Berito, hoy Beirut, es una ciudad de Palestina que se alza entre el Líbano y el mar, perfumada por el aliento de jardines, rodeada de bosques de pinos y naranjos, de palmeras y limoneros. En otro tiempo fue famosa por la ciencia de sus jurisconsultos y por sus escuelas de derecho, y más todavía por la hazaña singular de un guerrero prodigioso. Cerca de la población había un lago, y en el lago vivía un dragón enorme, que era el terror de la comarca. Todo ser viviente que pasaba por allí, hombres o bestias, estaba en peligro de caer en sus garras. Más de una vez los habitantes de Beirut salieron armados para matar a la fiera, pero tuvieron que volverse tristes y diezmados. El monstruo agitaba la cola, apresaba con ella a los más atrevidos, los echaba en el lago y se los tragaba. Se repetía la historia de Polifemo en la cueva. Su insolencia había llegado a tal extremo, que cuando tenía hambre se apostaba a las puertas de la ciudad para echarse encima de los que salían. Con el fin de retenerle en las aguas, el municipio acordó entregar cada día dos ovejas; y cuando las ovejas llegaron a faltar, se consultó al oráculo. En su respuesta, el oráculo dijo lo que todo el mundo temía y todo el mundo quería evitar: que el dragón necesitaba víctimas humanas, y que era preciso echar suertes para saber el orden en que debían de ser sacrificadas las personas, como habían sido sacrificadas las ovejas.
Para dar esta solución no era necesario consultar al oráculo. Cualquier jurista de los que vendían su ciencia en la plaza de la ciudad hubiera podido dar un consejo más acertado. Estoy viendo salir estas reflexiones de los labios del lector. Pero hay que saber que las palabras de los trípodes sagrados rara vez se distinguían por su sabiduría. Tal vez sólo cuando a Sócrates se le dijo aquella profunda sentencia: «Conócete a ti mismo.» Más me preocupa la sonrisa burlona con que la crítica moderna va a recibir mi relato. En ningún escritor que se respeta, que tiene el sentido de su alta responsabilidad, y escribe atiborrando de notas y de números entre paréntesis sus páginas, y no penetra en el bosque de las antiguas leyendas sino fieramente armado del escalpelo y del martillo, encuentro este ingenuo relato; pero le encuentro en los tapices bizantinos y coptos, en los marfiles carolingios, en las piedras románicas, en los escudos de los caballeros medievales, en los retablos renacentistas y hasta en la numismática moderna. Todos estos monumentos nos hablan del dragón terrible y del héroe famoso que le mató. La leyenda áurea nos relata la gesta con toda seriedad. Ni Metafrastes ni Jacobo de Vorágine vacilan ni se sonríen. Yo siento no tener aquella santa sencillez. Las notas y los números de los críticos modernos le alarman a cualquiera; pero, en resumidas cuentas, no me importa concederles que lo del dragón hay que entenderlo de una manera simbólica. Tal vez se trata de un ídolo, o del pecado, o de la tiranía. Una cosa es segura: que nos encontramos ante un amable debelador de monstruos, cuyo nombre significa la victoria sobre el enemigo, la derrota del fuerte, la liberación del débil, la paz, la tranquilidad.
Por lo demás, la idea de pedir sacrificios humanos es muy propia de los oráculos. El sacrificio es un acto de adoración, y como el demonio quiere ser adorado, tiene hambre y sed de carne y de sangre humanas. A los pueblos groseros les pide el sacrificio humano en la forma más grosera; a los pueblos refinados, de una manera refinada; quiere que, de una forma u otra, la vida más noble de la tierra sea inmolada ante su altar; quiere la sangre, lágrimas rojas del cuerpo, o las lágrimas que, según San Agustín, son la sangre del alma. Quiere víctimas, y cuanto más puras, mejor. La Fontaine cometía un profundo error cuando hacía decir a los animales enfermos de la peste: «Que el más culpable de nosotros se sacrifique a los golpes del furor celeste.» No es la sangre más manchada, sino la más inocente, la que se pide en todas las tradiciones del género humano. Para que la armada griega tuviese viento favorable al dirigirse a Troya, Diana pidió la vida de Ingenia, la hija del pastor de los pueblos. Satán prefiere sangre virginal.
En Beirut, la suerte designó un día a la hija del rey. Dicen que se llamaba Margarita, y tampoco sobre este nombre queremos discutir. La reina rasgaba sus vestidos y se arrancaba los cabellos, la servidumbre lloraba y el rey se negaba a entregar a su hija única. El pueblo, que ya entonces se amotinaba, rugía en torno del palacio, dispuesto a pegarle fuego. Heroicamente, la niña se escapó de los brazos de su madre y apareció entre la multitud, ataviada con sus vestidos de fiesta, deslumbrante con su diadema y sus collares. De ordinario; las víctimas tienen que ir al sacrificio con sus más ricos atavíos. Es una crueldad refinada; es como aguzar la punta del cuchillo. Se les hace sentir todo el atractivo de la vida en el momento de ir a privarse de ella. Pálida y temblorosa, la princesa camina hacia el lago donde habita la bestia. Cerca de él hay una roca, y junto a la roca un árbol. Allí la dejan atada y deshecha en llanto. ¡Es tan triste morir en la flor de la juventud, cuando la vida sonríe, cuando la rosa se abre, cuando el sol del amor empieza a brillar sobre ella! Su última hora ha llegado ya. De un momento a otro saldrá el monstruo, la hundirá en sus fauces, exhalará ella un grito y dejará de existir.
Pero he aquí que se acerca un guerrero. Es un joven de gesto arrogante, que monta brioso corcel. Es un guerrero, es un tribuno de los ejércitos imperiales: el casco, brilla en su cabeza, la lanza relampaguea en su mano, y sobre los hombros flota la clámide de escarlata. Al oír los gemidos de la joven, la descubre, se le acerca, la interroga. Ella le cuenta su infortunio; él la desata y la consuela. De pronto, el lago empieza a hervir, las aguas se agitan espumosas; el dragón se retuerce, bosteza y mira en torno con indiferencia; sus roncos resoplidos inficionan el aire, sus silbidos horribles estremecen el valle. En el palacio dice la reina: «Ya ha vivido mi niña», y llora todas sus lágrimas. La princesa lanza gritos de terror; pero el soldado, envolviéndola en una mirada que habla de confianza y de victoria, le dice: «No temas.» Al mismo tiempo asegura los pies en los estribos y enristra la lanza. El dragón se acerca lentamente, dejando una senda de lodo y de babas; y se dispone a saltar gozoso sobre su doble presa, cuando el guerrero, de un bote del caballo, se arroja sobre él, le hiere en medio del corazón y le deja tendido a sus pies. «Ahora —dijo el héroe a la princesa—échale tu cinturón al cuello y llévale a la ciudad.» Allí, en la plaza de Beirut, agonizó entre espasmos horrorosos.
La multitud aplaudía a su libertador; la princesa le miraba con ojos llenos de gratitud; los sacerdotes querían venerarle como a un Dios, y el rey le ofreció el primer puesto en su reino y la mano de su hija. Pero él no quiso aceptar nada. «No soy yo—dijo—quien os ha devuelto la seguridad; sino Cristo, el Dios a quien yo adoro.» Y les habló del Evangelio, y les expuso la ley de la caridad cristiana, y sus palabras fueron aún más poderosas que su lanza. El rey y toda la ciudad pidieron el bautismo. Y cuando le fue preciso caminar, las gentes lloraban y decían: «Quédate con nosotros, varón de Dios, escudo de la inocencia.» Pero el noble caballero tenía que reñir nuevos combates y defender otras princesas y matar otros monstruos. Y, andando, andando, llegó un día a Nicomedia, donde reinaba el emperador Diocleciano. Era cuando los cristianos ardían en las hogueras y regaban con su sangre los anfiteatros. Aquella crueldad llenó de ira el corazón del héroe; presentóse al emperador, le habló el lenguaje de la justicia y de la misericordia, y mereció ser encarcelado, azotado, torturado y degollado.
Tal es la leyenda conmovedora de San Jorge, el héroe por excelencia, el tipo de los caballeros, el patrón de los argonautas del ideal. El Oriente recogió con amor la memoria de aquel a quien él llamaba el gran mártir: Constantino le levantaba templos, Justiniano colgaba su espada vencedora en su sepulcro. San Basilio ponía ante él las flores de su elocuencia. En Occidente, San Jorge era el espejo del caballero, el caballero andante de la fe, el defensor de la justicia, el prototipo del valor, el que aseguraba la victoria. Compartía con San Miguel y con Santiago la dirección de las batallas. Su nombre resonaba en los combates, y más de una vez le volvieron a ver los ejércitos destruyendo monstruos de injusticias y de errores. En los estandartes aparecía aplastando al dragón, como un pronóstico del triunfo. Los pueblos se ponían bajo la protección de su espada, y con ella descansaban seguros. Y, ¡cosa extraña!, los dos pueblos más prácticos, los menos caballerescos, los que en vez de una espada pudieran tener un metro por símbolo, Inglaterra y Cataluña, llaman su patrón a San Jorge. Otro dato que tal vez tiene su misterio: Jorge significa labrador. Tal vez esto quiera decir que el hombre del heroísmo, de la caballerosidad, de la victoria, es el que día tras día rompe las entrañas de la tierra fecunda, librando a sus hermanos de los monstruos terribles del hambre y la miseria. La constancia en el trabajo, Inglaterra y Cataluña nos lo dicen, es un alto heroísmo.
Para dar esta solución no era necesario consultar al oráculo. Cualquier jurista de los que vendían su ciencia en la plaza de la ciudad hubiera podido dar un consejo más acertado. Estoy viendo salir estas reflexiones de los labios del lector. Pero hay que saber que las palabras de los trípodes sagrados rara vez se distinguían por su sabiduría. Tal vez sólo cuando a Sócrates se le dijo aquella profunda sentencia: «Conócete a ti mismo.» Más me preocupa la sonrisa burlona con que la crítica moderna va a recibir mi relato. En ningún escritor que se respeta, que tiene el sentido de su alta responsabilidad, y escribe atiborrando de notas y de números entre paréntesis sus páginas, y no penetra en el bosque de las antiguas leyendas sino fieramente armado del escalpelo y del martillo, encuentro este ingenuo relato; pero le encuentro en los tapices bizantinos y coptos, en los marfiles carolingios, en las piedras románicas, en los escudos de los caballeros medievales, en los retablos renacentistas y hasta en la numismática moderna. Todos estos monumentos nos hablan del dragón terrible y del héroe famoso que le mató. La leyenda áurea nos relata la gesta con toda seriedad. Ni Metafrastes ni Jacobo de Vorágine vacilan ni se sonríen. Yo siento no tener aquella santa sencillez. Las notas y los números de los críticos modernos le alarman a cualquiera; pero, en resumidas cuentas, no me importa concederles que lo del dragón hay que entenderlo de una manera simbólica. Tal vez se trata de un ídolo, o del pecado, o de la tiranía. Una cosa es segura: que nos encontramos ante un amable debelador de monstruos, cuyo nombre significa la victoria sobre el enemigo, la derrota del fuerte, la liberación del débil, la paz, la tranquilidad.
Por lo demás, la idea de pedir sacrificios humanos es muy propia de los oráculos. El sacrificio es un acto de adoración, y como el demonio quiere ser adorado, tiene hambre y sed de carne y de sangre humanas. A los pueblos groseros les pide el sacrificio humano en la forma más grosera; a los pueblos refinados, de una manera refinada; quiere que, de una forma u otra, la vida más noble de la tierra sea inmolada ante su altar; quiere la sangre, lágrimas rojas del cuerpo, o las lágrimas que, según San Agustín, son la sangre del alma. Quiere víctimas, y cuanto más puras, mejor. La Fontaine cometía un profundo error cuando hacía decir a los animales enfermos de la peste: «Que el más culpable de nosotros se sacrifique a los golpes del furor celeste.» No es la sangre más manchada, sino la más inocente, la que se pide en todas las tradiciones del género humano. Para que la armada griega tuviese viento favorable al dirigirse a Troya, Diana pidió la vida de Ingenia, la hija del pastor de los pueblos. Satán prefiere sangre virginal.
En Beirut, la suerte designó un día a la hija del rey. Dicen que se llamaba Margarita, y tampoco sobre este nombre queremos discutir. La reina rasgaba sus vestidos y se arrancaba los cabellos, la servidumbre lloraba y el rey se negaba a entregar a su hija única. El pueblo, que ya entonces se amotinaba, rugía en torno del palacio, dispuesto a pegarle fuego. Heroicamente, la niña se escapó de los brazos de su madre y apareció entre la multitud, ataviada con sus vestidos de fiesta, deslumbrante con su diadema y sus collares. De ordinario; las víctimas tienen que ir al sacrificio con sus más ricos atavíos. Es una crueldad refinada; es como aguzar la punta del cuchillo. Se les hace sentir todo el atractivo de la vida en el momento de ir a privarse de ella. Pálida y temblorosa, la princesa camina hacia el lago donde habita la bestia. Cerca de él hay una roca, y junto a la roca un árbol. Allí la dejan atada y deshecha en llanto. ¡Es tan triste morir en la flor de la juventud, cuando la vida sonríe, cuando la rosa se abre, cuando el sol del amor empieza a brillar sobre ella! Su última hora ha llegado ya. De un momento a otro saldrá el monstruo, la hundirá en sus fauces, exhalará ella un grito y dejará de existir.
Pero he aquí que se acerca un guerrero. Es un joven de gesto arrogante, que monta brioso corcel. Es un guerrero, es un tribuno de los ejércitos imperiales: el casco, brilla en su cabeza, la lanza relampaguea en su mano, y sobre los hombros flota la clámide de escarlata. Al oír los gemidos de la joven, la descubre, se le acerca, la interroga. Ella le cuenta su infortunio; él la desata y la consuela. De pronto, el lago empieza a hervir, las aguas se agitan espumosas; el dragón se retuerce, bosteza y mira en torno con indiferencia; sus roncos resoplidos inficionan el aire, sus silbidos horribles estremecen el valle. En el palacio dice la reina: «Ya ha vivido mi niña», y llora todas sus lágrimas. La princesa lanza gritos de terror; pero el soldado, envolviéndola en una mirada que habla de confianza y de victoria, le dice: «No temas.» Al mismo tiempo asegura los pies en los estribos y enristra la lanza. El dragón se acerca lentamente, dejando una senda de lodo y de babas; y se dispone a saltar gozoso sobre su doble presa, cuando el guerrero, de un bote del caballo, se arroja sobre él, le hiere en medio del corazón y le deja tendido a sus pies. «Ahora —dijo el héroe a la princesa—échale tu cinturón al cuello y llévale a la ciudad.» Allí, en la plaza de Beirut, agonizó entre espasmos horrorosos.
La multitud aplaudía a su libertador; la princesa le miraba con ojos llenos de gratitud; los sacerdotes querían venerarle como a un Dios, y el rey le ofreció el primer puesto en su reino y la mano de su hija. Pero él no quiso aceptar nada. «No soy yo—dijo—quien os ha devuelto la seguridad; sino Cristo, el Dios a quien yo adoro.» Y les habló del Evangelio, y les expuso la ley de la caridad cristiana, y sus palabras fueron aún más poderosas que su lanza. El rey y toda la ciudad pidieron el bautismo. Y cuando le fue preciso caminar, las gentes lloraban y decían: «Quédate con nosotros, varón de Dios, escudo de la inocencia.» Pero el noble caballero tenía que reñir nuevos combates y defender otras princesas y matar otros monstruos. Y, andando, andando, llegó un día a Nicomedia, donde reinaba el emperador Diocleciano. Era cuando los cristianos ardían en las hogueras y regaban con su sangre los anfiteatros. Aquella crueldad llenó de ira el corazón del héroe; presentóse al emperador, le habló el lenguaje de la justicia y de la misericordia, y mereció ser encarcelado, azotado, torturado y degollado.
Tal es la leyenda conmovedora de San Jorge, el héroe por excelencia, el tipo de los caballeros, el patrón de los argonautas del ideal. El Oriente recogió con amor la memoria de aquel a quien él llamaba el gran mártir: Constantino le levantaba templos, Justiniano colgaba su espada vencedora en su sepulcro. San Basilio ponía ante él las flores de su elocuencia. En Occidente, San Jorge era el espejo del caballero, el caballero andante de la fe, el defensor de la justicia, el prototipo del valor, el que aseguraba la victoria. Compartía con San Miguel y con Santiago la dirección de las batallas. Su nombre resonaba en los combates, y más de una vez le volvieron a ver los ejércitos destruyendo monstruos de injusticias y de errores. En los estandartes aparecía aplastando al dragón, como un pronóstico del triunfo. Los pueblos se ponían bajo la protección de su espada, y con ella descansaban seguros. Y, ¡cosa extraña!, los dos pueblos más prácticos, los menos caballerescos, los que en vez de una espada pudieran tener un metro por símbolo, Inglaterra y Cataluña, llaman su patrón a San Jorge. Otro dato que tal vez tiene su misterio: Jorge significa labrador. Tal vez esto quiera decir que el hombre del heroísmo, de la caballerosidad, de la victoria, es el que día tras día rompe las entrañas de la tierra fecunda, librando a sus hermanos de los monstruos terribles del hambre y la miseria. La constancia en el trabajo, Inglaterra y Cataluña nos lo dicen, es un alto heroísmo.
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