Abiertos los ojos a una doble luz, el ciego de nacimiento acababa de pronunciar su bella confesión de fe: «Señor, yo creo que Tú eres el Hijo de Dios.» Era durante la fiesta de los Tabernáculos, fiesta otoñal, decorada de guirnaldas y ramos de palmeras y alegrada con acordes de salterios y tañidos de trompetas. Jesús enseña en un patio del Templo. Un grupo numeroso le rodea, sorprendido por las palabras misteriosas del Hombre iluminado. Este hombre acaba de ser arrojado de la sinagoga; es una oveja que los pastores de Israel no quieren ya admitir en su rebaño. Pero el indeseado, el excomulgado va a consolarse con una de las parábolas más emocionantes del Evangelio.
Las sombras de la tarde empiezan a extenderse sobre el monte Moria; por el camino de Betania resuenan los silbidos y las voces de los pastores que conducen los rebaños al aprisco; y entre el vocerío lejano y el tintineo de las esquilas se alza la voz de Jesús, diciendo: «En verdad, en verdad os digo que el que no entra por la puerta en el redil, sino que escala las tapias, es ladrón y malhechor. » En la mente de los oyentes aparece la imagen de aquellos apriscos—tenadas les llaman en tierras de Castilla—derramados a través de las parameras de Judea: amplios corrales con muros de piedra, coronados de zarzas espinosas; a un lado, la tejavana bajo la cual se cobijan durante la noche el pastor y el rebaño; la estrecha puerta, bien sujeta con el tranco de palo, porque los enemigos amenazan en la sombra, el lobo merodea en los alrededores; a veces se oye el ruido de un cuerpo que cae al suelo, amedrentando al ganado; es la pantera que ha saltado la cerca de un golpe, o el ladrón nocturno que se ha deslizado a lo largo de la pared. Pero el pastor vela para apartar el peligro, y al llegar la mañana empuña su cayado de espino, se estaciona a la puerta, cuenta una a una sus ovejas y las guía a los buenos pastos de los valles y las colinas.
Jesús sigue desarrollando la alegoría: «Yo soy la puerta; quien entra por Mí, será salvo. Entrará, y saldrá y encontrará pastos abundantes... Yo soy el Buen Pastor; conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a Mí. Yo vine para que tengan vida. una vida abundante.» Cristo es a la vez el pastor y la puerta del aprisco. Encontramos aquí esa contradicción aparente que existe siempre que se trata de su persona. Todas sus enseñanzas sobre Sí mismo son paradójicas. El creyente conoce bien la solución: Jesús es el Verbo encarnado. Dios y hombre al mismo tiempo; por Él, y sólo por Él, entran las ovejas en el aprisco; sólo por Él pueden entrar también los pastores legítimos, en virtud de una vocación celeste que de Él mana, en virtud de una participación en los derechos que ha habido sobre el rebaño a consecuencia del sacrificio de su humanidad, unida personalmente a la divinidad.
Todos los que se arrogan una autoridad sobre su rebaño sin haber recibido esa participación son mercenarios, seudoprofetas, explotadores y embaucadores de pueblos, como aquellos de quienes decía un Profeta: « ¡Ay de vosotros, pastores de Israel, que sólo cuidáis de apacentaros a vosotros mismos! Cogéis la leche para alimentaros y la lana para vestiros; matáis las ovejas gordas y no os preocupáis de engordar las flacas, de curar las enfermas, de poner vendas a las llagadas, ni buscar las que se han extraviado... Por eso dice el Señor: Yo sacaré mi rebaño de vuestras manos, arrancaré mis ovejas de vuestros dientes, no serán ya vuestra presa, y Yo las salvaré.»
Estas son las palabras de Cristo a todos los falsos pastores. Él es el Buen Pastor. ¿Cómo reconocerle? Por el amor, que es fruto de la bondad. Ahora bien: la prueba del amor es la muerte aceptada, la sangre derramada por el amigo en peligro. El mercenario ve venir al lobo y huye cobardemente mientras el lobo se arroja sobre el rebaño: el Buen Pastor hace frente al enemigo, dichoso de morir por aquellos a quienes ama; ofrece su vida generosamente, porque el amor vence todos los obstáculos, arrostra todos los peligros; desprecia los insultos, las fatigas, la misma muerte. «Yo doy mi vida por mis ovejas», dice ahora Jesús; y unos meses más tarde será derramada su sangre. Pero su muerte no será un óbice, sino la condición «para que se haga un solo rebaño y un solo pastor».
El fruto del árbol de la Cruz es la reunión del rebaño de Cristo, la formación de su Iglesia. Por eso la sagrada liturgia presenta a nuestra consideración, durante estos días que siguen a las fiestas de Pascua, esta hermosa parábola, imagen de la Iglesia, místico redil cuya puerta es el mismo Cristo. Por eso también los primeros cristianos, ovejas perdidas entre las tinieblas de la gentilidad o entre las zarzas espesas del mosaísmo, cuando tenían la dicha de oír la voz de Cristo, hallaban un gozo especial representándole bajo el símbolo del Buen Pastor, memorial de un Dios hecho hombre, que, muriendo en la Cruz, le había llevado del paganismo a la Iglesia, donde les colmaba de sus gracias, les alimentaba con su carne y su sangre, y, Cordero virgen, nacido de una Oveja virgen, les conducía por los senderos de la pureza y del sacrificio a las praderas inmarcesibles de la eternidad. La figura del Buen Pastor es uno de los temas predilectos del arte cristiano en sus primeros días, ornamento simbólico de los objetos del culto, de los utensilios familiares, de las basílicas y de los mausoleos. Se le encuentra en los muros de las catacumbas, en las capillas funerarias, en los sarcófagos de mármol y en las piedras tumbales, en las lámparas de arcilla, en las cornalinas de los camafeos, en los anillos, en las alhajas, en los palios de los metropolitanos, donde ha sido reemplazado por la Cruz. El Buen Pastor es un bello mancebo, cuya juventud simboliza la inmortalidad; de dulce fisonomía, de mirada llena de ternura, de túnica corta, sobre la cual flota un ligero manto; de cabeza aureolada por un nimbo de gloria o una corona de siete estrellas. Sus emblemas son el cayado, el vaso de leche colgado del cinturón, y a veces la flauta helénica de siete tubos.
Unas veces contempla su ganado desde lo alto de una colina, apoyándose sobre el cayado; otras aparece sentado bajo una encina y rodeado de las ovejas.
También la poesía ha interpretado con bellos acentos el místico idilio de esta parábola evangélica. Un poeta del siglo IV, Sedulio, ponía en boca de un gentil estas deliciosas palabras: «¡Ojalá pueda yo entrar un día en el deleitable aprisco donde el Buen Pastor apacienta sus dulces ovejuelas; donde, nacido de la Oveja virgen, el Cordero inocente camina delante, seguido del blanco rebaño! » En España los grandes maestros del auto sacramental recogerán la tierna alegoría de Cristo y la desarrollarán en espléndidas oraciones, como La oveja perdida, de Timoneda, y El Pastor Lobo, del «Fénix de los Ingenios», que nos traza del Buen Pastor este retrato inolvidable:
«Por mi vida, que es galán y que no en balde le dan nombre de Pastor Cordero, que en este prado, primero, le enseñó al mundo San Juan.
¡Oh, qué cabello traía, nazareno y enrizado!...
Aunque entonces le tenía, de rondar la noche fría, lleno de aljófar helado.
Blanco pellico y zurrón en que debe de traer la yesca y el eslabón con que llegará a encender el más tibio corazón.»
Las sombras de la tarde empiezan a extenderse sobre el monte Moria; por el camino de Betania resuenan los silbidos y las voces de los pastores que conducen los rebaños al aprisco; y entre el vocerío lejano y el tintineo de las esquilas se alza la voz de Jesús, diciendo: «En verdad, en verdad os digo que el que no entra por la puerta en el redil, sino que escala las tapias, es ladrón y malhechor. » En la mente de los oyentes aparece la imagen de aquellos apriscos—tenadas les llaman en tierras de Castilla—derramados a través de las parameras de Judea: amplios corrales con muros de piedra, coronados de zarzas espinosas; a un lado, la tejavana bajo la cual se cobijan durante la noche el pastor y el rebaño; la estrecha puerta, bien sujeta con el tranco de palo, porque los enemigos amenazan en la sombra, el lobo merodea en los alrededores; a veces se oye el ruido de un cuerpo que cae al suelo, amedrentando al ganado; es la pantera que ha saltado la cerca de un golpe, o el ladrón nocturno que se ha deslizado a lo largo de la pared. Pero el pastor vela para apartar el peligro, y al llegar la mañana empuña su cayado de espino, se estaciona a la puerta, cuenta una a una sus ovejas y las guía a los buenos pastos de los valles y las colinas.
Jesús sigue desarrollando la alegoría: «Yo soy la puerta; quien entra por Mí, será salvo. Entrará, y saldrá y encontrará pastos abundantes... Yo soy el Buen Pastor; conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a Mí. Yo vine para que tengan vida. una vida abundante.» Cristo es a la vez el pastor y la puerta del aprisco. Encontramos aquí esa contradicción aparente que existe siempre que se trata de su persona. Todas sus enseñanzas sobre Sí mismo son paradójicas. El creyente conoce bien la solución: Jesús es el Verbo encarnado. Dios y hombre al mismo tiempo; por Él, y sólo por Él, entran las ovejas en el aprisco; sólo por Él pueden entrar también los pastores legítimos, en virtud de una vocación celeste que de Él mana, en virtud de una participación en los derechos que ha habido sobre el rebaño a consecuencia del sacrificio de su humanidad, unida personalmente a la divinidad.
Todos los que se arrogan una autoridad sobre su rebaño sin haber recibido esa participación son mercenarios, seudoprofetas, explotadores y embaucadores de pueblos, como aquellos de quienes decía un Profeta: « ¡Ay de vosotros, pastores de Israel, que sólo cuidáis de apacentaros a vosotros mismos! Cogéis la leche para alimentaros y la lana para vestiros; matáis las ovejas gordas y no os preocupáis de engordar las flacas, de curar las enfermas, de poner vendas a las llagadas, ni buscar las que se han extraviado... Por eso dice el Señor: Yo sacaré mi rebaño de vuestras manos, arrancaré mis ovejas de vuestros dientes, no serán ya vuestra presa, y Yo las salvaré.»
Estas son las palabras de Cristo a todos los falsos pastores. Él es el Buen Pastor. ¿Cómo reconocerle? Por el amor, que es fruto de la bondad. Ahora bien: la prueba del amor es la muerte aceptada, la sangre derramada por el amigo en peligro. El mercenario ve venir al lobo y huye cobardemente mientras el lobo se arroja sobre el rebaño: el Buen Pastor hace frente al enemigo, dichoso de morir por aquellos a quienes ama; ofrece su vida generosamente, porque el amor vence todos los obstáculos, arrostra todos los peligros; desprecia los insultos, las fatigas, la misma muerte. «Yo doy mi vida por mis ovejas», dice ahora Jesús; y unos meses más tarde será derramada su sangre. Pero su muerte no será un óbice, sino la condición «para que se haga un solo rebaño y un solo pastor».
El fruto del árbol de la Cruz es la reunión del rebaño de Cristo, la formación de su Iglesia. Por eso la sagrada liturgia presenta a nuestra consideración, durante estos días que siguen a las fiestas de Pascua, esta hermosa parábola, imagen de la Iglesia, místico redil cuya puerta es el mismo Cristo. Por eso también los primeros cristianos, ovejas perdidas entre las tinieblas de la gentilidad o entre las zarzas espesas del mosaísmo, cuando tenían la dicha de oír la voz de Cristo, hallaban un gozo especial representándole bajo el símbolo del Buen Pastor, memorial de un Dios hecho hombre, que, muriendo en la Cruz, le había llevado del paganismo a la Iglesia, donde les colmaba de sus gracias, les alimentaba con su carne y su sangre, y, Cordero virgen, nacido de una Oveja virgen, les conducía por los senderos de la pureza y del sacrificio a las praderas inmarcesibles de la eternidad. La figura del Buen Pastor es uno de los temas predilectos del arte cristiano en sus primeros días, ornamento simbólico de los objetos del culto, de los utensilios familiares, de las basílicas y de los mausoleos. Se le encuentra en los muros de las catacumbas, en las capillas funerarias, en los sarcófagos de mármol y en las piedras tumbales, en las lámparas de arcilla, en las cornalinas de los camafeos, en los anillos, en las alhajas, en los palios de los metropolitanos, donde ha sido reemplazado por la Cruz. El Buen Pastor es un bello mancebo, cuya juventud simboliza la inmortalidad; de dulce fisonomía, de mirada llena de ternura, de túnica corta, sobre la cual flota un ligero manto; de cabeza aureolada por un nimbo de gloria o una corona de siete estrellas. Sus emblemas son el cayado, el vaso de leche colgado del cinturón, y a veces la flauta helénica de siete tubos.
Unas veces contempla su ganado desde lo alto de una colina, apoyándose sobre el cayado; otras aparece sentado bajo una encina y rodeado de las ovejas.
También la poesía ha interpretado con bellos acentos el místico idilio de esta parábola evangélica. Un poeta del siglo IV, Sedulio, ponía en boca de un gentil estas deliciosas palabras: «¡Ojalá pueda yo entrar un día en el deleitable aprisco donde el Buen Pastor apacienta sus dulces ovejuelas; donde, nacido de la Oveja virgen, el Cordero inocente camina delante, seguido del blanco rebaño! » En España los grandes maestros del auto sacramental recogerán la tierna alegoría de Cristo y la desarrollarán en espléndidas oraciones, como La oveja perdida, de Timoneda, y El Pastor Lobo, del «Fénix de los Ingenios», que nos traza del Buen Pastor este retrato inolvidable:
«Por mi vida, que es galán y que no en balde le dan nombre de Pastor Cordero, que en este prado, primero, le enseñó al mundo San Juan.
¡Oh, qué cabello traía, nazareno y enrizado!...
Aunque entonces le tenía, de rondar la noche fría, lleno de aljófar helado.
Blanco pellico y zurrón en que debe de traer la yesca y el eslabón con que llegará a encender el más tibio corazón.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario