era la tercer nacida de la familia. Bautizada por D. Mariano Aguilar el día 10 de enero de 1822 en la capilla de San Roque, le impusieron los nombres de Tránsito, es decir, María del Tránsito o María Asunción, y de Eugenia de los Dolores.Recibió el sacramento de la confirmación con cierto retraso, el día 4 de abril de 1936, dada la lejanía del centro diocesano.
Tras la primera educación familiar, María del Tránsito fue enviada a Córdoba, ciudad de nobles tradiciones culturales, con su famosa universidad del siglo XVII, fundada por el obispo franciscano Fernando Trejo y Sanabria, y los colegios de Santa Catalina (1613) y de Santa Teresa (1628). Desde 1840, al tiempo que seguía sus estudios, cuidó de su hermano menor, que estaba preparándose para el sacerdocio en el seminario de Nuestra Señora de Loreto de la citada ciudad de Córdoba.
En 1850, tras la muerte del Sr. Felipe Cabanillas, la familia entera se trasladó definitivamente a Córdoba, por lo que la Venerable María del Tránsito se estableció con su madre, su hermano, que fue ordenado sacerdote en 1853, sus hermanas y cinco primas huérfanas en una casita situada cerca de la iglesia de San Roque. María del Tránsito se distinguió por su piedad, sobre todo hacia la Eucaristía, llevó a cabo una intensa actividad como catequista e hizo muchas obras de misericordia, visitando frecuentemente a los pobres y a los enfermos en compañía de su prima Rosario.
Después del fallecimiento de su madre (13 de abril de 1858), la Sierva de Dios ingresó en la Tercera Orden Franciscana e intensificó su vida de oración y de penitencia, dirigida espiritualmente por el Padre Buenaventura Rizo Patrón, franciscano, que sería ordenado obispo de Salta en 1862. Pero ella anhelaba consagrarse a Dios por entero. Por eso, en 1859, con ocasión de su profesión en la TOF, emitió el voto de virginidad perpetua y empezó a pensar en la fundación de un Instituto para la instrucción cristiana de la infancia pobre y abandonada.
En 1871 entró en contacto con la Sra. Isidora Ponce de León, que se interesaba vivamente por la erección de un monasterio de carmelitas en Buenos Aires.Al año siguiente, María del Tránsito la siguió hasta Buenos Aires e ingresó en el monasterio el 19 de marzo de 1873, el mismo día en que fue inaugurado. Pero su compromiso ascético se reveló superior a sus fuerzas físicas, cayó enferma y, por razones de salud, tuvo que abandonar la clausura en abril de 1874. En septiembre de aquel mismo año, creyéndose suficientemente recuperada, ingresó en el convento de las religiosas de la Visitación de Montevideo, pero también allí cayó enferma pocos meses des- pués.
La Sierva de Dios acepta todo con admirable resignación, abandonándose cada vez con más confianza en las manos de la Divina Providencia. Contemporáneamente, vuelve a emerger su idea de una fundación educativa y asistencial al servicio de la infancia. Varios franciscanos la alientan a ello y D. Agustín Garzón le ofrece una casa y su colaboración y la pone en contacto con el P. Ciríaco Porreca, OFM, de Río Cuarto.
El día 8 de diciembre de 1878, obtenida la aprobación eclesiás- tica de su proyecto de fundación y de las constituciones y después de unos ejercicios espirituales predicados por el P. Porreca, María del Tránsito Cabanillas, en compañía de sus dos compañeras Teresa Fronteras y Brígida Moyano, pone en marcha la Congregación de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas de la Argentina. A petición de la Fundadora, el P. Ciríaco Porreca, OFM, es nombrado director del Instituto. El 2 de febrero de 1879 María del Tránsito Cabanillas y sus dos primeras compañeras emiten la profesión religiosa y el día 27 de aquel mismo mes y año escriben al P. Bernardino de Portogruaro, Ministro general de la Orden de Frailes Menores, solicitándole la agregación de su Instituto a la Orden Franciscana. El P. Bernardino de Portogruaro les responde afirmativamente el día 28 de enero de 1880.
La nueva Congregación tuvo inmediatamente una floración de vocaciones, de manera que todavía en vida de la Fundadora se inauguró el colegio de Santa Margarita de Cortona en San Vicente, así como el del Carmen en Río Cuarto y el de la Inmaculada Concepción en Villa Nueva.
La Sierva de Dios guiaba el floreciente Instituto con admirable sabiduría, pero sus fuerzas físicas iban cediendo gradualmente a las fatigas de cada día y a los rigores ascéticos. El 25 de agosto de 1885 moría santamente, como había vivido durante toda su vida, dejando en herencia heroicos ejemplos de humildad y de caridad al servicio sobre todo de la infancia, de los pobres, de los enfermos y de sus hermanas.En su currículo espiritual deben subrayarse sobre todo la prudencia, la paciencia, la fortaleza de ánimo para afrontar las múltiples pruebas de la vida, su asidua actividad enseñando el catecismo y atendiendo a la infancia abandonada, su amor a la pureza y la confianza en la Divina Providencia, que le respondía con frecuencia con signos sorprendentes.
Como Fundadora, la Sierva de Dios supo infundir en sus hijas el espíritu sobrenatural, la generosidad, el amor a la infancia, el espíritu de penitencia y de mortificación.
María del Tránsito Eugenia de los Dolores Cabanillas nació el día 15 de agosto de 1821 en la estancia de Santa Leocadia, actual Carlos Paz (Córdoba, Argentina). Su padre, Felipe Cabanillas Toranzo, descendía de una familia de Valencia (España) emigrada a Argentina durante la segunda mitad del siglo XVII y que logró reunir una cierta fortuna económica en su nuevo ambiente, pero que se distinguió sobre todo por su profunda religiosidad cristiana.
En 1816, el Sr. Felipe Cabanillas se unió en matrimonio con la joven Francisca Antonia Luján Sánchez, de la que tuvo once hijos. Tres fallecieron prematuramente, cuatro contrajeron matrimonio y los otros se consagraron a Dios: uno como sacerdote secular y tres como religiosas en diversos Institutos, continuando así una larga y gloriosa tradición familiar.
La Sierva de Dios era la tercer nacida de la familia. Bautizada por D. Mariano Aguilar el día 10 de enero de 1822 en la capilla de San Roque, le impusieron los nombres de Tránsito, es decir, María del Tránsito o María Asunción, y de Eugenia de los Dolores.Recibió el sacramento de la confirmación con cierto retraso, el día 4 de abril de 1936, dada la lejanía del centro diocesano.
Tras la primera educación familiar, María del Tránsito fue enviada a Córdoba, ciudad de nobles tradiciones culturales, con su famosa universidad del siglo XVII, fundada por el obispo franciscano Fernando Trejo y Sanabria, y los colegios de Santa Catalina (1613) y de Santa Teresa (1628). Desde 1840, al tiempo que seguía sus estudios, cuidó de su hermano menor, que estaba preparándose para el sacerdocio en el seminario de Nuestra Señora de Loreto de la citada ciudad de Córdoba.
En 1850, tras la muerte del Sr. Felipe Cabanillas, la familia entera se trasladó definitivamente a Córdoba, por lo que la Venerable María del Tránsito se estableció con su madre, su hermano, que fue ordenado sacerdote en 1853, sus hermanas y cinco primas huérfanas en una casita situada cerca de la iglesia de San Roque. María del Tránsito se distinguió por su piedad, sobre todo hacia la Eucaristía, llevó a cabo una intensa actividad como catequista e hizo muchas obras de misericordia, visitando frecuentemente a los pobres y a los enfermos en compañía de su prima Rosario.
Después del fallecimiento de su madre (13 de abril de 1858), la Sierva de Dios ingresó en la Tercera Orden Franciscana e intensificó su vida de oración y de penitencia, dirigida espiritualmente por el Padre Buenaventura Rizo Patrón, franciscano, que sería ordenado obispo de Salta en 1862. Pero ella anhelaba consagrarse a Dios por entero. Por eso, en 1859, con ocasión de su profesión en la TOF, emitió el voto de virginidad perpetua y empezó a pensar en la fundación de un Instituto para la instrucción cristiana de la infancia pobre y abandonada.
En 1871 entró en contacto con la Sra. Isidora Ponce de León, que se interesaba vivamente por la erección de un monasterio de carmelitas en Buenos Aires.Al año siguiente, María del Tránsito la siguió hasta Buenos Aires e ingresó en el monasterio el 19 de marzo de 1873, el mismo día en que fue inaugurado. Pero su compromiso ascético se reveló superior a sus fuerzas físicas, cayó enferma y, por razones de salud, tuvo que abandonar la clausura en abril de 1874. En septiembre de aquel mismo año, creyéndose suficientemente recuperada, ingresó en el convento de las religiosas de la Visitación de Montevideo, pero también allí cayó enferma pocos meses des- pués.
La Sierva de Dios acepta todo con admirable resignación, abandonándose cada vez con más confianza en las manos de la Divina Providencia. Contemporáneamente, vuelve a emerger su idea de una fundación educativa y asistencial al servicio de la infancia. Varios franciscanos la alientan a ello y D. Agustín Garzón le ofrece una casa y su colaboración y la pone en contacto con el P. Ciríaco Porreca, OFM, de Río Cuarto.
El día 8 de diciembre de 1878, obtenida la aprobación eclesiás- tica de su proyecto de fundación y de las constituciones y después de unos ejercicios espirituales predicados por el P. Porreca, María del Tránsito Cabanillas, en compañía de sus dos compañeras Teresa Fronteras y Brígida Moyano, pone en marcha la Congregación de las Hermanas Terciarias Misioneras Franciscanas de la Argentina. A petición de la Fundadora, el P. Ciríaco Porreca, OFM, es nombrado director del Instituto. El 2 de febrero de 1879 María del Tránsito Cabanillas y sus dos primeras compañeras emiten la profesión religiosa y el día 27 de aquel mismo mes y año escriben al P. Bernardino de Portogruaro, Ministro general de la Orden de Frailes Menores, solicitándole la agregación de su Instituto a la Orden Franciscana. El P. Bernardino de Portogruaro les responde afirmativamente el día 28 de enero de 1880.
La nueva Congregación tuvo inmediatamente una floración de vocaciones, de manera que todavía en vida de la Fundadora se inauguró el colegio de Santa Margarita de Cortona en San Vicente, así como el del Carmen en Río Cuarto y el de la Inmaculada Concepción en Villa Nueva.
La Sierva de Dios guiaba el floreciente Instituto con admirable sabiduría, pero sus fuerzas físicas iban cediendo gradualmente a las fatigas de cada día y a los rigores ascéticos. El 25 de agosto de 1885 moría santamente, como había vivido durante toda su vida, dejando en herencia heroicos ejemplos de humildad y de caridad al servicio sobre todo de la infancia, de los pobres, de los enfermos y de sus hermanas.En su currículo espiritual deben subrayarse sobre todo la prudencia, la paciencia, la fortaleza de ánimo para afrontar las múltiples pruebas de la vida, su asidua actividad enseñando el catecismo y atendiendo a la infancia abandonada, su amor a la pureza y la confianza en la Divina Providencia, que le respondía con frecuencia con signos sorprendentes.
Como Fundadora, la Sierva de Dios supo infundir en sus hijas el espíritu sobrenatural, la generosidad, el amor a la infancia, el espíritu de penitencia y de mortificación.
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