Su nombre le conocen todavía los patronos de las traineras de los puertos cantábricos, le veneran los pescadores gallegos y le invocan los navegantes entre el estallido de la tormenta. Tierra adentro, pocos son los que le conocen; pero los marinos esconden todavía su imagen entre sus carnes tostadas, y, antaño, todos los costeños, desde la Bayona francesa hasta la Bayona de Galicia, sabían este cantar:
Señor San Pedro Gonzáles, de navegantes piloto, líbranos de terremoto y defiéndenos de males.
Y cuando en medio de la noche se alzaba la galerna, y estallaba el trueno, y zurría la lluvia, y las barcas bailaban y se resquebrajaban al choque de las olas, cientos de voces gemían en medio de la tempestad lanzando el mismo grito: « ¡San Telmo, sálvanos!» Y sucedía con frecuencia que el mástil se iluminaba con una luz cerúlea, o se amansaban las furias marinas, o delante de las naves aparecía una figura blanca, caminando serena sobre la agitada espuma y levantando en la noche la luz conductora, faro ambulante que resistía a todos los vendavales. Y entonces se estremecían las barcas con los cánticos y las aclamaciones, resonaban los gritos de júbilo desafiando las cóleras del mar, y remeros, pescadores y tripulantes caían de rodillas ante la imagen del salvador, que, envuelto en su nieve dominicana, con el farol del milagro en la diestra, se levantaba sonriente sobre la proa. Aquella sonrisa iluminó muchas noches, salvó muchas vidas y llenó de gratitud muchos hogares.
Pero este patrono de navegantes, este amable domador de galernas; no fue piloto, ni marino, ni explorador; tal vez llegó a ver el mar, pero nunca se encontró en una nave en medio del estruendo de las olas. El único mar que arrulló su infancia fue el de las mieses doradas de su tierra palentina. Fue un hijo de la tierra de Campos. No lejos del Pisuerga, en medio de la infinita llanura, se levanta su pueblo con su famosa iglesia románica: Frómista. En aquella iglesia de San Martín fue bautizado Pedro González Telmo. Sobrino del obispo, fue destinado a estudiar latín, y embrazó el Donato en vez del remo o la espada; y después del Donato, las Sentencias del maestro Pedro Lombardo. Fue una lumbrera de la Universidad de Palencia en aquellos días en que empezaban a fundarse las universidades; fue un estudiante jaranero, un clérigo alegre, un canónigo ambicioso, un deán magnífico, de los de birrete de seda, forros de armiño, botones de plata, zapatos de ante con hebillas doradas; perros, caballos, monos y gerifaltes. Era aquél un tiempo en que los Concilios, moderando el lujo de los eclesiásticos, definían que los deanes debían contentarse con llevar en su séquito una docena de pajes con sus mulos respectivos.
Al deán don Pedro le gustaba más ir solo, montado en caballo de pura sangre cordobesa, ostentando por las calles de Palencia su habilidad de jinete y su brío juvenil. Eso en las grandes fiestas, cuando las damas paseaban del brazo bajo los soportales, cuando las gentes se lanzaban a las calles, cuando los devotos y las devotas salían de la catedral de San Antolín. Así, un día de Navidad, Palencia aplaudía a su deán, el más gracioso y rumboso de los hombres. Hopalandas relucientes, cadenas de oro, alazán de pura sangre, vistosos arreos, montura, silla y espuelas de plata. Pero es un día invernal. Hay nieve en los tejados, hielo en las calles, charcos y barrizales. De pronto, el animal resbala, toca el suelo con el pretal, y echa a correr, ciego y furioso, dejando a su amo en el lodo del camino. La rechifla fue enorme: risas, burlas, silbidos y cantares. La carcajada se oyó en toda la ciudad. Y entre tanto, el pobre deán, confuso, avergonzado, se levantaba con los vestidos chorreando, con los cabellos en desorden, con el rostro enlodado y con un pie desnudo de aquel zapato el más fino y elegante que había en la ciudad.
Desde entonces ya no se le volvió a ver. Al poco tiempo se supo que se había escondido en el convento de los dominicos que acababa de fundarse en la ciudad. Pasaron años, años de estudio, de obediencia, de penitencia. El antiguo deán era ahora un hermano predicador grave, austero, elocuente. Se había olvidado de su overo favorito; pero era un viajero infatigable. Siempre a pie, sobre las nieves y bajo los soles, recorría la Península predicando y enseñando: desde Castilla a Galicia, de Galicia a Portugal; un día hacía llorar con su palabra a los duros campesinos de su tierra, y otro tronaba contra los vicios en los campamentos de San Fernando. España se le había presentado como un mar donde los náufragos le llamaban con gritos lastimeros, y él, que se había visto a punto de naufragar, comprendió la miseria inmensa de las almas que se perdían.
Señor San Pedro Gonzáles, de navegantes piloto, líbranos de terremoto y defiéndenos de males.
Y cuando en medio de la noche se alzaba la galerna, y estallaba el trueno, y zurría la lluvia, y las barcas bailaban y se resquebrajaban al choque de las olas, cientos de voces gemían en medio de la tempestad lanzando el mismo grito: « ¡San Telmo, sálvanos!» Y sucedía con frecuencia que el mástil se iluminaba con una luz cerúlea, o se amansaban las furias marinas, o delante de las naves aparecía una figura blanca, caminando serena sobre la agitada espuma y levantando en la noche la luz conductora, faro ambulante que resistía a todos los vendavales. Y entonces se estremecían las barcas con los cánticos y las aclamaciones, resonaban los gritos de júbilo desafiando las cóleras del mar, y remeros, pescadores y tripulantes caían de rodillas ante la imagen del salvador, que, envuelto en su nieve dominicana, con el farol del milagro en la diestra, se levantaba sonriente sobre la proa. Aquella sonrisa iluminó muchas noches, salvó muchas vidas y llenó de gratitud muchos hogares.
Pero este patrono de navegantes, este amable domador de galernas; no fue piloto, ni marino, ni explorador; tal vez llegó a ver el mar, pero nunca se encontró en una nave en medio del estruendo de las olas. El único mar que arrulló su infancia fue el de las mieses doradas de su tierra palentina. Fue un hijo de la tierra de Campos. No lejos del Pisuerga, en medio de la infinita llanura, se levanta su pueblo con su famosa iglesia románica: Frómista. En aquella iglesia de San Martín fue bautizado Pedro González Telmo. Sobrino del obispo, fue destinado a estudiar latín, y embrazó el Donato en vez del remo o la espada; y después del Donato, las Sentencias del maestro Pedro Lombardo. Fue una lumbrera de la Universidad de Palencia en aquellos días en que empezaban a fundarse las universidades; fue un estudiante jaranero, un clérigo alegre, un canónigo ambicioso, un deán magnífico, de los de birrete de seda, forros de armiño, botones de plata, zapatos de ante con hebillas doradas; perros, caballos, monos y gerifaltes. Era aquél un tiempo en que los Concilios, moderando el lujo de los eclesiásticos, definían que los deanes debían contentarse con llevar en su séquito una docena de pajes con sus mulos respectivos.
Al deán don Pedro le gustaba más ir solo, montado en caballo de pura sangre cordobesa, ostentando por las calles de Palencia su habilidad de jinete y su brío juvenil. Eso en las grandes fiestas, cuando las damas paseaban del brazo bajo los soportales, cuando las gentes se lanzaban a las calles, cuando los devotos y las devotas salían de la catedral de San Antolín. Así, un día de Navidad, Palencia aplaudía a su deán, el más gracioso y rumboso de los hombres. Hopalandas relucientes, cadenas de oro, alazán de pura sangre, vistosos arreos, montura, silla y espuelas de plata. Pero es un día invernal. Hay nieve en los tejados, hielo en las calles, charcos y barrizales. De pronto, el animal resbala, toca el suelo con el pretal, y echa a correr, ciego y furioso, dejando a su amo en el lodo del camino. La rechifla fue enorme: risas, burlas, silbidos y cantares. La carcajada se oyó en toda la ciudad. Y entre tanto, el pobre deán, confuso, avergonzado, se levantaba con los vestidos chorreando, con los cabellos en desorden, con el rostro enlodado y con un pie desnudo de aquel zapato el más fino y elegante que había en la ciudad.
Desde entonces ya no se le volvió a ver. Al poco tiempo se supo que se había escondido en el convento de los dominicos que acababa de fundarse en la ciudad. Pasaron años, años de estudio, de obediencia, de penitencia. El antiguo deán era ahora un hermano predicador grave, austero, elocuente. Se había olvidado de su overo favorito; pero era un viajero infatigable. Siempre a pie, sobre las nieves y bajo los soles, recorría la Península predicando y enseñando: desde Castilla a Galicia, de Galicia a Portugal; un día hacía llorar con su palabra a los duros campesinos de su tierra, y otro tronaba contra los vicios en los campamentos de San Fernando. España se le había presentado como un mar donde los náufragos le llamaban con gritos lastimeros, y él, que se había visto a punto de naufragar, comprendió la miseria inmensa de las almas que se perdían.
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