miércoles, 30 de abril de 2014
Lecturas
En aquellos días, el sumo sacerdote y los de su partido -la secta de los saduceos-, llenos de envidia, mandaron prender a los apóstoles y meterlos en la cárcel común.
Pero, por la noche, el ángel del Señor les abrió las puertas de la celda y los sacó fuera, diciéndoles:
- «ld al templo y explicadle allí al pueblo íntegramente este modo de vida.»
Entonces ellos entraron en el templo al amanecer y se pusieron a enseñar.
Llegó entre tanto el sumo sacerdote con los de su partido, convocaron el Sanedrín y el pleno de los ancianos israelitas, y mandaron por los presos a la cárcel. Fueron los guardias, pero no los encontraron en la celda, y volvieron a informar:
- «Hemos encontrado la cárcel cerrada, con las barras echadas, y a los centinelas guardando las puertas; pero, al abrir, no encontramos a nadie dentro.»
El comisario del templo y los sumos sacerdotes no atinaban a explicarse qué había pasado con los presos. Uno se presentó, avisando:
- «Los hombres que metisteis en la cárcel están ahí en el templo y siguen enseñando al pueblo.»
El comisario salió con los guardias y se los trajo, sin emplear la fuerza, por miedo a que el pueblo los apedrease.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.
En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.
Palabra del Señor.
Beata María de la Encarnación
Es la Beata María de la Encarnación un alma de Dios, verdaderamente atrayente, que supo buscarse los caminos de la santidad tanto en la vida del mundo como en el silencio y recogimiento del claustro.
Nace en París, año de 1565, de nobles y piadosos padres, Nicolás Aurillot, señor de Champlastreus, y María l'Huillier, recibiendo en el bautismo el nombre de Bárbara. Hija de la esperanza y de la oración, cuando sus padres estaban ya sin hijos, es consagrada desde niña a Nuestra Señora, prometen vestirla de blanco hasta la edad de siete años y la ofrecen como voto de acción de gracias en una iglesia, dedicada a la Santísima Virgen.
Educada en este ambiente de piedad, Bárbara crece en amor y devoción, y a los doce años entra de pupila en el monasterio de Santa Clara de Longchamps, donde recibe por primera vez al Señor, empezando a mirar ya desde pequeña con desprecio las cosas del mundo. El Señor, sin embargo, quería hacer de ella la mujer fuerte, santa en medio de su sencillez de mujer, de madre y de esposa.
A los catorce años sale del monasterio y, a instancias de sus padres, pronto empieza a seguir la vida de sociedad, mezclada entre las jóvenes de su tiempo. Serena, con una piedad honda y reposada, pasa por la vida como quien se ha entregado por entero a Dios. No le preocupan las diversiones ni los consuelos humanos. Su madre, preocupada por lo que ella creía desviación de una piedad exagerada, trata al principio de convencerla con suaves razones para que alterne y se divierta como las otras, pero choca con la decisión inquebrantable de su hija. En seguida usa con ella de una guerra fría, en la que tanto había de padecer el alma sensible y delicada de Bárbara. Todo lo sufre ella por amor y, a pesar de las privaciones injustificadas que su madre le impone, sigue manifestándole siempre un profundo respeto y obediencia.
Cuando llega el tiempo de tomar estado, Bárbara escoge decididamente el camino del claustro, pero sus padres se muestran en todo punto intransigentes, ya que no se resignan a perder, así de joven, a su hija. Para desviarla de su vocación le proponen un ventajoso partido, y a base de argucias y de amenazas logran que, al fin, consienta nuestra Beata en casarse con el contador Acaria, señor de Montdbrand y de Rucenay, caballero, por su parte, de buenas prendas personales, noble y cristiano.
Pero el Señor no se había olvidado de su sierva, y en la compañía de su esposo sigue Bárbara su vida de casada con la misma devoción y piedad de antes. Su hogar vive de Dios, y es ella la primera en dar ejemplo de sencillez y de caridad para con todos, y especialmente con la servidumbre. Había entre ella, precisamente, una criada, que había recibido Bárbara a su salida del convento, Andrea Levoiz, un alma todo piedad y dada por completo al servicio divino. Las dos se ayudan mutuamente, hacen juntas sus devociones, se llevan cuenta de sus faltas y se animan para más adelantar en la perfección. Ante Andrea cae postrada nuestra Beata el mismo día de su boda, pidiéndole perdón entre amargas lágrimas por todas las ofensas que contra ella pudiera haber cometido. La sirvienta, considerándola ya señora de casa, no quiere oírla y solamente cede cuando la misma Bárbara reiteradamente se lo suplica.
Ambas se dedican a la educación cristiana de los hijos que Dios había concedido al matrimonio. Seis fueron éstos, que son consagrados al Señor desde su nacimiento, y de ellos las tres hijas se habían de dedicar a Él enteramente, como su madre, en la nueva Orden de las Carmelitas Descalzas.
Por este tiempo se iba a operar una nueva transformación en el alma de la joven esposa, que de ahora en adelante no vivirá sino solamente para la gloria de Dios y para el silencio recogido de la oración. Dios la quiso probar como a su madre Santa Teresa, y para ello utiliza los malos servicios de una amiga vana y casquivana, que poco a poco se fue introduciendo en la vida de Bárbara. Esta, a más de sus conversaciones ligeras, la va iniciando en lecturas más o menos profanas, que llegaron a turbar un tanto el alma serena de nuestra Beata, y hasta a dejarla en ocasiones fría e indiferente en sus prácticas de piedad. Su mismo esposo se da cuenta y quiere sustraerla del peligro, dándole libros más acomodados y haciéndole ver el peligro a que tales amistades la iban llevando. Bárbara entra en razón y, al fin, un día encuentra una de esas luces que a veces manda Dios a sus siervos y que sirven de base para un cambio total en la vida. Fueron aquellas palabras de San Agustín, que en cierta ocasión vinieron a caer, casi al azar, ante sus ojos: "Muy codicioso es el corazón que no se contenta con Dios". Bárbara piensa, se recrimina a sí misma, llora lo que de desviación pudo haber en su conducta con el Señor, y se entrega ya desde ahora por entero.
Eran los días en que por Francia, y sobre todo en París, iba haciéndose tema de admiración y de gran simpatía la reforma carmelitana que había extendido Santa Teresa por España, y los escritos de la Santa eran lectura escogida de almas selectas y apostólicas. En París, en concreto, el celo de don Juan de Quintanadueñas y de otros varones devotos hacen que estos escritos se vayan extendiendo cada vez más. Entre los que más entusiasmados están con la idea se cuentan el prior de la Cartuja, el señor De Brétigny, Gallemant, el apostólico Bérulle, Duval y, unida al grupo y casi animadora de él, la esposa del contador Acaria, Bárbara de Aurillot. Al principio, a ésta no le acaban de convencer los escritos de la Santa, pero Dios la había ya escogido de antemano para su obra. Para ello, en 1601, tiene una aparición de Santa Teresa, donde le da a conocer el espíritu de su reforma y la anima para que trabaje y para que, por medio de ella, se pueda introducir en Francia. Bárbara da en seguida cuenta del suceso a su confesor, el mismo prior de la Cartuja, a quien le parece ser todo verdadero. Con esta ocasión todo el grupo se reúne varías veces en la Cartuja, con el propósito de poner en ejecución la voz del cielo, que hablaba por aquella alma santa.
Bárbara desde este momento ha entrado a formar parte, y a veces como directora, de un gran movimiento apostólico, que ha de cristalizar al fin con la introducción de la reforma carmelitana en varios lugares de Francia, hasta que ella misma, como corona de todos sus sacrificios se consagre a Dios con las primeras carmelitas reformadas francesas, La obra, sin embargo, no se presenta tan fácil, y la sierva de Dios ha de sufrir tanto de unos como de otros, empezando por su mismo esposo, a quien no le agrada que Bárbara se dé tan de lleno al apostolado y a la virtud. Ella hace todo lo posible por atraérsele, usando siempre con él de sumisión y de obediencia rendida. Cuéntase que una vez, estando ya a punto de comulgar, dijéronla que la avisaba su esposo, y entonces, dejando la comunión, salió corriendo para atender a su llamada y obedecerle. Cuando le ve encarcelado en las guerras calvinistas, Bárbara no se separa de él y comparte sus penalidades, hasta que, por fin, logra que le pongan en libertad. Su esposo muere pronto, y desde entonces nada impedirá a nuestra Beata dedicarse a la primera ilusión que tuvo cuando joven.
Mientras la idea de la reforma va cobrando de vez en vez más entusiasmo, madame de Acaria, Quintanadueñas y Brétigny hacen propaganda y obtienen del papa Clemente VIII las bulas necesarias para las nuevas fundaciones. Los primeros intentos se frustran, pero una nueva revelación de Santa Teresa a nuestra Beata en 1602, y la ayuda que les prestan personajes notables, dan un nuevo impulso a la idea. Entre otros interviene con gran eficacia el mismo San Francisco de Sales. Todos piden al padre general de España que les vaya preparando un número escogido de carmelitas reformadas para que estén dispuestas a pasar a Francia. Una comisión, con Bérulle a la cabeza, se decide a venir a Salamanca y al fin se decide que un grupo de monjas, entre ellas las Beatas Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, se preparen para el viaje de fundación. En 1604 entraban en París y el mismo día fueron a San Dionisio, donde les estaban esperando, a la entrada del puente de Nuestra Señora, las carrozas de la duquesa de Lonqueville, de su hermana la princesa de Estatuteville, de madame Acarie con sus tres hijas y de otras señoras. De esta manera, con sencillez y piedad carmelitanas, entran todos en el primer convento de monjas carmelitas reformadas de Francia, Nuestra Señora de los Campos, cantando con emoción inolvidable el salmo Laudate Dominum omnes gentes.
Dado el primer paso, nuestra Beata se dispone a fomentar las fundaciones en diversas ciudades como en Pontoise en 1605 y en Tours en 1608, ayudándose a veces de sus parientes y preparando ella misma las novicias que habían de poblar aquellos "palomarcitos". La primera, en la diócesis de Versalles, iba a ser su preferida, santuario venerado, por otra parte, de la Orden de Francia, que iba a recoger el último suspiro de Bárbara, convertida ya en carmelita, y donde se conservan todavía sus venerados restos y los recuerdos de sus mortificaciones y penitencias. A esta fundación se entregó con todas sus energías, ayudada de sus hijas, y no descansó hasta que quedó inaugurada ante la presencia de la Beata Ana de Jesús, siendo la primera priora la otra Beata y apóstol del Carmelo, la madre Ana de San Bartolomé.
En estas andanzas apostólicas estaba la viuda de Acaria cuando vio con toda claridad que también el Señor le pedía a ella que diera el último paso hacia una consagración definitiva y total en la Orden del Carmelo, que tanto le entusiasmara. Para ello pide consejo, arregla el futuro de sus hijos y, habiendo hecho un largo retiro espiritual en el monasterio de Nuestra Señora de los Campos, pide con toda humildad le sea concedida la gracia de poder vestir el hábito de profesa. Entonces recuerda que, estando en la iglesia de San Nicolás, en la Lorena, había tenido una visión de Santa Teresa, donde le indicaba que con el tiempo también ella habría de entrar en uno de sus conventos, aunque fuera de humilde lega. Y así fue, siendo al fin recibida en el convento de Amiéns, para lo que deja París en Miércoles de Ceniza del año 1614. Dispensada del tiempo del postulantado, el 7 de abril del mismo año viste el hábito de profesa, escogiendo como nombre el de María de la Encarnación. Desde ahora toda su ilusión ha de ser el pasar escondida y en silencio, guardando con toda puntualidad y obediencia las reglas. Dios, como ya lo hiciera otras veces en el siglo, la había de regalar con todas las dulzuras de la vida espiritual y pronto sus hermanas serían testigos de los éxtasis a que el Señor la elevaba, significando con ello la vida de amor y de entrega en que vivía su sierva. Para las monjitas, María de la Encarnación es como una niña llena de sencillez y de candor, con la alegría de las almas que parece que ya no viven en el mundo y que esperan únicamente el encuentro definitivo con el Señor.
Pronto habían de realizarse sus deseos, pero no sin pasar antes por la prueba del dolor. Cuando llegaba el tiempo de su profesión cae enferma, y a tanto llega su gravedad, que la han de administrar los últimos sacramentos, quedando después sumida en un profundo éxtasis. Al recobrar los sentidos las hermanas que la rodean escuchan de sus labios cosas maravillosas que les decía de Dios, de la Virgen y de Santa Teresa, y al fin les ruega que recen por la Iglesia católica. Sin desaparecer la gravedad, llega el 8 de abril de 1615, en que le tocaba hacer la profesión, y, no queriendo retrasarla, enferma como estaba, se hace llevar en una camilla a un oratorio, que estaba enfrente del altar mayor, donde, con la solemnidad acostumbrada en la Orden, hace ante todas su profesión religiosa.
Acabado el acto, se pasa todo el día cantando las alabanzas del Señor y repitiendo como fuera de sí aquel versículo: Misericordias Domini in aeternunm cantabo. Reclama de todas su ayuda para que, juntas, den gracias a Dios por el beneficio que con ella había usado, mientras les repite toda sumida en emoción y lágrimas- "¡Oh mi Dios, qué gracia me habéis hecho, qué misericordia!". Su hija mayor, sor María de Jesús, no se apartaba del lecho de su madre, pero cuando ésta la veía llorar le decía como reconviniéndola: "¿Y tú lloras? ¿Este es el amor que me tienes? ¿Sientes que yo pueda tener mi bien, mi único bien?”. Su lecho de dolor se convierte en maravillosa cátedra, donde a todas se les habla de obediencia, de la vanidad de las cosas de la tierra, de la alegría de vivir con Dios, del cielo.
Pasada la primera prueba, y ya convalecida, es llevada a su querido convento de Pontoise, donde al año siguiente enferma de nuevo y donde se prepara, en medio de sufrimientos, al encuentro con el Esposo. La madre priora le pregunta en una ocasión si había tenido alguna revelación de cuándo y cómo moriría. "No, madre mía —le responde la Beata—, yo no deseo tener revelaciones. Ruego a Dios que no me las conceda ni me haga saber el tiempo y la hora de mi muerte; sólo deseo que me asista en aquel momento con su gracia y su misericordia". Pronto empeora y le dan de nuevo el Viático. Como vieran inminente su muerte, le preguntan las hermanas que qué gracia iba a pedir en el cielo por ellas. "Suplicaré a Dios —les decía— que las intenciones de Jesucristo tengan en todas un pleno cumplimiento." Como se acercara ya el momento, la priora le ruega que bendiga a todas, y ella lo hace, habiéndoles pedido primero perdón de sus faltas y de sus malos ejemplos. Era el Jueves Santo cuando recibe otra vez al Señor y, al preguntarle que si muere con gusto, les responde con toda sencillez: "Hermanas, no quiero vivir ni morir: sólo quiero lo que quiera Dios, y nada más".
En esta alternativa vivió todavía hasta el miércoles de Pascua, cuando, después de un éxtasis prolongado, y en el momento mismo en que estaba recibiendo el sacramento de la extremaunción, entrega su alma sencilla y delicada al Señor. Minutos antes le había preguntado la priora qué había pensado durante el tiempo en que había estado en éxtasis. "En Dios, madre mía", le respondió.
Y éstas fueron sus últimas palabras. Era el 16 de abril del año 1618.
Pronto la fama de su santidad se extendió entre los fieles, y sus restos fueron cuidadosamente conservados en su querido convento de Pontoise. María de la Encarnación formaba el trío, con Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, de las grandes monjas carmelitas que implantaron la reforma en Francia. La memoria de su vida había quedado impresa en sus hermanas de hábito y pronto empezaron a menudear los milagros. El más célebre, y que sirvió de base para la causa de la beatificación, fue el operado en 1783 en la joven Felipa, que ante tal prodigio entra muy pronto en el convento de carmelitas de Compiégne, donde había de pasar los horrores de la Revolución francesa, y, siendo testigo del martirio de sus hermanas, iba a convertirse más tarde en cronista de aquellas heroínas del Señor.
Durante la misma Revolución, y como premio a tantas virtudes, era solemnemente beatificada por el papa Pío VI, el 24 de mayo de 1791, la sencilla y delicada madame Acarie, que quiso llevar como religiosa el nombre de María de la Encarnación.
Nace en París, año de 1565, de nobles y piadosos padres, Nicolás Aurillot, señor de Champlastreus, y María l'Huillier, recibiendo en el bautismo el nombre de Bárbara. Hija de la esperanza y de la oración, cuando sus padres estaban ya sin hijos, es consagrada desde niña a Nuestra Señora, prometen vestirla de blanco hasta la edad de siete años y la ofrecen como voto de acción de gracias en una iglesia, dedicada a la Santísima Virgen.
Educada en este ambiente de piedad, Bárbara crece en amor y devoción, y a los doce años entra de pupila en el monasterio de Santa Clara de Longchamps, donde recibe por primera vez al Señor, empezando a mirar ya desde pequeña con desprecio las cosas del mundo. El Señor, sin embargo, quería hacer de ella la mujer fuerte, santa en medio de su sencillez de mujer, de madre y de esposa.
A los catorce años sale del monasterio y, a instancias de sus padres, pronto empieza a seguir la vida de sociedad, mezclada entre las jóvenes de su tiempo. Serena, con una piedad honda y reposada, pasa por la vida como quien se ha entregado por entero a Dios. No le preocupan las diversiones ni los consuelos humanos. Su madre, preocupada por lo que ella creía desviación de una piedad exagerada, trata al principio de convencerla con suaves razones para que alterne y se divierta como las otras, pero choca con la decisión inquebrantable de su hija. En seguida usa con ella de una guerra fría, en la que tanto había de padecer el alma sensible y delicada de Bárbara. Todo lo sufre ella por amor y, a pesar de las privaciones injustificadas que su madre le impone, sigue manifestándole siempre un profundo respeto y obediencia.
Cuando llega el tiempo de tomar estado, Bárbara escoge decididamente el camino del claustro, pero sus padres se muestran en todo punto intransigentes, ya que no se resignan a perder, así de joven, a su hija. Para desviarla de su vocación le proponen un ventajoso partido, y a base de argucias y de amenazas logran que, al fin, consienta nuestra Beata en casarse con el contador Acaria, señor de Montdbrand y de Rucenay, caballero, por su parte, de buenas prendas personales, noble y cristiano.
Pero el Señor no se había olvidado de su sierva, y en la compañía de su esposo sigue Bárbara su vida de casada con la misma devoción y piedad de antes. Su hogar vive de Dios, y es ella la primera en dar ejemplo de sencillez y de caridad para con todos, y especialmente con la servidumbre. Había entre ella, precisamente, una criada, que había recibido Bárbara a su salida del convento, Andrea Levoiz, un alma todo piedad y dada por completo al servicio divino. Las dos se ayudan mutuamente, hacen juntas sus devociones, se llevan cuenta de sus faltas y se animan para más adelantar en la perfección. Ante Andrea cae postrada nuestra Beata el mismo día de su boda, pidiéndole perdón entre amargas lágrimas por todas las ofensas que contra ella pudiera haber cometido. La sirvienta, considerándola ya señora de casa, no quiere oírla y solamente cede cuando la misma Bárbara reiteradamente se lo suplica.
Ambas se dedican a la educación cristiana de los hijos que Dios había concedido al matrimonio. Seis fueron éstos, que son consagrados al Señor desde su nacimiento, y de ellos las tres hijas se habían de dedicar a Él enteramente, como su madre, en la nueva Orden de las Carmelitas Descalzas.
Por este tiempo se iba a operar una nueva transformación en el alma de la joven esposa, que de ahora en adelante no vivirá sino solamente para la gloria de Dios y para el silencio recogido de la oración. Dios la quiso probar como a su madre Santa Teresa, y para ello utiliza los malos servicios de una amiga vana y casquivana, que poco a poco se fue introduciendo en la vida de Bárbara. Esta, a más de sus conversaciones ligeras, la va iniciando en lecturas más o menos profanas, que llegaron a turbar un tanto el alma serena de nuestra Beata, y hasta a dejarla en ocasiones fría e indiferente en sus prácticas de piedad. Su mismo esposo se da cuenta y quiere sustraerla del peligro, dándole libros más acomodados y haciéndole ver el peligro a que tales amistades la iban llevando. Bárbara entra en razón y, al fin, un día encuentra una de esas luces que a veces manda Dios a sus siervos y que sirven de base para un cambio total en la vida. Fueron aquellas palabras de San Agustín, que en cierta ocasión vinieron a caer, casi al azar, ante sus ojos: "Muy codicioso es el corazón que no se contenta con Dios". Bárbara piensa, se recrimina a sí misma, llora lo que de desviación pudo haber en su conducta con el Señor, y se entrega ya desde ahora por entero.
Eran los días en que por Francia, y sobre todo en París, iba haciéndose tema de admiración y de gran simpatía la reforma carmelitana que había extendido Santa Teresa por España, y los escritos de la Santa eran lectura escogida de almas selectas y apostólicas. En París, en concreto, el celo de don Juan de Quintanadueñas y de otros varones devotos hacen que estos escritos se vayan extendiendo cada vez más. Entre los que más entusiasmados están con la idea se cuentan el prior de la Cartuja, el señor De Brétigny, Gallemant, el apostólico Bérulle, Duval y, unida al grupo y casi animadora de él, la esposa del contador Acaria, Bárbara de Aurillot. Al principio, a ésta no le acaban de convencer los escritos de la Santa, pero Dios la había ya escogido de antemano para su obra. Para ello, en 1601, tiene una aparición de Santa Teresa, donde le da a conocer el espíritu de su reforma y la anima para que trabaje y para que, por medio de ella, se pueda introducir en Francia. Bárbara da en seguida cuenta del suceso a su confesor, el mismo prior de la Cartuja, a quien le parece ser todo verdadero. Con esta ocasión todo el grupo se reúne varías veces en la Cartuja, con el propósito de poner en ejecución la voz del cielo, que hablaba por aquella alma santa.
Bárbara desde este momento ha entrado a formar parte, y a veces como directora, de un gran movimiento apostólico, que ha de cristalizar al fin con la introducción de la reforma carmelitana en varios lugares de Francia, hasta que ella misma, como corona de todos sus sacrificios se consagre a Dios con las primeras carmelitas reformadas francesas, La obra, sin embargo, no se presenta tan fácil, y la sierva de Dios ha de sufrir tanto de unos como de otros, empezando por su mismo esposo, a quien no le agrada que Bárbara se dé tan de lleno al apostolado y a la virtud. Ella hace todo lo posible por atraérsele, usando siempre con él de sumisión y de obediencia rendida. Cuéntase que una vez, estando ya a punto de comulgar, dijéronla que la avisaba su esposo, y entonces, dejando la comunión, salió corriendo para atender a su llamada y obedecerle. Cuando le ve encarcelado en las guerras calvinistas, Bárbara no se separa de él y comparte sus penalidades, hasta que, por fin, logra que le pongan en libertad. Su esposo muere pronto, y desde entonces nada impedirá a nuestra Beata dedicarse a la primera ilusión que tuvo cuando joven.
Mientras la idea de la reforma va cobrando de vez en vez más entusiasmo, madame de Acaria, Quintanadueñas y Brétigny hacen propaganda y obtienen del papa Clemente VIII las bulas necesarias para las nuevas fundaciones. Los primeros intentos se frustran, pero una nueva revelación de Santa Teresa a nuestra Beata en 1602, y la ayuda que les prestan personajes notables, dan un nuevo impulso a la idea. Entre otros interviene con gran eficacia el mismo San Francisco de Sales. Todos piden al padre general de España que les vaya preparando un número escogido de carmelitas reformadas para que estén dispuestas a pasar a Francia. Una comisión, con Bérulle a la cabeza, se decide a venir a Salamanca y al fin se decide que un grupo de monjas, entre ellas las Beatas Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, se preparen para el viaje de fundación. En 1604 entraban en París y el mismo día fueron a San Dionisio, donde les estaban esperando, a la entrada del puente de Nuestra Señora, las carrozas de la duquesa de Lonqueville, de su hermana la princesa de Estatuteville, de madame Acarie con sus tres hijas y de otras señoras. De esta manera, con sencillez y piedad carmelitanas, entran todos en el primer convento de monjas carmelitas reformadas de Francia, Nuestra Señora de los Campos, cantando con emoción inolvidable el salmo Laudate Dominum omnes gentes.
Dado el primer paso, nuestra Beata se dispone a fomentar las fundaciones en diversas ciudades como en Pontoise en 1605 y en Tours en 1608, ayudándose a veces de sus parientes y preparando ella misma las novicias que habían de poblar aquellos "palomarcitos". La primera, en la diócesis de Versalles, iba a ser su preferida, santuario venerado, por otra parte, de la Orden de Francia, que iba a recoger el último suspiro de Bárbara, convertida ya en carmelita, y donde se conservan todavía sus venerados restos y los recuerdos de sus mortificaciones y penitencias. A esta fundación se entregó con todas sus energías, ayudada de sus hijas, y no descansó hasta que quedó inaugurada ante la presencia de la Beata Ana de Jesús, siendo la primera priora la otra Beata y apóstol del Carmelo, la madre Ana de San Bartolomé.
En estas andanzas apostólicas estaba la viuda de Acaria cuando vio con toda claridad que también el Señor le pedía a ella que diera el último paso hacia una consagración definitiva y total en la Orden del Carmelo, que tanto le entusiasmara. Para ello pide consejo, arregla el futuro de sus hijos y, habiendo hecho un largo retiro espiritual en el monasterio de Nuestra Señora de los Campos, pide con toda humildad le sea concedida la gracia de poder vestir el hábito de profesa. Entonces recuerda que, estando en la iglesia de San Nicolás, en la Lorena, había tenido una visión de Santa Teresa, donde le indicaba que con el tiempo también ella habría de entrar en uno de sus conventos, aunque fuera de humilde lega. Y así fue, siendo al fin recibida en el convento de Amiéns, para lo que deja París en Miércoles de Ceniza del año 1614. Dispensada del tiempo del postulantado, el 7 de abril del mismo año viste el hábito de profesa, escogiendo como nombre el de María de la Encarnación. Desde ahora toda su ilusión ha de ser el pasar escondida y en silencio, guardando con toda puntualidad y obediencia las reglas. Dios, como ya lo hiciera otras veces en el siglo, la había de regalar con todas las dulzuras de la vida espiritual y pronto sus hermanas serían testigos de los éxtasis a que el Señor la elevaba, significando con ello la vida de amor y de entrega en que vivía su sierva. Para las monjitas, María de la Encarnación es como una niña llena de sencillez y de candor, con la alegría de las almas que parece que ya no viven en el mundo y que esperan únicamente el encuentro definitivo con el Señor.
Pronto habían de realizarse sus deseos, pero no sin pasar antes por la prueba del dolor. Cuando llegaba el tiempo de su profesión cae enferma, y a tanto llega su gravedad, que la han de administrar los últimos sacramentos, quedando después sumida en un profundo éxtasis. Al recobrar los sentidos las hermanas que la rodean escuchan de sus labios cosas maravillosas que les decía de Dios, de la Virgen y de Santa Teresa, y al fin les ruega que recen por la Iglesia católica. Sin desaparecer la gravedad, llega el 8 de abril de 1615, en que le tocaba hacer la profesión, y, no queriendo retrasarla, enferma como estaba, se hace llevar en una camilla a un oratorio, que estaba enfrente del altar mayor, donde, con la solemnidad acostumbrada en la Orden, hace ante todas su profesión religiosa.
Acabado el acto, se pasa todo el día cantando las alabanzas del Señor y repitiendo como fuera de sí aquel versículo: Misericordias Domini in aeternunm cantabo. Reclama de todas su ayuda para que, juntas, den gracias a Dios por el beneficio que con ella había usado, mientras les repite toda sumida en emoción y lágrimas- "¡Oh mi Dios, qué gracia me habéis hecho, qué misericordia!". Su hija mayor, sor María de Jesús, no se apartaba del lecho de su madre, pero cuando ésta la veía llorar le decía como reconviniéndola: "¿Y tú lloras? ¿Este es el amor que me tienes? ¿Sientes que yo pueda tener mi bien, mi único bien?”. Su lecho de dolor se convierte en maravillosa cátedra, donde a todas se les habla de obediencia, de la vanidad de las cosas de la tierra, de la alegría de vivir con Dios, del cielo.
Pasada la primera prueba, y ya convalecida, es llevada a su querido convento de Pontoise, donde al año siguiente enferma de nuevo y donde se prepara, en medio de sufrimientos, al encuentro con el Esposo. La madre priora le pregunta en una ocasión si había tenido alguna revelación de cuándo y cómo moriría. "No, madre mía —le responde la Beata—, yo no deseo tener revelaciones. Ruego a Dios que no me las conceda ni me haga saber el tiempo y la hora de mi muerte; sólo deseo que me asista en aquel momento con su gracia y su misericordia". Pronto empeora y le dan de nuevo el Viático. Como vieran inminente su muerte, le preguntan las hermanas que qué gracia iba a pedir en el cielo por ellas. "Suplicaré a Dios —les decía— que las intenciones de Jesucristo tengan en todas un pleno cumplimiento." Como se acercara ya el momento, la priora le ruega que bendiga a todas, y ella lo hace, habiéndoles pedido primero perdón de sus faltas y de sus malos ejemplos. Era el Jueves Santo cuando recibe otra vez al Señor y, al preguntarle que si muere con gusto, les responde con toda sencillez: "Hermanas, no quiero vivir ni morir: sólo quiero lo que quiera Dios, y nada más".
En esta alternativa vivió todavía hasta el miércoles de Pascua, cuando, después de un éxtasis prolongado, y en el momento mismo en que estaba recibiendo el sacramento de la extremaunción, entrega su alma sencilla y delicada al Señor. Minutos antes le había preguntado la priora qué había pensado durante el tiempo en que había estado en éxtasis. "En Dios, madre mía", le respondió.
Y éstas fueron sus últimas palabras. Era el 16 de abril del año 1618.
Pronto la fama de su santidad se extendió entre los fieles, y sus restos fueron cuidadosamente conservados en su querido convento de Pontoise. María de la Encarnación formaba el trío, con Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, de las grandes monjas carmelitas que implantaron la reforma en Francia. La memoria de su vida había quedado impresa en sus hermanas de hábito y pronto empezaron a menudear los milagros. El más célebre, y que sirvió de base para la causa de la beatificación, fue el operado en 1783 en la joven Felipa, que ante tal prodigio entra muy pronto en el convento de carmelitas de Compiégne, donde había de pasar los horrores de la Revolución francesa, y, siendo testigo del martirio de sus hermanas, iba a convertirse más tarde en cronista de aquellas heroínas del Señor.
Durante la misma Revolución, y como premio a tantas virtudes, era solemnemente beatificada por el papa Pío VI, el 24 de mayo de 1791, la sencilla y delicada madame Acarie, que quiso llevar como religiosa el nombre de María de la Encarnación.
martes, 29 de abril de 2014
Lecturas
Queridos hermanos:
Os anunciamos el mensaje que hemos oído a Jesucristo: Dios es luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos unidos a él, mientras vivimos en las tinieblas, mentimos con palabras y obras.
Pero, si vivimos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos unidos unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia los pecados.
Sí decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros.
Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia.
Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y no poseemos su palabra.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
En aquel tiempo, exclamó Jesús:
-«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.
Cargad con mí yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»
Palabra del Señor.
San Pedro de Verona - Mártir
No podemos comenzar la vida de San Pedro Mártir con la frase que acuñaron los antiguos hagiógrafos: "nacido de padres virtuosos y santos" .
Pedro nació en Verona en 1206 y sus padres fueron cátaros, los herejes que en la Edad Media renovaron las doctrinas de los maniqueos.
En cambio, casi podríamos decir que nació predestinado para fraile dominico, según nos lo revelará la anécdota que más abajo referiremos.
Porque los cátaros, que infestaban en los comienzos del siglo XIII el centro y norte de Italia, eran los mismos albigenses que ya Santo Domingo estaba combatiendo en el sur de Francia.
Cómo surgieron estos herejes se ignora; pero conocemos su puritanismo, su desprendimiento de los bienes terrenos, su carácter belicoso, su espíritu de secta, su expansión por toda la cuenca mediterránea, que les hizo llegar hasta Constantinopla y tener iglesias en el Cercano Oriente.
En los dominicos habrían de encontrar quienes Ios redujeran con sus mismas armas: la pobreza y la polémica.
En aquellos tiempos las gentes gustaban de las justas y los torneos. Batallas militares o luchas y escaramuzas intelectuales. Era de ver cómo se congregaban las muchedumbres en la Provenza o en el Lanquedoc, en la Toscana o en el Milanesado para asistir a aquellos torneos espirituales que eran las disputas religiosas.
Santo Domingo aceptaba y aun provocaba el reto, y saltaba al palenque arremetiendo a los contrarios como un paladín que invocaba a su Dama, la Virgen María, y se presentaba lisamente, sin boato ni ostentación mundanal, que tanto daño había hecho a otros controversistas, pues su riqueza contrastaba con la austeridad de los albigenses.
San Pedro mártir, sí, nació predestinado para combatir a los nuevos maniqueos, los patarini, como los llamaban en Italia.
Su familia, aunque maniquea, no hallando maestro de su secta en Verona, consiente en que la educación del niño corra a cargo de un maestro católico. Progresa rápidamente en ciencia y en virtud, y tenemos la primera anécdota.
Un tío de Pedro le encuentra en la calle al volver de sus lecciones, y le pregunta por la marcha de sus estudios. El no titubea; de corrida dice el Credo, en cuyo primer artículo está la refutación del maniqueísmo con la doctrina de un Dios creador absoluto de cielo y tierra.
El tío insiste en que Dios no puede ser autor del mal; pero el pequeño polemista contesta con gracia y además cierra la discusión con unas frases terribles: "Quien no crea esta primera verdad de la fe no tendrá parte en la salvación eterna".
El viejo hereje se emociona. Le gusta el desparpajo del sobrino, pero presiente también que de allí puede salir quien combata las creencias de su secta. Advierte de ello a su hermano, pero el padre de Pedro no hace demasiado caso, confiando en torcer más adelante estas primeras inclinaciones.
Entretanto el niño ha crecido. Y la universidad de Bolonia, allí cerca, goza del máximo prestigio. Pedro marcha lleno de ilusiones a la nueva ciudad. Gracias que, mediante la oración, el retiro y el trabajo, sabe sustraerse al ambiente frívolo de la vida estudiantil.
Por aquella época había en Bolonia algo que le daba más fama que la propia universidad. Era Santo Domingo, anciano ya, rodeado de discípulos, con la aureola de fundador y martillo de herejes.
Al convento de los predicadores vuela un día Pedro, doncel de dieciséis años. Pide, y al fin alcanza la gracia de recibir el hábito blanco de las propias manos de Santo Domingo. Sería una de sus postreras satisfacciones si su espíritu profético supo leer en la mirada candorosa del estudiante veronés la gloria que reservaba a su naciente Orden.
Pedro se aplicó con entusiasmo al estudio, a la oración y a la penitencia. Sobre todo a la penitencia, hasta caer enfermo. Hubo que moderar su fervor. Entonces se quedó con la oración y el estudio de las Escrituras. Allí, en las Sagradas Letras aprendía el espíritu de la sabiduría. Y, acabada su formación escolástica, recibe la ordenación sacerdotal y es nombrado, joven y fogoso, predicador contra los herejes.
Bolonia, la Romaña, la Toscana y el Milanesado conocen las andanzas apostólicas del fraile dominico. ¿Logró convertir a sus propios padres? Lo ignoramos. Lo cierto es que resultó verdad la predicción del tío. Pedro era el martillo de los cátaros.
Pero no todo habría de ser aureola de orador y gloria de polemista. La tribulación prensa las almas en el lagar para purificarlas y acercarlas. Aquí fue la calumnia. Se le acusó de dar consejos imprudentes en el confesonario. A un joven que había dado una patada a su anciana madre el Santo le recordó el consejo evangélico:
"Si tu pie te sirve para pecar córtatelo". Y el penitente, conmovido, lo tomó al pie de la letra y se cortó el pie. Pero la intervención de Pedro, trazando la señal de la cruz sobre la extremidad mutilada, devolvió el pie a su lugar.
Con esto creció su prestigio. Pero después vendrá otra acusación peor. Pedro es un místico, tiene revelaciones de lo alto. Las santas vírgenes Catalina, Inés y Cecilia hablan con él en su celda. Los otros frailes han oído extraños cuchicheos, y sin más llevan la noticia al prior. En público capítulo es reprendido Pedro por violar la clausura y hacer penetrar mujeres en su habitación. Se le exhorta a defenderse, pero él se contenta con declararse pobre pecador.
Le retiran las licencias de confesar y le destierran a un monasterio de la Marca de Ancona, donde se entrega en la soledad y el retiro al estudio y a la oración.
Al fin la verdad se esclarece, y el propio Gregorio IX, que conoce su ciencia y su celo, le nombra inquisidor general en 1232. Pedro ataca vigorosamente el vicio y el error y obtiene ruidosas conversiones en Roma, Florencia, Milán y Bolonia. Cuando baja del púlpito se encierra en el confesonario para ponerse en contacto directo con los fieles, que le exponen sus dificultades, o con los propios herejes, que piden aclaraciones a sus dudas antes de decidir la abjuración de sus errores. Los milagros autorizan además su predicación.
Célebre fue el caso de un hereje milanés que quiso desprestigiar el poder taumatúrgico del Santo. Fingiéndose enfermo hizo que le llevaran a su presencia, solicitando la salud. Pedro lo comprendió todo y se limitó a decirle: "Ruego al Creador de todo cuanto existe que, si vuestra enfermedad es cierta, os dé la salud; pero, si se trata de una farsa, que os trate según vuestros méritos".
Los efectos fueron inmediatos. El pretendido enfermo se sintió presa de terribles dolores, debiendo ser llevado de verdad por los que se prestaron a la hipócrita comedia. A los pocos días el hereje llamaba humildemente al Santo para arrepentirse de su pecado y abjurar sinceramente su herejía. El siervo de Dios, viéndole cambiado, hizo sobre él la señal de la cruz y le otorgó la salud del cuerpo y del alma.
Otro milagro espectacular fue el que obró con motivo de una disputa pública que había congregado una muchedumbre inmensa en la mayor plaza de Milán. El contrincante, cátaro famoso que ostentaba entre los de su secta la categoría de obispo, viéndose constreñido por la argumentación del religioso quiso alejar de sí la dialéctica de Pedro y dijo: "Impostor y falsario, si eres tan santo como dice este pueblo del que tanto abusas, ¿por qué consientes que se ahogue con este calor asfixiante? Pide a Dios que una nube le proteja contra el sol".
—"Lo haré como quieres —replicó el Santo— si prometes abjurar de tu herejía."
Entonces se produjo un gran revuelo entre los partidarios del hereje, pues unos querían que se aceptase el reto, otros que prosiguiese la discusión. Al fin el Santo hizo la señal de la cruz y sobre el cielo sereno se dibujó una nube refrescante, la cual no se disolvió hasta terminar la disputa.
Pero San Pedro no trabajaba solamente con la predicación y los milagros; siguiendo la regla paulina elevaba al cielo fervorosas oraciones y castigaba su cuerpo con terribles penitencias. Además, se esforzó en mantener viva la disciplina religiosa en los conventos de Como, Piacenza y Génova, donde ejerció los cargos de prior. El claustro era una colmena de estudio y oración.
Al subir al solio pontificio en 1243 Inocencio IV, confirmó a Pedro de Verona en todos sus poderes y le demostró su confianza encargándole de otras misiones especiales. Por entonces le envió a Florencia para examinar los orígenes, constituciones y género de vida de los servitas, que con razón le tienen por segundo fundador, pues su informe favorable influyó para que el Papa les otorgara la aprobación definitiva.
En 1251 fue encargado de convocar un sínodo en Cremona que trabajase en la extirpación de la herejía.
Ante tanta actividad, los herejes italianos prohibieron a sus adictos el acudir a las predicaciones del santo inquisidor, y, por último, organizaron una conjuración para darle muerte. El precio convenido fue de cuarenta libras milanesas, que depositaron en manos de Tomás de Guissano. Los esbirros encargados de llevar a cabo el crimen fueron un tal Piero Balsamon, apodado Carín, y Auberto Porro. El siervo de Dios tuvo noticia de lo que se tramaba, pero no tomó providencia alguna, dejando su suerte en las manos de Dios. Solamente en su sermón del Domingo de Ramos (24 de marzo de 1252) dijo ante más de diez mil oyentes: "Sé que los maniqueos han decretado mi muerte, y que ya está depositado el precio de la misma. Pero que no se hagan ilusiones los herejes, pues haré más contra ellos después de muerto que lo que les he combatido vivo".
El Santo salió de Milán para ir a Como, de cuyo convento era prior. Los conjurados dejaron pasar las fiestas de Pascua, y Carín permaneció tres días en aquella ciudad. El sábado de la octava de Pascua, 6 de abril, cuando el Santo retornaba a Milán, salió Carín en su persecución, y, al llegar a un bosque espeso que hay cerca de la aldea de Barsalina, le esperaba Auberto. Carín fue el primero en herir al Santo con dos golpes de hacha en la cabeza. San Pedro comenzó a recitar el Credo en voz alta; cuando ya las fuerzas le faltaban para seguir rezándolo, mojando el dedo en su propia sangre escribió en el suelo: Creo. Carín mató al siervo de Dios clavándole un puñal hasta los gavilanes en el corazón. A su acompañante, fray Domingo, le dejaron tan mal herido, que murió pocos días después.
Así murió Pedro de Verona, proclamando la fe que de niño aprendiera, y por cuya defensa había luchado toda su vida. Tenía cuarenta y seis años, y hacía treinta que profesara en la Orden de Santo Domingo.
Su cuerpo fue llevado de momento a la iglesia de San Simpliciano, de Milán, como el propio Santo había predicho, y después enterrado en la iglesia de los padres predicadores, llamada de San Eustorgio. El asesino Carín, horrorizado de su crimen, abjuró de la herejía y tomó el hábito de hermano lego para hacer penitencia por el resto de su vida.
Los milagros del Santo fueron tantos y tan clamorosos que antes del año le canonizaba Inocencio IV, el día 25 de marzo de 1253. Su fiesta, por coincidir frecuentemente el 6 de abril con Pascua, fue retrasada al 29 del mismo mes, y Sixto V la extendió al calendario de la Iglesia universal.
Los dominicos honran a San Pedro de Verona como al protomártir de su Orden, y los servitas le retienen por su segundo fundador. Es un santo muy popular en toda la Edad Media, sobre todo en el norte de Italia, y también en España, tierra de lucha con herejes, judaizantes y falsos cristianos. Este Santo y San Pedro de Arbués son ejemplo de que los panfletistas que escriben contra la Inquisición no suelen mostrarse muy objetivos al exponer los hechos, porque solamente narran las víctimas de una sola parte. Desde luego los herejes no tenían el espíritu de resignación de los mártires cristianos, pues con frecuencia asesinaban a sus "verdugos".
El que esto escribe tiene la dicha de regentar una iglesia dedicada a San Pedro mártir. La residencia provincial de Toledo fue antaño convento de la Orden dominicana. Para mí ha sido un gozo restaurar este grandioso templo y restaurar también la hermosa talla a la que otros herejes del siglo XX dieron segundo martirio, cuando la revolución marxista. Pero ahora paseamos todos los años en procesión al Santo de Verona, con su carita compungida, el hacha sobre la cabeza y el puñal en el corazón. Y le cantamos unas vísperas que da gloria oírlas para que no añore los tiempos de sus frailes y para que nos otorgue aquella fe robusta que le valió el martirio.
Pedro nació en Verona en 1206 y sus padres fueron cátaros, los herejes que en la Edad Media renovaron las doctrinas de los maniqueos.
En cambio, casi podríamos decir que nació predestinado para fraile dominico, según nos lo revelará la anécdota que más abajo referiremos.
Porque los cátaros, que infestaban en los comienzos del siglo XIII el centro y norte de Italia, eran los mismos albigenses que ya Santo Domingo estaba combatiendo en el sur de Francia.
Cómo surgieron estos herejes se ignora; pero conocemos su puritanismo, su desprendimiento de los bienes terrenos, su carácter belicoso, su espíritu de secta, su expansión por toda la cuenca mediterránea, que les hizo llegar hasta Constantinopla y tener iglesias en el Cercano Oriente.
En los dominicos habrían de encontrar quienes Ios redujeran con sus mismas armas: la pobreza y la polémica.
En aquellos tiempos las gentes gustaban de las justas y los torneos. Batallas militares o luchas y escaramuzas intelectuales. Era de ver cómo se congregaban las muchedumbres en la Provenza o en el Lanquedoc, en la Toscana o en el Milanesado para asistir a aquellos torneos espirituales que eran las disputas religiosas.
Santo Domingo aceptaba y aun provocaba el reto, y saltaba al palenque arremetiendo a los contrarios como un paladín que invocaba a su Dama, la Virgen María, y se presentaba lisamente, sin boato ni ostentación mundanal, que tanto daño había hecho a otros controversistas, pues su riqueza contrastaba con la austeridad de los albigenses.
San Pedro mártir, sí, nació predestinado para combatir a los nuevos maniqueos, los patarini, como los llamaban en Italia.
Su familia, aunque maniquea, no hallando maestro de su secta en Verona, consiente en que la educación del niño corra a cargo de un maestro católico. Progresa rápidamente en ciencia y en virtud, y tenemos la primera anécdota.
Un tío de Pedro le encuentra en la calle al volver de sus lecciones, y le pregunta por la marcha de sus estudios. El no titubea; de corrida dice el Credo, en cuyo primer artículo está la refutación del maniqueísmo con la doctrina de un Dios creador absoluto de cielo y tierra.
El tío insiste en que Dios no puede ser autor del mal; pero el pequeño polemista contesta con gracia y además cierra la discusión con unas frases terribles: "Quien no crea esta primera verdad de la fe no tendrá parte en la salvación eterna".
El viejo hereje se emociona. Le gusta el desparpajo del sobrino, pero presiente también que de allí puede salir quien combata las creencias de su secta. Advierte de ello a su hermano, pero el padre de Pedro no hace demasiado caso, confiando en torcer más adelante estas primeras inclinaciones.
Entretanto el niño ha crecido. Y la universidad de Bolonia, allí cerca, goza del máximo prestigio. Pedro marcha lleno de ilusiones a la nueva ciudad. Gracias que, mediante la oración, el retiro y el trabajo, sabe sustraerse al ambiente frívolo de la vida estudiantil.
Por aquella época había en Bolonia algo que le daba más fama que la propia universidad. Era Santo Domingo, anciano ya, rodeado de discípulos, con la aureola de fundador y martillo de herejes.
Al convento de los predicadores vuela un día Pedro, doncel de dieciséis años. Pide, y al fin alcanza la gracia de recibir el hábito blanco de las propias manos de Santo Domingo. Sería una de sus postreras satisfacciones si su espíritu profético supo leer en la mirada candorosa del estudiante veronés la gloria que reservaba a su naciente Orden.
Pedro se aplicó con entusiasmo al estudio, a la oración y a la penitencia. Sobre todo a la penitencia, hasta caer enfermo. Hubo que moderar su fervor. Entonces se quedó con la oración y el estudio de las Escrituras. Allí, en las Sagradas Letras aprendía el espíritu de la sabiduría. Y, acabada su formación escolástica, recibe la ordenación sacerdotal y es nombrado, joven y fogoso, predicador contra los herejes.
Bolonia, la Romaña, la Toscana y el Milanesado conocen las andanzas apostólicas del fraile dominico. ¿Logró convertir a sus propios padres? Lo ignoramos. Lo cierto es que resultó verdad la predicción del tío. Pedro era el martillo de los cátaros.
Pero no todo habría de ser aureola de orador y gloria de polemista. La tribulación prensa las almas en el lagar para purificarlas y acercarlas. Aquí fue la calumnia. Se le acusó de dar consejos imprudentes en el confesonario. A un joven que había dado una patada a su anciana madre el Santo le recordó el consejo evangélico:
"Si tu pie te sirve para pecar córtatelo". Y el penitente, conmovido, lo tomó al pie de la letra y se cortó el pie. Pero la intervención de Pedro, trazando la señal de la cruz sobre la extremidad mutilada, devolvió el pie a su lugar.
Con esto creció su prestigio. Pero después vendrá otra acusación peor. Pedro es un místico, tiene revelaciones de lo alto. Las santas vírgenes Catalina, Inés y Cecilia hablan con él en su celda. Los otros frailes han oído extraños cuchicheos, y sin más llevan la noticia al prior. En público capítulo es reprendido Pedro por violar la clausura y hacer penetrar mujeres en su habitación. Se le exhorta a defenderse, pero él se contenta con declararse pobre pecador.
Le retiran las licencias de confesar y le destierran a un monasterio de la Marca de Ancona, donde se entrega en la soledad y el retiro al estudio y a la oración.
Al fin la verdad se esclarece, y el propio Gregorio IX, que conoce su ciencia y su celo, le nombra inquisidor general en 1232. Pedro ataca vigorosamente el vicio y el error y obtiene ruidosas conversiones en Roma, Florencia, Milán y Bolonia. Cuando baja del púlpito se encierra en el confesonario para ponerse en contacto directo con los fieles, que le exponen sus dificultades, o con los propios herejes, que piden aclaraciones a sus dudas antes de decidir la abjuración de sus errores. Los milagros autorizan además su predicación.
Célebre fue el caso de un hereje milanés que quiso desprestigiar el poder taumatúrgico del Santo. Fingiéndose enfermo hizo que le llevaran a su presencia, solicitando la salud. Pedro lo comprendió todo y se limitó a decirle: "Ruego al Creador de todo cuanto existe que, si vuestra enfermedad es cierta, os dé la salud; pero, si se trata de una farsa, que os trate según vuestros méritos".
Los efectos fueron inmediatos. El pretendido enfermo se sintió presa de terribles dolores, debiendo ser llevado de verdad por los que se prestaron a la hipócrita comedia. A los pocos días el hereje llamaba humildemente al Santo para arrepentirse de su pecado y abjurar sinceramente su herejía. El siervo de Dios, viéndole cambiado, hizo sobre él la señal de la cruz y le otorgó la salud del cuerpo y del alma.
Otro milagro espectacular fue el que obró con motivo de una disputa pública que había congregado una muchedumbre inmensa en la mayor plaza de Milán. El contrincante, cátaro famoso que ostentaba entre los de su secta la categoría de obispo, viéndose constreñido por la argumentación del religioso quiso alejar de sí la dialéctica de Pedro y dijo: "Impostor y falsario, si eres tan santo como dice este pueblo del que tanto abusas, ¿por qué consientes que se ahogue con este calor asfixiante? Pide a Dios que una nube le proteja contra el sol".
—"Lo haré como quieres —replicó el Santo— si prometes abjurar de tu herejía."
Entonces se produjo un gran revuelo entre los partidarios del hereje, pues unos querían que se aceptase el reto, otros que prosiguiese la discusión. Al fin el Santo hizo la señal de la cruz y sobre el cielo sereno se dibujó una nube refrescante, la cual no se disolvió hasta terminar la disputa.
Pero San Pedro no trabajaba solamente con la predicación y los milagros; siguiendo la regla paulina elevaba al cielo fervorosas oraciones y castigaba su cuerpo con terribles penitencias. Además, se esforzó en mantener viva la disciplina religiosa en los conventos de Como, Piacenza y Génova, donde ejerció los cargos de prior. El claustro era una colmena de estudio y oración.
Al subir al solio pontificio en 1243 Inocencio IV, confirmó a Pedro de Verona en todos sus poderes y le demostró su confianza encargándole de otras misiones especiales. Por entonces le envió a Florencia para examinar los orígenes, constituciones y género de vida de los servitas, que con razón le tienen por segundo fundador, pues su informe favorable influyó para que el Papa les otorgara la aprobación definitiva.
En 1251 fue encargado de convocar un sínodo en Cremona que trabajase en la extirpación de la herejía.
Ante tanta actividad, los herejes italianos prohibieron a sus adictos el acudir a las predicaciones del santo inquisidor, y, por último, organizaron una conjuración para darle muerte. El precio convenido fue de cuarenta libras milanesas, que depositaron en manos de Tomás de Guissano. Los esbirros encargados de llevar a cabo el crimen fueron un tal Piero Balsamon, apodado Carín, y Auberto Porro. El siervo de Dios tuvo noticia de lo que se tramaba, pero no tomó providencia alguna, dejando su suerte en las manos de Dios. Solamente en su sermón del Domingo de Ramos (24 de marzo de 1252) dijo ante más de diez mil oyentes: "Sé que los maniqueos han decretado mi muerte, y que ya está depositado el precio de la misma. Pero que no se hagan ilusiones los herejes, pues haré más contra ellos después de muerto que lo que les he combatido vivo".
El Santo salió de Milán para ir a Como, de cuyo convento era prior. Los conjurados dejaron pasar las fiestas de Pascua, y Carín permaneció tres días en aquella ciudad. El sábado de la octava de Pascua, 6 de abril, cuando el Santo retornaba a Milán, salió Carín en su persecución, y, al llegar a un bosque espeso que hay cerca de la aldea de Barsalina, le esperaba Auberto. Carín fue el primero en herir al Santo con dos golpes de hacha en la cabeza. San Pedro comenzó a recitar el Credo en voz alta; cuando ya las fuerzas le faltaban para seguir rezándolo, mojando el dedo en su propia sangre escribió en el suelo: Creo. Carín mató al siervo de Dios clavándole un puñal hasta los gavilanes en el corazón. A su acompañante, fray Domingo, le dejaron tan mal herido, que murió pocos días después.
Así murió Pedro de Verona, proclamando la fe que de niño aprendiera, y por cuya defensa había luchado toda su vida. Tenía cuarenta y seis años, y hacía treinta que profesara en la Orden de Santo Domingo.
Su cuerpo fue llevado de momento a la iglesia de San Simpliciano, de Milán, como el propio Santo había predicho, y después enterrado en la iglesia de los padres predicadores, llamada de San Eustorgio. El asesino Carín, horrorizado de su crimen, abjuró de la herejía y tomó el hábito de hermano lego para hacer penitencia por el resto de su vida.
Los milagros del Santo fueron tantos y tan clamorosos que antes del año le canonizaba Inocencio IV, el día 25 de marzo de 1253. Su fiesta, por coincidir frecuentemente el 6 de abril con Pascua, fue retrasada al 29 del mismo mes, y Sixto V la extendió al calendario de la Iglesia universal.
Los dominicos honran a San Pedro de Verona como al protomártir de su Orden, y los servitas le retienen por su segundo fundador. Es un santo muy popular en toda la Edad Media, sobre todo en el norte de Italia, y también en España, tierra de lucha con herejes, judaizantes y falsos cristianos. Este Santo y San Pedro de Arbués son ejemplo de que los panfletistas que escriben contra la Inquisición no suelen mostrarse muy objetivos al exponer los hechos, porque solamente narran las víctimas de una sola parte. Desde luego los herejes no tenían el espíritu de resignación de los mártires cristianos, pues con frecuencia asesinaban a sus "verdugos".
El que esto escribe tiene la dicha de regentar una iglesia dedicada a San Pedro mártir. La residencia provincial de Toledo fue antaño convento de la Orden dominicana. Para mí ha sido un gozo restaurar este grandioso templo y restaurar también la hermosa talla a la que otros herejes del siglo XX dieron segundo martirio, cuando la revolución marxista. Pero ahora paseamos todos los años en procesión al Santo de Verona, con su carita compungida, el hacha sobre la cabeza y el puñal en el corazón. Y le cantamos unas vísperas que da gloria oírlas para que no añore los tiempos de sus frailes y para que nos otorgue aquella fe robusta que le valió el martirio.
lunes, 28 de abril de 2014
Lecturas
En aquellos días, puestos en libertad, Pedro y Juan volvieron al grupo de los suyos y les contaron lo que les habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos.
Al oírlo, todos juntos invocaron a Dios en voz alta:
- «Señor, tú hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que contienen; tú inspiraste a tu siervo, nuestro padre David, para que dijera:
“¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos planean un fracaso? Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías, “
Así fue: en esta ciudad se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo Jesús, tu Ungido, para realizar cuanto tu poder y tu voluntad habían determinado.
Ahora, Señor, mira cómo nos amenazan, y da a tus siervos valentía para anunciar tu palabra; mientras tu brazo realiza curaciones, signos y prodigios, por el nombre de tu santo siervo Jesús.»
Al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos, los llenó a todos el Espíritu Santo, y anunciaban con valentía la palabra de Dios.
Había un fariseo llamado Nicodemo, jefe judío. Éste fue a ver a Jesús de noche y le dijo:
- «Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él.»
Jesús le contestó:
- «Te lo aseguro, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.»
Nicodemo le pregunta:
- «¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer? »
Jesús le contestó:
- «Te lo aseguro, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: “Tenéis que nacer de nuevo”; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu.»
Palabra del Señor.
San Luis María Grignon de Montfort
A quien Dios quiere hacer muy santo, lo hace muy
devoto de la Virgen María".
- San Luis de Montfort br />
Es el fundador de los padres Montfortianos y de las Hermanas de la Sabiduría. Nació en Montfort, Francia, en 1673. Era el mayor de una familia de ocho hijosDesde muy joven fue un gran devoto de la Santísima Virgen. A los 12 años ya la gente lo veía pasar largos ratos arrodillado ante la estatua de la Madre de Dios. Antes de ir al colegio por la mañana y al salir de clase por la tarde, iba a arrodillarse ante la imagen de Nuestra Señora y allí se quedaba como extasiado. Cuando salía del templo después de haber estado rezando a la Reina Celestial, sus ojos le brillaban con un fulgor especial.
Luis no se contentaba con rezar. Su caridad era muy práctica. Un día al ver que uno de sus compañeros asistía a clase con unos harapos muy humillantes, hizo una colecta entre sus compañeros para conseguirle un vestido y se fue donde el sastre y le dijo: "Mire, señor: los alumnos hemos reunido un dinero para comprarle un vestido de paño a nuestro compañero, pero no nos alcanza para el costo total. ¿Quiere usted completar lo que falta?". El sastre aceptó y le hizo un hermoso traje al joven pobre.
El papá de Luis María era sumamente colérico, un hombre muy violento. Los psicólogos dicen que si Montfort no hubiera sido tan extraordinariamente devoto de la Virgen María, habría sido un hombre colérico, déspota y arrogante porque era el temperamento que había heredado de su propio padre. Pero nada suaviza tanto la aspereza masculina como la bondad y la amabilidad de una mujer santa. Y esto fue lo que salvó el temperamento de Luis. Cuando su padre estallaba en arrebatos de mal humor, el joven se refugiaba en sitios solitarios y allí rezaba a la Virgen amable, a la Madre del Señor. Y esto lo hará durante toda su vida. En sus 43 años de vida, cuando sea incomprendido, perseguido, insultado con el mayor desprecio, encontrará siempre la paz orando a la Reina Celestial, confiando en su auxilio poderoso y desahogando en su corazón de Madre, las penas que invaden su corazón de hijo.
Con grandes sacrificios logró conseguir con qué ir a estudiar al más famoso seminario de Francia, el seminario de San Suplicio en París. Allí sobresalió como un seminarista totalmente mariano. Sentía enorme gozo en mantener siempre adornado de flores el altar de la Santísima Virgen.
Luis Grignon de Montfort será un gran peregrino durante su vida de sacerdote. Pero cuando él era seminarista concedían un viaje especial a un Santuario de la Virgen a los que sobresalieran en piedad y estudio. Y Luis se ganó ese premio. Se fue en peregrinación al Santuario de la Virgen en Chartres. Y al llegar allí permaneció ocho horas seguidas rezando de rodillas, sin moverse. ¿Cómo podía pasar tanto tiempo rezando así de inmóvil? Es que él no iba como algunos de nosotros a rezar como un mendigo que pide que se le atienda rapidito para poder alejarse. El iba a charlas con sus dos grandes amigos, Jesús y María. Y con ellos las horas parecen minutos.
Su primera Misa quiso celebrarla en un altar de la Virgen, y durante muchos años la Catedral de Nuestra Señora de París fue su templo preferido y su refugio.
Montfort dedicó todas sus grandes cualidades de predicador y de conductor de multitudes a predicar misiones para convertir pecadores. Grandes multitudes lo seguían de un pueblo a otro, después de cada misión, rezando y cantando. Se daba cuenta de que el canto echa fuera muchos malos humores y enciende el fervor. Decía que una misión sin canto era como un cuerpo sin alma. El mismo componía la letra de muchas canciones a Nuestro Señor y a la Virgen María y hacía cantar a las multitudes. Llegaba a los sitios más impensados y preguntaba a las gentes: "¿Aman a Nuestro Señor? ¿Y por qué no lo aman más? ¿Ofenden al buen Dios? ¿Y porqué ofenderlo si es tan santo?".
Era todo fuego para predicar. Donde Montfort llegaba, el pecado tenía que salir corriendo. Pero no era él quien conseguía las conversiones. Era la Virgen María a quien invocaba constantemente. Ella rogaba a Jesús y Jesús cambiaba los corazones. Después de unos Retiros dejó escrito: "Ha nacido en mí una confianza sin límites en Nuestro Señor y en su Madre Santísima". No tenía miedo ni a las cantinas, ni a los sitios de juego, ni a los lugares de perdición. Allí se iba resuelto a tratar de quitarse almas al diablo. Y viajaba confiado porque no iba nunca solo. Consigo llevaba el crucifijo y la imagen de la Virgen, y Jesús y María se comportaban con él como formidables defensores.
A pie y de limosna se fue hasta Roma, pidiendo a Dios la eficacia de la palabra, y la obtuvo de tal manera que al oír sus sermones se convertían hasta los más endurecidos pecadores. El Papa Clemente XI lo recibió muy amablemente y le concedió el título de "Misionero Apostólico", con permiso de predicar por todas partes.
En cada pueblo o vereda donde predicaba procuraba dejar una cruz, construida en sitio que fuera visible para los caminantes y dejaba en todos un gran amor por los sacramentos y por el rezo del Santo Rosario. Esto no se lo perdonaban los herejes jansenistas que decían que no había que recibir casi nunca los sacramentos porque no somos dignos de recibirlos. Y con esta teoría tan dañosa enfriaban mucho la fe y la devoción. Y como Luis Montfort decía todo lo contrario y se esforzaba por propagar la frecuente confesión y comunión y una gran devoción a Nuestra Señora, lo perseguían por todas partes. Pero él recordaba muy bien aquellas frases de Jesús: "El discípulo no es más que su maestro. Si a Mí me han perseguido y me han inventado tantas cosas, así os tratarán a vosotros". Y nuestro santo se alegraba porque con las persecuciones se hacía más semejante al Divino Maestro.
Antes de ir a regiones peligrosas o a sitios donde mucho se pecaba, rezaba con fervor a la Sma. Virgen, y adelante que "donde la Madre de Dios llega, no hay diablo que se resista". Las personas que habían sido víctimas de la perdición se quedaban admiradas de la manera tan franca como les hablaba este hombre de Dios. Y la Virgen María se encargaba de conseguir la eficacia para sus predicaciones.
San Luis de Montfort fundó unas Comunidades religiosas que han hecho inmenso bien en las almas. Los Padres Montfortianos (a cuya comunidad le puso por nombre "Compañía de María") y las Hermanas de la Sabiduría.
Murió San Luis el 28 de abril de 1716, a la edad de 43 años, agotado de tanto trabajar y predicar.
Sobre la tumba de San Luis de Montfort dice:
devoto de la Virgen María".
- San Luis de Montfort br />
Es el fundador de los padres Montfortianos y de las Hermanas de la Sabiduría. Nació en Montfort, Francia, en 1673. Era el mayor de una familia de ocho hijosDesde muy joven fue un gran devoto de la Santísima Virgen. A los 12 años ya la gente lo veía pasar largos ratos arrodillado ante la estatua de la Madre de Dios. Antes de ir al colegio por la mañana y al salir de clase por la tarde, iba a arrodillarse ante la imagen de Nuestra Señora y allí se quedaba como extasiado. Cuando salía del templo después de haber estado rezando a la Reina Celestial, sus ojos le brillaban con un fulgor especial.
Luis no se contentaba con rezar. Su caridad era muy práctica. Un día al ver que uno de sus compañeros asistía a clase con unos harapos muy humillantes, hizo una colecta entre sus compañeros para conseguirle un vestido y se fue donde el sastre y le dijo: "Mire, señor: los alumnos hemos reunido un dinero para comprarle un vestido de paño a nuestro compañero, pero no nos alcanza para el costo total. ¿Quiere usted completar lo que falta?". El sastre aceptó y le hizo un hermoso traje al joven pobre.
El papá de Luis María era sumamente colérico, un hombre muy violento. Los psicólogos dicen que si Montfort no hubiera sido tan extraordinariamente devoto de la Virgen María, habría sido un hombre colérico, déspota y arrogante porque era el temperamento que había heredado de su propio padre. Pero nada suaviza tanto la aspereza masculina como la bondad y la amabilidad de una mujer santa. Y esto fue lo que salvó el temperamento de Luis. Cuando su padre estallaba en arrebatos de mal humor, el joven se refugiaba en sitios solitarios y allí rezaba a la Virgen amable, a la Madre del Señor. Y esto lo hará durante toda su vida. En sus 43 años de vida, cuando sea incomprendido, perseguido, insultado con el mayor desprecio, encontrará siempre la paz orando a la Reina Celestial, confiando en su auxilio poderoso y desahogando en su corazón de Madre, las penas que invaden su corazón de hijo.
Con grandes sacrificios logró conseguir con qué ir a estudiar al más famoso seminario de Francia, el seminario de San Suplicio en París. Allí sobresalió como un seminarista totalmente mariano. Sentía enorme gozo en mantener siempre adornado de flores el altar de la Santísima Virgen.
Luis Grignon de Montfort será un gran peregrino durante su vida de sacerdote. Pero cuando él era seminarista concedían un viaje especial a un Santuario de la Virgen a los que sobresalieran en piedad y estudio. Y Luis se ganó ese premio. Se fue en peregrinación al Santuario de la Virgen en Chartres. Y al llegar allí permaneció ocho horas seguidas rezando de rodillas, sin moverse. ¿Cómo podía pasar tanto tiempo rezando así de inmóvil? Es que él no iba como algunos de nosotros a rezar como un mendigo que pide que se le atienda rapidito para poder alejarse. El iba a charlas con sus dos grandes amigos, Jesús y María. Y con ellos las horas parecen minutos.
Su primera Misa quiso celebrarla en un altar de la Virgen, y durante muchos años la Catedral de Nuestra Señora de París fue su templo preferido y su refugio.
Montfort dedicó todas sus grandes cualidades de predicador y de conductor de multitudes a predicar misiones para convertir pecadores. Grandes multitudes lo seguían de un pueblo a otro, después de cada misión, rezando y cantando. Se daba cuenta de que el canto echa fuera muchos malos humores y enciende el fervor. Decía que una misión sin canto era como un cuerpo sin alma. El mismo componía la letra de muchas canciones a Nuestro Señor y a la Virgen María y hacía cantar a las multitudes. Llegaba a los sitios más impensados y preguntaba a las gentes: "¿Aman a Nuestro Señor? ¿Y por qué no lo aman más? ¿Ofenden al buen Dios? ¿Y porqué ofenderlo si es tan santo?".
Era todo fuego para predicar. Donde Montfort llegaba, el pecado tenía que salir corriendo. Pero no era él quien conseguía las conversiones. Era la Virgen María a quien invocaba constantemente. Ella rogaba a Jesús y Jesús cambiaba los corazones. Después de unos Retiros dejó escrito: "Ha nacido en mí una confianza sin límites en Nuestro Señor y en su Madre Santísima". No tenía miedo ni a las cantinas, ni a los sitios de juego, ni a los lugares de perdición. Allí se iba resuelto a tratar de quitarse almas al diablo. Y viajaba confiado porque no iba nunca solo. Consigo llevaba el crucifijo y la imagen de la Virgen, y Jesús y María se comportaban con él como formidables defensores.
A pie y de limosna se fue hasta Roma, pidiendo a Dios la eficacia de la palabra, y la obtuvo de tal manera que al oír sus sermones se convertían hasta los más endurecidos pecadores. El Papa Clemente XI lo recibió muy amablemente y le concedió el título de "Misionero Apostólico", con permiso de predicar por todas partes.
En cada pueblo o vereda donde predicaba procuraba dejar una cruz, construida en sitio que fuera visible para los caminantes y dejaba en todos un gran amor por los sacramentos y por el rezo del Santo Rosario. Esto no se lo perdonaban los herejes jansenistas que decían que no había que recibir casi nunca los sacramentos porque no somos dignos de recibirlos. Y con esta teoría tan dañosa enfriaban mucho la fe y la devoción. Y como Luis Montfort decía todo lo contrario y se esforzaba por propagar la frecuente confesión y comunión y una gran devoción a Nuestra Señora, lo perseguían por todas partes. Pero él recordaba muy bien aquellas frases de Jesús: "El discípulo no es más que su maestro. Si a Mí me han perseguido y me han inventado tantas cosas, así os tratarán a vosotros". Y nuestro santo se alegraba porque con las persecuciones se hacía más semejante al Divino Maestro.
Antes de ir a regiones peligrosas o a sitios donde mucho se pecaba, rezaba con fervor a la Sma. Virgen, y adelante que "donde la Madre de Dios llega, no hay diablo que se resista". Las personas que habían sido víctimas de la perdición se quedaban admiradas de la manera tan franca como les hablaba este hombre de Dios. Y la Virgen María se encargaba de conseguir la eficacia para sus predicaciones.
San Luis de Montfort fundó unas Comunidades religiosas que han hecho inmenso bien en las almas. Los Padres Montfortianos (a cuya comunidad le puso por nombre "Compañía de María") y las Hermanas de la Sabiduría.
Murió San Luis el 28 de abril de 1716, a la edad de 43 años, agotado de tanto trabajar y predicar.
Sobre la tumba de San Luis de Montfort dice:
¿Qué miras, caminante? Una antorcha apagada, un hombre a quien el fuego del amor consumió, y que se hizo todo para todos, Luis María Grignon Montfort.
¿Preguntas por su vida? No hay ninguna más íntegra, ¿Su penitencia indagas? Ninguna más austera. ¿Investigas su celo? Ninguno más ardiente. ¿Y su piedad Mariana? Ninguno a San Bernardo más cercano.
Sacerdote de Cristo, a Cristo reprodujo en su conducta, y enseñó en sus palabras. Infatigable, tan sólo en el sepulcro descansó, fue padre de los pobres, defensor de los huérfanos, y reconciliador de los pecadores.
Su gloriosa muerte fue semejante a su vida. Como vivió, murió.
Maduro para Dios, voló al cielo a los 43 años de edad.
domingo, 27 de abril de 2014
Lecturas
Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones.
Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y, bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno.
A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo. La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final.
Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas: así la comprobación de vuestra fe - de más precio que el oro, que, aunque perecedero, lo aquilatan a fuego - llegará a ser alabanza y gloria y honor cuando se manifieste Jesucristo.
No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación.
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
-«Paz a vosotros.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
-«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.»
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
-«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Y los otros discípulos le decían:
-«Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó:
-«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo. »
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
-«Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás:
-«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás:
-«¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo:
-«¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos.
Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Palabra del Señor.
Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.
Homilía
“A los ocho días”, según queda reflejado en (Juan 20, 26), Jesús se aparece de nuevo a sus discípulos, estando presente, en esta ocasión, el incrédulo Tomás.
Desde entonces, y una vez ascendido Jesús al cielo, sus seguidores se reúnen para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, compartir la Palabra y los alimentos en comunión de bienes, orar y celebrar la fracción del pan (la Eucaristía).
Nace así el domingo, el Día del Señor, para actualizar la Pascua y la presencia viva del Resucitado.
El evangelio de hoy nos recuerda que sólo Jesús debe ser el centro de nuestra vida creyente, de nuestras parroquias y lugares de culto, a los que acudimos un día a la semana, el domingo, para encontrarnos con los hermanos, escuchar el mensaje de Jesús y alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre.
Es una necesidad vital para sostener y hacer más dinámica nuestra fe, mirándonos desde los ojos de Dios, que se nos comunica de muchas maneras, siempre y cuando le abramos las puertas.
Es sintomático que coincida la aparición de Jesús estando cerradas las puertas del Cenáculo, porque los Apóstoles sentían miedo de ser agredidos.
No es bueno cerrarse en uno mismo, evocando nostálgicamente experiencias pasadas y dejándose arrastrar por la depresión, que nos adentra por callejones sin salida.
Tampoco es bueno un cristianismo a la carta, al servicio de las apetencias cambiantes de grupos mediáticos o de intereses particulares, que le hacen presa fácil de ideologías narcisistas, y terminan sumiendo a la persona en un anonimato estéril.
Hoy celebramos el Domingo “in albis”, llamado así porque, en este día, los recién bautizados en la Vigilia Pascual venían a la celebración de la Eucaristía revestidos con túnicas blancas, reflejo de un nuevo modo de vivir según la resurrección.
La vestidura blanca simboliza la pureza de corazón, la apertura de la mente y una disposición optimista para recibir el mensaje salvador de la fe.
Desde entonces, y una vez ascendido Jesús al cielo, sus seguidores se reúnen para escuchar la enseñanza de los Apóstoles, compartir la Palabra y los alimentos en comunión de bienes, orar y celebrar la fracción del pan (la Eucaristía).
Nace así el domingo, el Día del Señor, para actualizar la Pascua y la presencia viva del Resucitado.
El evangelio de hoy nos recuerda que sólo Jesús debe ser el centro de nuestra vida creyente, de nuestras parroquias y lugares de culto, a los que acudimos un día a la semana, el domingo, para encontrarnos con los hermanos, escuchar el mensaje de Jesús y alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre.
Es una necesidad vital para sostener y hacer más dinámica nuestra fe, mirándonos desde los ojos de Dios, que se nos comunica de muchas maneras, siempre y cuando le abramos las puertas.
Es sintomático que coincida la aparición de Jesús estando cerradas las puertas del Cenáculo, porque los Apóstoles sentían miedo de ser agredidos.
No es bueno cerrarse en uno mismo, evocando nostálgicamente experiencias pasadas y dejándose arrastrar por la depresión, que nos adentra por callejones sin salida.
Tampoco es bueno un cristianismo a la carta, al servicio de las apetencias cambiantes de grupos mediáticos o de intereses particulares, que le hacen presa fácil de ideologías narcisistas, y terminan sumiendo a la persona en un anonimato estéril.
Hoy celebramos el Domingo “in albis”, llamado así porque, en este día, los recién bautizados en la Vigilia Pascual venían a la celebración de la Eucaristía revestidos con túnicas blancas, reflejo de un nuevo modo de vivir según la resurrección.
La vestidura blanca simboliza la pureza de corazón, la apertura de la mente y una disposición optimista para recibir el mensaje salvador de la fe.
Tomás es un claro ejemplo de lo que puede suceder si nos alejamos de nuestra comunidad de referencia en la fe y nos fiamos únicamente de nuestros sentidos, nuestros raciocinios y nuestras fuerzas.
Hay verdades que superan nuestra capacidad intelectual, siempre muy limitada.
Nuestros tatarabuelos no habrían creído que pudieran hablar o ver a sus seres queridos a miles de kms, enchufando un aparato y apretando el interruptor. La ciencia lo hace posible, y queda mucho por descubrir.
¿Qué sucedería si alguien recogiera la longitud de onda de las palabras que pronunció Jesús hace dos mil años?
Cabe esa posibilidad.
Hemos recibido los conocimientos de toda índole en comunidad, a través de nuestros antepasados, de los que hemos heredado el lenguaje, las pautas de comportamiento, las habilidades manuales, el cultivo intelectual… y, muy especialmente, la fe.
¿Qué sería de nosotros sin esos valores?
La fe nos permite confiar en la tradición y en el encuentro que una multitud de seres humanos han tenido con Jesús resucitado.
Sus testimonios siguen vivos en el corazón de los cristianos de a pie, ya citados, como una premonición, en el evangelio que acabamos de proclamar:
“Dichosos los que crean sin haber visto”
(Juan 20, 29).
Hay verdades que superan nuestra capacidad intelectual, siempre muy limitada.
Nuestros tatarabuelos no habrían creído que pudieran hablar o ver a sus seres queridos a miles de kms, enchufando un aparato y apretando el interruptor. La ciencia lo hace posible, y queda mucho por descubrir.
¿Qué sucedería si alguien recogiera la longitud de onda de las palabras que pronunció Jesús hace dos mil años?
Cabe esa posibilidad.
Hemos recibido los conocimientos de toda índole en comunidad, a través de nuestros antepasados, de los que hemos heredado el lenguaje, las pautas de comportamiento, las habilidades manuales, el cultivo intelectual… y, muy especialmente, la fe.
¿Qué sería de nosotros sin esos valores?
La fe nos permite confiar en la tradición y en el encuentro que una multitud de seres humanos han tenido con Jesús resucitado.
Sus testimonios siguen vivos en el corazón de los cristianos de a pie, ya citados, como una premonición, en el evangelio que acabamos de proclamar:
“Dichosos los que crean sin haber visto”
(Juan 20, 29).
La presencia de Jesús resucitado no sólo rompe definitivamente los moldes del ateísmo práctico de Tomás y las vacilaciones del resto de los discípulos, sino que abre sus corazones al entendimiento de las Escrituras, a reconocerle como Dios y Señor y a proclamar el evangelio por todo el mundo.
Es normal que Pedro, después de haber sufrido el rigorismo intransigente de dirigentes judíos, experimentado el amor de Jesús y vivido con los fieles provenientes del paganismo su adhesión a Jesús, exclame:
“No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis, no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado”
(I Pedro 1, 8).
La Pascua nos invita a que abramos las puertas de nuestra vida al gozo de la fe, a la serenidad de la esperanza y a la fuerza del amor, que se deja impulsar por el Espíritu.
Estamos en una cultura, que prima más al individuo que al colectivo y, aunque los móviles e Internet permiten rápidos intercambios comerciales y la fluidez de contactos, entorpecen, sin embargo, el diálogo y la comunicación profunda fuera del ámbito selecto de unos pocos amigos.
Cerramos así las puertas por miedo a que nos molesten los vecinos, nos agobien los mendigos, nos roben objetos de valor o nos hagan perder el tiempo, que dedicamos, por otro lado, a hobbys o a mejorar nuestra condición física.
Ponemos estas mismas barreras a Dios, al que no dejamos entrar, por si acaso nos involucra en compromisos que condicionen nuestro modelo de vivir, estrecho y egoísta.
Es normal que Pedro, después de haber sufrido el rigorismo intransigente de dirigentes judíos, experimentado el amor de Jesús y vivido con los fieles provenientes del paganismo su adhesión a Jesús, exclame:
“No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis, no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado”
(I Pedro 1, 8).
La Pascua nos invita a que abramos las puertas de nuestra vida al gozo de la fe, a la serenidad de la esperanza y a la fuerza del amor, que se deja impulsar por el Espíritu.
Estamos en una cultura, que prima más al individuo que al colectivo y, aunque los móviles e Internet permiten rápidos intercambios comerciales y la fluidez de contactos, entorpecen, sin embargo, el diálogo y la comunicación profunda fuera del ámbito selecto de unos pocos amigos.
Cerramos así las puertas por miedo a que nos molesten los vecinos, nos agobien los mendigos, nos roben objetos de valor o nos hagan perder el tiempo, que dedicamos, por otro lado, a hobbys o a mejorar nuestra condición física.
Ponemos estas mismas barreras a Dios, al que no dejamos entrar, por si acaso nos involucra en compromisos que condicionen nuestro modelo de vivir, estrecho y egoísta.
¿Qué razones tenemos para vivir y para amar?
¿En quién o quiénes nos apoyamos para salir de la crisis económica y moral, que nos envuelve en negros nubarrones de futuro?
Echamos en falta, en España, entre otros, a nivel humano, a dos personajes fallecidos hace un mes: Adolfo Suárez, expresidente de gobierno e Iñaki Azcuna, exalcalde de Bilbao.
Ambos políticos, cristianos practicantes, han sido reconocidos por su honradez y entrega al servicio de la concordia y de la paz entre los ciudadanos.
No abundan, en la clase política, tan castigada por la corrupción, líderes de su talla moral.
Iñaki Azcuna le decía al obispo de Bilbao, Dn. Mario Iceta, días antes de morir, mirando a un crucifijo: “Ése salió a buscarme, me encontró y me llamó. Y, desde entonces, ni él me ha dejado a mí, ni yo a él”.
Jesús sale hoy a nuestro encuentro, para que conozcamos que las auténticas prioridades de nuestra vida giran en torno a él.
Toda comunidad cristiana ha de establecer una jerarquía de verdades, pues, según el papa Francisco:
“No se respetan cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios”
(Evangeli Gaudium).
Ahora estamos invitados a la Eucaristía, a “partir el pan” y a reconocer, más allá de nuestras dudas y vacilaciones, propias de la condición humana, al Cristo de nuestra fe, que nos regala los dones de la Paz y del Espíritu.
Estos dones inspiran nuestro agradecimiento, para cantar con el salmista:
“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”
(Salmo 117,24).
Al mismo tiempo, nos desarma de nuestras falsas seguridades y rebeldías, para afirmar, como Tomás:
¡Señor mío y Dios mío!
(Juan 20, 28).
¿En quién o quiénes nos apoyamos para salir de la crisis económica y moral, que nos envuelve en negros nubarrones de futuro?
Echamos en falta, en España, entre otros, a nivel humano, a dos personajes fallecidos hace un mes: Adolfo Suárez, expresidente de gobierno e Iñaki Azcuna, exalcalde de Bilbao.
Ambos políticos, cristianos practicantes, han sido reconocidos por su honradez y entrega al servicio de la concordia y de la paz entre los ciudadanos.
No abundan, en la clase política, tan castigada por la corrupción, líderes de su talla moral.
Iñaki Azcuna le decía al obispo de Bilbao, Dn. Mario Iceta, días antes de morir, mirando a un crucifijo: “Ése salió a buscarme, me encontró y me llamó. Y, desde entonces, ni él me ha dejado a mí, ni yo a él”.
Jesús sale hoy a nuestro encuentro, para que conozcamos que las auténticas prioridades de nuestra vida giran en torno a él.
Toda comunidad cristiana ha de establecer una jerarquía de verdades, pues, según el papa Francisco:
“No se respetan cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios”
(Evangeli Gaudium).
Ahora estamos invitados a la Eucaristía, a “partir el pan” y a reconocer, más allá de nuestras dudas y vacilaciones, propias de la condición humana, al Cristo de nuestra fe, que nos regala los dones de la Paz y del Espíritu.
Estos dones inspiran nuestro agradecimiento, para cantar con el salmista:
“Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”
(Salmo 117,24).
Al mismo tiempo, nos desarma de nuestras falsas seguridades y rebeldías, para afirmar, como Tomás:
¡Señor mío y Dios mío!
(Juan 20, 28).
San Pedro Canisio
Al decir de sus biógrafos era Peter Kanis un joven de carácter irritable, pendenciero, vanidoso y terco. Todo ello indicaba a las claras que no había nacido santo; sin embargo, podría llegar a serlo, ayudado por la gracia divina. Al menos tenía un hermoso fondo y unas nobles inclinaciones. Se dice que sus aficiones de niño eran construir altares y púlpitos para decir misa y predicar ante sus compañeros.
La Providencia le juntó en Maguncia con el jesuíta Pedro Fabro en el verano de 1543. No debió suponerse el jesuíta que con sus Ejercicios espirituales iba a conquistarse para la naciente Compañía de Jesús a aquel joven alegre y vanidoso. La verdad es que en esos Ejercicios se decidió su vocación a santo y su ingreso en la Compañía. Desde entonces su nombre de Kanis se trocará en Canisio.
Tenía el nuevo hijo de Ignacio de Loyola en su haber una profunda formación religiosa heredada de sus padres. El mismo cuenta en sus Confesiones que su madre, Egidia Houweningen, a la hora de la muerte, reunió junto al lecho a todos sus hijos, a los que pidió siguieran firmes en la fe que de continuo les había inculcado. Esta escena quedó profundamente grabada en la imaginación infantil de Pedro y quiso seguir fiel a los ruegos de su madre.
Su padre era el alcalde de Nimega. Allí nació Pedro Canisio el 8 de mayo de 1521, el año preciso en que Lutero rompió definitivamente con Roma. Oriundo de familia rica y cristiana, pudo llevar, desde los primeros momentos, una educación esmerada y religiosa. Después de hechos en su ciudad natal los estudios elementales pasó, a los catorce años, a la universidad de Colonia para cursar en ella los estudios superiores. Hubo un momento de vacilación en su vida. Y hasta pareció que iba a destruir todos los gérmenes de la buena educación recibida. Las diversiones le atraían más que los libros y su nombre llegó a ser sobradamente conocido en todas las tabernas de Colonia. En esos momentos se presenta como ángel del cielo en su camino la figura del santo sacerdote Nicolás Esche, bajo cuya dirección su vida se orientó decidida y definitivamente por los caminos de la ascética, con una profunda tendencia afectiva al estilo de San Buenaventura. Frecuenta asimismo los contactos fructíferos con los cartujos Surio, el hagiógrafo, y Lagnspergio, el asceta.
En 1540 obtuvo el grado de maestro en artes, y en 1545 el título de bachiller en teología. Desde entonces se dedica por entero a la actividad apostólica, enseña Sagrada Escritura en la Universidad, predica y escribe. En 1546 fue ordenado sacerdote.
Carácter batallador, muy pronto se le ofreció ocasión de poner a prueba su celo religioso cuando los católicos de Colonia se pronunciaron contra su obispo caído en la herejía. Las varias actuaciones del Santo, comisionado por la Universidad y por el clero de la ciudad, tuvieron como remate la deposición del obispo apóstata.
Muy pronto pasó al concilio de Trento como teólogo de Otón de Truchsess, cardenal de Augsburgo. Allí formó, con los españoles Laínez y Salmerón, el magnífico triunvirato de la Compañía en el Concilio. Desde Roma se interesaba Ignacio de Loyola por tener a su lado a este su primer discípulo alemán y algún tiempo después pudo recibir personalmente su profesión solemne en 1549.
Con esto y con el doctorado en teología por la universidad de Bolonia, obtenido ese mismo año, estaba ya preparado Canisio para presentarse en su patria como el paladín de la causa católica. Comprendió San Ignacio que ése era el verdadero campo de acción de su nuevo discípulo y se determinó a mandarle a su patria. El bagaje intelectual de Canisio iba firmemente asentado sobre los pilares de una sólida piedad y de una filial devoción a la Iglesia de Roma.
De regreso en su patria, encamina sus trabajos todos a dar firmeza de convicciones a la fe de aquellos pueblos que aún seguían siendo fieles al Pontífice Romano. Acude a todas partes y, cuando personalmente no puede hacerlo, lo hace con cartas que hoy constituyen para nosotros un testimonio vivo de los males del momento. A través de esa correspondencia con sus superiores, con los obispos y con los príncipes seglares nos es dado ver perfectamente el estado de postración en que vivía el cristianismo alemán en aquellos críticos días y las llagas morales y el desconcierto religioso que corroían a aquellos pueblos donde el Santo actuaba con tesón y denuedo. Las universidades estaban llenas de una juventud desenfrenada y falta de amor a los estudios. Los maestros estaban influidos por los errores del protestantismo y daban plena tolerancia a la divulgación de los mismos. Así había llegado el pueblo a un estado de negligencia y abandono en las prácticas religiosas y a despreciar, incluso, a la autoridad de la Iglesia y a sus legítimos pastores.
A todo este conjunto de males sociales servíale de contrafondo una profunda ignorancia religiosa en el pueblo y en gran parte del mismo clero. Las vocaciones eclesiásticas habían mermado de una manera que resultaba alarmante. Contra este cúmulo de males venía a estrellarse, casi impotente, la tenacidad y buena voluntad de los prelados y sacerdotes ejemplares, que todavía seguían laborando, llenos de celo y de entusiasmo, por el triunfo de la causa católica.
En medio de este ambiente así enrarecido moviase San Pedro Canisio intrépidamente durante muchos años. Las dificultades no le arredraban; más bien podría decirse que ante ellas se agigantaba. Perfecto conocedor de todos los males que carcomían la sociedad de su tiempo, acometió el acabar con todos ellos con una voluntad de hierro. Inició sus trabajos en la universidad de Ingolstadt, donde transcurrió su vida durante treinta años a partir de 1549. El primer número de su programa fue la buena formación de la buena juventud estudiantil; por eso comenzó fundando colegios que llegarían a ser los centros irradiadores de sus ideas de acción reformadora. La universidad de Ingolstadt (en días no lejanos dique infranqueable contra los avances del protestantismo), había comenzado a decaer visiblemente en los estudios y en la disciplina. El Santo llora esta postración: "Los estudios teológicos, que ahora principalmente debieran florecer, están decaídos", escribe. Lucha por la restauración de la teología escolástica como por una cosa de importancia suma. "No debemos dejar en olvido tampoco la parte de la teología llamada escolástica. Tan necesaria la juzgamos en este nuestro tiempo, que sin ella no podríamos suficientemente discernir ni desbaratar los sofismas de los herejes."
Desde 1549 a, 1552 él mismo enseña teología en la Universidad, de la que llegó, incluso, a ser rector. Este puesto, si bien delicado por más de un concepto, poníale en unas condiciones inmejorables para llevar a feliz termino su obra restauradora.
Lograda ya la reforma en esta universidad, pasa el Santo a la de Viena en 1552, imbuido del mismo, espíritu reformador. Más de una vez tuvo que verse frente a sus enemigos, a los que siempre logró dominar con sus dotes de polemista formidable y temible. Atacaba sin miramientos la herejía, si bien, al hacerlo, obraba sin rencor ni animosidad hacia la persona del descarriado. Era más abundante en razones que en palabras, y sus fórmulas, precisas y exactas, llevaban como distintivo un ne quid nimis de sobriedad que no exacerbaba a nadie. Era ésta su norma, la que más tarde, en 1557, daba por escrito a un amigo suyo: "Lo que todo el mundo ama y busca es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los argumentos. Abramos los ojos a los descarriados, pero sin causarles irritación".
Su celo apostólico iba siempre acompañado de una delicadeza y de una caridad sumas y de una íntima convicción que dimanaba de su santidad. Sabía él muy bien que, en aquellos momentos de relajación de los vínculos morales la única fuerza era la persuasión y el convencimiento de las gentes. Y no es que careciera de energía, puesta de manifiesto siempre que se vio en la necesidad de actuar contra los protestantes en las Dietas del Imperio. En más de una ocasión resultaron dolorosas las mordeduras de aquel canis austriacus, como le motejaban sus enemigos jugando con su nombre de pila: Kanis.
El nombramiento de provincial de todas las casas de la Compañía en Alemania vino a darle una categoría que repercutió beneficiosamente en su obra. En el transcurso de estos años florecen los colegios de Ingolstadt, Praga, Munich, Insbruck, Tréveris, Maguncia, Dillingen y Espira.
Pero el celo de Canisio no se podía parar en una clase de hombres. Anhelaba elevar el nivel moral de todo el pueblo cristiano, sin distinción de clases. A sus dotes personales quería unir el apoyo de los príncipes y el de los obispos, y lo busca con visitas y, cuando éstas no le son posibles, con cartas. En 1555 escribía a un consejero del duque Alberto de Baviera: "Nuestros príncipes católicos deben desterrar las herejías, suprimir los errores de los maestros, acallar las discordias en las Universidades, reconocer al Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia para que podamos ver, como remate de todo ello, restaurada la paz en las Iglesias".
Pedro Canisio vive ahora los momentos culminantes de su vida apostólica. Sus actividades se multiplican para gloria de Dios. Predica y da misiones lo mismo en las grandes ciudades que en las iglesias de los pueblos que encuentra en su camino. Su oratoria, encendida sonó en las grandes catedrales del Imperio: en Viena, Praga, Ratisbona, Worms, Colonia, Estrasburgo, Osnabruck, Augsburgo... Llevado de su espíritu divinamente inquieto, acudía a todas partes con una rapidez que recuerda el espíritu alado de un Juan de Capistrano o de un Bernardino de Siena. Así paseó Austria, Baviera, Alsacia, Suabia, el Tirol, Polonia, Suiza. Al mismo tiempo actúa como consejero y director de príncipes; lucha valientemente corno campeón del catolicismo en las Dietas del Imperio, adonde es llamado para ocupar relevantes puestos; hace de nuncio apostólico y, sobre todo, trabaja como publicista eximio e infatigable. Todas estas modalidades de su vida llevan como denominador común el afán de oponer a los avances del protestantismo un dique a base de una verdadera reforma católica.
Al propio tiempo que predicaba enseñaba también el catecismo. Era ésta una de sus actividades predilectas, convencido de que nada valdrían sus sermones si no iban acompañados de una sólida instrucción religiosa. Para facilitar esta enseñanza publicó en 1554 una Suma de la doctrina cristiana, que llegaría a ser, a un mismo tiempo, suma teológica para la juventud universitaria, manual de pastoral para los sacerdotes y catecismo para el pueblo y para los niños. De ahí las tres diferentes redacciones que le dio él mismo, según el público a quien, iba destinada. Juntábanse en esta obra todas las cualidades de un excelente pedagogo: orden y claridad en la exposición, con una esmerada exactitud y precisión en los conceptos. Las ediciones se multiplicaron rapidísimamente y en breve llegó a estar traducida esta obra a todos los idiomas. Con ella lograba Canisio, después de no pocas demoras y dificultades, poner en práctica el deseo del emperador Ferdinando de tener en sus Estados un manual católico para oponerlo a los muchos de protestantes que circulaban en ellos.
Pedro Canisio, lleno de inquietudes, seguía moviéndose y viajando. Como provincial pasó a Roma para la elección de nuevo general de su Orden. Desde Roma marchó a la Dieta de Piotrkow, en Polonia, como teólogo consejero del nuncio Mentuati. De nuevo regresó a Alemania, donde encontró en unas circunstancias delicadas las relaciones del emperador con el papa Paulo IV, hombre inflexible en sus determinaciones. A ello habían contribuido grandemente las intrigas de los protestantes en ausencia de Canisio. El tacto con que éste llevó aquel asunto dio pronto como resultado que en la Dieta de Augsburgo quedaran anudadas aquellas relaciones un tanto rotas. Años más tarde volvió a Roma (1565), y es entonces cuando el papa Pío IV le nombra nuncio apostólico con la comisión de promulgar y hacer cumplir los decretos del concilio de Trento. Esta comisión le obliga a recorrer, una vez más las principales ciudades del Imperio. El trabajo se acrecentaba día a día, hasta el punto que la viña evangélica iba resultando demasiado extensa para los pocos buenos operarios que iban quedando, Piensa entonces Canisio en aumentarlos y surge en su mente la idea de los seminarios para la formación de buenos sacerdotes, "Sin buenos seminarios jamás podrán los obispos lograr el remedio de los males presentes", escribía en 1585 a su general Aquaviva. A los pocos años esta idea era una florecida realidad por todas partes.
Trabajaba por elevar el nivel cultural del clero de Alemania y, al mismo tiempo, por restituir a su prístina pureza la disciplina y la piedad religiosas para asentar sobre ellas, como sobre firmísimos pilares, una nueva generación de sacerdotes celosos y santos en su patria. Para ello, una de sus primeras intenciones era poner al alcance de todos las obras maestras de la teología católica. Con estas miras editó, entre otras, las de San Cirilo de Alejandría, las de San León Magno y las del franciscano español fray Andrés de Vega.
Nunca pensó Canisio en la enseñanza de cosas nuevas; su doctrina es la tradicional en la lglesia, adaptada a todos los públicos. Sus excelentes dotes pedagógicas brillan en sus famosos catecismos, que tanta importancia tuvieron en la instrucción del pueblo y en la reforma de la vida cristiana. Más que doctrinario era Canisio un hombre eminentemente Práctico, Por lo que no le interesaba una producción de tonos originales. Era en el terreno de las costumbres donde fallaba principalmente la sociedad de su tiempo. Por otra parte, en el terreno doctrinal ya estaban los errores protestantes suficientemente derrotados con las obras maestras del cardenal Juan Fisher, de Clícthove, de Alberto Pighius y del franciscano español fray Alfonso de Castro.
Para oponerse eficazmente a la propaganda de los errores protestantes, San Pedro Canisio desplegó una actividad portentosa como polemista y propagandista de las doctrinas católicas. Esta modalidad perfila su fisonomía espiritual. Desde sus años jóvenes fue ésta una de sus ocupaciones más asiduas. Y tenía dotes especiales para ello. Una de las ocasiones más solemnes se la ofreció la Dieta de Worins del año 1557, donde el Santo se vio frente a Melanchton, corifeo de los protestantes. Una de las cosas que más dolor le causaron fue el tener que verse en lucha contra sus mismos compatriotas y contra las reclamaciones de su misma sangre. En sus cartas asoma, de continuo, un deseo de amplia conciliación sin claudicaciones, Si era grande su amor a Alemania era muy superior en él la devoción que había aprendido a Roma de los labios hispanos de Ignacio de Loyola. Ese amor a Roma triunfa por encima de todo y, para defenderlo, Canisio consagró su vida a escribir y editar obras propias y ajenas. Trabajó con las editoriales para que publicaran libros católicos. Incluso logró crear en Augsburgo una serie de editoriales católicas. En todo momento animó a sus súbditos a escribir obras en defensa de la fe y hasta llegó a proponer la fundación, dentro de su Orden, de una Sociedad de escritores dedicados a escribir obras de controversia y de refutación de las herejías. En lo más intenso de su campiña Pío V le encargó, en 1557, la refutación de los Centuriadores de Magdeburgo. Para poder hacerlo mejor el Santo pide el relevo en su oficio de provincial y se retira al colegio de Dillingen. Dos tomos llegó a ver publicados, pero no quiso la Providencia que la obra llegara a estar terminada. Naturalmente, los hombres se gastan y Canisio había dado ya ricos frutos durante su larga vida.
En 1580 pasó a Suiza, donde pudo consagrarse a una intensa vida de piedad, dejando así aflorar su primera formación y la verdadera inclinación mística de su vida. Enseña ahora catecismo a los niños, como en sus mejores tiempos, instruye a los pobres y a los obreros, visita a los enfermos y encarcelados, funda escuelas y congregaciones al mismo tiempo que escribe obras de piedad. Lo importante para Pedro Canisio era no estar quieto ni un momento.
La muerte le cogió en Friburgo trabajando y rezando aquel día 21 de diciembre de 1597. Acababa de rezar con sus hermanos religiosos el rosario, su devoción favorita, cuando exclamó "¡Vedla; ahí está, ahí está!" Allí estaba, efectivamente, la Virgen para llevárselo al cielo.
Desde ese momento la fama de Canisio se agiganta por los muchos milagros que vienen a dar testimonio de su santidad, En 1625 se tramita en Friburgo el proceso de su beatificación. Se tramitaba ya en Roma cuando llegó la supresión de la Compañía de Jesús. Por fin, el 24 de junio de 1864 le beatificó Pío IX y el 21 de mayo de 1925 Pío XI remató la corona de su gloria al elevarle a la categoría de los santos, al mismo tiempo que adornaba su nombre con el título de Doctor universal de la Iglesia y le declaraba Patrono de todas las organizaciones de estudiantes católicos de Alemania.
La Providencia le juntó en Maguncia con el jesuíta Pedro Fabro en el verano de 1543. No debió suponerse el jesuíta que con sus Ejercicios espirituales iba a conquistarse para la naciente Compañía de Jesús a aquel joven alegre y vanidoso. La verdad es que en esos Ejercicios se decidió su vocación a santo y su ingreso en la Compañía. Desde entonces su nombre de Kanis se trocará en Canisio.
Tenía el nuevo hijo de Ignacio de Loyola en su haber una profunda formación religiosa heredada de sus padres. El mismo cuenta en sus Confesiones que su madre, Egidia Houweningen, a la hora de la muerte, reunió junto al lecho a todos sus hijos, a los que pidió siguieran firmes en la fe que de continuo les había inculcado. Esta escena quedó profundamente grabada en la imaginación infantil de Pedro y quiso seguir fiel a los ruegos de su madre.
Su padre era el alcalde de Nimega. Allí nació Pedro Canisio el 8 de mayo de 1521, el año preciso en que Lutero rompió definitivamente con Roma. Oriundo de familia rica y cristiana, pudo llevar, desde los primeros momentos, una educación esmerada y religiosa. Después de hechos en su ciudad natal los estudios elementales pasó, a los catorce años, a la universidad de Colonia para cursar en ella los estudios superiores. Hubo un momento de vacilación en su vida. Y hasta pareció que iba a destruir todos los gérmenes de la buena educación recibida. Las diversiones le atraían más que los libros y su nombre llegó a ser sobradamente conocido en todas las tabernas de Colonia. En esos momentos se presenta como ángel del cielo en su camino la figura del santo sacerdote Nicolás Esche, bajo cuya dirección su vida se orientó decidida y definitivamente por los caminos de la ascética, con una profunda tendencia afectiva al estilo de San Buenaventura. Frecuenta asimismo los contactos fructíferos con los cartujos Surio, el hagiógrafo, y Lagnspergio, el asceta.
En 1540 obtuvo el grado de maestro en artes, y en 1545 el título de bachiller en teología. Desde entonces se dedica por entero a la actividad apostólica, enseña Sagrada Escritura en la Universidad, predica y escribe. En 1546 fue ordenado sacerdote.
Carácter batallador, muy pronto se le ofreció ocasión de poner a prueba su celo religioso cuando los católicos de Colonia se pronunciaron contra su obispo caído en la herejía. Las varias actuaciones del Santo, comisionado por la Universidad y por el clero de la ciudad, tuvieron como remate la deposición del obispo apóstata.
Muy pronto pasó al concilio de Trento como teólogo de Otón de Truchsess, cardenal de Augsburgo. Allí formó, con los españoles Laínez y Salmerón, el magnífico triunvirato de la Compañía en el Concilio. Desde Roma se interesaba Ignacio de Loyola por tener a su lado a este su primer discípulo alemán y algún tiempo después pudo recibir personalmente su profesión solemne en 1549.
Con esto y con el doctorado en teología por la universidad de Bolonia, obtenido ese mismo año, estaba ya preparado Canisio para presentarse en su patria como el paladín de la causa católica. Comprendió San Ignacio que ése era el verdadero campo de acción de su nuevo discípulo y se determinó a mandarle a su patria. El bagaje intelectual de Canisio iba firmemente asentado sobre los pilares de una sólida piedad y de una filial devoción a la Iglesia de Roma.
De regreso en su patria, encamina sus trabajos todos a dar firmeza de convicciones a la fe de aquellos pueblos que aún seguían siendo fieles al Pontífice Romano. Acude a todas partes y, cuando personalmente no puede hacerlo, lo hace con cartas que hoy constituyen para nosotros un testimonio vivo de los males del momento. A través de esa correspondencia con sus superiores, con los obispos y con los príncipes seglares nos es dado ver perfectamente el estado de postración en que vivía el cristianismo alemán en aquellos críticos días y las llagas morales y el desconcierto religioso que corroían a aquellos pueblos donde el Santo actuaba con tesón y denuedo. Las universidades estaban llenas de una juventud desenfrenada y falta de amor a los estudios. Los maestros estaban influidos por los errores del protestantismo y daban plena tolerancia a la divulgación de los mismos. Así había llegado el pueblo a un estado de negligencia y abandono en las prácticas religiosas y a despreciar, incluso, a la autoridad de la Iglesia y a sus legítimos pastores.
A todo este conjunto de males sociales servíale de contrafondo una profunda ignorancia religiosa en el pueblo y en gran parte del mismo clero. Las vocaciones eclesiásticas habían mermado de una manera que resultaba alarmante. Contra este cúmulo de males venía a estrellarse, casi impotente, la tenacidad y buena voluntad de los prelados y sacerdotes ejemplares, que todavía seguían laborando, llenos de celo y de entusiasmo, por el triunfo de la causa católica.
En medio de este ambiente así enrarecido moviase San Pedro Canisio intrépidamente durante muchos años. Las dificultades no le arredraban; más bien podría decirse que ante ellas se agigantaba. Perfecto conocedor de todos los males que carcomían la sociedad de su tiempo, acometió el acabar con todos ellos con una voluntad de hierro. Inició sus trabajos en la universidad de Ingolstadt, donde transcurrió su vida durante treinta años a partir de 1549. El primer número de su programa fue la buena formación de la buena juventud estudiantil; por eso comenzó fundando colegios que llegarían a ser los centros irradiadores de sus ideas de acción reformadora. La universidad de Ingolstadt (en días no lejanos dique infranqueable contra los avances del protestantismo), había comenzado a decaer visiblemente en los estudios y en la disciplina. El Santo llora esta postración: "Los estudios teológicos, que ahora principalmente debieran florecer, están decaídos", escribe. Lucha por la restauración de la teología escolástica como por una cosa de importancia suma. "No debemos dejar en olvido tampoco la parte de la teología llamada escolástica. Tan necesaria la juzgamos en este nuestro tiempo, que sin ella no podríamos suficientemente discernir ni desbaratar los sofismas de los herejes."
Desde 1549 a, 1552 él mismo enseña teología en la Universidad, de la que llegó, incluso, a ser rector. Este puesto, si bien delicado por más de un concepto, poníale en unas condiciones inmejorables para llevar a feliz termino su obra restauradora.
Lograda ya la reforma en esta universidad, pasa el Santo a la de Viena en 1552, imbuido del mismo, espíritu reformador. Más de una vez tuvo que verse frente a sus enemigos, a los que siempre logró dominar con sus dotes de polemista formidable y temible. Atacaba sin miramientos la herejía, si bien, al hacerlo, obraba sin rencor ni animosidad hacia la persona del descarriado. Era más abundante en razones que en palabras, y sus fórmulas, precisas y exactas, llevaban como distintivo un ne quid nimis de sobriedad que no exacerbaba a nadie. Era ésta su norma, la que más tarde, en 1557, daba por escrito a un amigo suyo: "Lo que todo el mundo ama y busca es la moderación unida a la gravedad del lenguaje y a la fuerza de los argumentos. Abramos los ojos a los descarriados, pero sin causarles irritación".
Su celo apostólico iba siempre acompañado de una delicadeza y de una caridad sumas y de una íntima convicción que dimanaba de su santidad. Sabía él muy bien que, en aquellos momentos de relajación de los vínculos morales la única fuerza era la persuasión y el convencimiento de las gentes. Y no es que careciera de energía, puesta de manifiesto siempre que se vio en la necesidad de actuar contra los protestantes en las Dietas del Imperio. En más de una ocasión resultaron dolorosas las mordeduras de aquel canis austriacus, como le motejaban sus enemigos jugando con su nombre de pila: Kanis.
El nombramiento de provincial de todas las casas de la Compañía en Alemania vino a darle una categoría que repercutió beneficiosamente en su obra. En el transcurso de estos años florecen los colegios de Ingolstadt, Praga, Munich, Insbruck, Tréveris, Maguncia, Dillingen y Espira.
Pero el celo de Canisio no se podía parar en una clase de hombres. Anhelaba elevar el nivel moral de todo el pueblo cristiano, sin distinción de clases. A sus dotes personales quería unir el apoyo de los príncipes y el de los obispos, y lo busca con visitas y, cuando éstas no le son posibles, con cartas. En 1555 escribía a un consejero del duque Alberto de Baviera: "Nuestros príncipes católicos deben desterrar las herejías, suprimir los errores de los maestros, acallar las discordias en las Universidades, reconocer al Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia para que podamos ver, como remate de todo ello, restaurada la paz en las Iglesias".
Pedro Canisio vive ahora los momentos culminantes de su vida apostólica. Sus actividades se multiplican para gloria de Dios. Predica y da misiones lo mismo en las grandes ciudades que en las iglesias de los pueblos que encuentra en su camino. Su oratoria, encendida sonó en las grandes catedrales del Imperio: en Viena, Praga, Ratisbona, Worms, Colonia, Estrasburgo, Osnabruck, Augsburgo... Llevado de su espíritu divinamente inquieto, acudía a todas partes con una rapidez que recuerda el espíritu alado de un Juan de Capistrano o de un Bernardino de Siena. Así paseó Austria, Baviera, Alsacia, Suabia, el Tirol, Polonia, Suiza. Al mismo tiempo actúa como consejero y director de príncipes; lucha valientemente corno campeón del catolicismo en las Dietas del Imperio, adonde es llamado para ocupar relevantes puestos; hace de nuncio apostólico y, sobre todo, trabaja como publicista eximio e infatigable. Todas estas modalidades de su vida llevan como denominador común el afán de oponer a los avances del protestantismo un dique a base de una verdadera reforma católica.
Al propio tiempo que predicaba enseñaba también el catecismo. Era ésta una de sus actividades predilectas, convencido de que nada valdrían sus sermones si no iban acompañados de una sólida instrucción religiosa. Para facilitar esta enseñanza publicó en 1554 una Suma de la doctrina cristiana, que llegaría a ser, a un mismo tiempo, suma teológica para la juventud universitaria, manual de pastoral para los sacerdotes y catecismo para el pueblo y para los niños. De ahí las tres diferentes redacciones que le dio él mismo, según el público a quien, iba destinada. Juntábanse en esta obra todas las cualidades de un excelente pedagogo: orden y claridad en la exposición, con una esmerada exactitud y precisión en los conceptos. Las ediciones se multiplicaron rapidísimamente y en breve llegó a estar traducida esta obra a todos los idiomas. Con ella lograba Canisio, después de no pocas demoras y dificultades, poner en práctica el deseo del emperador Ferdinando de tener en sus Estados un manual católico para oponerlo a los muchos de protestantes que circulaban en ellos.
Pedro Canisio, lleno de inquietudes, seguía moviéndose y viajando. Como provincial pasó a Roma para la elección de nuevo general de su Orden. Desde Roma marchó a la Dieta de Piotrkow, en Polonia, como teólogo consejero del nuncio Mentuati. De nuevo regresó a Alemania, donde encontró en unas circunstancias delicadas las relaciones del emperador con el papa Paulo IV, hombre inflexible en sus determinaciones. A ello habían contribuido grandemente las intrigas de los protestantes en ausencia de Canisio. El tacto con que éste llevó aquel asunto dio pronto como resultado que en la Dieta de Augsburgo quedaran anudadas aquellas relaciones un tanto rotas. Años más tarde volvió a Roma (1565), y es entonces cuando el papa Pío IV le nombra nuncio apostólico con la comisión de promulgar y hacer cumplir los decretos del concilio de Trento. Esta comisión le obliga a recorrer, una vez más las principales ciudades del Imperio. El trabajo se acrecentaba día a día, hasta el punto que la viña evangélica iba resultando demasiado extensa para los pocos buenos operarios que iban quedando, Piensa entonces Canisio en aumentarlos y surge en su mente la idea de los seminarios para la formación de buenos sacerdotes, "Sin buenos seminarios jamás podrán los obispos lograr el remedio de los males presentes", escribía en 1585 a su general Aquaviva. A los pocos años esta idea era una florecida realidad por todas partes.
Trabajaba por elevar el nivel cultural del clero de Alemania y, al mismo tiempo, por restituir a su prístina pureza la disciplina y la piedad religiosas para asentar sobre ellas, como sobre firmísimos pilares, una nueva generación de sacerdotes celosos y santos en su patria. Para ello, una de sus primeras intenciones era poner al alcance de todos las obras maestras de la teología católica. Con estas miras editó, entre otras, las de San Cirilo de Alejandría, las de San León Magno y las del franciscano español fray Andrés de Vega.
Nunca pensó Canisio en la enseñanza de cosas nuevas; su doctrina es la tradicional en la lglesia, adaptada a todos los públicos. Sus excelentes dotes pedagógicas brillan en sus famosos catecismos, que tanta importancia tuvieron en la instrucción del pueblo y en la reforma de la vida cristiana. Más que doctrinario era Canisio un hombre eminentemente Práctico, Por lo que no le interesaba una producción de tonos originales. Era en el terreno de las costumbres donde fallaba principalmente la sociedad de su tiempo. Por otra parte, en el terreno doctrinal ya estaban los errores protestantes suficientemente derrotados con las obras maestras del cardenal Juan Fisher, de Clícthove, de Alberto Pighius y del franciscano español fray Alfonso de Castro.
Para oponerse eficazmente a la propaganda de los errores protestantes, San Pedro Canisio desplegó una actividad portentosa como polemista y propagandista de las doctrinas católicas. Esta modalidad perfila su fisonomía espiritual. Desde sus años jóvenes fue ésta una de sus ocupaciones más asiduas. Y tenía dotes especiales para ello. Una de las ocasiones más solemnes se la ofreció la Dieta de Worins del año 1557, donde el Santo se vio frente a Melanchton, corifeo de los protestantes. Una de las cosas que más dolor le causaron fue el tener que verse en lucha contra sus mismos compatriotas y contra las reclamaciones de su misma sangre. En sus cartas asoma, de continuo, un deseo de amplia conciliación sin claudicaciones, Si era grande su amor a Alemania era muy superior en él la devoción que había aprendido a Roma de los labios hispanos de Ignacio de Loyola. Ese amor a Roma triunfa por encima de todo y, para defenderlo, Canisio consagró su vida a escribir y editar obras propias y ajenas. Trabajó con las editoriales para que publicaran libros católicos. Incluso logró crear en Augsburgo una serie de editoriales católicas. En todo momento animó a sus súbditos a escribir obras en defensa de la fe y hasta llegó a proponer la fundación, dentro de su Orden, de una Sociedad de escritores dedicados a escribir obras de controversia y de refutación de las herejías. En lo más intenso de su campiña Pío V le encargó, en 1557, la refutación de los Centuriadores de Magdeburgo. Para poder hacerlo mejor el Santo pide el relevo en su oficio de provincial y se retira al colegio de Dillingen. Dos tomos llegó a ver publicados, pero no quiso la Providencia que la obra llegara a estar terminada. Naturalmente, los hombres se gastan y Canisio había dado ya ricos frutos durante su larga vida.
En 1580 pasó a Suiza, donde pudo consagrarse a una intensa vida de piedad, dejando así aflorar su primera formación y la verdadera inclinación mística de su vida. Enseña ahora catecismo a los niños, como en sus mejores tiempos, instruye a los pobres y a los obreros, visita a los enfermos y encarcelados, funda escuelas y congregaciones al mismo tiempo que escribe obras de piedad. Lo importante para Pedro Canisio era no estar quieto ni un momento.
La muerte le cogió en Friburgo trabajando y rezando aquel día 21 de diciembre de 1597. Acababa de rezar con sus hermanos religiosos el rosario, su devoción favorita, cuando exclamó "¡Vedla; ahí está, ahí está!" Allí estaba, efectivamente, la Virgen para llevárselo al cielo.
Desde ese momento la fama de Canisio se agiganta por los muchos milagros que vienen a dar testimonio de su santidad, En 1625 se tramita en Friburgo el proceso de su beatificación. Se tramitaba ya en Roma cuando llegó la supresión de la Compañía de Jesús. Por fin, el 24 de junio de 1864 le beatificó Pío IX y el 21 de mayo de 1925 Pío XI remató la corona de su gloria al elevarle a la categoría de los santos, al mismo tiempo que adornaba su nombre con el título de Doctor universal de la Iglesia y le declaraba Patrono de todas las organizaciones de estudiantes católicos de Alemania.
sábado, 26 de abril de 2014
Lecturas
En aquellos días, los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas, viendo la seguridad de Pedro y Juan, y notando que eran hombres sin letras ni instrucción, se sorprendieron y descubrieron que habían sido compañeros de Jesús. Pero, viendo junto a ellos al hombre que habían curado, no encontraban respuesta. Les mandaron salir fuera del Sanedrín, y se pusieron a deliberar:
- «¿Qué vamos a hacer con esta gente? Es evidente que han hecho un milagro: lo sabe todo Jerusalén, y no podemos negarlo; pero, para evitar que se siga divulgando, les prohibiremos que vuelvan a mencionar a nadie ese nombre.»
Los llamaron y les prohibieron en absoluto predicar y enseñar en nombre de Jesús. Pedro y Juan replicaron:
-«¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? juzgadlo vosotros.
Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído.»
Repitiendo la prohibición, los soltaron. No encontraron la manera de castigarlos, porque el pueblo entero daba gloria a Dios por lo sucedido.
Jesús, resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primero a María
Magdalena, de la que había echado siete demonios. Ella fue a anunciárselo a sus compañeros, que estaban de duelo y llorando.
Ellos, al oírle decir que estaba vivo y que lo había visto, no la creyeron.
Después se apareció en figura de otro a dos de ellos que iban caminando a una finca.
También ellos fueron a anunciarlo a los demás, pero no los creyeron.
Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado.
Y les dijo:
- «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.»
Palabra del Señor.
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