sábado, 20 de diciembre de 2025

¿Sabías qué…?

Estamos en ADVIENTO

Reflexión del 20/12/2025

Lecturas del 20/12/2025

En aquellos días, el Señor habló a Ajaz y le dijo: «Pide un signo al Señor, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo».
Respondió Ajaz: «No lo pido, no quiero tentar al Señor».
Entonces dijo Isaías: «Escucha, casa de David: ¿no os basta cansar a los hombres, que cansáis incluso a mi Dios? Pues el Señor, por su cuenta, os dará un signo. Mirad: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel».
En el sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin».
Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?»
El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, “porque para Dios nada hay imposible”».
María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Y el ángel se retiró.

Palabra del Señor.

20 de Diciembre 2025 – Santo Domingo de Silos

La vida de Santo Domingo de Silos la conocemos bien, pues la escribió un monje contemporáneo suyo, Grimaldo. Con estos materiales, Gonzalo de Berceo, coterráneo suyo, escribió un hermoso poema en "cuaderna vía" sobre la vida del Santo.

Nació Domingo en la villa riojana de Cañas, dominio entonces de los reyes de Navarra. Sus padres se llamaban Juan Manso y Toda. Fue pastor de niño, y repartía su merienda entre otros muchachos y con la leche de las ovejas restauraba las fuerzas de los peregrinos que iban a Compostela.

Luego se entregó con todo entusiasmo al estudio, no con afán de medros humanos, sino para santificarse y servir mejor a la Iglesia. Y fueron tales sus progresos que el obispo le ordenó sacerdote. Había subido poco a poco las gradas del altar. "Tal era como plata, mozo casto Gradero". (Era el primer grado, tonsura o rito de admisión). La plata tornó en oro, cuando fue Epistolero. (Cuando ya podía leer la Epístola o primera lectura de la Misa). El oro en margarita, cuando Evangelistero. (Cuando podía leer el Evangelio). Y cuando subió a Preste, se semejó a un lucero", (Berceo).

Un día Domingo se retiró a la soledad. Se encontró con Domingo de la Calzada, que construía puentes o calzadas para los peregrinos. Luego acudió a San Millán de la Cogolla y pidió el hábito benedictino.

Le encomendaron restaurar el monasterio de Cañas. En dos años lo levantó. Pronto entraron en él como monjes su padre y sus hermanos. Luego los monjes de San Millán lo reclaman como prior. Relizó allí una gran labor en todos los órdenes. Luchó para defender el monasterio de las apetencias del rey de Navarra, don García, que pretendía los tesoros del cenobio, con el pretexto de que los habían regalado sus antepasados.

Domingo le plantó cara: "Lo que una vegada es a Dios ofrecido, nunca en otros usos debe ser metido. Rey, guarda la tu alma, non hagas tal pecado, causaría sacrilegio, un crimen muy vedado". El rey se enfurece. Domingo le responde: "Puedes matar el cuerpo, la carne maltraer, mas no has en el alma, rey, ningún poder. Dice el Evangelio, que es bien de creer. El que las almas juzga, ese es de temer". Así se expresaba ya entonces la libertad interior. Idea que luego repetiría Calderón.

Domingo se vio obligado a expatriarse a Castilla, donde reinaba el hermano de García, Fernando, quien, al ver las cualidades de Domingo, le encargó la restauración del monasterio de San Sebastián de Silos, fundado o restaurado hacia el 919 por el conde Fernán González.

El monasterio tomaría el nombre de Domingo, por nuestro Santo, al que dio el apellido de Silos. Pronto fue un foco de espiritualidad, de arte y de cultura. En él se levanta el maravilloso claustro románico, ahora adornado con el esbelto ciprés, cantado por Gerardo Diego. Se enriquece la biblioteca con preciosos códices, como el Silense. Pero el principal tesoro es su abad, modelo de oración y penitencia y poder taumatúrgico.

Se le atribuyen muchas conversiones y curaciones y la libertad de cautivos. "Si fuéremos a Dios leales e derecheros, ganaremos coronas, que vale más que dineros". El 20 de Diciembre de 1073 algunos monjes jóvenes vieron subir al cielo el alma de Domingo, con triple corona de luz.

Muchos peregrinos acudían a venerar sus reliquias y se multiplicaban los milagros. Entre ellos, acudió un día desde Caleruega la Beata Juana de Aza, esposa del señor de Guzmán. Entendió que tendría un hijo que sería luz del mundo. Y en gratitud le puso el nombre de Domingo.

viernes, 19 de diciembre de 2025

Estamos en ADVIENTO

Reflexión del 19/12/2025

Lecturas del 19/12/2025

En aquellos días, había en Sorá un hombre de estirpe danita, llamado Manoj. Su esposa era estéril y no tenía hijos.
El ángel del Señor se apareció a la mujer y le dijo: «Eres estéril y no has engendrado. Pero concebirás y darás a luz un hijo. Ahora guárdate de beber vino o licor, y no comas nada impuro, pues concebirás y darás a luz un hijo. La navaja no pasará por su cabeza, porque el niño será un nazir de Dios desde el seno materno. Él comenzará a salvar a Israel de la mano de los filisteos».
La mujer dijo al esposo: «Ha venido a verme un hombre de Dios. Su semblante era como el semblante de un ángel de Dios, muy terrible. No le pregunté de dónde era, ni me dio a conocer su nombre. Me dijo: “He aquí que concebirás y darás a luz un hijo. Ahora, pues, no bebas vino o licor, y no comas nada impuro; porque el niño será nazir de Dios desde el seno materno hasta el día de su muerte”».
La mujer dio a luz un hijo, al que puso de nombre Sansón. El niño creció, y el Señor lo bendijo. El espíritu del Señor comenzó a agitarlo.
En los días de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote de nombre Zacarías, del turno de Abías, casado con una descendiente de Aarón, cuyo nombre era Isabel.
Los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos eran de edad avanzada.
Una vez que Zacarías oficiaba delante de Dios con el grupo de su turno, según la costumbre de los sacerdotes, le tocó en suerte a él entrar en el santuario del Señor a ofrecer el incienso; la muchedumbre del pueblo estaba fuera rezando durante la ofrenda del incienso.
Y se le apareció el ángel del Señor, de pie a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sobresaltó y quedó sobrecogido de temor.
Pero el ángel le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Te llenarás de alegría y gozo, y muchos se alegrarán de su nacimiento. Pues será grande a los ojos del Señor: no beberá vino ni licor; estará lleno del Espíritu Santo ya en el vientre materno, y convertirá muchos hijos de Israel al Señor, su Dios. Irá delante del Señor, con el espíritu y poder de Elías, “para convertir los corazones de los padres hacia los hijos”, y a los desobedientes, a la sensatez de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto».
Zacarías replicó al ángel: «¿Cómo estaré seguro de eso? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada».
Respondiendo el ángel, le dijo: «Yo soy Gabriel, que sirvo en presencia de Dios; he sido enviado para hablarte y comunicarte esta buena noticia. Pero te quedarás mudo, sin poder hablar, hasta el día en que esto suceda, porque no has dado fe a mis palabras, que se cumplirán en su momento oportuno».
El pueblo, que estaba aguardando a Zacarías, se sorprendía de que tardase tanto en el santuario. Al salir no podía hablarles, y ellos comprendieron que había tenido una visión en el santuario. Él les hablaba por señas, porque seguía mudo.
Al cumplirse los días de su servicio en el templo, volvió a casa. Días después concibió Isabel, su mujer, y estuvo sin salir de casa cinco meses, diciendo: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor, cuando se ha fijado en mí para quitar mi oprobio ante la gente».

Palabra del Señor.

19 de Diciembre 2025 – San Macario el Grande

Oyese un golpe en la puerta. El portero aparece, y una voz gangosa le dice en el egipcio paralizado de los fellah: —¿El santo abad Pacomio?

—No se le puede ver ahora—responde el monje—; pero voy a decir que os reciban con toda caridad y que os den un habitación en la hospedería.

—No vengo como huésped—replica el desconocido—; vengo a pedir al abad Pacomio que me admita en su congregación.

Cerrase la puerta, desapareció el portero, y el postulante pasó la noche a la intemperie. El diálogo se repitió los días siguientes, con el mismo fracaso. Al quinto día, se dijo al extranjero que con sus años no podría llevar la austera disciplina de la casa; no obstante, insistió y persevero. Sólo después de una semana pudo ver a Pacomio, el fundador ilustre de aquel monasterio de Tabenna, el más famoso de cuantos se levantaban en las soledades de la Tebaida superior. Ningún postulante podía entrar en aquella casa sin haberse sometido a esta prueba rigurosa. Así lo exigía la Regla. Hallase el abad frente a un hombrecillo de pequeña estatura, feo, raquítico y contrahecho. Vestía la indumentaria propia de los campesinos del Nilo: una blusa, un gorro y un calzón; en la parte más alta de la cabeza tenía unos cuantos cabellos blancos y largos; sobre el labio, un bigote ralo, macilento y desordenado; en el mentón nunca le había crecido la barba. Era una figura extraña, dice el historiador de los antiguos solitarios. Mal impresionado con aquella presencia, el abad renovó su negativa.

—Eres ya viejo—dijo al tenaz solicitante—y de una complexión tan frágil, que no podrás soportar los trabajos que yo impongo a mis monjes.

A lo cual contestó el hombrecillo: —Padre, siete días he estado a esta puerta sin comer ni beber, expuesto al frío y al calor; esto ya es una prueba de resistencia. Yo te conjuro que me recibas, y si no ayuno, si no hago cuanto hacen los demás, échame como a un perro.

Conmovido por aquella perseverancia, Pacomio habló a su comunidad, y los mil cuatrocientos monjes de Tabenna admitieron al desconocido.

—Entra, hermano—le dijo el portero.

—Que Dios te bendiga—contestó él, agradecido.

—¿Cómo te llamas?

—Déjame callar y hacer penitencia. El nombre no tiene importancia.

El buen viejo recibió una túnica de lino, una escudilla de barro para comer y unas tablas para dormir. Generoso y entusiasta, no había penitencia que no imitase y practicase con ardor. Era en los primeros días de la cuaresma. Observaba que los religiosos no comían hasta ponerse el sol, que algunos sólo se desayunaban cada dos días, y que no faltaba quienes hacían sólo una o dos comidas en toda la semana. Enfervorizado por estos ejemplos, él se colocó un día en un rincón de la casa, después de haber reunido una gran cantidad de hojas de palmera, y allí permaneció en pie, hora tras hora, inmóvil, silencioso, patético. Trabajaba sin cesar haciendo cestas y cordeles. Tocaban a comer o a dormir y él continuaba en pie, sin sentarse, sin apoyarse contra el muro, sin comer más que unas hojas de berza cruda los domingos.

Y pasaban los días y ya se acercaba el fin de la cuaresma, cuando los monjes de Tabenna se llegaron a su abad medio amotinados, y le dijeron: —¿De dónde nos has traído este hombre extraño, cuya conducta es nuestra condenación? ¿Es un espíritu o una sombra? Le estás echando del monasterio, o nos marchamos todos.

Desconcertado por estas palabras, el gran Pacomio empezó a fijar su atención en aquel nuevo súbdito, cuya presencia había pasado casi inadvertida para él, agobiado como estaba por el gobierno de muchos monasterios y muchos miles de monjes. Acercase al desconocido y le preguntó: —¿No quieres venir a descansar con nosotros? ¿No quieres compartir nuestros alimentos?

El hombre pequeño seguía silencioso, tejiendo ramos de palmera. Intentó el abad sondear el misterio de su vida, mas nada en concreto pudo descubrir. Vio de un modo impreciso que se trataba de un religioso envejecido en las prácticas del ascetismo. Vio que aquella alma era clara como un cristal de roca. Vio que en el fondo de ella brillaba una luz de celestial sabiduría. Pero ¿quién podría ser? El respeto por aquella virtud extraordinaria y la libertad con que recibía a sus novicios le impedían entrar en minuciosas averiguaciones. Pensó en Juan, aquel anacoreta que llenaba el desierto con sus extravagancias, llamado «el loco» por cuantos le conocían, aunque tal vez era un vaso de sabiduría. El recuerdo de Juan iba clavado en la mente de Pacomio como un aguijón que le desazonaba en todo momento. Un día Juan había llegado a la puerta del monasterio y, encarándose con el abad, le había dicho, levantando su túnica para dejar descubierto su cuerpo velludo y flaco: —Yo veo en ti el demonio del orgullo.

Después, dando un empellón al portero, quiso entrar violentamente en el claustro.

—Si es para visitarnos—murmuró Pacomio—, entra; ésta es la casa de todos los hijos del Señor.

—No; es para formar parte de tu rebano de esclavos.

El portero cerró la puerta, y el abad le rechazó impaciente; pero aún no había amanecido el nuevo día, cuando corrió a arrodillarse delante de él, y le dijo: —Perdóname, hermano, por el amor de Dios.

—Estoy borracho—murmuró el loco, entreabriendo los ojos—; estoy borracho, porque me he bebido el rocío de la noche en una copa de oro.

—Perdóname—repitió Pacomio.

Pero Juan, echado en la arena, y fingiendo dormir, le decía: —Déjame en paz.

Y continuó roncando más recio que antes. Al cabo de dos horas largas, púsose en pie, como movido por un resorte, y entre risas sarcásticas, dijo al santo, que seguía arrodillado junio a él: —Yo te bendigo; te bendigo en nombre de Dios y te nombro obispo... ¡No!... Eso no es bastante para tu soberbia... Te nombro papa.

Este excéntrico cultivador de falsos desvaríos se había convertido en una especie de conciencia viva del abad de Tabenna. Cada vez que tenía algo de que arrepentirse; la figura hirsuta del loco aparecía ante su vista, y la terrible carcajada sonaba en sus oídos. La idea de que el desconocido podía ser Juan le llenaba de zozobra. Además, era preciso descifrar el enigma de aquel hombre misterioso y silencioso que creaba en la comunidad una atmósfera de desasosiego. El abad empezó a rezar para que Dios le revelase el misterio, y después de varias horas de oración, oyó una voz que le llenó de espanto y al mismo tiempo de alegría. Inmediatamente se dirigió al extranjero, le tomó de la mano, le llevó a la capilla, y después de abrazarle delante del aliar, le dijo: —Pero ¿eres tú, anciano venerable? ¿Eres tú Macario, el hombre de cuya fama están llenos los poblados y los desiertos? Muchos años hace que deseaba verte, y ahora te doy gracias, porque has enseñado a mis hijos a no ensoberbecerse de sus ejercicios de penitencia. Pero tu virtud nos avergüenza, y así, te ruego que vuelvas a tu desierto y reces allí por nosotros.

Aquel mismo día, a la hora de la conferencia vespertina, mientras el viejo anacoreta desparecía entre las sabanas de arena dorada, cuando las palomas llenaban de vuelos blancos el vasto espacio claustral, los más ancianos referían a los jóvenes la vida admirable del gran atleta del yermo.

Uno decía: —Yo le conocí de joven, cuando, recorriendo las calles de Alejandría, su patria, pregonaba su mercancía de dátiles, manzanas y grageas. Un día desapareció, y luego se supo que se había ocultado en el desierto, donde el grande Antonio, adivinando en él algo extraordinario, le dijo: «Comprendo que el Espíritu reposa sobre ti. Tú serás el heredero de las gracias con que Dios se ha dignado favorecerme.»

—Tal es su virtud—añadía otro—, que no ha querido nunca tener una celda fija, para librarse de la admiración de las gentes. Va de Libia a Scete, y de aquí al desierto de las Celdas. Cuando todos le creen en una gruía de las montañas de Lips, se esconde en las montañas de Nitria, y cuando empiezan a reconocerle, desaparece inopinadamente y se refugia en el fondo de algún sepulcro antiguo. Atraviesa de un extremo a otro las soledades egipcias, sin preocuparse de guías ni de alimentos. En cierta ocasión quiso ver el monumento fúnebre de Jannes y Mambre, los famosos magos de Faraón, donde, según cuentan, habitan legiones de demonios. Guiado por el curso de los astros, caminó diez noches consecutivas, sembrando gran cantidad de hojas de palmera para marcar la ruta. En el monumento le sucedieron las más extrañas aventuras; y cuando se dispuso a regresar, vio que todos los ramos de palma habían sido arrancados por el espíritu malo. Lejos de enfadarse, le habló en alta voz, agradeciéndole aquella ocasión que le proporcionaba de ejercitar la paciencia. Y apoyado en su báculo, caminaba animosamente. El diablo, que iba delante, ocultábale los pozos y los manantiales, de suerte que durante muchos días ni una gota de agua pudo beber. Pareció le, de súbito, que cerca de él iba una joven que llevaba un cántaro de agua y le invitaba a tomar un vaso. Echó a correr tras ella; pero siempre la veía a la misma distancia. Así durante tres días; hasta que al fin se le presentó un rebaño de vacas salvajes. Pensó que se trataba de un nuevo espejismo, cuando una de las vacas se detuvo junto a él y pudo saciarse con leche, no sólo aquel día, sino también los días sucesivos.

—¡Hombre admirable!—exclamó Pacomio—. ¡Razón tuvo el grande Antonio de amarlo como un hijo!

Otro contaba sus milagros. Infinitamente clemente, jamás negaba a nadie el socorro de los dones celestiales. Hasta hubo una hiena, vecina suya, que, teniendo un cachorrillo ciego, le dejó a la entrada de su cueva para que le sanase. Él, compadecido del animal, humedeció sus ojos con saliva, y así los abrió a la luz. Desde entonces ya no volvió a escupir. Yo he visto—añadía—a los monjes que en Nitria y en Scete viven alrededor de Macario y se llaman sus discípulos. ¡Oh espectáculo celestial! Entre ellos no hay nunca una disputa ni una envidia. Lo único que parece interesarles son las verdades eternas y las alegrías de la contemplación. Más que hombres, diríanse ángeles bajados de los cielos para rodear al dulce solitario, que los guía por el camino de esta vida. Cuando alguno de ellos es llamado a compartir con los bienaventurados las delicias del paraíso, todos los demás le besan la frente y se despiden de él llorando. A veces, al entonar en el coro los cánticos sagrados, entre sus voces suenan las de los serafines de Dios. Yo las he oído, hermanos, y he oído también la voz del gran Antonio, que nunca abandona a su hijo predilecto, y baja todas las tardes del paraíso para visitarle...

Entre tanto, el ilustre anacoreta se acercaba a su soledad, envuelto entre nubes de arena y ardores tropicales: iba a continuar su vida de penitencia y sus luchas con el demonio. Satanás le combatía con la sutil estrategia, a la cual el diminuto asceta respondía con un ánimo indomable. Un día, para vencer al espíritu de la lujuria, se metió desnudo en un estanque de aguas cenagosas, cubierto de avispas, y allí permaneció siete meses. Al salir parecía un leproso, y sus mismos discípulos sólo le conocían por la voz. En otra ocasión oyó una voz que le decía: .«Toma tu cesto y ve a la ciudad para curar a los enfermos.» El consejo parecía digno del cielo; sólo que Macario, acostumbrado a las astucias de Satanás, decidió no obedecer el mandato hasta no estar cierto de su origen divino. Acostase, pues, con los pies fuera de la celda, y dijo a los demonios: «Si sois vosotros los que me mandáis que me vaya de este sitio, tiradme de las piernas para obligarme a andar.» Así permaneció largo rato, hasta que, al llegar la noche, arreció la tentación. Entonces, tomando un cesto lleno de arena, se lo cargó a la espalda y echó a correr. Así anduvo durante algunas horas a través del desierto, hasta que a la mañana siguiente un monje de Antioquía, amigo suyo, Teosebio Comestor, le encontró dando traspiés como ebrio, y le condujo a su celda.

De las derrotas que le infligía el maestro, el enemigo trataba de vengarse en los discípulos. Un día Macario se le encontró cerca de un convento vestido de médico y llevando una gran cantidad de frascos.

—¿Para qué es todo esto?—preguntó el santo.

—Para los frailes—contestó el espíritu malo.

—¿Cómo para los frailes?

—Sí... Para hacerles beber mis elixires. Ya ves que estoy bien provisto. Si a uno le disgusta una bebida, le ofrezco otra, y otra, y otra, hasta que encuentra una a su gusto.

En otra ocasión, un poco antes de los rezos de la noche, oyó que llamaban a su puerta.

—¿Quién es?—pregunta.

—Nada grave—contéstale una voz burlona.

—¿Qué quieres, pues?

—Invitarte a un espectáculo que te hará reír... En seguida lo verás.

La risa no es un pecado, ni mucho menos; pero los solitarios tenían en gran aprecio la gravedad. El abad Pombo, amigo de San Macario, jactábase de no haberse reído en toda la vida. Macario fue a la iglesia, armándose interiormente de toda su seriedad. Apenas había atravesado el umbral, cuando se ofreció a su vista una multitud de enanos negros que se acercaban a los religiosos y con sus dedos les cerraban suavemente los párpados. Los pobres frailes caían uno tras otro víctimas del sueño. Tras esto, los diablillos les metían las manos en las narices para hacerles estornudar o bostezar. Lejos de deleitarse con aquellos juegos malabares, Macario se puso triste al ver el poder que el demonio tiene sobre los hombres. En cuanto a él, estaba resuelto a desbaratar todas aquellas astucias, y su voluntad era tan firme, que podía estar días enteros en contemplación sin que ninguna cosa pudiese distraer su espíritu.

—Fui a hacerle una visita—dice Paladio, el historiador de los antiguos anacoretas—, y lo encontré en una celda tan estrecha que apenas podía permanecer en ella sentado, y como le preguntara de qué manera dormía, me contestó que arrodillado. Luego, llevándome a un lugar cercano, en el cual había una roca, invitóme a sentarme junto a él, y me dijo: «Después de haber practicado todas las penitencias, sentí necesidad de elevar de tal modo mi espíritu durante cinco días, que nada lo separase de Dios. Tapié, pues, la puerta de un sepulcro en el cual moraba, para que nadie pudiese advertir allí la presencia de un ser humano, y a las ocho de la mañana, después de orar, empecé a decir a mi alma: Pon cuidado en no bajar del cielo. Ahí tienes a los ángeles, a los arcángeles y a los querubines; ahí tienes a los profetas, a los santos y a los bienaventurados; ahí estás cerca de nuestro Señor Jesús, autor de todas las cosas, padre de todas las maravillas, dispensador de todas las mercedes, perdonador de todas las culpas. No te alejes de ahí; no desciendas; no te dejes atraer por las ideas viles que llenan este valle de amarguras.

Después de pasar así tres días y tres noches, sin dejar un solo instante de exhortar a mi espíritu para que gozara de las delicias celestiales, noté que el espíritu del mal había concebido tal enojo contra mi determinación, que, penetrando por entre las piedras, trataba de incendiar mi cobijo. Como nada había allí, a no ser la estera, que pudiese incendiarse, comencé por no hacerle caso. Más de pronto sentíme rodeado de llamas, que abrasaban mi túnica y se retorcían lamiendo mi cuerpo. Sin moverme, continué tranquilo mis exhortaciones. Pero al notar, el cuarto día, por el hecho de haber sentido el dolor de las quemaduras, que no estaba en el Cielo, sino en la tierra, decidí abrir de nuevo la celda y contemplar las cosas del mundo, pareciéndome que era ésta la voluntad de Dios.»

Cuando Macario terminó de referir este hecho de su vida, un águila vino a posarse en la roca sobre la cual estaba con su interlocutor, y depositó a sus pies un pan de centeno. Partiólo el santo solitario en dos pedazos, dando la mitad a su acompañante, y, después de haber comido y orado, le abrazó tiernamente, y se despidió de él, excusándose de no ofrecerle hospitalidad durante la noche a causa de la estrechez de su celda.

Otro día fue a verle un ilustre escritor de aquel tiempo, llamado Rufino, que nos dejó el relato de amplios sucesos de aquella vida admirable. Cuando Rufino pasó por el desierto de Nitria, cinco mil monjes vivían bajo la dirección del santo anciano, observando una Regla en que él había condensado la esencia de la perfección religiosa. De ella son estos consejos: Hay que amar al abad como a un padre, y temerle como a un maestro. Hay que amar a los hermanos como a compañeros en la gloria de Jesucristo. Hay que temer más el ocio que el trabajo.

Después de haber sido la admiración de sus contemporáneos, murió este anacoreta famoso el 2 de enero del año 395.

jueves, 18 de diciembre de 2025

Estamos en ADVIENTO

18 de Diciembre 2025 – Expectación DEL PARTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA o NUESTRA SEÑORA DE LA O

Esperar al Señor que ha de venir es el tema principal del santo tiempo de Adviento que precede a la gran fiesta de Navidad. La liturgia de este período está llena de deseos de la venida del Salvador y recoge los sentimientos de expectación, que empezaron en el momento mismo de la caída de nuestros primeros padres. En aquella ocasión Dios anunció la venida de un Salvador. La humanidad estuvo desde entonces pendiente de esta promesa y adquiere este tema tal importancia que la concreción religiosa del pueblo de Israel se reduce en uno de sus puntos principales a esta espera del Señor. Esperaban los patriarcas, los profetas, los reyes y los justos, todas las almas buenas del Antiguo Testamento. De este ambiente de expectación toma la Iglesia las expresiones anhelantes, vivas y adecuadas para la preparación del misterio de la "nueva Natividad" del salvador Jesús.

En el punto culminante de esta expectación se halla la Santísima Virgen María. Todas aquellas esperanzas culminan en Ella, la que fue elegida entre todas las mujeres para formar en su seno el verdadero Hijo de Dios.

Sobre Ella se ciernen los vaticinios antiguos, en concreto los de Isaías; Ella es la que, como nadie, prepara los caminos del Señor.

Invócala sin cesar la Iglesia en el devotísimo tiempo de Adviento, auténtico mes de María, ya que por Ella hemos de recibir a Cristo.

Con una profunda y delicada visión de estas verdades y del ambiente del susodicho período litúrgico, los padres del décimo concilio de Toledo (656) instituyeron la fiesta que se llamó muy pronto de la Expectación del Parto, y que debía celebrarse ocho días antes de la solemnidad natalicia de nuestro Redentor, o sea el 18 de diciembre.

La razón de su institución la dan los padres del concilio: no todos los años se puede celebrar con el esplendor conveniente la Anunciación de la Santísima Virgen, al coincidir con el tiempo de Cuaresma o la solemnidad pascual, en cuyos días no siempre tienen cabida las fiestas de santos ni es conveniente celebrar un misterio que dice relación con el comienzo de nuestra salvación. Por esto, speciali constitutione sancitur, ut ante octavum diem, quo natus est Dominus, Genitricis quoque eius dies habeatur celeberrimus, et praeclarus "Se establece por especial decreto que el día octavo antes de la Natividad del Señor se tenga dicho día como celebérrimo y preclaro en honor de su santísima Madre".

En este decreto se alude a la celebración de tal fiesta en "muchas otras Iglesias lejanas" y se ordena que se retenga esta costumbre; aunque, para conformarse con la Iglesia romana, se celebrará también la fiesta del 25 de marzo. De hecho, fue en España una de las fiestas más solemnes, y consta que de Toledo pasó a muchas otras iglesias, tanto de la Península como de fuera de ella. Fue llamada también "día de Santa María", y, como hoy, de Nuestra Señora de la O, por empezar en la víspera de esta fiesta las grandes antífonas de la O en las Vísperas.

Además de los padres que estuvieron presentes en el décimo concilio de Toledo, en especial del entonces obispo de aquella sede, San Eugenio III, intervino en su expansión—y también a él se debe el título concreto de Expectación del Parto—aquel otro gran prelado de la misma sede San Ildefonso, que tanto se distinguió por su amor a la Señora.

La fiesta de hoy tenía en los antiguos breviarios y misales su rezo y misa propios. Los textos del oficio, de rito doble mayor, tienen, además de su sabor mariano, el carácter peculiar del tiempo de Adviento, a base de las profecías de Isaías y de otros textos apropiados como los himnos. Nuestro Misal conserva todavía para la presente fecha una misa, toda a base de textos del Adviento. Es un resumen del ardiente suspiro de María, del pueblo de Israel, de la Iglesia y del alma por el Mesías que ha de venir. Sus textos—casi coinciden con la misa del miércoles de las témporas de Adviento, y todavía más con la misa votiva de la Virgen, propia de este período—son de Isaías (introito, epístola y comunión ) y del evangelio de la Anunciación. Las oraciones son las propias de la Virgen en el tiempo de Adviento.

Precisamente en la víspera de este día dan comienzo las antífonas mayores de la O, por empezar todas ellas con esta exclamación de esperanza. Y así continúa la Iglesia por espacio de siete días, del 17 al 23, en este ambiente de santa expectación y demanda de la venida del Salvador.

Nada, pues, más a propósito que la contemplación de María en los sentimientos que Ella tendría en los días inmediatos a la natividad de su divino Hijo. "Si todos los santos del Antiguo Testamento—escribe el padre Giry (Les petits Bollandistes t. 14 p.373 )—desearon con ardor la aparición del Salvador del mundo, ¿cuáles no serían los deseos de Aquella que había sido elegida para ser su Madre, que conocía mejor que ninguna otra criatura la necesidad que tenía la humanidad, la excelencia de su persona y los frutos incomparables que debía producir en la tierra, y la fe y la caridad, que sobrepasan la de todos los patriarcas y profetas? Fue tan grande el deseo de la Santísima Virgen, que nosotros no tenemos palabras para expresar su mérito. Y tampoco podemos concebir cuál fue su gozo cuando Ella vio que sus deseos y los de todos los siglos y de todos los hombres iban a realizarse en Ella y por Ella, ya que iba a dar a luz la esperanza de todas las naciones, Aquel sobre quien se fijaban los ojos de todos en el cielo y en la tierra y miraban como a su libertador."

María, repetimos, está en la cumbre de esta esperanza o, con otras palabras: con María la esperanza es completa, se hace firme. Unidos a Ella, ya que nuestro adviento, el que nosotros esperamos, tuvo principio en la celestial Señora, por haber llevado en su seno virginal a Jesús durante nueve meses, nuestra expectación será más digna del gran Señor que va a venir.

María presenta para el cristiano de hoy la posición que éste debe mantener, máxime en estos días: esperar al Señor. Que Él se incorpore más y más en nosotros, donec formetur Christus in nobis, y que un día, lejano o próximo ya, venga a buscarnos para unirnos definitivamente con Él. El cristiano debe esperar al Señor, donec veniat, hasta que venga para aquel abrazo de unión indisoluble y eterna. Toda la vida del cristiano es una expectación. El modelo de ésta lo ofrece María.

La presente fiesta mariana, como todas las de la Virgen, además de ser un ejemplo, es una intercesión. Debe servir para afianzar y hacer más intensa esta espera y ayudarnos a cantar con Ella, con la Iglesia-Virgen las antífonas mayores del Magniticat: O Sapientia, O Adonai, O Emmanuel..., veni!

Reflexión del 18/12/2025

Lecturas del 18/12/2025

Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que daré a David un vástago legítimo: reinará como monarca prudente, con justicia y derecho en la tierra.
En sus días se salvará Judá, Israel habitará seguro.
Y le pondrán este nombre: «El-Señor-nuestra-justicia».
Así que llegan días —oráculo del Señor— en que ya no se dirá: «Lo juro por el Señor, que sacó a los hijos de Israel de Egipto», sino: «Lo juro por el Señor, que sacó a la casa de Israel del país del norte y de los países por donde los dispersó, y los trajo para que habitaran en su propia tierra».
La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por medio del profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa “Dios-con- nosotros”».
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.

Palabra del Señor.

18 de Diciembre 2025 – Beata Julia Nemesia Valle

Julia, es el nombre que sus padres, Anselmo Valle y María Cristina Dalbar, eligen para ella. Nació en Aosta el 26 de junio de 1847, en el mismo día es bautizada en la antigua iglesia de San Orso.

Los primeros años de su vida transcurren en la serenidad de una familia que se alegra por el nacimiento de un nuevo hijo, Vicente, y donde el trabajo de la mamá que administra un negocio de modista y del papá que desempeña una intensa actividad comercial, aseguran un cierto bienestar. Su mamá muere cuando Julia tiene, tan sólo, cuatro años. Los dos huérfanos son confiados al cuidado de los parientes paternos, primero en Aosta, después a sus parientes maternos en Donnas. Aquí encuentran un ambiente sereno, la escuela, el catecismo y la preparación a los sacramentos se hace en casa, bajo la guía de un sacerdote, amigo de la familia.

Cuando Julia tiene once años, para completar su instrucción, es enviada a Francia, a Besançon, a un pensionado perteneciente a las Hermanas de la Caridad. La separación de la familia es un nuevo dolor para ella, una nueva experiencia de soledad que la orienta hacia una profunda amistad con “el Señor que tiene a su lado a su mamá”. En Besançon aprende bien la lengua francesa, enriquece su cultura, llega a ser habilidosa en los trabajos femeninos, madura una delicada bondad que la hace amable y atenta hacia los otros.

Después de cinco años, Julia regresa a su tierra, pero no encuentra más su casa en Donnas. Su padre, se ha vuelto a casar, y se ha transferido a Pont Saint Martín. Encuentra una situación familiar tensa, donde la convivencia no es fácil. Su hermano Vicente no soporta: se va de la casa y no se sabrá nada más de él … Julia se queda y en su soledad nace el deseo de buscar aquello que la familia no le puede dar, a comprender aquellos que viven la misma experiencia de dolor, a encontrar gestos que expresen amistad, comprensión, bondad para todos.

En este periodo, en Pont Saint Martín se habían establecido las Hermanas de la Caridad. Julia encuentra allí su maestra de Besançon; las hijas de santa Juana Antida Thouret, la ayudan, la animan. Observa el estilo de vida donado a Dios y a los otros y decide ser una de ellas. Cuando su padre le presenta la propuesta de un buen matrimonio, Julia no vacila: ha decidido que su vida será toda donada a Dios: desea solamente ser Hermana de la Caridad.

El 8 de septiembre de 1866 su padre la acompaña a Vercelli, en el Monasterio de Santa Margarita donde las Hermanas de la Caridad tienen su noviciado.

Comienza una vida nueva en la paz, en la alegría, más allá de las lágrimas por una separación no fácil. Se trata de entrar en una relación más profunda con Dios, de conocerse a sí misma y la misión de la comunidad, para ser disponible a andar donde Dios la llame. Julia entra con alegría en este camino de noviciado. Cada día descubre aquello que debe perder o conquistar: “Jesús despójame de mi misma y, revísteme de Vos. Jesús por ti vivo, por ti muero…” es la oración que la acompaña y la acompañará a lo largo de su vida.

Al fin del noviciado, con el hábito religioso recibe un nombre nuevo: Hermana Nemesia. Es el nombre de una mártir de los primeros siglos. Está contenta y del nombre hace su programa de vida: testimoniar su amor a Jesús hasta las últimas consecuencias, a cualquier precio, para siempre.

Es enviada a Tortona, al Instituto de san Vicente. Encuentra una escuela primaria, cursos de cultura, un pensionado, un orfanato. Enseña en la escuela primaria y en los cursos superiores la lengua francesa. Es el terreno adapto para sembrar bondad. La Hermana Nemesia está presente donde hay un trabajo humilde para desarrollar, un sufrimiento para aliviar, donde un disgusto impide relaciones serenas, donde la fatiga, el dolor, la pobreza limitan la vida.

Muy pronto una voz se difunde dentro del instituto y en la ciudad: “¡Oh, qué corazón el de la Hermana Nemesia!”

Cada uno está convencido de tener un lugar particular en su corazón, que parece no tener límite: hermanas, huérfanos, alumnos, familias, pobres, sacerdotes del vecino seminario, soldados de la gran casa de Tortona recurren a ella, la buscan como si fuera la única hermana presente en la casa.

Cuando a los cuarenta años es nombrada superiora de la comunidad, la Hna.. Nemesia queda desconcertada, más un pensamiento le da coraje: ser superiora significa “servir”, por consiguiente podrá darse sin medida y, humildemente, enfrenta la subida. Las líneas de su programa son trazadas:

“Enfrentar el paso, sin volver atrás, fijando una única meta: ¡Sólo Dios! “A Él la gloria, a los otros la alegría, a mí el precio a pagar, sufrir más jamás hacer sufrir. Seré severa conmigo misma y toda caridad con las hermanas: el amor que se dona es la única cosa que permanece.”

Su caridad no tiene límites. En Tortona la llaman “nuestro ángel”

La mañana del 10 de mayo de 1903, las huérfanas y las pupilas encuentran un mensaje de la Hna.. Nemesia para ellas: “Me voy contenta, las confío a la Virgen…Las seguiré en cada momento del día.” Parte a las 4 de la mañana, después de 36 años… En Borgaro, pequeño pueblito cerca de Turín, existe un grupo de jóvenes que espera ser acompañado por un nuevo camino, hacia la donación total a Dios en el servicio a los pobres… Son las novicias de la nueva provincia de las Hermanas de la Caridad… El método de formación usado por la Hna.. Nemesia es siempre el mismo: el de la bondad, de la comprensión que educa a la renuncia más por amor, de la paciencia que sabe esperar y encontrar el camino justo que conviene a cada una.

Sus novicias la recuerdan: “Nos conocía a cada una, comprendía nuestras necesidades, nos trataba según nuestra manera de ser, nos pedía aquello que conseguía hacernos amar…”

La superiora provincial que tenía un carácter “en perfecta antítesis con el suyo” disentía de este método. Ella aplicaba un método rígido, fuerte, inmediato. Esta forma de ver generaba relevantes contrastes que desembocaban en reproches y humillaciones. La Hna.. Nemesia acogía todo en silencio, sonriendo continuaba su camino, sin apuro, sin dejar sus responsabilidades: “De estación en estación, recorremos nuestro camino en el desierto… y si el desierto es sordo Aquel que te ha creado siempre escucha…”

A lo largo de su camino la Hna. Nemesia se acerca al final. Han pasado trece años de su llegada a Borgaro. Cerca de quinientas hermanas aprendieron con ella a caminar los senderos de Dios. Ha donado todo: ahora el Señor le pide también de “dejar” a otras “su noviciado”.

La oración que ha hecho suya desde el inicio: “Jesús despójame de mi misma, revísteme de Vos” la acompaña a lo largo de toda la vida. Ahora puede decir “no soy más para ninguno”. El despojo es total. Es la última ofrenda de una vida donada totalmente por amor.

El 18 diciembre de 1916 la Hna. Nemesia muere.