jueves, 31 de enero de 2019
Lecturas
Hermanos, teniendo libertad para entrar en el santuario, en virtud de la sangre de Jesús, contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne, y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura.
Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa.
Fijémonos los unos en los otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras; no faltemos a las asambleas, como suelen hacer algunos, sino animémonos tanto más cuanto más cercano veis el Día.
En aquel tiempo, Jesús dijo al gentío:
«¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama?, ¿no es para ponerlo en el candelero?
No hay nada escondido, sino para que sea descubierto; no hay nada oculto, sino para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga».
Les dijo también: «Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene».
Palabra del Señor.
San Juan Bosco
La casa de un labrador, en la aldea de los Becchi, a una legua de la pequeña villa de Castelnuovo d'Asti y a cinco leguas de la gran ciudad de Turín. Casa de cristianos y de trabajadores, donde el pobre y el peregrino encontraban siempre un pedazo de pan, un plato de sopa y un asiento junto al fuego. Al frente de ella, una viuda joven, una mujer fuerte, como aquellas mujeres bíblicas cuyas manos dejan sementera de milagros. Se llama Margarita. Dos hijos, Juan y José, y un hijastro, Antonio, viven bajo su dirección, y ella les señala el trabajo, los educa y los enseña a ser hombres. Todos trabajan, cada cual según sus fuerzas: Juanito pastorea la vaca junto a los caminos. Por ser el más pequeño, las gentes le llaman Boschetto. A pesar de sus pocos años, empieza ya a hacerse popular en el pueblo vecino de Castelnuovo, adonde llega en compañía de su madre los días de mercado. Mientras Margarita vende su saco de maíz o su canasta de huevos, el muchacho se junta a la multitud que rodea a los juglares y prestidigitadores, o bien comercia con los pájaros que ha cogido en el bosque, mientras guardaba su vaca en el prado comunal. Tiene un verdadero genio para el comercio. No sabe leer; aún no ha hecho la primera comunión, pero nunca deja de colocar su mercancía. Y después se sube a un árbol o a una silla para observar a los saltimbanquis. Sus ojos ardientes chispean de curiosidad, sus cabellos negros y ensortijados se encrespan en los momentos de emoción. Quiere aprender el oficio, para reunir también él a las multitudes y llevarlas a Dios.
A los nueve años recibe el primer mensaje del Cielo: «Tuve un sueño—dice él mismo—, un sueño que me impresionó profundamente y para toda la vida.» Parecióle que se encontraba entre un corro de muchachos que se divertían jugando y blasfemando. Indignado al oír sus blasfemias, se arroja sobre ellos repartiendo bofetadas y puntapiés. Pero oye una voz que le dice: «¡Así, no! Todos éstos serán amigos tuyos por la caridad y la dulzura.» Y repentinamente vio que aquellos muchachos, parecidos antes a manadas de osos, de perros y de jabalíes, se transformaban en mansos corderillos. Juan cuenta su sueño, y todos en casa se esfuerzan en interpretarle: «Serás pastor», dice José. «Serás capitán de bandidos», observa Antonio, que tiene ya veinte años y no mira con buenos ojos a su hermano menor. Pero la madre dice pensativa: «¡Quién sabe si no será sacerdote!» Juan siente los primeros gérmenes de una vocación divina: la de atraer a los muchachos para hacerlos buenos; y piensa que no en vano se fijó en las piruetas de los saltimbanquis de Castelnuovo. Ya sabe bailar en la cuerda y caminar con las manos y cortar la cabeza a un pollo para resucitarle luego, y tragar un sable y comer fuego. Tiene, además, una memoria prodigiosa, hasta poder repetir palabra por palabra el sermón que ha oído al cura el último Domingo. Es ágil, fuerte, despierto, imaginativo y nervioso. Un vecino de los Becchi, que tiene cuatro libros, le enseña a leer en unas semanas. Cuando se dirige al prado con su vaca, en el zurrón del pastor, junto con el pan, mete un librito viejo y manoseado. Es un catecismo, y, sentado junto al arroyo, se pasa las horas leyendo. Ya no busca nidos como antes, ya no se mezcla en los juegos con los demás muchachos; a lo más, cuida sus vacas mientras ellos se divierten. Ellos le interpelan, le instan, le insultan y le golpean; pero él los desarma con una sola palabra: «Quiero estudiar para sacerdote.» Desde entonces le empiezan a mirar con tal veneración, que se agrupan en torno suyo para escuchar sus sermones.
El Boschetto inaugura su apostolado: los domingos atrae a la gente con sus acrobacias y sus juglerías. Junto a su casa hay un soto donde crecen dos perales. Ata una cuerda que va del uno al otro, trepa en un balancín y camina sobre ella; hace juegos de prestidigitación y echa las cartas con una limpieza maravillosa. Ya puede dar representaciones al aire libre: lleva su cuerda, su pedazo de alfombra, su baraja, un cubilete, una caja de doble fondo que él mismo se ha fabricado, los utensilios todos de un charlatán de feria. Lleva también una gallina, un conejo y un pichón, que pide prestados a un vecino. Su voz fuerte llega a todos los ángulos de la aldea, y arrastra a los viejos lo mismo que a los niños, a los hombres lo mismo que a las mujeres. Van dispuestos a conocer los grandes secretos de la ciencia moderna; pero antes tienen que oír una lección de catecismo, o la explicación del Evangelio de aquel día, o el relato de algún suceso bíblico. Tal vez más de uno se marcha impacientado, pero el Boschetto sabe amenizar su sermón con alusiones a la próxima cosecha o con imágenes caseras. Cuando termina la plática, se santigua y empieza a manifestar sus habilidades. De pronto, en lo mejor de un experimento, se interrumpe, diciendo: «Ahora recemos el rosario.» Al fin, el pollo aparecía decapitado sobre la alfombra, y acto seguido empezaba a cantar y saltaba alborozado. Los circunstantes aplaudían, salvo alguno que pensaba si todo aquello sería efecto de un pacto con el demonio; salvo, también, el hermanastro, que solía recibir al vencedor a la puerta de casa con palabras como éstas: «¡Imbécil! Se han reído de ti.» «¡Qué importa!—contestaba Juan—; se han divertido honestamente, se han librado de la blasfemia, han rezado y han aprendido la doctrina cristiana.»
Pero el hijo de Margarita no estaba satisfecho: quería ser sacerdote; una locura, tratándose de un pobre aldeano sin medios para costear la carrera. Cerca de los Becci vive un sacerdote, que se ofrece a enseñarle; y empieza a aprender italiano, pues su lengua materna era el piamontés. Diariamente recorre Juan los diez kilómetros que hay desde los Becchi a Murialdo y desde Murialdo a los Becchi. Antes del alba ya está en su camino con el libro bajo el brazo. Pero Antonio considera que aquello es perder tiempo. ¡Italiano, latín! ¿Para qué sirve eso en una casa de labradores? «Yo me he criado fuerte y no conozco esas cosas», dice, con un argumento contundente. Y Juan le hace esta picante observación: «No sabes lo que dices. Por muy ignorante que seas, nunca serás más fuerte que nuestro burro.» Como consecuencia de aquella antipatía, Juan tuvo que salir de casa y marchar a servir, a guardar vacas en una casa ajena. Guardaba sus vacas, seguía estudiando bajo los sauces y ganaba quince liras anuales.
Dos años más tarde, un extraño alumno se presentaba en la escuela comunal de Castelnuovo. Venia de los Becchi con los zapatos en la mano, para no embarrarlos; un zurrón de pastor a la espalda, y en el zurrón, la comida: queso y pan. Los escolares le reciben con risas maliciosas; los maestros, con miradas adustas. Con uno de ellos tiene que sostener este diálogo:
—¿Cómo te llamas?
—Juan Bosco.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¿Qué escuelas has frecuentado?
—Ninguna.
Juan Bosco consigue a duras penas que le admitan a aprender latín. Cada mañana llega a Castelnuovo fatigado y jadeante, hasta que encuentra caritativo alojamiento en una familia cristiana. Semanalmente su madre le lleva un saco de pan, que debe ser su desayuno, su comida y su cena, y sólo de tarde en tarde prueba un cazuelo de sopa humeante. Estudia heroicamente, aunque los maestros no hacen caso de él. Al mismo tiempo perfecciona sus habilidades de prestidigitador y se hace sastre, herrero, tocador de vihuela y cantor de iglesias. Todo oficio es bueno para él. No sólo aprendía lo que un día u otro podría servirle, sino que de paso ganaba algunos sueldos para comprar libros. Tiene la pasión de los libros. En una librería de viejo ve las obras de San Alfonso de Ligorio. Quiere comprarlas, pero no tiene las veinte liras que cuestan. En esto le dicen que el pueblo cercano de Montana celebra una gran fiesta, en la cual no falta el juego de la cucaña con premios. El Boschetto llega a Montafia, ve el largo mástil plantado en medio de la plaza, un mástil pulido a garlopa y jabonado, y se dispone a tomar parte en la lucha. Uno a uno van trepando los que intentan la hazaña, y uno tras otro caen desalentados. A su vez, Juan se abraza al poste, avanza despacio, cruza las piernas, descansa en los talones y se limpia las manos del jabón escurridizo. Sube lentamente, pero seguro; y la multitud le contempla sin pestañear. Al llegar a la cima, encuentra una bolsa, y en la bolsa las veinte liras que necesita para comprar las obras de San Alfonso.
Al poco tiempo Juan ya no tiene nada que aprender en Castelnuovo, y gracias a la caridad de algunas almas buenas, logra entrar en el liceo de Chieri, que es toda una ciudad. Al verle por primera vez con sus pobres vestidos, con sus manazas de herrero y sus zapatos de aldeano, el director le recibe con este exabrupto: «Este mozarrón es un gran talento o un gran burro.» Bosco estudia con la tenacidad de su temperamento y a la vez aprende un oficio nuevo, el de caballerizo. Sus condiscípulos le rodean, le admiran, le escuchan y le aman, y entonces funda la Sociedad de la Alegría, una reunión de muchachos que trabajan y estudian durante la semana, y el domingo se divierten. Las conversaciones malas, las blasfemias, los malos ejemplos, los insultos, están prohibidos en ella. Pero en todo Chieri los muchachos más alegres, los más felices, son los amigos del Bochetto. Juan vive ahora en casa de un confitero, que le enseña el oficio de la repostería y le propone una participación ventajosa en el negocio. Él rechaza la oferta, resuelto a consagrarse a Dios. Durante algún tiempo piensa hacerse franciscano; y al exponer a su madre la idea, recibe esta respuesta admirable: «Sólo una cosa tengo que decirte, y es que examines tu vocación, y después la sigas sin vacilar. Lo primero, la salvación de tu alma. Hay quien me dice que te niegue mi permiso para hacerte fraile, porque el día de mañana podría necesitar de ti; pero yo no quiero nada ni espero nada. He nacido en la pobreza y en ella quiero morir. Y ahora te digo solemnemente que si te hicieras sacerdote y, por desventura, llegaras a ser rico, yo no iría nunca más a verte.»
A los sueños franciscanos sucedieron los anhelos misioneros. El joven estudiante se imaginaba que los lobos simbólicos de su sueño infantil eran los paganos de más allá de los mares, y durante algún tiempo pensó marcharse a Tonquín. Esta incertidumbre no le impedía seguir estudiando la retórica y la filosofía, ni divertir a sus compañeros con sus prodigiosas habilidades de juglar. El 25 de octubre de 1835 viste por vez primera el hábito clerical, y en el fervor de su nuevo estado, en la generosa plenitud de los veinte años, se entrega completamente a Dios. «Desde ese día —refiere él mismo—tuve que preocuparme más seriamente de mí. Era preciso reformar la vida que hasta entonces había llevado. Sin ser un criminal, había sido disipado, vanidoso, amigo de paseos, juegos, saltos y cosas parecidas, que me alegraban momentáneamente, pero que no me saciaban el corazón.» Había tenido todo el entusiasmo de un apóstol, pero ahora empezaba a darse cuenta del peligro de la acción exterior, cuando no corre pareja con el cultivo de la vida interna. Recordaba la palabra del Kempis: «Mejor es esconderse y cuidar de sí, que con descuido propio hacer milagros.» Mucho le sirvió en esta época el trato con otro seminarista, espejo de inocencia, que se llamaba Luis Comollo, y le consagró la más dulce amistad. Con él hizo el Boschetto un pacto terrible, que desaprobó más tarde. Los dos prometieron solemnemente que el primero que muriera volvería a este mundo a avisar al otro de su destino. Y de tal manera les obsesionaba este pensamiento, que no podían verse sin recordar el compromiso. «Yo seré el que volverá», decía Luis siempre. Y, efectivamente, el 2 de abril de 1839 fue arrebatado a su amigo. «Al día siguiente de su sepultura—dice Don Bosco—, estábamos ya acostados todos los alumnos del curso de teología. Yo no podía dormir; lleno de inquietud, pensaba en nuestro pacto.» Al sonar las doce, un fragor sordo avanza por el corredor. Parecía un carro arrastrado por muchos caballos. Los seminaristas se despertaron y corrieron despavoridos a cobijarse en un rincón del dormitorio. Petrificado de horror, Bosco vio que se abría violentamente la puerta, y entre una luz que se acercaba a su lecho, oyó estas palabras: «¡Bosco, Bosco, Bosco! ¡Me he salvado! » «Fue tal mi terror—añade—, que hubiera preferido morir.»
El día 6 de junio de 1841, el pastorcillo de los Becchi decía su primera misa en la iglesia de San Francisco, de Turín, y ese mismo día escribía estas palabras: «El sacerdote no va solo al Cielo ni al infierno; por eso me empeñaré en observar las siguientes resoluciones: Ocupar bien el tiempo; padecer, trabajar y humillarme en todo y siempre que se trate de salvar almas; tomar por guía la caridad y dulzura de San Francisco de Sales; no conversar con mujeres, si no es por una necesidad espiritual.» Y cuando, unos días más tarde, entraba en su casuca de los Becchi, su madre, sentándose frente a él y poniendo sus manos sobre sus rodillas, le miró cara a cara y le habló así: «Ya eres sacerdote; dices misa, estás más cerca de Cristo. Pero acuérdate, Juan, de mis palabras: comenzar a decir misa significa comenzar a padecer. No lo advertirás en seguida; pero más tarde verás que tu madre no te ha engañado. Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, esté viva o muerta, y eso me basta. De ti no quiero más. Tú, en adelante, piensa en la salud de las almas.» Un pronóstico semejante acababa de hacer acerca del ordenado un viejo sacerdote de Turín, que gozaba fama de santo: «¡Qué joven eres y qué inexperto!», le dijo tirándole de la sotana, cual si quisiera desgarrársela. «¿La encontráis acaso demasiado fina?», preguntó Juan Bosco. «¡Qué inexperto eres!—repuso, con aire de profeta, Don Cottolengo—. Los muchachos te rodearán a millares; uno te tirará de la derecha, otro de la izquierda, y tu pobre sotana se hará trizas; procura hacerla de una tela más fuerte.»
Poco tiempo después, Don Bosco se encuentra en Turín rodeado de biricchini, es decir, de tunantes. Llega primero uno, y el nuevo sacerdote le recibe en la sacristía de la iglesia, le acaricia, le enseña a santiguarse, a rezar y a leer. Este trae a otros seis, aprendices de albañil, pero más acostumbrados a correr las calles que a manejar la llana. Don Bosco los entretiene, contándoles historias edificantes, poniendo en juego todos los resortes de su ingenio inagotable y enseñándoles canciones compuestas por él mismo. Tal fue el origen de aquellas reuniones de muchachos que el fundador llamó oratorios festivos. Al mes son ya ciento; a los tres meses, doscientos; aquellos golfillos, que acababan tal vez de salir de la prisión, que no tenían educación, ni trabajo, ni morada fija, escuchaban ahora religiosamente le explicación del Evangelio, aprendían la doctrina cristiana, y luego atravesaban las calles en alegre procesión, entonando bellas canciones y buscando una iglesia donde oír la misa. Obra noble, espléndidamente civilizadora, pero que no todo el mundo supo comprender. Las buenas gentes se escandalizaban de la alegría de aquella tropa bulliciosa, su extravagante capitán era considerado como un loco, y las mismas autoridades, interesadas en sanear la ciudad, se opusieron tercamente a aquella empresa disparatada. Los mismos curas murmuraban de aquella educación al aire libre, como de una cosa herética, y fruncían el entrecejo cuando Don Boco les decía: «Mis biricchini no tienen parroquia, porque no tienen domicilio ni familia. Si vosotros queréis atraerlos, sea en buen hora; preparad un patio con juegos y música; enseñadles catecismo, lecturas y cuentas; dadles también el desayuno y un poco de merienda por la tarde; y buscadles trabajo en las fábricas, porque ellos quieren ganarse la vida.»
Todo esto era lo que Don Bosco hacía con sus pequeñuelos. Ninguna contradicción podía desalentarle; ninguna dificultad acobardarle. Quisieron detenerle, como a un revolucionario; quisieron llevarle al manicomio, como a un demente; pero logró superar todos los obstáculos con su diplomacia maravillosa. Le desalojaron de los patios, de las iglesias y hasta de las calles, y él buscó un prado en las afueras de la ciudad. «Mi misión es consagrarme a la juventud—decía, poniendo una vibración apasionada en el acento de su voz y un fulgor extraordinario en sus ojos negros—. La divina Providencia me ha mandado mis biricchini; y cuantos más vengan, mejor.» Parecía un sonador, pero un instinto infalible le guiaba, o, por mejor decir, una ciencia sobrenatural, en que se fundían equilibradamente la discreción, la prudencia y el don de gentes. Este juicio claro en medio del caos de los tiempos en que vive, le saca triunfante de todas las luchas. Su institución se amplía sin cesar; la turba de chicuelos se multiplica; el Oratorio festivo se convierte en los Oratorios de San Francisco de Sales, organismo permanente, que es al mismo tiempo taller, templo, escuela, salón de juego y vivienda. Allí Don Bosco enseña el trabajo, la oración, la música, las letras y los juegos; allí su madre, mamá Margarita, como dicen los muchachos, reparte un plato de menestra, un pedazo de pan y un poco de fruta, si lo tiene. Y los niños viven contentos, rezan, juegan, corren, trabajan y obedecen ciegamente las órdenes de su director. Los lobos han sido transformados en corderos, y las gentes preguntan al prodigioso encantador: «Pero, ¿cómo hacéis para atraerlos de esa manera?» «Amándolos», responde él, sonriente.
Pero Don Bosco no es sólo su educador, el educador más grande de los tiempos modernos. Su corazón de apóstol le lleva a desarrollar su actividad en todos los campos donde se combate a la Iglesia: predica, confiesa, escribe, propaga la devoción a María Auxiliadora, discute con la palabra y con la pluma, se hace periodista, publica libros de ciencia y de religión, confunde a los herejes, aconseja a los extraviados y deshace las tramas de los enemigos de la fe. Es el tipo auténtico del soldado de Cristo, del conquistador ambicioso de almas. Los adversarios no pueden perdonarle sus derrotas y conjuran contra él. Muchas veces pasan las balas silbando en torno suyo; muchas veces aguardan los asesinos la ocasión propicia para asestar el golpe mortal; pero él sigue trabajando con el mismo aliento. Un día el arma de fuego atraviesa su sotana: «¡Bah! —exclama él—; mamá Margarita tendrá que remendarla.» Una providencia especial le saca de todos los peligros, y durante doce años un perro misterioso, un ejemplar imponente de la raza fuerte y ágil de los perros de pastor, aparecía a su lado en medio de los momentos difíciles. Muchas veces se le vio rondar en torno al Oratorio; pero nadie pudo averiguar su origen. Se le llamaba el Gris. «Una noche—dice Don Bosco—volvía solo a casa, con algún recelo, a causa de los numerosos atentados de que fui víctima por aquel tiempo, cuando veo junto a mí un porrazo, que de pronto me asustó; pero como no mostrase intenciones hostiles; y más bien me hiciera cariños, pronto nos hicimos amigos, y me acompañó hasta casa. Lo mismo que esa noche, ocurrió otras muchas veces.»
El prestigio de Don Bosco se había aumentado prodigiosamente, y con su prestigio, su obra. Tenía colaboradores, se multiplicaban los discípulos, su nombre corría por toda Italia, su instinto pasaba las fronteras, se extendía por Francia y por España y llegaba a las naciones del otro lado del Océano. Los Pontífices aprobaban sus iniciativas, los pueblos le admiraban, los príncipes le favorecían, y él seguía trabajando con la misma sencillez, con el mismo fervor, con el mismo fruto que en sus primeros días. A su lado trabajaban sus hijos, los Padres salesianos, dominados de su mismo entusiasmo, empujados por su mismo espíritu. Burla burlando, ha logrado formar una de las más bellas instituciones de los tiempos modernos. Con legítima satisfacción contempla a sus primeros biricchini convertidos en hombres, en ciudadanos, en cristianos. Unos son carpinteros, otros tipógrafos, otros sastres, otros ingenieros o militares. Algunos se han unido con él para trabajar a su lado en aquella obra magnífica: se han hecho salesianos. Son maravillosos los frutos de aquel sistema de enseñanza. Porque, aunque no escribió obras de pedagogía, Don Bosco transmitió a los suyos un sistema, y se lo expuso en unas páginas cuya extraordinaria sencillez llega a desconcertarnos y casi a decepcionarnos. «Para que vuestra palabra—dice a los maestros—tenga prestigio, es necesario que cada superior destruya su propio yo.» Y añade: «Los jóvenes son muy finos observadores, y advierten cuándo en un superior hay celos, envidia, soberbia, avidez de aparecer, y entonces su influencia está perdida.» Ninguna amistad particular con los alumnos; libertad completa para saltar, correr y levantar barullo a sus anchas; confesión frecuente y misa cotidiana como columnas del edificio educativo, pero sin obligar a nadie a recibir los sacramentos. Los castigos, sólo en último extremo, y, a ser posible, nunca en público. El golpear, poner de rodillas y otras penas semejantes son cosas que envilecen al que las impone. «Jamás castigos materiales—decía en una carta—; nunca palabras humillantes ni reproches severos delante de otros. En las clases resuene la palabra dulce, caritativa, paciente.»
Y así realizó el pastorcillo de los Becchi una de las obras más nobles que han visto nuestros días. Es una labor sobrehumana: miles de sacerdotes y de monjas se han formado en las congregaciones por él fundadas; centenares de miles de alumnos salieron de sus escuelas, millones de libros, revistas y folletos se imprimieron en sus talleres. Obra de amor, de energía indomable, de paciencia infinita, de alegría y de luz.
A los nueve años recibe el primer mensaje del Cielo: «Tuve un sueño—dice él mismo—, un sueño que me impresionó profundamente y para toda la vida.» Parecióle que se encontraba entre un corro de muchachos que se divertían jugando y blasfemando. Indignado al oír sus blasfemias, se arroja sobre ellos repartiendo bofetadas y puntapiés. Pero oye una voz que le dice: «¡Así, no! Todos éstos serán amigos tuyos por la caridad y la dulzura.» Y repentinamente vio que aquellos muchachos, parecidos antes a manadas de osos, de perros y de jabalíes, se transformaban en mansos corderillos. Juan cuenta su sueño, y todos en casa se esfuerzan en interpretarle: «Serás pastor», dice José. «Serás capitán de bandidos», observa Antonio, que tiene ya veinte años y no mira con buenos ojos a su hermano menor. Pero la madre dice pensativa: «¡Quién sabe si no será sacerdote!» Juan siente los primeros gérmenes de una vocación divina: la de atraer a los muchachos para hacerlos buenos; y piensa que no en vano se fijó en las piruetas de los saltimbanquis de Castelnuovo. Ya sabe bailar en la cuerda y caminar con las manos y cortar la cabeza a un pollo para resucitarle luego, y tragar un sable y comer fuego. Tiene, además, una memoria prodigiosa, hasta poder repetir palabra por palabra el sermón que ha oído al cura el último Domingo. Es ágil, fuerte, despierto, imaginativo y nervioso. Un vecino de los Becchi, que tiene cuatro libros, le enseña a leer en unas semanas. Cuando se dirige al prado con su vaca, en el zurrón del pastor, junto con el pan, mete un librito viejo y manoseado. Es un catecismo, y, sentado junto al arroyo, se pasa las horas leyendo. Ya no busca nidos como antes, ya no se mezcla en los juegos con los demás muchachos; a lo más, cuida sus vacas mientras ellos se divierten. Ellos le interpelan, le instan, le insultan y le golpean; pero él los desarma con una sola palabra: «Quiero estudiar para sacerdote.» Desde entonces le empiezan a mirar con tal veneración, que se agrupan en torno suyo para escuchar sus sermones.
El Boschetto inaugura su apostolado: los domingos atrae a la gente con sus acrobacias y sus juglerías. Junto a su casa hay un soto donde crecen dos perales. Ata una cuerda que va del uno al otro, trepa en un balancín y camina sobre ella; hace juegos de prestidigitación y echa las cartas con una limpieza maravillosa. Ya puede dar representaciones al aire libre: lleva su cuerda, su pedazo de alfombra, su baraja, un cubilete, una caja de doble fondo que él mismo se ha fabricado, los utensilios todos de un charlatán de feria. Lleva también una gallina, un conejo y un pichón, que pide prestados a un vecino. Su voz fuerte llega a todos los ángulos de la aldea, y arrastra a los viejos lo mismo que a los niños, a los hombres lo mismo que a las mujeres. Van dispuestos a conocer los grandes secretos de la ciencia moderna; pero antes tienen que oír una lección de catecismo, o la explicación del Evangelio de aquel día, o el relato de algún suceso bíblico. Tal vez más de uno se marcha impacientado, pero el Boschetto sabe amenizar su sermón con alusiones a la próxima cosecha o con imágenes caseras. Cuando termina la plática, se santigua y empieza a manifestar sus habilidades. De pronto, en lo mejor de un experimento, se interrumpe, diciendo: «Ahora recemos el rosario.» Al fin, el pollo aparecía decapitado sobre la alfombra, y acto seguido empezaba a cantar y saltaba alborozado. Los circunstantes aplaudían, salvo alguno que pensaba si todo aquello sería efecto de un pacto con el demonio; salvo, también, el hermanastro, que solía recibir al vencedor a la puerta de casa con palabras como éstas: «¡Imbécil! Se han reído de ti.» «¡Qué importa!—contestaba Juan—; se han divertido honestamente, se han librado de la blasfemia, han rezado y han aprendido la doctrina cristiana.»
Pero el hijo de Margarita no estaba satisfecho: quería ser sacerdote; una locura, tratándose de un pobre aldeano sin medios para costear la carrera. Cerca de los Becci vive un sacerdote, que se ofrece a enseñarle; y empieza a aprender italiano, pues su lengua materna era el piamontés. Diariamente recorre Juan los diez kilómetros que hay desde los Becchi a Murialdo y desde Murialdo a los Becchi. Antes del alba ya está en su camino con el libro bajo el brazo. Pero Antonio considera que aquello es perder tiempo. ¡Italiano, latín! ¿Para qué sirve eso en una casa de labradores? «Yo me he criado fuerte y no conozco esas cosas», dice, con un argumento contundente. Y Juan le hace esta picante observación: «No sabes lo que dices. Por muy ignorante que seas, nunca serás más fuerte que nuestro burro.» Como consecuencia de aquella antipatía, Juan tuvo que salir de casa y marchar a servir, a guardar vacas en una casa ajena. Guardaba sus vacas, seguía estudiando bajo los sauces y ganaba quince liras anuales.
Dos años más tarde, un extraño alumno se presentaba en la escuela comunal de Castelnuovo. Venia de los Becchi con los zapatos en la mano, para no embarrarlos; un zurrón de pastor a la espalda, y en el zurrón, la comida: queso y pan. Los escolares le reciben con risas maliciosas; los maestros, con miradas adustas. Con uno de ellos tiene que sostener este diálogo:
—¿Cómo te llamas?
—Juan Bosco.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¿Qué escuelas has frecuentado?
—Ninguna.
Juan Bosco consigue a duras penas que le admitan a aprender latín. Cada mañana llega a Castelnuovo fatigado y jadeante, hasta que encuentra caritativo alojamiento en una familia cristiana. Semanalmente su madre le lleva un saco de pan, que debe ser su desayuno, su comida y su cena, y sólo de tarde en tarde prueba un cazuelo de sopa humeante. Estudia heroicamente, aunque los maestros no hacen caso de él. Al mismo tiempo perfecciona sus habilidades de prestidigitador y se hace sastre, herrero, tocador de vihuela y cantor de iglesias. Todo oficio es bueno para él. No sólo aprendía lo que un día u otro podría servirle, sino que de paso ganaba algunos sueldos para comprar libros. Tiene la pasión de los libros. En una librería de viejo ve las obras de San Alfonso de Ligorio. Quiere comprarlas, pero no tiene las veinte liras que cuestan. En esto le dicen que el pueblo cercano de Montana celebra una gran fiesta, en la cual no falta el juego de la cucaña con premios. El Boschetto llega a Montafia, ve el largo mástil plantado en medio de la plaza, un mástil pulido a garlopa y jabonado, y se dispone a tomar parte en la lucha. Uno a uno van trepando los que intentan la hazaña, y uno tras otro caen desalentados. A su vez, Juan se abraza al poste, avanza despacio, cruza las piernas, descansa en los talones y se limpia las manos del jabón escurridizo. Sube lentamente, pero seguro; y la multitud le contempla sin pestañear. Al llegar a la cima, encuentra una bolsa, y en la bolsa las veinte liras que necesita para comprar las obras de San Alfonso.
Al poco tiempo Juan ya no tiene nada que aprender en Castelnuovo, y gracias a la caridad de algunas almas buenas, logra entrar en el liceo de Chieri, que es toda una ciudad. Al verle por primera vez con sus pobres vestidos, con sus manazas de herrero y sus zapatos de aldeano, el director le recibe con este exabrupto: «Este mozarrón es un gran talento o un gran burro.» Bosco estudia con la tenacidad de su temperamento y a la vez aprende un oficio nuevo, el de caballerizo. Sus condiscípulos le rodean, le admiran, le escuchan y le aman, y entonces funda la Sociedad de la Alegría, una reunión de muchachos que trabajan y estudian durante la semana, y el domingo se divierten. Las conversaciones malas, las blasfemias, los malos ejemplos, los insultos, están prohibidos en ella. Pero en todo Chieri los muchachos más alegres, los más felices, son los amigos del Bochetto. Juan vive ahora en casa de un confitero, que le enseña el oficio de la repostería y le propone una participación ventajosa en el negocio. Él rechaza la oferta, resuelto a consagrarse a Dios. Durante algún tiempo piensa hacerse franciscano; y al exponer a su madre la idea, recibe esta respuesta admirable: «Sólo una cosa tengo que decirte, y es que examines tu vocación, y después la sigas sin vacilar. Lo primero, la salvación de tu alma. Hay quien me dice que te niegue mi permiso para hacerte fraile, porque el día de mañana podría necesitar de ti; pero yo no quiero nada ni espero nada. He nacido en la pobreza y en ella quiero morir. Y ahora te digo solemnemente que si te hicieras sacerdote y, por desventura, llegaras a ser rico, yo no iría nunca más a verte.»
A los sueños franciscanos sucedieron los anhelos misioneros. El joven estudiante se imaginaba que los lobos simbólicos de su sueño infantil eran los paganos de más allá de los mares, y durante algún tiempo pensó marcharse a Tonquín. Esta incertidumbre no le impedía seguir estudiando la retórica y la filosofía, ni divertir a sus compañeros con sus prodigiosas habilidades de juglar. El 25 de octubre de 1835 viste por vez primera el hábito clerical, y en el fervor de su nuevo estado, en la generosa plenitud de los veinte años, se entrega completamente a Dios. «Desde ese día —refiere él mismo—tuve que preocuparme más seriamente de mí. Era preciso reformar la vida que hasta entonces había llevado. Sin ser un criminal, había sido disipado, vanidoso, amigo de paseos, juegos, saltos y cosas parecidas, que me alegraban momentáneamente, pero que no me saciaban el corazón.» Había tenido todo el entusiasmo de un apóstol, pero ahora empezaba a darse cuenta del peligro de la acción exterior, cuando no corre pareja con el cultivo de la vida interna. Recordaba la palabra del Kempis: «Mejor es esconderse y cuidar de sí, que con descuido propio hacer milagros.» Mucho le sirvió en esta época el trato con otro seminarista, espejo de inocencia, que se llamaba Luis Comollo, y le consagró la más dulce amistad. Con él hizo el Boschetto un pacto terrible, que desaprobó más tarde. Los dos prometieron solemnemente que el primero que muriera volvería a este mundo a avisar al otro de su destino. Y de tal manera les obsesionaba este pensamiento, que no podían verse sin recordar el compromiso. «Yo seré el que volverá», decía Luis siempre. Y, efectivamente, el 2 de abril de 1839 fue arrebatado a su amigo. «Al día siguiente de su sepultura—dice Don Bosco—, estábamos ya acostados todos los alumnos del curso de teología. Yo no podía dormir; lleno de inquietud, pensaba en nuestro pacto.» Al sonar las doce, un fragor sordo avanza por el corredor. Parecía un carro arrastrado por muchos caballos. Los seminaristas se despertaron y corrieron despavoridos a cobijarse en un rincón del dormitorio. Petrificado de horror, Bosco vio que se abría violentamente la puerta, y entre una luz que se acercaba a su lecho, oyó estas palabras: «¡Bosco, Bosco, Bosco! ¡Me he salvado! » «Fue tal mi terror—añade—, que hubiera preferido morir.»
El día 6 de junio de 1841, el pastorcillo de los Becchi decía su primera misa en la iglesia de San Francisco, de Turín, y ese mismo día escribía estas palabras: «El sacerdote no va solo al Cielo ni al infierno; por eso me empeñaré en observar las siguientes resoluciones: Ocupar bien el tiempo; padecer, trabajar y humillarme en todo y siempre que se trate de salvar almas; tomar por guía la caridad y dulzura de San Francisco de Sales; no conversar con mujeres, si no es por una necesidad espiritual.» Y cuando, unos días más tarde, entraba en su casuca de los Becchi, su madre, sentándose frente a él y poniendo sus manos sobre sus rodillas, le miró cara a cara y le habló así: «Ya eres sacerdote; dices misa, estás más cerca de Cristo. Pero acuérdate, Juan, de mis palabras: comenzar a decir misa significa comenzar a padecer. No lo advertirás en seguida; pero más tarde verás que tu madre no te ha engañado. Estoy segura de que todos los días rezarás por mí, esté viva o muerta, y eso me basta. De ti no quiero más. Tú, en adelante, piensa en la salud de las almas.» Un pronóstico semejante acababa de hacer acerca del ordenado un viejo sacerdote de Turín, que gozaba fama de santo: «¡Qué joven eres y qué inexperto!», le dijo tirándole de la sotana, cual si quisiera desgarrársela. «¿La encontráis acaso demasiado fina?», preguntó Juan Bosco. «¡Qué inexperto eres!—repuso, con aire de profeta, Don Cottolengo—. Los muchachos te rodearán a millares; uno te tirará de la derecha, otro de la izquierda, y tu pobre sotana se hará trizas; procura hacerla de una tela más fuerte.»
Poco tiempo después, Don Bosco se encuentra en Turín rodeado de biricchini, es decir, de tunantes. Llega primero uno, y el nuevo sacerdote le recibe en la sacristía de la iglesia, le acaricia, le enseña a santiguarse, a rezar y a leer. Este trae a otros seis, aprendices de albañil, pero más acostumbrados a correr las calles que a manejar la llana. Don Bosco los entretiene, contándoles historias edificantes, poniendo en juego todos los resortes de su ingenio inagotable y enseñándoles canciones compuestas por él mismo. Tal fue el origen de aquellas reuniones de muchachos que el fundador llamó oratorios festivos. Al mes son ya ciento; a los tres meses, doscientos; aquellos golfillos, que acababan tal vez de salir de la prisión, que no tenían educación, ni trabajo, ni morada fija, escuchaban ahora religiosamente le explicación del Evangelio, aprendían la doctrina cristiana, y luego atravesaban las calles en alegre procesión, entonando bellas canciones y buscando una iglesia donde oír la misa. Obra noble, espléndidamente civilizadora, pero que no todo el mundo supo comprender. Las buenas gentes se escandalizaban de la alegría de aquella tropa bulliciosa, su extravagante capitán era considerado como un loco, y las mismas autoridades, interesadas en sanear la ciudad, se opusieron tercamente a aquella empresa disparatada. Los mismos curas murmuraban de aquella educación al aire libre, como de una cosa herética, y fruncían el entrecejo cuando Don Boco les decía: «Mis biricchini no tienen parroquia, porque no tienen domicilio ni familia. Si vosotros queréis atraerlos, sea en buen hora; preparad un patio con juegos y música; enseñadles catecismo, lecturas y cuentas; dadles también el desayuno y un poco de merienda por la tarde; y buscadles trabajo en las fábricas, porque ellos quieren ganarse la vida.»
Todo esto era lo que Don Bosco hacía con sus pequeñuelos. Ninguna contradicción podía desalentarle; ninguna dificultad acobardarle. Quisieron detenerle, como a un revolucionario; quisieron llevarle al manicomio, como a un demente; pero logró superar todos los obstáculos con su diplomacia maravillosa. Le desalojaron de los patios, de las iglesias y hasta de las calles, y él buscó un prado en las afueras de la ciudad. «Mi misión es consagrarme a la juventud—decía, poniendo una vibración apasionada en el acento de su voz y un fulgor extraordinario en sus ojos negros—. La divina Providencia me ha mandado mis biricchini; y cuantos más vengan, mejor.» Parecía un sonador, pero un instinto infalible le guiaba, o, por mejor decir, una ciencia sobrenatural, en que se fundían equilibradamente la discreción, la prudencia y el don de gentes. Este juicio claro en medio del caos de los tiempos en que vive, le saca triunfante de todas las luchas. Su institución se amplía sin cesar; la turba de chicuelos se multiplica; el Oratorio festivo se convierte en los Oratorios de San Francisco de Sales, organismo permanente, que es al mismo tiempo taller, templo, escuela, salón de juego y vivienda. Allí Don Bosco enseña el trabajo, la oración, la música, las letras y los juegos; allí su madre, mamá Margarita, como dicen los muchachos, reparte un plato de menestra, un pedazo de pan y un poco de fruta, si lo tiene. Y los niños viven contentos, rezan, juegan, corren, trabajan y obedecen ciegamente las órdenes de su director. Los lobos han sido transformados en corderos, y las gentes preguntan al prodigioso encantador: «Pero, ¿cómo hacéis para atraerlos de esa manera?» «Amándolos», responde él, sonriente.
Pero Don Bosco no es sólo su educador, el educador más grande de los tiempos modernos. Su corazón de apóstol le lleva a desarrollar su actividad en todos los campos donde se combate a la Iglesia: predica, confiesa, escribe, propaga la devoción a María Auxiliadora, discute con la palabra y con la pluma, se hace periodista, publica libros de ciencia y de religión, confunde a los herejes, aconseja a los extraviados y deshace las tramas de los enemigos de la fe. Es el tipo auténtico del soldado de Cristo, del conquistador ambicioso de almas. Los adversarios no pueden perdonarle sus derrotas y conjuran contra él. Muchas veces pasan las balas silbando en torno suyo; muchas veces aguardan los asesinos la ocasión propicia para asestar el golpe mortal; pero él sigue trabajando con el mismo aliento. Un día el arma de fuego atraviesa su sotana: «¡Bah! —exclama él—; mamá Margarita tendrá que remendarla.» Una providencia especial le saca de todos los peligros, y durante doce años un perro misterioso, un ejemplar imponente de la raza fuerte y ágil de los perros de pastor, aparecía a su lado en medio de los momentos difíciles. Muchas veces se le vio rondar en torno al Oratorio; pero nadie pudo averiguar su origen. Se le llamaba el Gris. «Una noche—dice Don Bosco—volvía solo a casa, con algún recelo, a causa de los numerosos atentados de que fui víctima por aquel tiempo, cuando veo junto a mí un porrazo, que de pronto me asustó; pero como no mostrase intenciones hostiles; y más bien me hiciera cariños, pronto nos hicimos amigos, y me acompañó hasta casa. Lo mismo que esa noche, ocurrió otras muchas veces.»
El prestigio de Don Bosco se había aumentado prodigiosamente, y con su prestigio, su obra. Tenía colaboradores, se multiplicaban los discípulos, su nombre corría por toda Italia, su instinto pasaba las fronteras, se extendía por Francia y por España y llegaba a las naciones del otro lado del Océano. Los Pontífices aprobaban sus iniciativas, los pueblos le admiraban, los príncipes le favorecían, y él seguía trabajando con la misma sencillez, con el mismo fervor, con el mismo fruto que en sus primeros días. A su lado trabajaban sus hijos, los Padres salesianos, dominados de su mismo entusiasmo, empujados por su mismo espíritu. Burla burlando, ha logrado formar una de las más bellas instituciones de los tiempos modernos. Con legítima satisfacción contempla a sus primeros biricchini convertidos en hombres, en ciudadanos, en cristianos. Unos son carpinteros, otros tipógrafos, otros sastres, otros ingenieros o militares. Algunos se han unido con él para trabajar a su lado en aquella obra magnífica: se han hecho salesianos. Son maravillosos los frutos de aquel sistema de enseñanza. Porque, aunque no escribió obras de pedagogía, Don Bosco transmitió a los suyos un sistema, y se lo expuso en unas páginas cuya extraordinaria sencillez llega a desconcertarnos y casi a decepcionarnos. «Para que vuestra palabra—dice a los maestros—tenga prestigio, es necesario que cada superior destruya su propio yo.» Y añade: «Los jóvenes son muy finos observadores, y advierten cuándo en un superior hay celos, envidia, soberbia, avidez de aparecer, y entonces su influencia está perdida.» Ninguna amistad particular con los alumnos; libertad completa para saltar, correr y levantar barullo a sus anchas; confesión frecuente y misa cotidiana como columnas del edificio educativo, pero sin obligar a nadie a recibir los sacramentos. Los castigos, sólo en último extremo, y, a ser posible, nunca en público. El golpear, poner de rodillas y otras penas semejantes son cosas que envilecen al que las impone. «Jamás castigos materiales—decía en una carta—; nunca palabras humillantes ni reproches severos delante de otros. En las clases resuene la palabra dulce, caritativa, paciente.»
Y así realizó el pastorcillo de los Becchi una de las obras más nobles que han visto nuestros días. Es una labor sobrehumana: miles de sacerdotes y de monjas se han formado en las congregaciones por él fundadas; centenares de miles de alumnos salieron de sus escuelas, millones de libros, revistas y folletos se imprimieron en sus talleres. Obra de amor, de energía indomable, de paciencia infinita, de alegría y de luz.
miércoles, 30 de enero de 2019
Lecturas
Todo sacerdote ejerce su ministerio diariamente ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados.
Pero Cristo, “después de haber ofrecido” por los pecados un único sacrificio; está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.
Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados. Esto nos lo atestigua también el Espíritu Santo.
En efecto, después de decir: «Así será la alianza que haré con ellos después de aquellos días», añade el Señor: «Pondré mis leyes en sus corazones y las escribiré en su mente, y no me acordaré ya de sus pecados ni de sus culpas».
Ahora bien, donde hay perdón, no hay ya ofrenda por los pecados.
En aquel tiempo, Jesús se puso a enseñar otra vez junto al mar. Acudió un gentío tan enorme, que tuvo que subirse a una barca y, ya en el mar, se sentó; y el gentío se quedó en tierra junto al mar.
Les enseñó muchas cosas con parábolas y les decía instruyéndolos: «Escuchad: Salió el sembrador a sembrar; al sembrar, algo cayó al borde del camino, vinieron los pájaros y se lo comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra; como la tierra no era profunda, brotó enseguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y, por falta de raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; los abrojos crecieron, la ahogaron, y no dio grano. El resto cayó en tierra buena: nació, creció y dio grano; y la cosecha fue del treinta o del sesenta o del ciento por uno».
Y añadió: «El que tenga oídos para oír, que oiga».
Cuando se quedó a solas, los que lo rodeaban y los Doce le preguntaban el sentido de las parábolas.
Él les dijo: «A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio, a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que “por más que miren, no vean, por más que oigan, no entiendan, no sea que se conviertan y sean perdonados”».
Y añadió: “¿No entendéis esta parábola? ¿Pues cómo vais a conocer todas las demás? El sembrador siembra la palabra. Hay unos que están al borde del camino donde se siembra la palabra; pero, en cuanto la escuchan, viene Satanás y se lleva la palabra sembrada en ellos. Hay otros que reciben la semilla como terreno pedregoso; son los que al escuchar la palabra la acogen con alegría, pero no tienen raíces, son inconstantes y, cuando viene una dificultad o persecución por la palabra, en seguida sucumben. Hay otros que reciben la semilla entre abrojos; estos son los que escuchan la palabra, pero los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y el deseo de todo lo demás los invaden, ahogan la palabra, y se queda estéril. Los otros son los que reciben la semilla en tierra buena; escuchan la palabra, la aceptan y dan una cosecha del treinta o del sesenta o del ciento por uno».
Palabra del Señor.
Santa Jacinta de Mariscotti
Santa Jacinta Mariscotti, hija de Marcantonio Mariscotti y de Ottavia Orsini, condesa de Vignanello, lugar cercano a Viterbo, nació en Vignanello el año 1585, al parecer el 16 de marzo. El matrimonio Mariscotti tuvo cuatro hijos más, que fueron los siguientes: Ginebra, que el año 1594 ingresó religiosa en el convento de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo, donde, con el nombre de sor Inocencia, vivió santamente hasta su muerte, que tuvo lugar en el mes de julio de 1631. Hortensia (1586-1626), joven virtuosa, el año 1605 casó con Paolo Capizucchi, marqués de Podio Catino. Sforza (1589-1655) casó en 1616 con Vittoria Ruspoli, y heredó el título de la familia de los Mariscotti. Galeazzo (1599-1626) fue abreviador de las letras apostólicas, y murió en la Curia Romana.
Jacinta, a quien en el bautismo habían impuesto el nombre de Clarix, niña aún, fue enviada por sus padres al monasterio de San Bernardino de Viterbo, al lado de sor Inocencia, para que al ver de cerca la santa vida que practicaba su hermana y las venerables sor Inés Guerrieri, virgen romana, y sor Lucrecia Fracassini, tenidas por muy virtuosas dentro y fuera del convento, se educara en el santo temor de Dios. Pero estos buenos ejemplos y los de otras piadosas religiosas influyeron poco en el ánimo de la joven Clarix, que no pensaba más que en la mejor manera de hacer resaltar su conocida hermosura y hablar con vanidad y jactancia de la prosapia de su familia. Como no soñaba más que en llevar una vida mundana, y no soportó por más tiempo el retiro del monasterio, se determinó a abandonarlo para regresar al lado de sus padres.
Bella y coqueta, tenía sus pretensiones y aspiraba conseguir un matrimonio brillante; por eso fue para ella una gran decepción cuando vio que su hermana Hortensia, más joven, pero muy prudente y virtuosa, casaba con el noble romano Paolo Capizucchi, mientras que a ella no se le presentaba ningún partido ventajoso. Se volvió entonces más ligera y mundana, no pensando más que en afeites y reuniones profanas, y parecía incapaz de poder tener alguna idea seria. Sus padres estaban preocupados con esta hija que, al no poder casarse, llevaba una vida tan extraviada que podía terminar en su completa ruina espiritual, por lo que deciden, aunque la joven manifiesta una extrema repugnancia hacia la vida religiosa, convencerla para que ingrese en un monasterio. Accedió Clarix, con más despecho que vocación y afecto a la nueva vida que se proponía abrazar, a tomar el hábito de Terciaria Franciscana en el mismo convento de San Bernardino de Viterbo, que unos años antes había abandonado, cambiando el nombre de pila por el de Jacinta con que ahora la conocemos. Sucedió esto el 9 de enero de 1605, cuando nuestra joven contaba veinte años de edad. Los asistentes derramaron abundantes lágrimas en el rito de la vestición, mientras que ella no dio señales de la menor emoción al pronunciar las palabras rituales de su total entrega a Dios.
Durante los diez primeros años (1605-1615) lleva en el convento una vida mundana, detestando de las pequeñas habitaciones de las religiosas, por lo que se hace construir para sí una celda magnífica que adorna con todo lujo, más propio de una princesa mundana que de una servidora de Cristo. Practica con tibieza los ejercicios de piedad y soporta con fastidio los rigores prescritos por la regla del convento, amando sobre todo la vida regalada y cómoda. Ni las amonestaciones de los superiores, ni las exhortaciones de sus parientes, ni siquiera el asesinato de su padre, perpetrado el 4 de septiembre de 1608 por Ubaldino y Hércules de Marsciano en el lugar de Parrano, fueron suficientes para volverla a una conducta de vida más conforme con el espíritu del santo instituto que había profesado.
Pero en 1615, cuando tenía treinta años de edad, el Señor se dignó echar sobre ella una mirada de su divina misericordia. Sor Jacinta cayó gravemente enferma, y aquejada de agudos dolores, dio en pensar horrorizada qué sería de su alma si en aquel estado calamitoso y de infidelidades fuera llamada a juicio delante de Dios Nuestro Señor. Pidió, pues, con insistencia la presencia de un sacerdote que la oyera en confesión, y para atenderla espiritualmente llegó al monasterio el franciscano P. Antonio Bianchetti, varón de sólida piedad, el cual, al penetrar en una habitación tan suntuosamente enriquecida con tantos objetos lujosos impropios de la pobreza franciscana, retrocediendo rehusó oírla en confesión, declarando que el paraíso no estaba reservado para los soberbios y las religiosas de vida cómoda.
Ante esta enérgica decisión por parte del padre franciscano, muy dolorida de todos sus pecados, hizo al día siguiente confesión general de todos ellos, determinándose resueltamente a cambiar de la vida que llevaba. Pronto dio evidentes señales de este sincero arrepentimiento. No obstante la grave enfermedad que la aquejaba, se levantó del lecho en que estaba postrada, y después de cambiar por un tosco sayal la fina ropa de seda que hasta entonces usaba, presentóse en el refectorio, donde se dio la disciplina en presencia de sus hermanas las religiosas, a quienes pidió perdón con lágrimas en los ojos. Las religiosas, llenas de alegría en vista de esta súbita transformación, la consolaban y animaban a continuar en esta santa vida, prometiéndole por su parte la ayuda de sus mejores oraciones. Jacinta, que comenzaba a vivir para el Señor, no quiso que en lo sucesivo le recordaran la grandeza de los Mariscotti, para lo cual rogó que le llamaran solamente sor Jacinta de Santa María.
Eligió por patronos en el cielo a santos que como ella se habían dejado arrastrar en los primeros años de su vida por los atractivos de las vanidades mundanas: por padre escogió a San Agustín; por madre, a Santa María Egipcíaca; por hermano, a San Guillermo; por hermana, a Santa Margarita de Cortona; por tío suyo, a San Pedro; finalmente, por sobrinos, a los tres niños del horno de Babilonia. Con la ayuda de esta familia celestial que ella misma se había elegido, se proponía más fácilmente conseguir los fines que se había propuesto: santificarse en esta vida y ganar el cielo en la otra. Abrazó entonces una vida de penitencia tan austera, que no podemos pensar en ella sin estremecernos. Se impuso el sacrificio de no volver a ver a sus parientes y amigos mientras no se lo ordenara la abadesa, para practicar de esta manera la virtud de la obediencia que tantas veces había despreciado; Jesucristo sufriendo por nosotros en la cruz, será desde ahora su único pensamiento y su único amor.
Jacinta poseía la virtud de la humildad en sumo grado. Rica en todos los dones de la naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa a los ojos de Dios y de los hombres, se consideraba la mujer más pecadora. La más pobre hermana conversa tenía un hábito mejor que el suyo y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para ejercitar la virtud santa de la humildad. Frecuentemente iba al refectorio con una cuerda echada al cuello, y en estas condiciones besaba los pies a las religiosas, pidiéndoles perdón por los escándalos que les había dado con su mala vida pasada. Cuando la nombraron vicesuperiora del convento y maestra de novicias, tuvieron que imponérselo por obediencia, pues ella no quería aceptarlo, pretextando que, no sabiendo gobernarse a sí misma, mal podía gobernar a las demás.
Profundamente convencida de los grandes pecados por ella cometidos, Santa Jacinta soportaba con una tranquilidad y una calma perfectas los sufrimientos que Dios tenía a bien enviarle y que ella consideraba el mejor medio para limpiarse y purificarse de su vida pasada. Durante diecisiete años fue atacada de cólicos casi continuos, producidos por las malas comidas a las que se había sometido y por las austeridades excesivas que se había impuesto. El demonio, que veía con furor cómo esta alma privilegiada se le escapaba de las manos, ensayó contra ella toda clase de tentaciones y astucias; pero los poderes del infierno no prevalecieron contra la esposa de Cristo, sostenida por el amor de su Dios y la gracia del Espíritu Santo, las largas meditaciones al pie del Crucificado, la lectura de los buenos libros y los sabios consejos de su confesor el P. Bianchetti.
Sentía hacia los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras y oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la enmienda y la vuelta al seno de la Iglesia. Entre los pecadores de Viterbo sobresalía Francisco Pacini, hombre atrevido, poderoso y deshonesto, a quien la Santa no solamente convirtió al Señor y lo convenció a llevar una vida de ermitaño, sino que fue en lo sucesivo su principal colaborador en la organización y desarrollo de las dos Cofradías por ella fundadas.
La primera fue la Compagnia dei Sacconi (o Cofradía de los encapuchados de Viterbo), que Santa Jacinta fundó en 1636, con sede en la iglesia de Santa María de las Rosas, regida por unos Estatutos que, compuestos por los mismos cofrades, fueron aprobados por el cardenal Tiberio Muti (? 1636), obispo de Viterbo. El fin de la Cofradía era procurar el cuidado material de los enfermos y ayudarles a bien morir espiritualmente. Santa Jacinta añadió a los Estatutos de los cofrades especiales ejercicios que se habían de hacer en los últimos días de Carnaval, con públicas procesiones y visita a las iglesias donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, por lo que introdujo entre estos cofrades la práctica del piadoso ejercicio de las Cuarenta horas, que en el siglo anterior ya había aprobado el papa Clemente VIII.
La Congregación de los oblatos de María, fundada también por Santa Jacinta en 1638, estableció su sede en la vieja iglesia de San Nicolás, en el llano de Ascarano, donde los oblatos de San Carlos Borromeo les hicieron donación del hospicio que ellos habían erigido en 1611 para ancianos e inválidos. La Congregación de los oblatos de María fue aprobada, después de no pequeñas dificultades, por el ordinario, Francisco María, cardenal Brancacci, el 5 de julio de 1639; el mismo ordinario aprobó, el 2 de marzo de 1643, las Constituciones de los dichos oblatos, redactadas por Santa Jacinta. Según las mismas, la Casa Madre era conocida con el nombre de il Fratello (el Hermano); se prescribe un año de probación, y el noviciado, el Oficio divino, oraciones y varias meditaciones, austeridades y abundantes penitencias. Esta legislación, que más convenía a monjas contemplativas de clausura que a una congregación de seglares, dados a obras de caridad y actividades apostólicas, fue la causa principal de que la Congregación de los oblatos de María tuviera escasa duración.
Sería muy largo enumerar aquí todas las conversiones que consiguió la Santa; los conventos que ella reformó por medio de severas cartas dirigidas a superioras demasiado remisas en el cumplimiento de sus obligaciones; las villas donde la fama de su santidad cambió en reuniones piadosas las asambleas mundanas y frívolas. De todas partes le pedían consejos y oraciones. Debido a su iniciativa, Camila Savelli, duquesa de Farnesio y de Savella, fundó dos monasterios de clarisas en Farnesio y en Roma; las novicias acudían al convento de Viterbo para marchar bajo su dirección por el camino de la vida espiritual, muchas de las cuales, entre otras la Beata Lucrecia, siguieron tan a la letra sus enseñanzas que murieron en olor de santidad.
Había en el coro del convento siete capillas, donde las religiosas podían ganar las indulgencias de las siete iglesias de Roma. Todas las noches, aun en invierno, Jacinta recorría las siete capillas orando devotamente delante de las imágenes de Jesucristo y de la Santísima Virgen y de los demás santos que allí se veneraban. Hacía esta especie de peregrinación llevando los pies desnudos y con una pesada cruz sobre sus espaldas, practicando al mismo tiempo otras duras penitencias. Tenía gran devoción al arcángel San Miguel, cuya asistencia invocaba en todas sus necesidades. Mas su principal abogada en el cielo era la Santísima Virgen, de manera que su corazón se consumía de amor cada vez que pronunciaba su dulce nombre. El santo sacrificio de la misa, donde el Salvador se ofrece todos los días como víctima expiatoria por los pecados de los hombres, le hacía derramar abundantes lágrimas. Oraba continuamente y sacaba de sus oraciones el consuelo y la esperanza que necesitaba para sobrellevar los sufrimientos de su vida. Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo concediéndole el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis y arrebatos espirituales y otros favores que sería largo enumerar aquí. Una vida tan rica en méritos y en virtudes no podía ser coronada más que con una muerte preciosa delante del Señor. El 30 de enero de 1640 el alma de sor Jacinta volaba a las eternas moradas del cielo.
Desde el momento en que la nueva de su muerte se extendió por la villa de Viterbo, la emoción de las gentes fue general, e inmenso el número de los que concurrieron a sus funerales. Los muertos que ella resucitó, los enfermos que ella curó y tantos otros prodigios por ella realizados después de su muerte manifestaron claramente el gran poder de que ella gozaba delante de Dios. Esta ilustre virgen fue beatificada en 1762 por Benedicto XIII, de la familia de los Orsini, a la cual pertenecía Ottavia, la madre de nuestra Santa, como ya hemos visto; el 24 de mayo de 1807 el papa Pío VII la inscribió en el catálogo de los santos. El cuerpo de Santa Jacinta descansa en el monasterio de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo, que había sido testigo de sus virtudes heroicas; después de dos siglos, allí se conserva incorrupto a la veneración de los fieles.
Jacinta, a quien en el bautismo habían impuesto el nombre de Clarix, niña aún, fue enviada por sus padres al monasterio de San Bernardino de Viterbo, al lado de sor Inocencia, para que al ver de cerca la santa vida que practicaba su hermana y las venerables sor Inés Guerrieri, virgen romana, y sor Lucrecia Fracassini, tenidas por muy virtuosas dentro y fuera del convento, se educara en el santo temor de Dios. Pero estos buenos ejemplos y los de otras piadosas religiosas influyeron poco en el ánimo de la joven Clarix, que no pensaba más que en la mejor manera de hacer resaltar su conocida hermosura y hablar con vanidad y jactancia de la prosapia de su familia. Como no soñaba más que en llevar una vida mundana, y no soportó por más tiempo el retiro del monasterio, se determinó a abandonarlo para regresar al lado de sus padres.
Bella y coqueta, tenía sus pretensiones y aspiraba conseguir un matrimonio brillante; por eso fue para ella una gran decepción cuando vio que su hermana Hortensia, más joven, pero muy prudente y virtuosa, casaba con el noble romano Paolo Capizucchi, mientras que a ella no se le presentaba ningún partido ventajoso. Se volvió entonces más ligera y mundana, no pensando más que en afeites y reuniones profanas, y parecía incapaz de poder tener alguna idea seria. Sus padres estaban preocupados con esta hija que, al no poder casarse, llevaba una vida tan extraviada que podía terminar en su completa ruina espiritual, por lo que deciden, aunque la joven manifiesta una extrema repugnancia hacia la vida religiosa, convencerla para que ingrese en un monasterio. Accedió Clarix, con más despecho que vocación y afecto a la nueva vida que se proponía abrazar, a tomar el hábito de Terciaria Franciscana en el mismo convento de San Bernardino de Viterbo, que unos años antes había abandonado, cambiando el nombre de pila por el de Jacinta con que ahora la conocemos. Sucedió esto el 9 de enero de 1605, cuando nuestra joven contaba veinte años de edad. Los asistentes derramaron abundantes lágrimas en el rito de la vestición, mientras que ella no dio señales de la menor emoción al pronunciar las palabras rituales de su total entrega a Dios.
Durante los diez primeros años (1605-1615) lleva en el convento una vida mundana, detestando de las pequeñas habitaciones de las religiosas, por lo que se hace construir para sí una celda magnífica que adorna con todo lujo, más propio de una princesa mundana que de una servidora de Cristo. Practica con tibieza los ejercicios de piedad y soporta con fastidio los rigores prescritos por la regla del convento, amando sobre todo la vida regalada y cómoda. Ni las amonestaciones de los superiores, ni las exhortaciones de sus parientes, ni siquiera el asesinato de su padre, perpetrado el 4 de septiembre de 1608 por Ubaldino y Hércules de Marsciano en el lugar de Parrano, fueron suficientes para volverla a una conducta de vida más conforme con el espíritu del santo instituto que había profesado.
Pero en 1615, cuando tenía treinta años de edad, el Señor se dignó echar sobre ella una mirada de su divina misericordia. Sor Jacinta cayó gravemente enferma, y aquejada de agudos dolores, dio en pensar horrorizada qué sería de su alma si en aquel estado calamitoso y de infidelidades fuera llamada a juicio delante de Dios Nuestro Señor. Pidió, pues, con insistencia la presencia de un sacerdote que la oyera en confesión, y para atenderla espiritualmente llegó al monasterio el franciscano P. Antonio Bianchetti, varón de sólida piedad, el cual, al penetrar en una habitación tan suntuosamente enriquecida con tantos objetos lujosos impropios de la pobreza franciscana, retrocediendo rehusó oírla en confesión, declarando que el paraíso no estaba reservado para los soberbios y las religiosas de vida cómoda.
Ante esta enérgica decisión por parte del padre franciscano, muy dolorida de todos sus pecados, hizo al día siguiente confesión general de todos ellos, determinándose resueltamente a cambiar de la vida que llevaba. Pronto dio evidentes señales de este sincero arrepentimiento. No obstante la grave enfermedad que la aquejaba, se levantó del lecho en que estaba postrada, y después de cambiar por un tosco sayal la fina ropa de seda que hasta entonces usaba, presentóse en el refectorio, donde se dio la disciplina en presencia de sus hermanas las religiosas, a quienes pidió perdón con lágrimas en los ojos. Las religiosas, llenas de alegría en vista de esta súbita transformación, la consolaban y animaban a continuar en esta santa vida, prometiéndole por su parte la ayuda de sus mejores oraciones. Jacinta, que comenzaba a vivir para el Señor, no quiso que en lo sucesivo le recordaran la grandeza de los Mariscotti, para lo cual rogó que le llamaran solamente sor Jacinta de Santa María.
Eligió por patronos en el cielo a santos que como ella se habían dejado arrastrar en los primeros años de su vida por los atractivos de las vanidades mundanas: por padre escogió a San Agustín; por madre, a Santa María Egipcíaca; por hermano, a San Guillermo; por hermana, a Santa Margarita de Cortona; por tío suyo, a San Pedro; finalmente, por sobrinos, a los tres niños del horno de Babilonia. Con la ayuda de esta familia celestial que ella misma se había elegido, se proponía más fácilmente conseguir los fines que se había propuesto: santificarse en esta vida y ganar el cielo en la otra. Abrazó entonces una vida de penitencia tan austera, que no podemos pensar en ella sin estremecernos. Se impuso el sacrificio de no volver a ver a sus parientes y amigos mientras no se lo ordenara la abadesa, para practicar de esta manera la virtud de la obediencia que tantas veces había despreciado; Jesucristo sufriendo por nosotros en la cruz, será desde ahora su único pensamiento y su único amor.
Jacinta poseía la virtud de la humildad en sumo grado. Rica en todos los dones de la naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa a los ojos de Dios y de los hombres, se consideraba la mujer más pecadora. La más pobre hermana conversa tenía un hábito mejor que el suyo y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las ocasiones que se le ofrecían para ejercitar la virtud santa de la humildad. Frecuentemente iba al refectorio con una cuerda echada al cuello, y en estas condiciones besaba los pies a las religiosas, pidiéndoles perdón por los escándalos que les había dado con su mala vida pasada. Cuando la nombraron vicesuperiora del convento y maestra de novicias, tuvieron que imponérselo por obediencia, pues ella no quería aceptarlo, pretextando que, no sabiendo gobernarse a sí misma, mal podía gobernar a las demás.
Profundamente convencida de los grandes pecados por ella cometidos, Santa Jacinta soportaba con una tranquilidad y una calma perfectas los sufrimientos que Dios tenía a bien enviarle y que ella consideraba el mejor medio para limpiarse y purificarse de su vida pasada. Durante diecisiete años fue atacada de cólicos casi continuos, producidos por las malas comidas a las que se había sometido y por las austeridades excesivas que se había impuesto. El demonio, que veía con furor cómo esta alma privilegiada se le escapaba de las manos, ensayó contra ella toda clase de tentaciones y astucias; pero los poderes del infierno no prevalecieron contra la esposa de Cristo, sostenida por el amor de su Dios y la gracia del Espíritu Santo, las largas meditaciones al pie del Crucificado, la lectura de los buenos libros y los sabios consejos de su confesor el P. Bianchetti.
Sentía hacia los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras y oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la enmienda y la vuelta al seno de la Iglesia. Entre los pecadores de Viterbo sobresalía Francisco Pacini, hombre atrevido, poderoso y deshonesto, a quien la Santa no solamente convirtió al Señor y lo convenció a llevar una vida de ermitaño, sino que fue en lo sucesivo su principal colaborador en la organización y desarrollo de las dos Cofradías por ella fundadas.
La primera fue la Compagnia dei Sacconi (o Cofradía de los encapuchados de Viterbo), que Santa Jacinta fundó en 1636, con sede en la iglesia de Santa María de las Rosas, regida por unos Estatutos que, compuestos por los mismos cofrades, fueron aprobados por el cardenal Tiberio Muti (? 1636), obispo de Viterbo. El fin de la Cofradía era procurar el cuidado material de los enfermos y ayudarles a bien morir espiritualmente. Santa Jacinta añadió a los Estatutos de los cofrades especiales ejercicios que se habían de hacer en los últimos días de Carnaval, con públicas procesiones y visita a las iglesias donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento, por lo que introdujo entre estos cofrades la práctica del piadoso ejercicio de las Cuarenta horas, que en el siglo anterior ya había aprobado el papa Clemente VIII.
La Congregación de los oblatos de María, fundada también por Santa Jacinta en 1638, estableció su sede en la vieja iglesia de San Nicolás, en el llano de Ascarano, donde los oblatos de San Carlos Borromeo les hicieron donación del hospicio que ellos habían erigido en 1611 para ancianos e inválidos. La Congregación de los oblatos de María fue aprobada, después de no pequeñas dificultades, por el ordinario, Francisco María, cardenal Brancacci, el 5 de julio de 1639; el mismo ordinario aprobó, el 2 de marzo de 1643, las Constituciones de los dichos oblatos, redactadas por Santa Jacinta. Según las mismas, la Casa Madre era conocida con el nombre de il Fratello (el Hermano); se prescribe un año de probación, y el noviciado, el Oficio divino, oraciones y varias meditaciones, austeridades y abundantes penitencias. Esta legislación, que más convenía a monjas contemplativas de clausura que a una congregación de seglares, dados a obras de caridad y actividades apostólicas, fue la causa principal de que la Congregación de los oblatos de María tuviera escasa duración.
Sería muy largo enumerar aquí todas las conversiones que consiguió la Santa; los conventos que ella reformó por medio de severas cartas dirigidas a superioras demasiado remisas en el cumplimiento de sus obligaciones; las villas donde la fama de su santidad cambió en reuniones piadosas las asambleas mundanas y frívolas. De todas partes le pedían consejos y oraciones. Debido a su iniciativa, Camila Savelli, duquesa de Farnesio y de Savella, fundó dos monasterios de clarisas en Farnesio y en Roma; las novicias acudían al convento de Viterbo para marchar bajo su dirección por el camino de la vida espiritual, muchas de las cuales, entre otras la Beata Lucrecia, siguieron tan a la letra sus enseñanzas que murieron en olor de santidad.
Había en el coro del convento siete capillas, donde las religiosas podían ganar las indulgencias de las siete iglesias de Roma. Todas las noches, aun en invierno, Jacinta recorría las siete capillas orando devotamente delante de las imágenes de Jesucristo y de la Santísima Virgen y de los demás santos que allí se veneraban. Hacía esta especie de peregrinación llevando los pies desnudos y con una pesada cruz sobre sus espaldas, practicando al mismo tiempo otras duras penitencias. Tenía gran devoción al arcángel San Miguel, cuya asistencia invocaba en todas sus necesidades. Mas su principal abogada en el cielo era la Santísima Virgen, de manera que su corazón se consumía de amor cada vez que pronunciaba su dulce nombre. El santo sacrificio de la misa, donde el Salvador se ofrece todos los días como víctima expiatoria por los pecados de los hombres, le hacía derramar abundantes lágrimas. Oraba continuamente y sacaba de sus oraciones el consuelo y la esperanza que necesitaba para sobrellevar los sufrimientos de su vida. Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo concediéndole el don de profecía, de milagros, de penetración de los corazones, abundantes éxtasis y arrebatos espirituales y otros favores que sería largo enumerar aquí. Una vida tan rica en méritos y en virtudes no podía ser coronada más que con una muerte preciosa delante del Señor. El 30 de enero de 1640 el alma de sor Jacinta volaba a las eternas moradas del cielo.
Desde el momento en que la nueva de su muerte se extendió por la villa de Viterbo, la emoción de las gentes fue general, e inmenso el número de los que concurrieron a sus funerales. Los muertos que ella resucitó, los enfermos que ella curó y tantos otros prodigios por ella realizados después de su muerte manifestaron claramente el gran poder de que ella gozaba delante de Dios. Esta ilustre virgen fue beatificada en 1762 por Benedicto XIII, de la familia de los Orsini, a la cual pertenecía Ottavia, la madre de nuestra Santa, como ya hemos visto; el 24 de mayo de 1807 el papa Pío VII la inscribió en el catálogo de los santos. El cuerpo de Santa Jacinta descansa en el monasterio de Terciarias Franciscanas de San Bernardino de Viterbo, que había sido testigo de sus virtudes heroicas; después de dos siglos, allí se conserva incorrupto a la veneración de los fieles.
martes, 29 de enero de 2019
Lecturas
Hermanos:
La Ley, que presenta sólo una sombra de los bienes futuros y no la realidad misma de las cosas, no puede nunca hacer perfectos a los que se acercan, pues lo hacen año tras año y ofrecen siempre los mismos sacrificios.
Si no fuera así, ¿no habrían dejado de ofrecerse, porque los ministros del culto, purificados de una vez para siempre, no tendrían ya ningún pecado sobre su conciencia.
Pero, en realidad, con estos sacrificios se recuerdan, año tras año los pecados. Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite las pecados.
Por eso, al entrar él en mundo dice: «Tú no quisiste ni sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo - pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mi - para hacer, ¡oh Dios! tu voluntad».
Primero dice: «Tú no quisiste ni sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la ley.
Después añade: «He aquí que vengo para hacer tu voluntad».
Niega lo primero, para afirmar lo segundo.
Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación de cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.
En aquel tiempo, llegaron la madre de Jesús y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar.
La gente que tenía sentada alrededor le dijo: «Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan».
Él les pregunta: « ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?».
Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre».
Palabra del Señor.
Beata Vilana delle Botti
«Esta beata pasó del lujo a la pobreza. En la historia de su conversión se halla el trazo de la fealdad que percibió un día ante un espejo, viendo desdibujadas en él sus hermosas facciones. El resto de su vida fue una gran penitente»
La convicción de que nada sucede porque sí, sino que la voluntad de Dios se halla de por medio buscando siempre lo mejor para sus hijos, es un sentimiento que no se despega de quienes le siguen. Si no lo comprenden enseguida, lo verán plasmado después en sus biografías. Que Él permita que otros se dediquen a torcer caminos ajenos no es más que un signo de la libertad en la que nos ha creado. A Vilana sus padres le indujeron a tomar una vía que no se hallaba en sus planes. Eligieron por ella hasta que ella decidió por sí misma; esa es la diametral diferencia que marca la frontera entre quien se deja arrastrar por las circunstancias o presiones, y la de quien se sobrepone y, con la gracia de Dios, ejerce una supremacía frente a éstas. Unida a su conversión, el Altísimo quiso bendecirla con la de una parte de su familia, y dispuso su ánimo para aceptar con fortaleza el sufrimiento prematuro que le aguardaba. Antes, supo arrancarse otra de las enfermedades del alma: la espesa vanidad que cercena el progreso personal y espiritual.
Pertenecía a una acaudalada familia florentina ya que su padre, Andrea di Messer Lapo delle Botti, había hecho fortuna como comerciante. Vilana nació en Florencia en 1332, una época histórica harto compleja para la ciudad, signada por vaivenes de índole político, pero que iban a tener grave repercusión a nivel económico y espiritual. En este entramado, su familia, como el resto de los ciudadanos florentinos, verían condicionada su vida seriamente. Por si fuera poco, otras agresiones imprevisibles de carácter atmosférico que también se manifestaron, ya hicieron acto de presencia cuando ella tenía un año de vida aproximadamente. Así en 1333 Florencia quedó devastada a causa de una gravísima inundación. La beata era contemporánea de santa Catalina de Siena. No sintió la llamada a la conversión y al seguimiento de Cristo siendo niña, como le sucedió a Catalina, pero el hecho religioso no le resultaba indiferente. Y siendo adolescente, incluso intentó vincularse a la vida conventual, aunque la edad, unos 13 años, constituía un veto para su admisión. Además, como comprobaría más tarde, su padre tenía otros planes para ella.
Entretanto, a la opresión ejercida por el duque de Atenas sobre la población, con el consiguiente levantamiento de ésta, siguió en 1348 la epidemia de peste que asoló Europa. La crisis financiera y los efectos de esta catástrofe provocada por este nuevo azote que diezmó la ciudad, perdiendo la vida decenas de miles de florentinos, sumió a aquélla en un caos de grandes proporciones. En años sucesivos se fue constatando hasta qué punto llegó a influir en la conducta de los ciudadanos, si bien no afectó tanto a hogares como el de Vilana. Llegada la hora, su familia la empujó al matrimonio en contra de su voluntad. Se casó en 1351 con Piero di Stefano Rosso Benintendi, y junto a él pudo frecuentar selectos círculos sociales. Muy pronto se le olvidaron los influjos de la vida religiosa. Se insertó de lleno en el ambiente del lujo y oropeles, sin mayores preocupaciones que dejarse llevar por ellos.
Un día, mientras se engalanaba para una de las fiestas fastuosas a las que solía acudir, el espejo le devolvió una imagen espantosa. Otros espejos a los que recurrió para contemplarse mostraban esa misma faz horrenda. No pudo sostener su mirada, y quedó tan sobrecogida por la visión, entendiendo que era su propia alma, que acudió de inmediato a Santa María Novella, buscando el perdón que ardientemente brotaba de lo más recóndito de su ser. Este instante marcó el inicio de su conversión. Cuando atravesó el dintel del convento de los dominicos era una mujer completamente distinta, que quería expiar su disoluta conducta anterior. Siguió unida a su esposo, pero llevando vida austera, marcada por la oración, penitencia y piedad. Mientras, llena de caridad, incluía en sus acciones cotidianas la asistencia a los pobres para los que no dudó en mendigar. Obtuvo la conversión de su padre, e influyó de manera determinante en la de su esposo, que ponía en solfa la fe, conduciéndole a una existencia sosegada, con esperanza. En su momento, de acuerdo con él, después de liberarse de sus bienes, tomó el hábito como terciaria dominica. Entre sus lecturas se hallaba el Evangelio, con especial atención a las cartas de san Pablo, y biografías de santos, entre otros textos espirituales.
No había llegado a la treintena cuando la enfermedad comenzó a hacer mella en su vida. La acogió como signo de personal expiación, gozosa de poder ofrecerse a Cristo a quien dulcemente llamaba: «Cristo Jesús, amor mío crucificado». Sus experiencias místicas fueron creciendo exponencialmente, y fue bendecida por numerosos favores extraordinarios como, por ejemplo, visiones de Cristo crucificado y de la Virgen María. A veces, conforme iba arreciando la enfermedad, rogaba a su confesor que no pidiese por su recuperación. Quería ofrendarla, con paciencia y gozo místico, por los desmanes de su pasado. Y en medio de consuelos celestiales, aspiraba a asumir el sufrimiento para asemejarse más a Cristo. El maligno la asedió en numerosas ocasiones, incluido el instante en el que se hallaba en su lecho de muerte, cuando paralizada por completo en sus extremidades, en el momento de recibir la Unción, el diablo apareció vestido de anacoreta; quería inducirla a pensar que estaba siendo abandonada. Pero ella, segura de la presencia de Cristo, lo arrojó fuera de sí. Murió en Florencia el 29 de enero de 1361, a los 29 años, mientras leían el texto evangélico de la Pasión. Su culto fue confirmado por León XII el 27 de marzo de 1824.
La convicción de que nada sucede porque sí, sino que la voluntad de Dios se halla de por medio buscando siempre lo mejor para sus hijos, es un sentimiento que no se despega de quienes le siguen. Si no lo comprenden enseguida, lo verán plasmado después en sus biografías. Que Él permita que otros se dediquen a torcer caminos ajenos no es más que un signo de la libertad en la que nos ha creado. A Vilana sus padres le indujeron a tomar una vía que no se hallaba en sus planes. Eligieron por ella hasta que ella decidió por sí misma; esa es la diametral diferencia que marca la frontera entre quien se deja arrastrar por las circunstancias o presiones, y la de quien se sobrepone y, con la gracia de Dios, ejerce una supremacía frente a éstas. Unida a su conversión, el Altísimo quiso bendecirla con la de una parte de su familia, y dispuso su ánimo para aceptar con fortaleza el sufrimiento prematuro que le aguardaba. Antes, supo arrancarse otra de las enfermedades del alma: la espesa vanidad que cercena el progreso personal y espiritual.
Pertenecía a una acaudalada familia florentina ya que su padre, Andrea di Messer Lapo delle Botti, había hecho fortuna como comerciante. Vilana nació en Florencia en 1332, una época histórica harto compleja para la ciudad, signada por vaivenes de índole político, pero que iban a tener grave repercusión a nivel económico y espiritual. En este entramado, su familia, como el resto de los ciudadanos florentinos, verían condicionada su vida seriamente. Por si fuera poco, otras agresiones imprevisibles de carácter atmosférico que también se manifestaron, ya hicieron acto de presencia cuando ella tenía un año de vida aproximadamente. Así en 1333 Florencia quedó devastada a causa de una gravísima inundación. La beata era contemporánea de santa Catalina de Siena. No sintió la llamada a la conversión y al seguimiento de Cristo siendo niña, como le sucedió a Catalina, pero el hecho religioso no le resultaba indiferente. Y siendo adolescente, incluso intentó vincularse a la vida conventual, aunque la edad, unos 13 años, constituía un veto para su admisión. Además, como comprobaría más tarde, su padre tenía otros planes para ella.
Entretanto, a la opresión ejercida por el duque de Atenas sobre la población, con el consiguiente levantamiento de ésta, siguió en 1348 la epidemia de peste que asoló Europa. La crisis financiera y los efectos de esta catástrofe provocada por este nuevo azote que diezmó la ciudad, perdiendo la vida decenas de miles de florentinos, sumió a aquélla en un caos de grandes proporciones. En años sucesivos se fue constatando hasta qué punto llegó a influir en la conducta de los ciudadanos, si bien no afectó tanto a hogares como el de Vilana. Llegada la hora, su familia la empujó al matrimonio en contra de su voluntad. Se casó en 1351 con Piero di Stefano Rosso Benintendi, y junto a él pudo frecuentar selectos círculos sociales. Muy pronto se le olvidaron los influjos de la vida religiosa. Se insertó de lleno en el ambiente del lujo y oropeles, sin mayores preocupaciones que dejarse llevar por ellos.
Un día, mientras se engalanaba para una de las fiestas fastuosas a las que solía acudir, el espejo le devolvió una imagen espantosa. Otros espejos a los que recurrió para contemplarse mostraban esa misma faz horrenda. No pudo sostener su mirada, y quedó tan sobrecogida por la visión, entendiendo que era su propia alma, que acudió de inmediato a Santa María Novella, buscando el perdón que ardientemente brotaba de lo más recóndito de su ser. Este instante marcó el inicio de su conversión. Cuando atravesó el dintel del convento de los dominicos era una mujer completamente distinta, que quería expiar su disoluta conducta anterior. Siguió unida a su esposo, pero llevando vida austera, marcada por la oración, penitencia y piedad. Mientras, llena de caridad, incluía en sus acciones cotidianas la asistencia a los pobres para los que no dudó en mendigar. Obtuvo la conversión de su padre, e influyó de manera determinante en la de su esposo, que ponía en solfa la fe, conduciéndole a una existencia sosegada, con esperanza. En su momento, de acuerdo con él, después de liberarse de sus bienes, tomó el hábito como terciaria dominica. Entre sus lecturas se hallaba el Evangelio, con especial atención a las cartas de san Pablo, y biografías de santos, entre otros textos espirituales.
No había llegado a la treintena cuando la enfermedad comenzó a hacer mella en su vida. La acogió como signo de personal expiación, gozosa de poder ofrecerse a Cristo a quien dulcemente llamaba: «Cristo Jesús, amor mío crucificado». Sus experiencias místicas fueron creciendo exponencialmente, y fue bendecida por numerosos favores extraordinarios como, por ejemplo, visiones de Cristo crucificado y de la Virgen María. A veces, conforme iba arreciando la enfermedad, rogaba a su confesor que no pidiese por su recuperación. Quería ofrendarla, con paciencia y gozo místico, por los desmanes de su pasado. Y en medio de consuelos celestiales, aspiraba a asumir el sufrimiento para asemejarse más a Cristo. El maligno la asedió en numerosas ocasiones, incluido el instante en el que se hallaba en su lecho de muerte, cuando paralizada por completo en sus extremidades, en el momento de recibir la Unción, el diablo apareció vestido de anacoreta; quería inducirla a pensar que estaba siendo abandonada. Pero ella, segura de la presencia de Cristo, lo arrojó fuera de sí. Murió en Florencia el 29 de enero de 1361, a los 29 años, mientras leían el texto evangélico de la Pasión. Su culto fue confirmado por León XII el 27 de marzo de 1824.
lunes, 28 de enero de 2019
Lecturas
Hermanos:
Cristo es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Cristo entró no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.
Tampoco se ofrece a si mismo muchas veces como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde la fundación del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de los tiempos para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.
Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio.
De la misma manera, Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos.
La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar a los que lo esperan.
En aquel tiempo, los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: «Tiene dentro a Belzebú y expulsa a los demonios con el poder del jefe de los demonios».
Él los invitó a acercarse y les puso estas parábolas: « ¿Cómo va a echar Satanás a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir. Si Satanás se rebela contra sí mismo, para hacerse la guerra, no puede subsistir, está perdido. Nadie puede meterse en casa de un hombre forzudo para arramblar con su ajuar, si primero no lo ata; entonces podrá arramblar con la casa.
En verdad os digo, todo se les podrá perdonar a los hombres: los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre».
Se refería a los que decían que tenía dentro un espíritu inmundo.
Palabra del Señor.
Beato Moisés Tovini
Nació en Cividate Camuno (Brescia) el 27 de diciembre de 1877. Su padrino de bautismo fue su tío paterno, el abogado José Tovini (beatificado el 20 de septiembre de 1998), que con su vida evangélica influyó mucho también en las decisiones de Moisés.
Sus padres, Eugenio Tovini y Domenica Malaguzzi, después del nacimiento de Moisés tuvieron otros siete hijos. Una vez terminada la escuela primaria, gracias a la buena posición económica de su familia, Moisés prosiguió los estudios secundarios primero en el instituto Venerable Luzzago de Brescia, luego en el colegio episcopal San Defendente de Romano Lombardo y, por último, en el colegio de Celana de Bérgamo. En aquellos años maduró su vocación.
A los 15 años fue admitido en el colegio del seminario de Brescia. Desde octubre de 1897 hasta octubre de 1898 realizó en dicha ciudad el servicio militar en el cuerpo de infantería. Al final de sus estudios, recibió la ordenación sacerdotal en la catedral de Brescia el 9 de junio de 1900.
Desempeñó su ministerio, durante algunos meses, como capellán en Astrio de Breno. Luego, para completar su formación, fue enviado a Roma, donde consiguió el doctorado en matemáticas, el doctorado en filosofía y la licenciatura en teología. Por aquellos años realizó un intenso apostolado en dos iglesias de la periferia de Roma, frecuentadas por los pobres del Agro Romano: Cervelletta y Riposo.
En 1904 volvió a su diócesis, y fue uno de los primeros tres sacerdotes oblatos de la congregación diocesana de la Sagrada Familia, formada por sacerdotes seculares a disposición del obispo. Allí desempeñó el cargo de superior durante varios años.
El compromiso principal de su vida fue el colegio del seminario. Primero enseñó matemáticas y filosofía, y a partir de 1908, tras conseguir el doctorado en Milán, también apologética y dogmática.
Profesor apreciado, gozaba de la estima del mundo laico por su preparación cultural y científica. En 1914, en el Ateneo de ciencias de Brescia, pronunció una conferencia, que tuvo mucho éxito, sobre los últimos adelantos en cosmología.
En el período de la primera guerra mundial el obispo le encomendó durante casi un año el cuidado pastoral de la parroquia de Provaglio d'Iseo, y luego el de la de Tórbole: en ambas demostró ser un pastor de almas celoso y caritativo.
Además de la enseñanza, se dedicó a la obra catequística diocesana, contribuyendo en gran medida a la formación de los catequistas en las parroquias ciudadanas y a la habilitación de los maestros para la enseñanza de la religión en las escuelas públicas. Fue particularmente valiosa su aportación a la Acción católica, de 1921 a 1926, como consiliario de la junta diocesana. Eran tiempos difíciles para la asociación, que encontró en él un guía sabio y apreciado.
Entre los diversos encargos que don Moisés desempeñó en la curia, figuran: miembro del tribunal eclesiástico, examinador sinodal, censor de libros y canónigo de la catedral.
En 1926 fue nombrado rector del seminario. Fueron años difíciles a causa de algunas incomprensiones con sus colaboradores, que lo consideraban demasiado bueno con los seminaristas; pero su dedicación a la obra educativa de los futuros sacerdotes fue total.
En su primera homilía como rector indicó a los seminaristas el camino de la santidad, siguiendo tres grandes amores: la Eucaristía, la Virgen Inmaculada y el Papa.
Tras una breve enfermedad, sobrellevada con mansedumbre y humildad, murió el 28 de enero de 1930 en la clínica bresciana de los Hermanos de San Juan de Dios. Su cuerpo recibió sepultura en el cementerio de su ciudad natal, pero, al ir aumentando su fama de santidad, fue trasladado a la iglesia parroquial, donde actualmente se custodia y venera.
En 1963 se introdujo su causa de canonización. En abril de 2003 se reconocieron sus virtudes heroicas. El 19 de diciembre de 2005 Benedicto XVI aprobó el decreto referente al milagro en favor de don Giovanni Flocchini, que había sido alumno del nuevo beato.
Sus padres, Eugenio Tovini y Domenica Malaguzzi, después del nacimiento de Moisés tuvieron otros siete hijos. Una vez terminada la escuela primaria, gracias a la buena posición económica de su familia, Moisés prosiguió los estudios secundarios primero en el instituto Venerable Luzzago de Brescia, luego en el colegio episcopal San Defendente de Romano Lombardo y, por último, en el colegio de Celana de Bérgamo. En aquellos años maduró su vocación.
A los 15 años fue admitido en el colegio del seminario de Brescia. Desde octubre de 1897 hasta octubre de 1898 realizó en dicha ciudad el servicio militar en el cuerpo de infantería. Al final de sus estudios, recibió la ordenación sacerdotal en la catedral de Brescia el 9 de junio de 1900.
Desempeñó su ministerio, durante algunos meses, como capellán en Astrio de Breno. Luego, para completar su formación, fue enviado a Roma, donde consiguió el doctorado en matemáticas, el doctorado en filosofía y la licenciatura en teología. Por aquellos años realizó un intenso apostolado en dos iglesias de la periferia de Roma, frecuentadas por los pobres del Agro Romano: Cervelletta y Riposo.
En 1904 volvió a su diócesis, y fue uno de los primeros tres sacerdotes oblatos de la congregación diocesana de la Sagrada Familia, formada por sacerdotes seculares a disposición del obispo. Allí desempeñó el cargo de superior durante varios años.
El compromiso principal de su vida fue el colegio del seminario. Primero enseñó matemáticas y filosofía, y a partir de 1908, tras conseguir el doctorado en Milán, también apologética y dogmática.
Profesor apreciado, gozaba de la estima del mundo laico por su preparación cultural y científica. En 1914, en el Ateneo de ciencias de Brescia, pronunció una conferencia, que tuvo mucho éxito, sobre los últimos adelantos en cosmología.
En el período de la primera guerra mundial el obispo le encomendó durante casi un año el cuidado pastoral de la parroquia de Provaglio d'Iseo, y luego el de la de Tórbole: en ambas demostró ser un pastor de almas celoso y caritativo.
Además de la enseñanza, se dedicó a la obra catequística diocesana, contribuyendo en gran medida a la formación de los catequistas en las parroquias ciudadanas y a la habilitación de los maestros para la enseñanza de la religión en las escuelas públicas. Fue particularmente valiosa su aportación a la Acción católica, de 1921 a 1926, como consiliario de la junta diocesana. Eran tiempos difíciles para la asociación, que encontró en él un guía sabio y apreciado.
Entre los diversos encargos que don Moisés desempeñó en la curia, figuran: miembro del tribunal eclesiástico, examinador sinodal, censor de libros y canónigo de la catedral.
En 1926 fue nombrado rector del seminario. Fueron años difíciles a causa de algunas incomprensiones con sus colaboradores, que lo consideraban demasiado bueno con los seminaristas; pero su dedicación a la obra educativa de los futuros sacerdotes fue total.
En su primera homilía como rector indicó a los seminaristas el camino de la santidad, siguiendo tres grandes amores: la Eucaristía, la Virgen Inmaculada y el Papa.
Tras una breve enfermedad, sobrellevada con mansedumbre y humildad, murió el 28 de enero de 1930 en la clínica bresciana de los Hermanos de San Juan de Dios. Su cuerpo recibió sepultura en el cementerio de su ciudad natal, pero, al ir aumentando su fama de santidad, fue trasladado a la iglesia parroquial, donde actualmente se custodia y venera.
En 1963 se introdujo su causa de canonización. En abril de 2003 se reconocieron sus virtudes heroicas. El 19 de diciembre de 2005 Benedicto XVI aprobó el decreto referente al milagro en favor de don Giovanni Flocchini, que había sido alumno del nuevo beato.
domingo, 27 de enero de 2019
Lecturas
En aquellos días, el día primero del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad: hombres, mujeres y cuantos tenían uso de razón. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura del libro de la ley. El escriba Esdras se puso en pie sobre una tribuna de madera levantada para la ocasión.
Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas.
«Amén, amén».
Luego se inclinaron y adoraron al Señor, rostro en tierra.
Los levitas leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su sentido, de modo que entendieran la lectura.
Entonces el gobernador Nehemías, el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a toda la asamblea: «Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis» (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley) Nehemías les dijo: «Id, comed buenos manjares y bebed buen vino, e invitad a los que no tienen nada preparado, pues este día está consagrado al Señor. ¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza».
Hermanos:
Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo.
Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.
Pues el cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos.
Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no formo parte del cuerpo», ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? si fuera todo oído, ¿dónde estaría el olfato? Pues bien, Dios distribuyó cada uno de los miembros en el cuerpo como quiso. Si todos fueran un mismo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?
Sin embargo, aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo.
El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito»; y la cabeza no puede decir a los pies: «No os necesito.» Sino todo lo contrario, los miembros que parecen más débiles son necesarios. Y los miembros del cuerpo que nos parecen despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan.
Pues bien, Dios organizó el cuerpo dando mayor honor a lo que carece de él, para que así no haya división en el cuerpo, sino que más bien todos los miembros se preocupan por igual unos de otros. Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él.
Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro.
Pues en la iglesia Dios puso en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar a los profetas, en el tercero, a los maestros, después, los milagros; después el carisma de curaciones, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todos los dones para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?
Ilustre Teófilo:
Puesto que muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han cumplido entre nosotros, como nos los transmitieron los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la palabra, también yo he resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan.
Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; para proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que le ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él.
Y él comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Palabra del Señor.
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