miércoles, 10 de diciembre de 2025
Lecturas del 10/12/2025
« ¿Con quién podréis compararme, quién es semejante a mí?», dice el Santo.
Alzad los ojos a lo alto y mirad: ¿quién creó esto?
Es él, que despliega su ejército al completo y a cada uno convoca por su nombre.
Ante su grandioso poder, y su robusta fuerza, ninguno falta a su llamada.
¿Por qué andas diciendo, Jacob, y por qué murmuras, Israel: «Al Señor no le importa mi destino, mi Dios pasa por alto mis derechos»? ¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?
El Señor es un Dios eterno que ha creado los confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, es insondable su inteligencia.
Fortalece a quien está cansado, acrecienta el vigor del exhausto.
Se cansan los muchachos, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan.
En aquel tiempo, Jesús tomó la palabra y dijo:
«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré.
Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».
Palabra del Señor.
10 de Diciembre 2025 – Santa Eulalia de Barcelona
Eulalia, ilustre de sangre, pero más noble aún por la generosidad con que quiso derramarla, es una de las más bellas flores del martirio. Próxima al Océano, decía Prudencio, su cantor, está Mérida, la ciudad rica y populosa que se honra con su cuerpo virginal. Como Inés, Eulalia tenía doce años cuando los decretos de Diocleciano empezaron a conmover el Imperio; pero ya antes de la persecución se había revelado en ella la decisión bravía de la virgen cristiana. Aún no sabía jugar, y ya despreciaba las rosas, las púrpuras y los fulvos joyeles. Sin perder nada de su gracia primaveral, había en ella una gravedad precoz. En su mirada, en su andar y en su lenguaje se reflejaba la posesión de Cristo. Su corazón sangraba al ver las injusticias que se cometían con sus hermanos: las cárceles llenas de presos, las plazas iluminadas por las hogueras, el anfiteatro enrojecido por la sangre. Una santa cólera arrebataba a la niña, y su pedio, sediento de Dios, ardía en vehementes deseos de sufrir todas las torturas. ¿Y no hay quien se presente delante del Tribunal y confunda a esos malvados y les eche en cara sus crímenes?» Así decía Eulalia, estremeciéndose de coraje.
Este ardor prematuro hizo temblar a sus padres: por apartarla de una heroica tentación, lleváronla al campo, donde lejos de aquellas escenas de violencias y de sangre, llegaría tal vez a aquietarse su espíritu. Pero no era el suyo un corazón que pudiese acomodarse con las delicias de la paz mientras los demás luchaban: una noche, burlando la vigilancia de las mujeres que la guardaban, abrió un postigo de la villa, saltó el seto del jardín, y caminando entre las tinieblas, brincando por encima de aliagas y jarales, se dirigió hacia la ciudad. El Padre de la luz, dice el poeta, la guiaba, y un cortejo de ángeles iba en torno suyo. A través de la noche, mereció salir a la luz del día; huyendo de los reinos oscuros de Canope, enderezaba sus pasos hacia las estrellas.
A la mañana siguiente se presentaba altiva en el pretorio, y sin asustarse de las fasces de los lictores, hablaba así a los magistrados: «Decidme, ¿qué furia es esa que os mueve a perseguir al Dios creador de todas las cosas? Pero si estáis sedientos de sangre cristiana, aquí me tenéis a mí: soy enemiga de vuestros dioses, estoy dispuesta a pisotearlos; con el corazón y con la boca, os digo que ni Isis, ni Apolo, ni Venus, ni vuestro mismo emperador, son nada. Podéis atormentarme, quemarme, cortar y destrozar mis miembros; es fácil romper un vaso frágil, pero el más acerbo dolor es incapaz de penetrar en el santuario del alma.»
Estas palabras merecían la muerte; pero en el primer momento los magistrados debieron quedar más bien maravillados que indignados. «Mira, niña—le dijo el juez—, es seguro que no sabes lo que dices: no has pensado en las lágrimas que van a inundar tu casa por tu necio proceder, ni en el borrón que arrojas sobre la nobleza de tu familia, ni en las alegrías que vas a perder destrozando así la flor de tu vida. Pero si no te importan las pompas doradas de un lecho aristocrático ni el amor de los pobres viejos que te dieron el ser, mira los instrumentos del suplicio, la espada, el ecúleo, el fuego que va a reír pronto lamiendo tus carnes. Puedes evitarlos de una manera sencilla: no tienes más que tomar con el extremo de tus dedos un poco de sal o bien unos granos de incienso.»
La virgen no respondió nada: arrebatada de una indignación cada vez más agresiva, escupió al rostro del pretor, arrojó al suelo el ídolo que había delante de ella, y de un puntapié derramó el incienso que le presentaban. De pronto se siente asida por robustos brazos. Dos hombres la sujetan, la extienden, rompen su túnica de seda. Ha llegado la hora del tormento, tan suspirada. Los férreos garfios abren surcos sangrientos en los costados de la niña. Eulalia contempla los rasgos vivos grabados en su carne palpitante. No llora, no gime, no tiembla; poseída de un entusiasmo divino, cuenta las heridas, y en medio de los suplicios canta con una intrepidez que asusta a los mismos verdugos. «Señor—exclama—, yo soy un libro en que están escribiendo tu nombre; ¡qué hermosos, oh Cristo, son estos caracteres que nos hablan de tu victoria!»
Las teas ardientes se acercan al tierno cuerpo arado y magullado; las lenguas de fuego se retuercen entre los brazos y los pechos, chisporrotea la sangre recalentada y tostada; empieza a arder la larga y perfumada cabellera, que descendía sobre el cuerpo como un velo pudoroso; la llama crepitante vuela en torno de su rostro, destrozándole con sus horribles caricias; y la virgen sorbe con avidez los ardores, y con los ardores la muerte. Los fuegos se amortiguan, cuelga exánime la cabeza virginal, los atormentadores huyen, los cristianos se acercan, y de la boca de la mártir sale una paloma que hiende jubilosa los aires: es su alma, blanca y dulce como la leche, ágil, inocente y pura. Y he aquí, prosigue el poeta, que el duro invierno cubre de nieve el foro, y el cuerpo de Eulalia queda cubierto también como de un lienzo que le envía el Cielo. Dios mismo se encarga de hacerle las honras supremas.
Ahora, dice Prudencio, su sepulcro ennoblece a la ilustre metrópoli que alegra el Guadiana caudaloso, lamiendo sus bellas murallas con rápida corriente. Un almo resplandor ilumina allí los atrios de mármoles preciosos; el peregrino y el indígena se arrodillan ante las cenizas sagradas; sobre el lugar venerando se levantan los artesonados rutilantes; el oro irradia sus fulgores y los mosaicos adornan de tal modo el pavimento, que creerías caminar a través de un vergel florido.
De esta espléndida basílica hoy sólo quedan restos dispersos. El cuerpo de la mártir tampoco se ha conservado allí; un rey asturiano llegó un día a las orillas del Guadiana, halló el codiciado tesoro y se lo llevó a su pequeña capital, más allá de las montañas; y en Oviedo, en aquella inolvidable Cámara Santa, la de los Apóstoles de hieráticas vestiduras y ojos de zafiro, la de los fantásticos tesoros medievales, entre dípticos de marfil y relicarios de labor exquisita y arquetas de oro y de ágata y cruces magníficas; joyas incomparables del viejo arte español, y cuerpos de mártires famosos, descansan también el cuerpo virginal de la heroína. Pero hoy, como antaño, se puede recoger aquel ramillete poético, perfumado, como la cabellera de Eulalia, que el más delicado de los poetas colocaba ante el sepulcro de la más amable de las heroínas: «Cortad—dice Prudencio—las purpúreas violetas; recoged los sanguíneos azafranes: nuestros dulces inviernos no están sin flores; el hielo se deshace pronto entre nosotros, y permite a los campos darnos canastillas repletas. Jóvenes doncellas, niños inocentes, ofreced estos dones rodeados de hiedras y laureles; yo, en medio del coro, presentaré las guirnaldas de mis dáctilos, que, aunque pobres y marchitas, tendrán un aire festivo. Así conviene honrar los huesos sagrados y el altar colocado sobre ellos. Ella, recostada a los pies de Dios, ve nuestros homenajes, y agradecida a nuestros cantos, protege a sus pueblos.»
Este ardor prematuro hizo temblar a sus padres: por apartarla de una heroica tentación, lleváronla al campo, donde lejos de aquellas escenas de violencias y de sangre, llegaría tal vez a aquietarse su espíritu. Pero no era el suyo un corazón que pudiese acomodarse con las delicias de la paz mientras los demás luchaban: una noche, burlando la vigilancia de las mujeres que la guardaban, abrió un postigo de la villa, saltó el seto del jardín, y caminando entre las tinieblas, brincando por encima de aliagas y jarales, se dirigió hacia la ciudad. El Padre de la luz, dice el poeta, la guiaba, y un cortejo de ángeles iba en torno suyo. A través de la noche, mereció salir a la luz del día; huyendo de los reinos oscuros de Canope, enderezaba sus pasos hacia las estrellas.
A la mañana siguiente se presentaba altiva en el pretorio, y sin asustarse de las fasces de los lictores, hablaba así a los magistrados: «Decidme, ¿qué furia es esa que os mueve a perseguir al Dios creador de todas las cosas? Pero si estáis sedientos de sangre cristiana, aquí me tenéis a mí: soy enemiga de vuestros dioses, estoy dispuesta a pisotearlos; con el corazón y con la boca, os digo que ni Isis, ni Apolo, ni Venus, ni vuestro mismo emperador, son nada. Podéis atormentarme, quemarme, cortar y destrozar mis miembros; es fácil romper un vaso frágil, pero el más acerbo dolor es incapaz de penetrar en el santuario del alma.»
Estas palabras merecían la muerte; pero en el primer momento los magistrados debieron quedar más bien maravillados que indignados. «Mira, niña—le dijo el juez—, es seguro que no sabes lo que dices: no has pensado en las lágrimas que van a inundar tu casa por tu necio proceder, ni en el borrón que arrojas sobre la nobleza de tu familia, ni en las alegrías que vas a perder destrozando así la flor de tu vida. Pero si no te importan las pompas doradas de un lecho aristocrático ni el amor de los pobres viejos que te dieron el ser, mira los instrumentos del suplicio, la espada, el ecúleo, el fuego que va a reír pronto lamiendo tus carnes. Puedes evitarlos de una manera sencilla: no tienes más que tomar con el extremo de tus dedos un poco de sal o bien unos granos de incienso.»
La virgen no respondió nada: arrebatada de una indignación cada vez más agresiva, escupió al rostro del pretor, arrojó al suelo el ídolo que había delante de ella, y de un puntapié derramó el incienso que le presentaban. De pronto se siente asida por robustos brazos. Dos hombres la sujetan, la extienden, rompen su túnica de seda. Ha llegado la hora del tormento, tan suspirada. Los férreos garfios abren surcos sangrientos en los costados de la niña. Eulalia contempla los rasgos vivos grabados en su carne palpitante. No llora, no gime, no tiembla; poseída de un entusiasmo divino, cuenta las heridas, y en medio de los suplicios canta con una intrepidez que asusta a los mismos verdugos. «Señor—exclama—, yo soy un libro en que están escribiendo tu nombre; ¡qué hermosos, oh Cristo, son estos caracteres que nos hablan de tu victoria!»
Las teas ardientes se acercan al tierno cuerpo arado y magullado; las lenguas de fuego se retuercen entre los brazos y los pechos, chisporrotea la sangre recalentada y tostada; empieza a arder la larga y perfumada cabellera, que descendía sobre el cuerpo como un velo pudoroso; la llama crepitante vuela en torno de su rostro, destrozándole con sus horribles caricias; y la virgen sorbe con avidez los ardores, y con los ardores la muerte. Los fuegos se amortiguan, cuelga exánime la cabeza virginal, los atormentadores huyen, los cristianos se acercan, y de la boca de la mártir sale una paloma que hiende jubilosa los aires: es su alma, blanca y dulce como la leche, ágil, inocente y pura. Y he aquí, prosigue el poeta, que el duro invierno cubre de nieve el foro, y el cuerpo de Eulalia queda cubierto también como de un lienzo que le envía el Cielo. Dios mismo se encarga de hacerle las honras supremas.
Ahora, dice Prudencio, su sepulcro ennoblece a la ilustre metrópoli que alegra el Guadiana caudaloso, lamiendo sus bellas murallas con rápida corriente. Un almo resplandor ilumina allí los atrios de mármoles preciosos; el peregrino y el indígena se arrodillan ante las cenizas sagradas; sobre el lugar venerando se levantan los artesonados rutilantes; el oro irradia sus fulgores y los mosaicos adornan de tal modo el pavimento, que creerías caminar a través de un vergel florido.
De esta espléndida basílica hoy sólo quedan restos dispersos. El cuerpo de la mártir tampoco se ha conservado allí; un rey asturiano llegó un día a las orillas del Guadiana, halló el codiciado tesoro y se lo llevó a su pequeña capital, más allá de las montañas; y en Oviedo, en aquella inolvidable Cámara Santa, la de los Apóstoles de hieráticas vestiduras y ojos de zafiro, la de los fantásticos tesoros medievales, entre dípticos de marfil y relicarios de labor exquisita y arquetas de oro y de ágata y cruces magníficas; joyas incomparables del viejo arte español, y cuerpos de mártires famosos, descansan también el cuerpo virginal de la heroína. Pero hoy, como antaño, se puede recoger aquel ramillete poético, perfumado, como la cabellera de Eulalia, que el más delicado de los poetas colocaba ante el sepulcro de la más amable de las heroínas: «Cortad—dice Prudencio—las purpúreas violetas; recoged los sanguíneos azafranes: nuestros dulces inviernos no están sin flores; el hielo se deshace pronto entre nosotros, y permite a los campos darnos canastillas repletas. Jóvenes doncellas, niños inocentes, ofreced estos dones rodeados de hiedras y laureles; yo, en medio del coro, presentaré las guirnaldas de mis dáctilos, que, aunque pobres y marchitas, tendrán un aire festivo. Así conviene honrar los huesos sagrados y el altar colocado sobre ellos. Ella, recostada a los pies de Dios, ve nuestros homenajes, y agradecida a nuestros cantos, protege a sus pueblos.»
martes, 9 de diciembre de 2025
Lecturas del 09/12/2025
«Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados».
Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale.
Se revelará la gloria del Señor, y verán todos juntos —ha hablado la boca del Señor—».
Dice una voz: «Grita».
Respondo: « ¿Qué debo gritar?».
«Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos; sí, la hierba es el pueblo; se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la palabra de nuestro Dios permanece por siempre».
Súbete a un monte elevado, heraldo de Sion; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios.
Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda.
Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede.
Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían».
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: « ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la pérdida? Y si la encuentra, en verdad os digo que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado.
Igualmente, no es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños».
Palabra del Señor.
09 de Diciembre 2025 – San Pedro Fourier
Al santo de hoy se le ocurrieron en el año 1600 las ideas educadoras que más tarde iban a propagar por todo el mundo San Juan de la Salle (en 1700) y San Juan de Bosco (en 1850). Fue un precursor de la educación gratuita y popular. Nació en Lorena (Francia) en 1565.
Habiendo terminado brillantemente sus estudios en la Universidad, fundó una escuela gratuita en su ciudad, caso bien raro en ese entonces. Luego ingresó en la comunidad de canónigos regulares de San Agustín y allá fue ordenado sacerdote.
Como se sentía indigno de celebrar la Santa Misa, duró tres meses sin hacer la celebración de su primera misa, desde su ordenación, preparándose para ello (algo parecido hizo San Ignacio de Loyola).
Le pusieron a escoger entre tres parroquias, para que dijera de cuál quería ser párroco. Él escogió la más abandonada, la que más problemas tenía, y la que más estaba necesitando de un trabajo fuerte y constante. Era un pueblecito de los Vosgos que estaba lleno de protestantes calvinistas y donde la moralidad estaba por el suelo. Allí trabajó San Pedro Fourier por treinta años (un caso parecido a los que sucederá siglos después en Ars, cuando llegó allá san Juan Vianey). Aún hoy, todavía allá, cuando hablan de nuestro santo lo llaman "el buen padre Pedro".
Lo primero que hizo para lograr convertir aquellas gentes fue dedicarse a orar, y a sacrificarse por ellas. Recordaba lo que decía Jesús: "ciertos malos espíritus no se alejan sino con la oración y los sacrificios". Aún en el más crudo invierno no encendía fuego para calentarse, y la estufa que iba a calentar el ambiente no se encendía sino cuando llegaban visitantes muy friolentos.
La Bienaventurada Virgen del Carmen Las otras dos armas con las cuales se propuso ganar las almas de aquellos pecadores fueron la limosna y el buen ejemplo. Quería cumplir aquel mandato del Señor que dice: "De tal manera luzca ante los demás la luz de vuestro buen ejemplo, que los demás al ver vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre Celestial". Y en cuanto a las limosnas los necesitados encontraban siempre dispuesto al Padre Pedro a darles alguna ayuda, pero acompañada de buenos consejos que les sirvieran también para la salvación de su alma.
En su parroquia existían numerosas personas que habían tenido bienes de fortuna pero por un mal negocio o un incendio o una enfermedad o un robo, etc., habían quedado en gran pobreza. Para ellos fundó nuestro santo una caja de Mutua Ayuda, en la cual depositaba las contribuciones que las gentes le hacían, y de allí iba sacando para prestar a quienes habían quedado en la ruina. Lo único que les exigía era que si un día lograban volver a tener otra vez los bienes suficientes, devolvieran lo que se les había prestado. Así muchas familias que no se atrevían mendigar, fueron socorridas a tiempo sin ser humilladas. La Caja progresó notablemente.
San Pedro Fourier estaba convencido de que para poder hacer apostolado sin desanimarse ni desorientarse es necesario asociarse con algún grupo apostólico donde a uno lo animen, lo corrijan, lo guíen y lo acompañen. Por eso fundó en su parroquia tres asociaciones apostólicas: la de San Sebastián, para hombres, la del Rosario para señoras y la de la Inmaculada para señoritas. Les hacía reunión semanal para cada grupo por separado y allí organizaba los trabajos de apostolado y se animaban para seguir adelante.
Jesús es bajado de la Cruz A San Pedro Fourier se le ocurrió en aquellos años algo que cien años después le iba a dar gran éxito a San Juan Bautista de la Salle, pero que en aquel 1600 todavía no encontraba ambiente favorable: fundar las escuelas gratuitas para el pueblo. Trató de hacerlo en su parroquia pero se encontró con que los sacerdotes no aceptaban dar clases en primaria y a los padres de familia si eran pobres, no les interesaba que sus hijos estudiaran, y los maestros que encontraba no tenían vocación para ello. Total: fracasó totalmente en su intento. El mismo lo reconoció humildemente. El terreno todavía no estaba abonado para tan grande cosecha. Solamente cuando La Salle un siglo después se dedique a preparar maestros totalmente entusiasmados por la educación, logrará llenar la nación de casas de educación.
Habiendo fracasado en cuanto a escuelas para los niños, nuestro santo se propuso hacer una fundación para las niñas. Pero amaestrado por la amarga experiencia anterior, se propuso preparar antes muy bien a las profesoras. Reunió cuatro muchachas (dirigidas por la beata Alicia, que fue la cofundadora de su comunidad) y empezó a darles a cada día una hora de clase de pedagogía y de técnicas para enseñar a la juventud. Luego las fue enviando a dar clases a grupos de jovencitas, y pronto ya pudo fundar con ellas la Comunidad de Hermanas de San Agustín, que fue aprobada en 1616 por el Sumo Pontífice. Los expertos en Roma decían que el Padre Pedro había obtenido en seis meses una aprobación que otras comunidades sólo habían conseguido en treinta años. Pero es que se hizo apoyar por unos padres jesuitas muy importantes y por varios padres franceses muy estimados en el Vaticano, y además su congregación había dado muestras del gran bien que se consigue educando a la juventud.
El Padre Pedro puso en práctica varios métodos educativos que después otros famosos educadores católicos popularizarán por todas partes. Lo primero: hacer que la educación fuera práctica. Que no se redujera sólo a aprender cuestiones teóricas, sino que enseñara a la juventud muchas cosas que en la vida práctica de cada día iban a ser necesarias. Y así le dio gran importancia a la contabilidad, tanto que sus colegios eran verdaderamente unos secretariados comerciales, donde las jóvenes se familiarizaban con todo lo que les iba a servir para ser después unas eficientes secretarias y unas hábiles contadoras. También se les enseñaban artes prácticas como bordado, pastelería, dibujo artístico, etc.
San Francisco de Asís junto a la Cruz de Jesús Otro de sus métodos nuevos, fue el de enseñar por medio de la declamación. Como lo hará más tarde San Juan Bosco, a San Pedro Fourier se le ocurrió preparar dramas, sainetes, comedias, diálogos y recitales, donde mientras se hacía reír y se emocionaba a los oyentes, se iban enseñando verdades de la religión y de otras ciencias. Los domingos por la tarde daban sus alumnas representaciones muy amenas e instructivas para el pueblo, con notable asistencia. Era un modo de valerse del teatro para enseñar y hacer progresar. Y el mismo tener que declamar en público les daba a las jóvenes mayor facilidad para expresarse en reuniones de sociedad, y obtenían más habilidad para ser buenas maestras.
Su parroquia estaba infestada de calvinistas y evangélicos, lo cual era un serio peligro para los católicos. Lo primero que se propuso nuestro santo fue instruir a sus feligreses acerca de los 10 errores o herejías que enseñan los protestantes, para que no se dejaran engañar por ellos. Luego fue insistiendo en que el católico por pertenecer a la mejor religión del mundo debe tener un comportamiento mejor que el de los demás. Y a los protestantes les recordaba cuán bueno y provechoso es pertenecer a la Santa Iglesia Católica. Y los feligreses de su parroquia comentaban: "el Padre Pedro ha logrado más en cuanto a los protestantes en varios meses, que lo que habían logrado los otros sacerdotes en 30 años".
En 1622 nuestro santo fue nombrado superior de su comunidad de Canónigos de San Agustín, y al posesionarse de su alto cargo dijo: "Así como Jesucristo se entrega a nosotros en la Sagrada Comunión, sin esperar pago alguno, y buscando solamente el bien de los que la reciben, así me dedicaré desde este día a todos los que pertenecen a nuestra comunidad, no para obtener algún honor, o ventaja alguna, sino pensando solamente en la salvación de las almas". Programa verdaderamente digno de ser imitado, por todos los superiores en todas partes.
En su nuevo cargo se dedicó con todas sus fuerzas a mejorar el comportamiento de los socios de su comunidad, la cual había caído en bastante descuido en cuanto al cumplimiento de los reglamentos. Al principio encontró bastante resistencia, pero poco a poco fue logrando que los canónigos de San Agustín empezaran a ser verdaderamente fervorosos.
En 1636 el gobierno de Francia quiso exigirle que hiciera un juramento que iba contra su conciencia. En vez de jurar prefirió salir desterrado. Los últimos cuatro años de su vida los pasó en el destierro, enseñando en una escuela gratuita que él mismo había fundado allá.
Dios lo llamó a Sí el 9 de diciembre de 1640. El Sumo Pontífice lo declaró santo en 1897. El santuario donde están sus restos es visitado por numerosas peregrinaciones y su comunidad logró extenderse por varios países.
Habiendo terminado brillantemente sus estudios en la Universidad, fundó una escuela gratuita en su ciudad, caso bien raro en ese entonces. Luego ingresó en la comunidad de canónigos regulares de San Agustín y allá fue ordenado sacerdote.
Como se sentía indigno de celebrar la Santa Misa, duró tres meses sin hacer la celebración de su primera misa, desde su ordenación, preparándose para ello (algo parecido hizo San Ignacio de Loyola).
Le pusieron a escoger entre tres parroquias, para que dijera de cuál quería ser párroco. Él escogió la más abandonada, la que más problemas tenía, y la que más estaba necesitando de un trabajo fuerte y constante. Era un pueblecito de los Vosgos que estaba lleno de protestantes calvinistas y donde la moralidad estaba por el suelo. Allí trabajó San Pedro Fourier por treinta años (un caso parecido a los que sucederá siglos después en Ars, cuando llegó allá san Juan Vianey). Aún hoy, todavía allá, cuando hablan de nuestro santo lo llaman "el buen padre Pedro".
Lo primero que hizo para lograr convertir aquellas gentes fue dedicarse a orar, y a sacrificarse por ellas. Recordaba lo que decía Jesús: "ciertos malos espíritus no se alejan sino con la oración y los sacrificios". Aún en el más crudo invierno no encendía fuego para calentarse, y la estufa que iba a calentar el ambiente no se encendía sino cuando llegaban visitantes muy friolentos.
La Bienaventurada Virgen del Carmen Las otras dos armas con las cuales se propuso ganar las almas de aquellos pecadores fueron la limosna y el buen ejemplo. Quería cumplir aquel mandato del Señor que dice: "De tal manera luzca ante los demás la luz de vuestro buen ejemplo, que los demás al ver vuestras buenas obras, glorifiquen al Padre Celestial". Y en cuanto a las limosnas los necesitados encontraban siempre dispuesto al Padre Pedro a darles alguna ayuda, pero acompañada de buenos consejos que les sirvieran también para la salvación de su alma.
En su parroquia existían numerosas personas que habían tenido bienes de fortuna pero por un mal negocio o un incendio o una enfermedad o un robo, etc., habían quedado en gran pobreza. Para ellos fundó nuestro santo una caja de Mutua Ayuda, en la cual depositaba las contribuciones que las gentes le hacían, y de allí iba sacando para prestar a quienes habían quedado en la ruina. Lo único que les exigía era que si un día lograban volver a tener otra vez los bienes suficientes, devolvieran lo que se les había prestado. Así muchas familias que no se atrevían mendigar, fueron socorridas a tiempo sin ser humilladas. La Caja progresó notablemente.
San Pedro Fourier estaba convencido de que para poder hacer apostolado sin desanimarse ni desorientarse es necesario asociarse con algún grupo apostólico donde a uno lo animen, lo corrijan, lo guíen y lo acompañen. Por eso fundó en su parroquia tres asociaciones apostólicas: la de San Sebastián, para hombres, la del Rosario para señoras y la de la Inmaculada para señoritas. Les hacía reunión semanal para cada grupo por separado y allí organizaba los trabajos de apostolado y se animaban para seguir adelante.
Jesús es bajado de la Cruz A San Pedro Fourier se le ocurrió en aquellos años algo que cien años después le iba a dar gran éxito a San Juan Bautista de la Salle, pero que en aquel 1600 todavía no encontraba ambiente favorable: fundar las escuelas gratuitas para el pueblo. Trató de hacerlo en su parroquia pero se encontró con que los sacerdotes no aceptaban dar clases en primaria y a los padres de familia si eran pobres, no les interesaba que sus hijos estudiaran, y los maestros que encontraba no tenían vocación para ello. Total: fracasó totalmente en su intento. El mismo lo reconoció humildemente. El terreno todavía no estaba abonado para tan grande cosecha. Solamente cuando La Salle un siglo después se dedique a preparar maestros totalmente entusiasmados por la educación, logrará llenar la nación de casas de educación.
Habiendo fracasado en cuanto a escuelas para los niños, nuestro santo se propuso hacer una fundación para las niñas. Pero amaestrado por la amarga experiencia anterior, se propuso preparar antes muy bien a las profesoras. Reunió cuatro muchachas (dirigidas por la beata Alicia, que fue la cofundadora de su comunidad) y empezó a darles a cada día una hora de clase de pedagogía y de técnicas para enseñar a la juventud. Luego las fue enviando a dar clases a grupos de jovencitas, y pronto ya pudo fundar con ellas la Comunidad de Hermanas de San Agustín, que fue aprobada en 1616 por el Sumo Pontífice. Los expertos en Roma decían que el Padre Pedro había obtenido en seis meses una aprobación que otras comunidades sólo habían conseguido en treinta años. Pero es que se hizo apoyar por unos padres jesuitas muy importantes y por varios padres franceses muy estimados en el Vaticano, y además su congregación había dado muestras del gran bien que se consigue educando a la juventud.
El Padre Pedro puso en práctica varios métodos educativos que después otros famosos educadores católicos popularizarán por todas partes. Lo primero: hacer que la educación fuera práctica. Que no se redujera sólo a aprender cuestiones teóricas, sino que enseñara a la juventud muchas cosas que en la vida práctica de cada día iban a ser necesarias. Y así le dio gran importancia a la contabilidad, tanto que sus colegios eran verdaderamente unos secretariados comerciales, donde las jóvenes se familiarizaban con todo lo que les iba a servir para ser después unas eficientes secretarias y unas hábiles contadoras. También se les enseñaban artes prácticas como bordado, pastelería, dibujo artístico, etc.
San Francisco de Asís junto a la Cruz de Jesús Otro de sus métodos nuevos, fue el de enseñar por medio de la declamación. Como lo hará más tarde San Juan Bosco, a San Pedro Fourier se le ocurrió preparar dramas, sainetes, comedias, diálogos y recitales, donde mientras se hacía reír y se emocionaba a los oyentes, se iban enseñando verdades de la religión y de otras ciencias. Los domingos por la tarde daban sus alumnas representaciones muy amenas e instructivas para el pueblo, con notable asistencia. Era un modo de valerse del teatro para enseñar y hacer progresar. Y el mismo tener que declamar en público les daba a las jóvenes mayor facilidad para expresarse en reuniones de sociedad, y obtenían más habilidad para ser buenas maestras.
Su parroquia estaba infestada de calvinistas y evangélicos, lo cual era un serio peligro para los católicos. Lo primero que se propuso nuestro santo fue instruir a sus feligreses acerca de los 10 errores o herejías que enseñan los protestantes, para que no se dejaran engañar por ellos. Luego fue insistiendo en que el católico por pertenecer a la mejor religión del mundo debe tener un comportamiento mejor que el de los demás. Y a los protestantes les recordaba cuán bueno y provechoso es pertenecer a la Santa Iglesia Católica. Y los feligreses de su parroquia comentaban: "el Padre Pedro ha logrado más en cuanto a los protestantes en varios meses, que lo que habían logrado los otros sacerdotes en 30 años".
En 1622 nuestro santo fue nombrado superior de su comunidad de Canónigos de San Agustín, y al posesionarse de su alto cargo dijo: "Así como Jesucristo se entrega a nosotros en la Sagrada Comunión, sin esperar pago alguno, y buscando solamente el bien de los que la reciben, así me dedicaré desde este día a todos los que pertenecen a nuestra comunidad, no para obtener algún honor, o ventaja alguna, sino pensando solamente en la salvación de las almas". Programa verdaderamente digno de ser imitado, por todos los superiores en todas partes.
En su nuevo cargo se dedicó con todas sus fuerzas a mejorar el comportamiento de los socios de su comunidad, la cual había caído en bastante descuido en cuanto al cumplimiento de los reglamentos. Al principio encontró bastante resistencia, pero poco a poco fue logrando que los canónigos de San Agustín empezaran a ser verdaderamente fervorosos.
En 1636 el gobierno de Francia quiso exigirle que hiciera un juramento que iba contra su conciencia. En vez de jurar prefirió salir desterrado. Los últimos cuatro años de su vida los pasó en el destierro, enseñando en una escuela gratuita que él mismo había fundado allá.
Dios lo llamó a Sí el 9 de diciembre de 1640. El Sumo Pontífice lo declaró santo en 1897. El santuario donde están sus restos es visitado por numerosas peregrinaciones y su comunidad logró extenderse por varios países.
lunes, 8 de diciembre de 2025
08 de Diciembre 2025 – Solemnidad de la INMACULADA CONCEPCIÓN de MARÍA
Llenos de estupor, nuestros ojos se levantan este día hacia una imagen de hermosura inefable, que sonríe sobre el mundo pecador con reflejos de cielo y claridades de aurora. El milagro nos abruma, la gracia nos cautiva, el misterio nos abisma, y preguntamos, recogiendo las palabras bíblicas: «¿Quién es ésta que sube como alba riente, hermosa como la luna, escogida como el sol?» Y de entre las nubes de la luz sale una voz que hace olvidar todas las arpas del mundo. «Con júbilo inmenso—dice—me regocijaré en el Señor, y en mi Dios se gozará mi alma, porque me ha vestido con las vestiduras de la salud y con manto de justicia, como a esposa deslumbrante con sus joyeles.»
Es la voz de María; María nos da cuenta del prodigio singular que Dios obró en ella al aparecer en este mundo. La ley era clara, terminante, universal: todos los hijos de Adán nacen con el contagio del pecado, y son concebidos con la mancha original que el primer padre transmitió a toda su descendencia. Pero una madre debía estar exceptuada de tan rigurosa sentencia. El que hizo la ley podía dispensar de ella. Podía hacerlo; convenía hacerlo, y lo hizo. Esa suspensión de la sentencia emanada de la justicia divina contra el linaje de los hombres era, por decirlo así, una exigencia de la misma santidad de Dios. María, hija del Padre celestial, estaba llamada a ser Madre del Dios humanado y templo inefable del Espíritu santificador. El Espíritu, que debía cubrirla con su sombra y hacerla fecunda con la operación divina, no podía permitir que existiese un solo instante en que su amada no fuese suya; el Hijo, con quien debían unirla relaciones inefables de ternura y de amor, debía protegerla contra todas las asechanzas de la serpiente infernal. Madre del amor, la huella del odio no se posó jamás sobre su frente; hija de la luz, no conoció un solo instante la tristeza de las sombras en que se sientan los hijos de los hombres; fuente de gracia, de misericordia y de inocencia, vióse libre del dolor y la vergüenza del pecado. A la entrada en este mundo todos los hombres se encuentran un acreedor despiadado que les exige el tributo de la culpa y graba en su frente el sello de la esclavitud. Sólo esta criatura se ve libre de las parias humillantes: en la aduana exigen, amenazan, recuerdan la general condena; pero la niña pasa tranquila, despreciando el silbido de la serpiente astuta. El infierno se estremece; contempla con espanto aquella novedad y ruge furioso. En la tierra hay alguien que se opone a su imperio; por vez primera desde el Paraíso late un corazón que no ha reconocido su vasallaje. ¿Es que va a terminar su tiranía? Antaño, en el crepúsculo del primer día de la humanidad, se pronunció una palabra misteriosa. «Pondré enemistades entre ti y la mujer—dijo el Señor a la serpiente—; entre tu descendencia y la suya: tú pondrás asechanzas a su calcañar, y ella quebrantará tu cabeza.» Tal vez la promesa se está cumpliendo ya, piensa el espíritu del mal; tal vez esta niña es la mujer de que habló Yahvé en la aurora del mundo.
Cuando en los sagrados libros leemos su genealogía nos parece escuchar un ruido siniestro, semejante al bramar de un río fangoso y revuelto cuyas aguas marchan desatadas, después de haber recogido en el líquido puro que reciben de las nieves serranas el lodo de las profundas hondonadas. Y nuestra alma se llena de inquietud. Es el paraíso de Dios, nos dice la voz revelada. Y hay otra que parece contestar: «¿Es que esas ondas cenagosas e indomables van a respetar ese paraíso?» Si hay criminales y pecadores entre los ascendientes de María, hay también santos y profetas, almas nobles y corazones inflamados en el amor de Dios: pero ninguno de ellos está exento de la ley común; todos tienen que exhalar el triste gemido que ponía en su boca uno de los más famosos, hombre según el corazón de Dios: «He aquí que he sido concebido en la iniquidad; en el pecado me concibió mi madre.» Todos se vieron obligados a pasar por la ley terrible que el Apóstol formulaba con estas palabras: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte.»
Pero el río de la salud baja del Cielo trayendo en su gozosa catarata la gracia de la salud, el júbilo de la esperanza, la virtud reparadora de los méritos del Verbo encarnado. Sus aguas vienen a limpiar las almas hundidas en el fango; pero ¿acaso no podrán envolver este paraíso de Dios antes que el fango llegue a salpicarle y afearle?
Aunque salida de una estirpe maldita, esta mujer ha sido escogida desde la eternidad para introducir en el mundo al Libertador; y desde el principio de los tiempos se nos presenta asociada al culto con que la humanidad reclamaba y anunciaba su venida: al culto silencioso e ignorado de las figuras y al culto elocuente y público de las profecías. La zarza ardiente de Moisés, inundada de la gloria de Dios, aquella zarza que en medio de las llamas conservaba todo el humor de su savia, toda la frescura de su verdor, todo el aroma de sus flores, era María, esposa del Dios del amor, verdadera madre del Verbo hecho carne, que se levanta a la grandeza de una maternidad inefable sin perder el perfume, la frescura, la gracia de una admirable virginidad. La vara de Aarón, que florece entre los silencios y las soledades del tabernáculo, es también María, que, a diferencia de las otras madres de Israel, acuciadas por el deseo de llevar al Mesías en su regazo, parece renunciar a esta gloria suprema, y es ella, sin embargo, la que en su retiro silencioso y humilde engendra la flor profetizada. María es también aquella arca de la alianza en que se conservaban, junto a las tablas de la Ley, los recuerdos de los favores de Yahvé; ella, que ha podido ser llamada tabernáculo de la ley viviente, santuario venerable del más grande de los beneficios, el beneficio de la Encarnación. Y Débora, la belicosa, que cantaba en versos sublimes las victorias del pueblo escogido; y la altiva Judit, que exponía su vida para salvar su ciudad; y la hermosa y tímida Ester, que amansaba la cólera de un rey, celosa de su gloria, y abría a sus compatriotas el camino de la patria; todas estas grandes figuras femeninas del pueblo de Israel anunciaban ya a la Virgen poderosa que había de ser invocada por los cristianos con los bellos nombres de Perpetuo Socorro, Torre de Marfil y Puerta del Cielo.
Pero si las figuras la preparan, las profecías la anuncian con meridiana claridad. Cuando nuestros primeros padres sienten que se les ensombrece la vida por el castigo de la culpa, el Señor se la muestra en las lejanías del Paraíso, y en medio de las angustias del dolor Ella se presenta a sus ojos como seguro apoyo de consuelo y esperanza. Sobre Ella y sobre el fruto bendito de su vientre concentrará el dragón infernal sus rencores y asechanzas; pero Ella le machacará la cabeza. Poco a poco va saliendo de la sombra de los tiempos, y sus contornos van apareciendo cada vez más bellos y luminosos. Con su lengua profética, más rápidamente que la pluma de un copista que escribe velozmente, la vislumbra en el horizonte lejano, y describe ya, juntamente con la gloria triunfal del Rey de los reyes, la majestad de la reina que se sienta a su lado: «Escucha, hija, escucha y contempla; y olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre; porque el Rey ha deseado tu belleza; un Rey que es tu Dios, un Rey a quien adorará todo el mundo; y las hijas de Tiro te ofrecerán sus presentes, y los pueblos se inclinarán delante de ti, implorando tu intercesión.» Algo más tarde, Salomón, en aquel drama múltiple y misterioso del Cantar de los Cantares, que nos hace pensar en la Humanidad de Cristo, en la Iglesia, y en el alma inundada por la gracia, canta también los encantos divinos de María: la paloma, la escogida, la amada, la inmaculada, la más bella entre las mujeres, la aurora de la redención, el astro radioso que, antes que nadie, recibe los besos del sol eterno. Y llegan al fin los grandes profetas Isaías y Jeremías, que, después de contemplar la fuente misma de las grandezas de esta mujer privilegiada, la divina maternidad, anuncian al mundo el gran signo de las misericordias, la nueva y única maravilla de la omnipotencia de Dios, la Virgen que concebirá y parirá al Emmanuel, la mujer por excelencia, que por obra del Altísimo será la Madre del Deseado de las naciones.
Este culto de las figuras y las profecías no es más que el comienzo de las alabanzas y bendiciones de la humanidad rescatada por Cristo, a las que seguirán los cánticos eternos de los ángeles y los bienaventurados en el Cielo. Y entre unas y otros, entre las figuras y las alabanzas, entre los cánticos y los vaticinios, está el culto mismo del Verbo, el homenaje de obediencia y de amor que el Hijo de Dios rindió a su Madre durante los treinta y tres años de su vida mortal. Pero esta cadena admirable, cuyos dos extremos se pierden en el seno de la divinidad, quedaría rota si la Virgen, que es objeto de tan prodigiosa glorificación, hubiera estado sujeta a la maldición general del género humano. Por un instante, el coro enmudecería, faltaría el amor de Dios, la veneración de los hombres, la admiración de los ángeles, el asombro de los siglos. Un instante horrible de silencio, de compasión, de odio. ¿Lo consentirá la sabiduría de Dios?
El Padre de las luces ha visto desde toda la eternidad que Aquel a quien Él engendra eternamente, va a ser hijo de una mujer. Si Él, el increado, el infinito, se llama su Padre, Ella se llamará su Madre, y los dos podrán decir con toda verdad: ¡Jesús es mi Hijo! Imposible parece comprender esta misteriosa comunidad de poder y de amor entre la esencia eternamente pura e inmaculada y un ser sumergido, aunque no sea más que breves instantes, en la miseria del pecado. Si en la asociación de una descendiente de Eva a su acto generador, si en la armonía de relaciones que hacen que el creador y la criatura se expresen de la misma manera con respecto a la misma Persona, es imposible que haya igualdad de perfecciones, puede, no obstante, y es de razón, que hay una semejanza de pureza y de inocencia para que la dignidad del Padre no quede oscurecida por la indignidad de la Madre.
Y esto mismo se desprende si consideramos la manera maravillosa de que Dios se sirve para asociar a María a su paternidad. La fe nos enseña, nos lo dice el Evangelio, que el Salvador no nació del comercio vulgar de la carne con la carne. La Humanidad de Jesús fue concebida por virtud de una operación casta y divina. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te envolverá.» Esposa mística del Espíritu de Dios, María no puede pertenecer más que a Él. No es posible que la sombra de un recuerdo amargo venga a inquietar esa unión divina, y que en el instante mismo en que el Espíritu de la luz vaya a tomar, en la sangre de esa mujer, la sangre de la redención, el espíritu de las tinieblas le arroje a la cara este precoz insulto: «Esa quien ahora haces tu esposa, fue en otro tiempo mi esclava.» Un hombre de sentimientos delicados sufriría ante esta bochornosa situación, y si estuviese en su poder la evitaría. ¿No vamos a poder suponer los mismos sentimientos en el Corazón de Dios?
Más he aquí al Hijo de María, al eterno, al incorruptible custodio de su dignidad, al artífice enamorado de su gloria. Él puede detener esa corriente de lodo que amenaza invadir el paraíso de su encarnación. ¿Es posible que no lo haga? Su honor está interesado en ello, pues la vergüenza de la madre repercute siempre sobre el hijo; pero más que su honor está interesado su amor. Un día, cuando esté ya sentado a la diestra del Padre, inclinará su frente hacia este valle de lágrimas para decir a la Virgen desterrada: «Ya ha pasado el invierno, se acabó la lluvia y desaparecieron las nubes de las tribulaciones; ven, amiga mía, ven a recibir la corona.» Y saliendo más bella del seno mismo de la corrupción, la amada subirá a los Cielos para ser colocada en el trono de su gloria y recibir el homenaje de los bienaventurados. Es la alegría de los Cielos, es la Reina de los ángeles, y los ángeles no le regatearán sus servicios amorosos y humildes. Pero tal vez podrían dirigirse al Hijo y decirle: «Señor, esta mujer es la que os ha vestido con el manto de la carne, es verdad; pero, ¿no hubiéramos podido nosotros prepararte un cuerpo amasado con los más puros elementos? Ella ha nacido de una sangre corrompida; nosotros hemos brotado de la boca del Altísimo. Ella sufrió un día la vergüenza del pecado; jamás ensombreció nuestra esencia purísima la más ligera sombra. Un día vuestra mirada se fijó en ella con repugnancia; nosotros, en cambio, ni un instante dejamos de hallar gracia delante de vuestros ojos. ¿Por qué va a ser nuestra Reina? Que reine sobre aquellos que se sometieron, como ella, a la ley del pecado.»
No es posible semejante humillación. El Verbo ama a su Madre; amábala antes de ser concebida. No puede consentir que las ondas que llevan a toda generación la herencia funesta del pecado se acerquen a esa mujer destinada para ser su Madre. En medio de un mundo asolado por la ley de la muerte, puede hacer que Ella aparezca como una isla fértil, riente, apacible, embalsamada, bañada de todos lados por el río de la redención. Él, dispensador soberano de los mártires, puede hacer este prodigio; se lo debe a su amor filial y se lo pide nuestra fe. Es el orden, es la belleza, es la armonía. María ya no tiene nada que envidiar a los ángeles, puesto que su Concepción inmaculada asegura a su maternidad divina los derechos a la realeza universal. El Hijo de Dios recibe de una naturaleza preservada e íntegra la sangre preciosa que debe circular por sus sagradas venas; el Esposo divino posee sin participación y sin reproche a la Virgen que será fecundada por su santa y misteriosa intervención; el Padre Eterno no tiene que avergonzarse de la Virgen purísima con quien comparte las alegrías de la filiación; el culto anticipado de María se une al culto de la Iglesia y al de los fieles con la realización de las figuras y las profecías; el vellocino de Gedeón, humedecido un día con el rocío del Cielo en medio de la era sin indicios de humedad e intacto; otro, entre las lluvias que caen en torno, tiene ahora la explicación que inútilmente buscaban los antiguos Patriarcas: es María, inundada de la gracia de Dios desde el primer instante de su Concepción, a diferencia de toda criatura humana; preservada de todo pecado, cuando todo en torno suyo se agita en el pecado; Ella es la amada del Cantar de los Cantares, la toda hermosa, la sin mancha, el jardín cercado, la fuente sellada, la aurora circundada de oro y de luz, que se levanta en medio de las delicias de la gracia, bella como la luna, escogida como el sol, terrible para el infierno, acostumbrado a hacer sentir el peso de su planta sobre todo hombre que llega a este mundo, como un ejército colocado en orden de batalla. Tenía razón el viejo teólogo: Potuit, decuit, ergo fecit.
Las especulaciones de la teología han sido definitivamente confirmadas por la voz infalible de la Iglesia. Ya no hay duda posible para un católico. El Vicario de Cristo ha hablado y ha dicho: «Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la bienaventurada Virgen María fue preservada y totalmente exenta de la mancha del pecado original desde el primer instante de su Concepción por un privilegio y gracia singular de Dios omnipotente, y en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, es una doctrina revelada, y, por consiguiente, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles.»
Esta es la fe, ésta es la tradición, éste es el dogma. Ya no podemos temer que nos hayamos equivocado en las deducciones de nuestra pobre inteligencia. No hay nada absurdo. No se canonizan fábulas extravagantes y teorías contrarias a las leyes físicas de la vida. Lo único que la Iglesia nos enseña es que en el instante en que María fue una persona humana, por la infusión del alma racional recibió la eficacia de la redención, poseyendo así desde entonces una naturaleza inocente y llena de gracia, en vez de la naturaleza caída y pecadora que los demás heredan de sus progenitores.
Por eso el mundo saluda en este día a la Virgen graciosa, cuya aparición es el anuncio de su rescate. Toda hermosa eres, ¡Oh María!, y en ti no hay sombra de mancha. Toda hermosa eres, paloma inmaculada, esposa celestial, cielo, templo y trono de la divinidad, que tienes a Cristo dentro de ti. Nube luminosa que nos trajiste al Mesías para que fulgurante rayo iluminase la tierra; nube celestial, de la cual salió el trueno del Espíritu Santo, que reposa en ti; nube que derrama a torrentes la lluvia saludable para producir en ella los frutos de la fe; mujer llena de gracia, puerta de los Cielos y alegría de Dios, según las palabras del profeta: «Eres jardín cerrado, hermana mía, esposa mía; eres jardín cerrado y fuente sellada.»
Así cantaba San Epifano, y Bossuet decía: «Cuando considero a Jesús, nuestra esperanza, reposando suavemente en los brazos de su Madre, mamando su leche purísima, recostado en su regazo o encerrado en sus castas entrañas; cuando miro al Incomprensible así encerrado, a la Inmensidad abreviada y al Libertador dentro de tan estrecha prisión, no puedo menos de pensar: ¿Y pudo ser que Dios haya querido abandonar al demonio, aunque fuese sólo por un instante, este templo sagrado que preparaba para su Hijo, este santo tabernáculo en que debían celebrarse sus desposorios con la naturaleza humana?» Así piensa también el pueblo cristiano. Cuando el 8 de diciembre de 1854 Pío IX proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción, el sucesor de Pedro no inventaba nada; no hacía más que recoger los anhelos de las generaciones cristianas, el latido de la tradición, la creencia de la Iglesia, que, encerrada en el núcleo de los textos bíblicos, contenida implícitamente en el tesoro de la revelación, se iba desarrollando y manifestando a través de los siglos en las doctrinas de los Santos Padres, en la devoción del pueblo, en los monumentos artísticos y en la institución de esta fiesta, que el Oriente conoció desde el siglo VI, y que los occidentales celebraban ya antes del año 1000.
Es la voz de María; María nos da cuenta del prodigio singular que Dios obró en ella al aparecer en este mundo. La ley era clara, terminante, universal: todos los hijos de Adán nacen con el contagio del pecado, y son concebidos con la mancha original que el primer padre transmitió a toda su descendencia. Pero una madre debía estar exceptuada de tan rigurosa sentencia. El que hizo la ley podía dispensar de ella. Podía hacerlo; convenía hacerlo, y lo hizo. Esa suspensión de la sentencia emanada de la justicia divina contra el linaje de los hombres era, por decirlo así, una exigencia de la misma santidad de Dios. María, hija del Padre celestial, estaba llamada a ser Madre del Dios humanado y templo inefable del Espíritu santificador. El Espíritu, que debía cubrirla con su sombra y hacerla fecunda con la operación divina, no podía permitir que existiese un solo instante en que su amada no fuese suya; el Hijo, con quien debían unirla relaciones inefables de ternura y de amor, debía protegerla contra todas las asechanzas de la serpiente infernal. Madre del amor, la huella del odio no se posó jamás sobre su frente; hija de la luz, no conoció un solo instante la tristeza de las sombras en que se sientan los hijos de los hombres; fuente de gracia, de misericordia y de inocencia, vióse libre del dolor y la vergüenza del pecado. A la entrada en este mundo todos los hombres se encuentran un acreedor despiadado que les exige el tributo de la culpa y graba en su frente el sello de la esclavitud. Sólo esta criatura se ve libre de las parias humillantes: en la aduana exigen, amenazan, recuerdan la general condena; pero la niña pasa tranquila, despreciando el silbido de la serpiente astuta. El infierno se estremece; contempla con espanto aquella novedad y ruge furioso. En la tierra hay alguien que se opone a su imperio; por vez primera desde el Paraíso late un corazón que no ha reconocido su vasallaje. ¿Es que va a terminar su tiranía? Antaño, en el crepúsculo del primer día de la humanidad, se pronunció una palabra misteriosa. «Pondré enemistades entre ti y la mujer—dijo el Señor a la serpiente—; entre tu descendencia y la suya: tú pondrás asechanzas a su calcañar, y ella quebrantará tu cabeza.» Tal vez la promesa se está cumpliendo ya, piensa el espíritu del mal; tal vez esta niña es la mujer de que habló Yahvé en la aurora del mundo.
Cuando en los sagrados libros leemos su genealogía nos parece escuchar un ruido siniestro, semejante al bramar de un río fangoso y revuelto cuyas aguas marchan desatadas, después de haber recogido en el líquido puro que reciben de las nieves serranas el lodo de las profundas hondonadas. Y nuestra alma se llena de inquietud. Es el paraíso de Dios, nos dice la voz revelada. Y hay otra que parece contestar: «¿Es que esas ondas cenagosas e indomables van a respetar ese paraíso?» Si hay criminales y pecadores entre los ascendientes de María, hay también santos y profetas, almas nobles y corazones inflamados en el amor de Dios: pero ninguno de ellos está exento de la ley común; todos tienen que exhalar el triste gemido que ponía en su boca uno de los más famosos, hombre según el corazón de Dios: «He aquí que he sido concebido en la iniquidad; en el pecado me concibió mi madre.» Todos se vieron obligados a pasar por la ley terrible que el Apóstol formulaba con estas palabras: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte.»
Pero el río de la salud baja del Cielo trayendo en su gozosa catarata la gracia de la salud, el júbilo de la esperanza, la virtud reparadora de los méritos del Verbo encarnado. Sus aguas vienen a limpiar las almas hundidas en el fango; pero ¿acaso no podrán envolver este paraíso de Dios antes que el fango llegue a salpicarle y afearle?
Aunque salida de una estirpe maldita, esta mujer ha sido escogida desde la eternidad para introducir en el mundo al Libertador; y desde el principio de los tiempos se nos presenta asociada al culto con que la humanidad reclamaba y anunciaba su venida: al culto silencioso e ignorado de las figuras y al culto elocuente y público de las profecías. La zarza ardiente de Moisés, inundada de la gloria de Dios, aquella zarza que en medio de las llamas conservaba todo el humor de su savia, toda la frescura de su verdor, todo el aroma de sus flores, era María, esposa del Dios del amor, verdadera madre del Verbo hecho carne, que se levanta a la grandeza de una maternidad inefable sin perder el perfume, la frescura, la gracia de una admirable virginidad. La vara de Aarón, que florece entre los silencios y las soledades del tabernáculo, es también María, que, a diferencia de las otras madres de Israel, acuciadas por el deseo de llevar al Mesías en su regazo, parece renunciar a esta gloria suprema, y es ella, sin embargo, la que en su retiro silencioso y humilde engendra la flor profetizada. María es también aquella arca de la alianza en que se conservaban, junto a las tablas de la Ley, los recuerdos de los favores de Yahvé; ella, que ha podido ser llamada tabernáculo de la ley viviente, santuario venerable del más grande de los beneficios, el beneficio de la Encarnación. Y Débora, la belicosa, que cantaba en versos sublimes las victorias del pueblo escogido; y la altiva Judit, que exponía su vida para salvar su ciudad; y la hermosa y tímida Ester, que amansaba la cólera de un rey, celosa de su gloria, y abría a sus compatriotas el camino de la patria; todas estas grandes figuras femeninas del pueblo de Israel anunciaban ya a la Virgen poderosa que había de ser invocada por los cristianos con los bellos nombres de Perpetuo Socorro, Torre de Marfil y Puerta del Cielo.
Pero si las figuras la preparan, las profecías la anuncian con meridiana claridad. Cuando nuestros primeros padres sienten que se les ensombrece la vida por el castigo de la culpa, el Señor se la muestra en las lejanías del Paraíso, y en medio de las angustias del dolor Ella se presenta a sus ojos como seguro apoyo de consuelo y esperanza. Sobre Ella y sobre el fruto bendito de su vientre concentrará el dragón infernal sus rencores y asechanzas; pero Ella le machacará la cabeza. Poco a poco va saliendo de la sombra de los tiempos, y sus contornos van apareciendo cada vez más bellos y luminosos. Con su lengua profética, más rápidamente que la pluma de un copista que escribe velozmente, la vislumbra en el horizonte lejano, y describe ya, juntamente con la gloria triunfal del Rey de los reyes, la majestad de la reina que se sienta a su lado: «Escucha, hija, escucha y contempla; y olvídate de tu pueblo y de la casa de tu padre; porque el Rey ha deseado tu belleza; un Rey que es tu Dios, un Rey a quien adorará todo el mundo; y las hijas de Tiro te ofrecerán sus presentes, y los pueblos se inclinarán delante de ti, implorando tu intercesión.» Algo más tarde, Salomón, en aquel drama múltiple y misterioso del Cantar de los Cantares, que nos hace pensar en la Humanidad de Cristo, en la Iglesia, y en el alma inundada por la gracia, canta también los encantos divinos de María: la paloma, la escogida, la amada, la inmaculada, la más bella entre las mujeres, la aurora de la redención, el astro radioso que, antes que nadie, recibe los besos del sol eterno. Y llegan al fin los grandes profetas Isaías y Jeremías, que, después de contemplar la fuente misma de las grandezas de esta mujer privilegiada, la divina maternidad, anuncian al mundo el gran signo de las misericordias, la nueva y única maravilla de la omnipotencia de Dios, la Virgen que concebirá y parirá al Emmanuel, la mujer por excelencia, que por obra del Altísimo será la Madre del Deseado de las naciones.
Este culto de las figuras y las profecías no es más que el comienzo de las alabanzas y bendiciones de la humanidad rescatada por Cristo, a las que seguirán los cánticos eternos de los ángeles y los bienaventurados en el Cielo. Y entre unas y otros, entre las figuras y las alabanzas, entre los cánticos y los vaticinios, está el culto mismo del Verbo, el homenaje de obediencia y de amor que el Hijo de Dios rindió a su Madre durante los treinta y tres años de su vida mortal. Pero esta cadena admirable, cuyos dos extremos se pierden en el seno de la divinidad, quedaría rota si la Virgen, que es objeto de tan prodigiosa glorificación, hubiera estado sujeta a la maldición general del género humano. Por un instante, el coro enmudecería, faltaría el amor de Dios, la veneración de los hombres, la admiración de los ángeles, el asombro de los siglos. Un instante horrible de silencio, de compasión, de odio. ¿Lo consentirá la sabiduría de Dios?
El Padre de las luces ha visto desde toda la eternidad que Aquel a quien Él engendra eternamente, va a ser hijo de una mujer. Si Él, el increado, el infinito, se llama su Padre, Ella se llamará su Madre, y los dos podrán decir con toda verdad: ¡Jesús es mi Hijo! Imposible parece comprender esta misteriosa comunidad de poder y de amor entre la esencia eternamente pura e inmaculada y un ser sumergido, aunque no sea más que breves instantes, en la miseria del pecado. Si en la asociación de una descendiente de Eva a su acto generador, si en la armonía de relaciones que hacen que el creador y la criatura se expresen de la misma manera con respecto a la misma Persona, es imposible que haya igualdad de perfecciones, puede, no obstante, y es de razón, que hay una semejanza de pureza y de inocencia para que la dignidad del Padre no quede oscurecida por la indignidad de la Madre.
Y esto mismo se desprende si consideramos la manera maravillosa de que Dios se sirve para asociar a María a su paternidad. La fe nos enseña, nos lo dice el Evangelio, que el Salvador no nació del comercio vulgar de la carne con la carne. La Humanidad de Jesús fue concebida por virtud de una operación casta y divina. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te envolverá.» Esposa mística del Espíritu de Dios, María no puede pertenecer más que a Él. No es posible que la sombra de un recuerdo amargo venga a inquietar esa unión divina, y que en el instante mismo en que el Espíritu de la luz vaya a tomar, en la sangre de esa mujer, la sangre de la redención, el espíritu de las tinieblas le arroje a la cara este precoz insulto: «Esa quien ahora haces tu esposa, fue en otro tiempo mi esclava.» Un hombre de sentimientos delicados sufriría ante esta bochornosa situación, y si estuviese en su poder la evitaría. ¿No vamos a poder suponer los mismos sentimientos en el Corazón de Dios?
Más he aquí al Hijo de María, al eterno, al incorruptible custodio de su dignidad, al artífice enamorado de su gloria. Él puede detener esa corriente de lodo que amenaza invadir el paraíso de su encarnación. ¿Es posible que no lo haga? Su honor está interesado en ello, pues la vergüenza de la madre repercute siempre sobre el hijo; pero más que su honor está interesado su amor. Un día, cuando esté ya sentado a la diestra del Padre, inclinará su frente hacia este valle de lágrimas para decir a la Virgen desterrada: «Ya ha pasado el invierno, se acabó la lluvia y desaparecieron las nubes de las tribulaciones; ven, amiga mía, ven a recibir la corona.» Y saliendo más bella del seno mismo de la corrupción, la amada subirá a los Cielos para ser colocada en el trono de su gloria y recibir el homenaje de los bienaventurados. Es la alegría de los Cielos, es la Reina de los ángeles, y los ángeles no le regatearán sus servicios amorosos y humildes. Pero tal vez podrían dirigirse al Hijo y decirle: «Señor, esta mujer es la que os ha vestido con el manto de la carne, es verdad; pero, ¿no hubiéramos podido nosotros prepararte un cuerpo amasado con los más puros elementos? Ella ha nacido de una sangre corrompida; nosotros hemos brotado de la boca del Altísimo. Ella sufrió un día la vergüenza del pecado; jamás ensombreció nuestra esencia purísima la más ligera sombra. Un día vuestra mirada se fijó en ella con repugnancia; nosotros, en cambio, ni un instante dejamos de hallar gracia delante de vuestros ojos. ¿Por qué va a ser nuestra Reina? Que reine sobre aquellos que se sometieron, como ella, a la ley del pecado.»
No es posible semejante humillación. El Verbo ama a su Madre; amábala antes de ser concebida. No puede consentir que las ondas que llevan a toda generación la herencia funesta del pecado se acerquen a esa mujer destinada para ser su Madre. En medio de un mundo asolado por la ley de la muerte, puede hacer que Ella aparezca como una isla fértil, riente, apacible, embalsamada, bañada de todos lados por el río de la redención. Él, dispensador soberano de los mártires, puede hacer este prodigio; se lo debe a su amor filial y se lo pide nuestra fe. Es el orden, es la belleza, es la armonía. María ya no tiene nada que envidiar a los ángeles, puesto que su Concepción inmaculada asegura a su maternidad divina los derechos a la realeza universal. El Hijo de Dios recibe de una naturaleza preservada e íntegra la sangre preciosa que debe circular por sus sagradas venas; el Esposo divino posee sin participación y sin reproche a la Virgen que será fecundada por su santa y misteriosa intervención; el Padre Eterno no tiene que avergonzarse de la Virgen purísima con quien comparte las alegrías de la filiación; el culto anticipado de María se une al culto de la Iglesia y al de los fieles con la realización de las figuras y las profecías; el vellocino de Gedeón, humedecido un día con el rocío del Cielo en medio de la era sin indicios de humedad e intacto; otro, entre las lluvias que caen en torno, tiene ahora la explicación que inútilmente buscaban los antiguos Patriarcas: es María, inundada de la gracia de Dios desde el primer instante de su Concepción, a diferencia de toda criatura humana; preservada de todo pecado, cuando todo en torno suyo se agita en el pecado; Ella es la amada del Cantar de los Cantares, la toda hermosa, la sin mancha, el jardín cercado, la fuente sellada, la aurora circundada de oro y de luz, que se levanta en medio de las delicias de la gracia, bella como la luna, escogida como el sol, terrible para el infierno, acostumbrado a hacer sentir el peso de su planta sobre todo hombre que llega a este mundo, como un ejército colocado en orden de batalla. Tenía razón el viejo teólogo: Potuit, decuit, ergo fecit.
Las especulaciones de la teología han sido definitivamente confirmadas por la voz infalible de la Iglesia. Ya no hay duda posible para un católico. El Vicario de Cristo ha hablado y ha dicho: «Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que afirma que la bienaventurada Virgen María fue preservada y totalmente exenta de la mancha del pecado original desde el primer instante de su Concepción por un privilegio y gracia singular de Dios omnipotente, y en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano, es una doctrina revelada, y, por consiguiente, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles.»
Esta es la fe, ésta es la tradición, éste es el dogma. Ya no podemos temer que nos hayamos equivocado en las deducciones de nuestra pobre inteligencia. No hay nada absurdo. No se canonizan fábulas extravagantes y teorías contrarias a las leyes físicas de la vida. Lo único que la Iglesia nos enseña es que en el instante en que María fue una persona humana, por la infusión del alma racional recibió la eficacia de la redención, poseyendo así desde entonces una naturaleza inocente y llena de gracia, en vez de la naturaleza caída y pecadora que los demás heredan de sus progenitores.
Por eso el mundo saluda en este día a la Virgen graciosa, cuya aparición es el anuncio de su rescate. Toda hermosa eres, ¡Oh María!, y en ti no hay sombra de mancha. Toda hermosa eres, paloma inmaculada, esposa celestial, cielo, templo y trono de la divinidad, que tienes a Cristo dentro de ti. Nube luminosa que nos trajiste al Mesías para que fulgurante rayo iluminase la tierra; nube celestial, de la cual salió el trueno del Espíritu Santo, que reposa en ti; nube que derrama a torrentes la lluvia saludable para producir en ella los frutos de la fe; mujer llena de gracia, puerta de los Cielos y alegría de Dios, según las palabras del profeta: «Eres jardín cerrado, hermana mía, esposa mía; eres jardín cerrado y fuente sellada.»
Así cantaba San Epifano, y Bossuet decía: «Cuando considero a Jesús, nuestra esperanza, reposando suavemente en los brazos de su Madre, mamando su leche purísima, recostado en su regazo o encerrado en sus castas entrañas; cuando miro al Incomprensible así encerrado, a la Inmensidad abreviada y al Libertador dentro de tan estrecha prisión, no puedo menos de pensar: ¿Y pudo ser que Dios haya querido abandonar al demonio, aunque fuese sólo por un instante, este templo sagrado que preparaba para su Hijo, este santo tabernáculo en que debían celebrarse sus desposorios con la naturaleza humana?» Así piensa también el pueblo cristiano. Cuando el 8 de diciembre de 1854 Pío IX proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción, el sucesor de Pedro no inventaba nada; no hacía más que recoger los anhelos de las generaciones cristianas, el latido de la tradición, la creencia de la Iglesia, que, encerrada en el núcleo de los textos bíblicos, contenida implícitamente en el tesoro de la revelación, se iba desarrollando y manifestando a través de los siglos en las doctrinas de los Santos Padres, en la devoción del pueblo, en los monumentos artísticos y en la institución de esta fiesta, que el Oriente conoció desde el siglo VI, y que los occidentales celebraban ya antes del año 1000.
Lecturas del 08/12/2025
Después de comer Adán del árbol, el Señor Dios lo llamó y le dijo: «Dónde estás?».
Él contestó: «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí».
El Señor Dios le replicó: «¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?».
Adán respondió: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí».
El Señor Dios dijo a la mujer: «¿Qué has hecho?».
La mujer respondió: «La serpiente me sedujo y comí».
El Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón».
Adán llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven.
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos.
Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.
En él hemos heredado también, los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria quienes antes esperábamos en el Mesías.
En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, “porque para Dios nada hay imposible”».
María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Y el ángel se retiró.
Palabra del Señor.
08 de Diciembre 2025 – San Nadal Chabanel
En la región de Ontario, en Canadá, pasión de san Nadal Chabanel, presbítero de la Compañía de Jesús y mártir, el cual, habiendo hecho voto ante Dios de permanecer hasta la muerte en su querida misión del territorio Hurón, caminando por el bosque con un cierto apóstata fue muerto por él en odio de la fe. Su memoria se celebra el diecinueve de octubre, junto con sus compañeros.
Natural de Mende (Francia). Entró en el noviciado de la Compañía de Jesús en Toulouse a la edad de diecisiete años. Ordenado sacerdote, fue profesor de retórica. En 1643 fue enviado como misionero al Canadá, donde fue destinado a Sainte-Marie-au-pays-des-hurones. El P. Chabanel pidió específicamente ser enviado al país de los hurones, y a pesar de su incapacidad para ser dominar la lengua nativa, y cuando se encontraba de misionero en el Canadá desde 1644, sintió tal repugnancia durante su adaptación que tuvo que luchar día y noche contra la naturaleza en plena inventiva de escapatorias del puesto de combate. Pero se sobrepuso la gracia divina y el día del Corpus del 1647, hizo voto de permanecer en la misión.
El padre Carlos Garnier, su compañero, fue víctima de un ataque de los iroqueses el 7 de diciembre de 1649; Nadal, viajando a la Isla de los cristianos huyendo del mismo ataque que dio muerte a Garnier, se detuvo exhausto y murió a manos de un hurón apóstata, Luis Honarreennha, que arrojó su cuerpo al río Mohawk, después de haberlo masacrado. Fue el último de los ocho mártires jesuitas asesinados en América del Norte, beatificado en 1925 y canonizado en 1930 por el SS Pío XI. Su memoria, como la de los demás mártires de Canadá, se celebra el 19 de octubre, en el grupo de los santos Juan de Brébeuf e Isaac Jogues. (Ver) 19 de octubre
Natural de Mende (Francia). Entró en el noviciado de la Compañía de Jesús en Toulouse a la edad de diecisiete años. Ordenado sacerdote, fue profesor de retórica. En 1643 fue enviado como misionero al Canadá, donde fue destinado a Sainte-Marie-au-pays-des-hurones. El P. Chabanel pidió específicamente ser enviado al país de los hurones, y a pesar de su incapacidad para ser dominar la lengua nativa, y cuando se encontraba de misionero en el Canadá desde 1644, sintió tal repugnancia durante su adaptación que tuvo que luchar día y noche contra la naturaleza en plena inventiva de escapatorias del puesto de combate. Pero se sobrepuso la gracia divina y el día del Corpus del 1647, hizo voto de permanecer en la misión.
El padre Carlos Garnier, su compañero, fue víctima de un ataque de los iroqueses el 7 de diciembre de 1649; Nadal, viajando a la Isla de los cristianos huyendo del mismo ataque que dio muerte a Garnier, se detuvo exhausto y murió a manos de un hurón apóstata, Luis Honarreennha, que arrojó su cuerpo al río Mohawk, después de haberlo masacrado. Fue el último de los ocho mártires jesuitas asesinados en América del Norte, beatificado en 1925 y canonizado en 1930 por el SS Pío XI. Su memoria, como la de los demás mártires de Canadá, se celebra el 19 de octubre, en el grupo de los santos Juan de Brébeuf e Isaac Jogues. (Ver) 19 de octubre
domingo, 7 de diciembre de 2025
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