Zita es una muchacha de servicio que la Iglesia venera como santa. Desde los doce años hasta su muerte estuvo empleada como doméstica en una casa, siendo primero tratada no muy amablemente y luego conquistando por completo el corazón de sus amos. Muerta Zita, será la familia a la que había servido, la que se encargará de conservar su memoria y promover su culto. Se recogió también por escrito el testimonio de la familia sobre Zita, incluyendo los hechos milagrosos que se le atribuyeron en vida, como se le atribuirían después de su muerte al comenzar el pueblo de Luca a invocarla como santa. Pero la santidad de Zita no estuvo basada, ante todo, en que hiciera milagros, sino en la multitud de virtudes que ejercitó esta humilde muchacha, santidad lograda exactamente en el ejercicio de sus deberes laborales. Se santificó en el trabajo y por su trabajo.
Su nacimiento hay que situarlo hacia 1218 en Monsagrati, una aldea de las cercanías de Luca, en un hogar campesino y modesto, que le transmitió a Zita un profundo sentido cristiano de la vida. Zita era una niña dulce y modesta que, al llegar a los doce años, siguió la suerte de tantas aldeanas de su clase social y de su tiempo: irse a la ciudad a ganarse la vida como chica de servicio.
La familia con la que se coloca es la familia Fatinelli, adinerada y bien situada socialmente en Luca. Zita es desde el principio una criada escrupulosa en el cumplimiento de sus deberes, en los que ponía el mayor empeño. Pero empezó a tener un pero ante sus amos: las sobras se las daba a los pobres, y a veces algo más que las sobras, porque su corazón sensible no resistía ver a gente hambrienta a la puerta de una casa donde había de todo. Claro que ese todo no era suyo, pero Zita intuía que, en la extrema necesidad, los bienes sobrantes deben ir a los pobres. Esta caridad le nacía a Zita de su intensa vida de piedad, para la que sacaba tiempo una vez cumplidas todas sus tareas domésticas.
Zita consideraba que su trabajo era la misión que el Señor le encomendaba y la realizaba, según dice el apóstol, no como quien sirve a los hombres, sino a Dios (Ef 6, 7). Muy de mañana se levantaba para hacer oración, restando esas horas al sueño y haciendo por tanto que sus devociones no fueran a expensas de sus deberes como criada.
El Señor permitió que su buena conducta no significara un aprecio inmediato de la familia ni de sus compañeras. Recibió no pocos desprecios de sus amos, consistentes en reprensiones, gestos desabridos, palabras hoscas y duras, y por parte de las otras criadas de la casa no faltaron incluso calumnias, acusándola de faltas que ella no había cometido. Zita no se defendió ni devolvió insultos ni se insurreccionó contra el trato injusto de sus amos. Consideró todo ello como parte de la cruz con la que debía seguir a Cristo y se ofreció al Señor para que en ella se cumpliera su divina voluntad.
Permaneció en la soltería porque quería ser virgen del Señor, y aunque su virginidad no estuvo consagrada por los votos religiosos, la suya fue una ofrenda íntegra y perfecta, viviendo con total recato su entrega al Señor.
Zita perseveró años en esta vida de piedad y trabajo, cumpliendo en el estado seglar el ora et labora de los monjes con rara perfección. Su capacidad de oración y trabajo estaba acompañada por una gran capacidad de paciencia y fortaleza, en la que maduró.
Esta conducta intachable y evangélica de Zita, poco a poco, cambió el corazón de la familia Fatinelli con ella. Los amos empezaron a ver que Zita era todo lo laboriosa y bien intencionada que cabía ser y que sus virtudes no merecían otra cosa que afecto y consideración. Empezaron, pues, a mejorar su trato hacia ella y a darle muestras de estima, hasta que decidieron ponerla al frente del servicio, que por su parte también había evolucionado en su actitud hacia Zita. Se vio así Zita como el ama de llaves de la casa, encargada de dirigir todos los servicios que en ella habían de prestarse. Esta nueva situación no alteró en nada su laboriosidad, su modestia, su humildad y su espíritu de compañerismo. No se sintió superior a los demás criados, sino siempre una leal compañera. No solamente no se vengó de quienes le habían mirado mal anteriormente, sino que trató a todos amistosamente.
Los amos le permitieron seguir sin dificultad su género de vida piadosa, su asidua asistencia a las iglesias para la misa y los sacramentos. La fama y la santidad de Zita empezó a correr por Luca y empezaron a atribuírsele hechos milagrosos.
Tenía unos sesenta años cuando se sintió enferma y hubo de guardar cama. Rodeada del afecto de sus amos y compañeros de trabajo, fallecía cinco días más tarde, el 27 de abril de 1278.
Enterrada en la basílica de San Fedriano, su tumba se convirtió muy pronto en objeto de culto, que expresamente autorizó el obispo de Luca cuatro años después de su muerte. Se dice que la clase popular de Luca vio en ella un exponente de sus propias reivindicaciones frente a la aristocracia. El papa Inocencio XII confirmó su culto el 5 de septiembre de 1696. La ciudad de Luca la proclamó su patrona. El papa Pío XI la nombró patrona de las empleadas del servicio doméstico en 1935.
Su nacimiento hay que situarlo hacia 1218 en Monsagrati, una aldea de las cercanías de Luca, en un hogar campesino y modesto, que le transmitió a Zita un profundo sentido cristiano de la vida. Zita era una niña dulce y modesta que, al llegar a los doce años, siguió la suerte de tantas aldeanas de su clase social y de su tiempo: irse a la ciudad a ganarse la vida como chica de servicio.
La familia con la que se coloca es la familia Fatinelli, adinerada y bien situada socialmente en Luca. Zita es desde el principio una criada escrupulosa en el cumplimiento de sus deberes, en los que ponía el mayor empeño. Pero empezó a tener un pero ante sus amos: las sobras se las daba a los pobres, y a veces algo más que las sobras, porque su corazón sensible no resistía ver a gente hambrienta a la puerta de una casa donde había de todo. Claro que ese todo no era suyo, pero Zita intuía que, en la extrema necesidad, los bienes sobrantes deben ir a los pobres. Esta caridad le nacía a Zita de su intensa vida de piedad, para la que sacaba tiempo una vez cumplidas todas sus tareas domésticas.
Zita consideraba que su trabajo era la misión que el Señor le encomendaba y la realizaba, según dice el apóstol, no como quien sirve a los hombres, sino a Dios (Ef 6, 7). Muy de mañana se levantaba para hacer oración, restando esas horas al sueño y haciendo por tanto que sus devociones no fueran a expensas de sus deberes como criada.
El Señor permitió que su buena conducta no significara un aprecio inmediato de la familia ni de sus compañeras. Recibió no pocos desprecios de sus amos, consistentes en reprensiones, gestos desabridos, palabras hoscas y duras, y por parte de las otras criadas de la casa no faltaron incluso calumnias, acusándola de faltas que ella no había cometido. Zita no se defendió ni devolvió insultos ni se insurreccionó contra el trato injusto de sus amos. Consideró todo ello como parte de la cruz con la que debía seguir a Cristo y se ofreció al Señor para que en ella se cumpliera su divina voluntad.
Permaneció en la soltería porque quería ser virgen del Señor, y aunque su virginidad no estuvo consagrada por los votos religiosos, la suya fue una ofrenda íntegra y perfecta, viviendo con total recato su entrega al Señor.
Zita perseveró años en esta vida de piedad y trabajo, cumpliendo en el estado seglar el ora et labora de los monjes con rara perfección. Su capacidad de oración y trabajo estaba acompañada por una gran capacidad de paciencia y fortaleza, en la que maduró.
Esta conducta intachable y evangélica de Zita, poco a poco, cambió el corazón de la familia Fatinelli con ella. Los amos empezaron a ver que Zita era todo lo laboriosa y bien intencionada que cabía ser y que sus virtudes no merecían otra cosa que afecto y consideración. Empezaron, pues, a mejorar su trato hacia ella y a darle muestras de estima, hasta que decidieron ponerla al frente del servicio, que por su parte también había evolucionado en su actitud hacia Zita. Se vio así Zita como el ama de llaves de la casa, encargada de dirigir todos los servicios que en ella habían de prestarse. Esta nueva situación no alteró en nada su laboriosidad, su modestia, su humildad y su espíritu de compañerismo. No se sintió superior a los demás criados, sino siempre una leal compañera. No solamente no se vengó de quienes le habían mirado mal anteriormente, sino que trató a todos amistosamente.
Los amos le permitieron seguir sin dificultad su género de vida piadosa, su asidua asistencia a las iglesias para la misa y los sacramentos. La fama y la santidad de Zita empezó a correr por Luca y empezaron a atribuírsele hechos milagrosos.
Tenía unos sesenta años cuando se sintió enferma y hubo de guardar cama. Rodeada del afecto de sus amos y compañeros de trabajo, fallecía cinco días más tarde, el 27 de abril de 1278.
Enterrada en la basílica de San Fedriano, su tumba se convirtió muy pronto en objeto de culto, que expresamente autorizó el obispo de Luca cuatro años después de su muerte. Se dice que la clase popular de Luca vio en ella un exponente de sus propias reivindicaciones frente a la aristocracia. El papa Inocencio XII confirmó su culto el 5 de septiembre de 1696. La ciudad de Luca la proclamó su patrona. El papa Pío XI la nombró patrona de las empleadas del servicio doméstico en 1935.
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