La mañana, en Betania. Unas horas de reposo, una tregua antes de la lucha definitiva. En los corazones; presentimientos sombríos; en los labios, aleteos de preguntas que no llegan a cuajar. Todos temen hablar, porque no quieren saber lo que temen. ¿Dónde celebrarán la Pascua aquella noche? ¿Se atreverá el Maestro a entrar de nuevo en Jerusalén? Entre los Doce, sólo Judas guarda su secreto, un secreto tan negro como su alma. No sabe dónde harán aquella fiesta ritual; pero está seguro de que Jesús no dejará de visitar su montaña, la montaña pingüe, florida y frondosa de Getsemaní, donde todos los árboles le conocen, donde hasta las torcaces, que hacen sus nidos en los brazos de plata de los olivos, le saludan respetuosas y amorosas. La tarde avanza. El de Kerioth espía las miradas del Maestro, dispuesto a recibir órdenes; él guarda los cuartos, tiene habilidad y espíritu práctico; no se podrá preparar la cena sin contar con sus servicios. De pronto, Jesús hace una seña a dos de los discípulos. ¡Siempre los mismos: Juan, el mozo, dorado y delicado, y Pedro, el hombre recio, de barba áspera y carne de bronce: «Id—ordenó Jesús—y aparejad la Pascua.» «Y ¿dónde. Señor?», preguntaron. «Luego que entréis en la ciudad—respondió Él—, hallaréis un hombre con un cántaro de agua; seguidle hasta que entre en casa, y cuando veáis al padre de familias, confiaos a él, diciéndole: Esto dice el Maestro: Mi tiempo está cerca; muéstranos la sala donde recogernos para celebrar la Pascua.»
Judas sorprendió la orden y palideció. Sin duda, el Maestro estaba ya al tanto de sus intenciones. Los dos predilectos salieron de Betania, atravesaron el monte de los Olivos, bajaron al Cedrón, y cerca de allí vieron al hombre del cántaro. Al llegar a casa, el padre de familias estaba en el zaguán. Bastóles recordar el nombre del Maestro para conseguir cuanto necesitaban. Rápidamente el aposento quedó aderezado; la mesa grande y corrida, los escaños mullidos, la alfombra, la paila y los lienzos, el ánfora para la ablución, las vasijas y las escudillas de bronce, pues las de barro eran impuras; las cráteras para los líquidos, y la copa de dos asas para las libaciones. Prepararon luego las hierbas amargas, lechuga, berro, endibia, coriandro, marrubio y achicoria salvajes, que tenían por objeto recordar las tristezas de la servidumbre en la tierra de Egipto, y con ellas dispusieron la salsa del karoset, una mezcla picante de vinagre, cidras, higos y almendras, que recordaba la arcilla que en otro tiempo habían amasado los israelitas para construir las ciudades de sus opresores. Después los dos discípulos fueron a mercar una res blanca y perfecta, y cuando Pedro la cargaba sobre sus hombros, de las pirámides del Templo partieron los alaridos de las trompetas de oro, que señalaban el comienzo de las inmolaciones.
Era también el momento en que el Rabbí se acercaba a la ciudad. Nunca más debía salir de ella. Las calles hervían de gente; se oían los balidos de los rebaños apretados ante los sagrados pórticos, y un vaho de muchedumbre flotaba sobre las torres y los palacios. Torciendo por angostas callejuelas, oscurecidas ya por las sombras, crepusculares, llegó la pequeña caravana a la casa del huésped. Nada nos dicen los evangelistas sobre lo que sentía Jesús al entrar en el Cenáculo, en aquel salón amplio y hermoso, que iba a ser el primer templo cristiano. Tal vez su corazón brincó de júbilo; tal vez sus ojos se empañaron de lágrimas. Todo estaba en su sitio: los platos, los almohadones, el blanco mantel y la copa en que todos posarían sus labios. Crepitaban los candelabros, recién encendidos, y las sombras de los discípulos se movían en los muros proyectadas por una lumbre flaca y amarilla. Jesús rompió el silencio con estas palabras, reveladoras de un amor largo tiempo contenido: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, porque os digo que ya no comeré ninguna otra hasta que la vea cumplida en el reino de Dios.» Era decirles que aquella cena tenía un carácter de despedida. Nunca se iba a manifestar con más fuerza delante de los Doce la conciencia de su divinidad, de su consustancialidad con el Padre y de su soberana misión de redimir y santificar a los hombres. Aquélla era la ocasión más santa de su vida, la más codiciada de su corazón. Sus palabras y sus actos iban a ser los de un Dios que, establecido salvador del linaje humano, se preparaba a realizar su redención divina. Sin embargo, su corazón se agitaba al mismo tiempo con sentimientos diferentes, y en su rostro, con el halo cálido del amor, se adivinaban apagamientos de inquietud.
Entre tanto, los discípulos se disputan los puestos más honrosos de los divanes: sus voces se cruzan con viveza y sus puños se crispan. Cansados están de oír decir al Rabbí que los primeros deben ser los últimos, que el amo debe servir a sus criados, y que el Hijo del Hombre ha venido a servir. Pero ellos siguen siendo tan soberbios y quisquillosos como antes. Y, sin embargo, aquélla es una de las enseñanzas capitales del nuevo reino. Es preciso repetirla una vez más y apoyarla en un ejemplo memorable: «Los reyes de las gentes dominan sobre ellas y las avasallan. No así vosotros.... ¿No estoy Yo en medio de vosotros? Pues ved lo que hago.» Y mientras el huésped echaba en la gran copa el vino de sus lagares de Engaddi, Él se levantaba, se quitaba el manto, tomaba un lienzo, se lo ceñía en torno a los riñones y, vertiendo agua en un barreño, se postraba delante de los discípulos y les lavaba los pies. Todos se conmueven y llenan de congoja y dejan hacer. Hasta el mismo Judas siente sobre su piel sucia y callosa la grandeza abatida del Maestro y el cálido aliento de su boca. Sólo Pedro intenta resistir, y se encrespa con la humildad hirsuta de su temperamento impetuoso, pero Jesús le convence con una sola palabra: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» Esto basta para que se doblegue dócil y medroso y ofrezca no sólo sus pies, sino también sus manos y su cabeza. Jadeaba todavía del esfuerzo, y respiraba cansadamente, cuando, dirigiéndose a los Doce, les dijo: «Me llamáis Maestro y Señor, y lo soy ciertamente; pues si Yo, a pesar de eso, os he lavado los pies, otro tanto debéis hacer vosotros. Os doy un mandamiento nuevo, y es que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado.» Y la ternura hacía desfallecer su voz.
Aquella primera manifestación del amor divino sólo era el anuncio de otra más grande. Aparecieron los panes y las hierbas amargas, pasó una y otra vez la copa a través de los comensales, cantáronse los cánticos de rúbrica, los salmos del gran Hallel, trajeron la res dorada y olorosa atada a las varas del granado, y, delante de ella, Jesús, como jefe de la familia apostólica, explicó el significado de aquella ceremonia, recordando los arios de la esclavitud de Israel, las amarguras de la servidumbre, el paso del ángel del Señor segando vidas egipcias, el largo viaje hacia la tierra de Promisión y las predilecciones de Jehová con su pueblo. Hubo un momento de ansiedad cuando el Rabbí anunció que uno de sus discípulos había de entregarle aquella misma noche. Los comensales se acechaban ahincadamente, los lechos crujían, y las reticencias de Jesús acongojaban los ánimos. Al fin, Judas desapareció, engullendo atropelladamente el bocado que acababa de recibir de las manos del Maestro. Y era de noche, dice San Juan; una noche de plenilunio y de primavera, clara, perfumada, tibia y vaporosa. Próximo al sacrificio, Jesús se exalta, sereno y dichoso. Ya está solo con sus amigos. Uno de ellos se ha dejado caer lánguidamente sobre su pecho, y siente los latidos rápidos y violentos de su corazón. Pues bien: en aquella hora solemne. Jesucristo tomó el pan, lo partió, lo bendijo, y con voz transida de piedad pronunció las palabras de la esperanza sublime, las que traían para siempre a este mundo de tristeza el banquete jubiloso del paraíso: «Tomad y comed: éste es mi Cuerpo, que es dado por vosotros. » Todos tomaron aquel pan, con una actitud en que se reflejaba la curiosidad, el respeto: el miedo y el amor. Después, lo mismo con el cáliz. El vino centelleaba dentro con color de sangre. Y oyóse al Señor, que decía: «Bebed todos de este cáliz, pues ésta es mi Sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos en remisión de los pecados.» Y la voz se le quebraba de amor y de pena; la voz que encadenaba las tormentas, que curaba las enfermedades, que caía sobre los campos y sobre los corazones como una gracia.
Estaba abrogada la ley de los símbolos, y empezaba el tiempo de las realidades. Jesús acababa de instituir el sacrificio del nuevo y eterno Testamento, el sacramento de la Eucaristía. La cruz donde morirá unas horas más tarde es una divina locura; pero eso no basta todavía. Darse una vez en rescate por todo el mundo, es demasiado poco para el amor de un Dios. Quiso darse a cada uno de nosotros de una manera permanente y convertirse en alimento real de la Humanidad hambrienta. Por sabio, por rico, por poderoso que fuese, no podía realizar nada más estupendo. Los Doce estaban en aquel cenáculo recibiendo el cáliz que Cristo les tendía; pero en ellos estábamos todos nosotros, todos los que, hasta el fin del mundo, habían de creer en Jesucristo, Hijo de Dios. «Haced esto en memoria mía», dijo el Salvador. Y los Apóstoles recogieron este precioso testamento y le transmitieron a la Iglesia, como fuente perenne de vida, de gracia y de perdón. La fracción del pan, en la mesa común, será la señal de la nueva hermandad de los creyentes, y al mismo tiempo, el principio de su perenne vitalidad y la prenda de su persistencia infalible hasta el fin de los siglos. Ese pan vivo, ese pan que, comido siempre, no disminuye nunca, saciará el hambre de los hombres hasta el día en que pueda mirar cara a cara al Padre y en esa mirada hallen la satisfacción de todos sus deseos. Porque no es solamente un recuerdo; por él Cristo vive presente en medio de nosotros, con una presencia misteriosa, pero real y hasta sensible para las almas delicadas; vive con nosotros, trabaja con nosotros, nos alienta después del trabajo, nos alimenta y nos consuela. La gran idea teológica del Cristianismo es el Dios-Hombre perpetuando su vida en medio de la Humanidad por su influencia inmediata y personal en la Iglesia. Continúa enseñando en ella, y por ella bendice, absuelve, consagra, sube al altar como subió al Calvario, es víctima y sacerdote, ofrece el holocausto de expiación y de propiciación, porque después de las dinastías sacerdotales de Melquisedec y Aarón, Él inauguró el sacerdocio único, indefectible y eterno.
En este primer día de los ázimos, en este aniversario solemne de tantos misterios, el agradecimiento de la Iglesia concentra, sobre todo, su atención en el gran misterio de la institución de la Eucaristía. En los primeros siglos cristianos era hoy cuando los penitentes se reintegraban al seno de la Iglesia. Era una escena emocionante: cubiertos de groseros vestidos, los pies descalzos, la barba y la cabellera en desorden, se presentaban a la puerta de la basílica, pedían perdón de sus pecados, y el pontífice, después de implorar sobre ellos las misericordias de Dios, los introducía en la nave, que antes no tenían el derecho de pisar. Este rito desapareció hace mucho tiempo, En las catedrales se celebra todavía otro que reviste una gran solemnidad: es la bendición de los Santos Óleos; la renovación del licor místico que dará a las almas el consuelo, la alegría y la fortaleza. Se bendice primero el Óleo de los enfermos, que es la materia del Sacramento de la Extremaunción; después, el Santo Crisma, con el cual el Espíritu Santo imprime su sello imborrable en el cristiano que acaba de recibir el bautismo; y, finalmente, el Óleo de los catecúmenos, que, aunque no es materia de ningún sacramento, no deja de tener una gran importancia, tanto por su virtud como por su origen apostólico. A la ceremonia deben asistir rodeando al obispo doce sacerdotes vestidos de casullas, siete diáconos y siete subdiáconos. Todo se desarrolla con la mayor solemnidad.
Nada, sin embargo, puede hacer olvidar las palabras de Jesús: «Haced esto en memoria mía.» Es el día de la gran conmemoración. Pocas misas tan solemnes en todo el año como la misa del Jueves Santo, que nos recuerda con más viveza que ninguna otra el día y la hora de la Cena. Sólo una misa en cada templo, para que el recuerdo sea más vivo, más sensible a los ojos del pueblo. Como en otro tiempo los Apóstoles, hoy los sacerdotes deben acercarse a recibir la comunión. Sólo un celebrante, como en el cenáculo. Lleva blancas vestiduras, indicio de alegría. El órgano lanza sus notas alborozadas, y el pueblo canta el himno de los transportes angélicos. Después nuevamente el sombrío panorama de la Pasión; pero los fieles no pueden olvidar que el pan se ha convertido en la carne de su Dios y que esa carne se esconde en cálices de oro y arcas de plata y de marfil rodeada de sedas, de flores y de luminarias.
Judas sorprendió la orden y palideció. Sin duda, el Maestro estaba ya al tanto de sus intenciones. Los dos predilectos salieron de Betania, atravesaron el monte de los Olivos, bajaron al Cedrón, y cerca de allí vieron al hombre del cántaro. Al llegar a casa, el padre de familias estaba en el zaguán. Bastóles recordar el nombre del Maestro para conseguir cuanto necesitaban. Rápidamente el aposento quedó aderezado; la mesa grande y corrida, los escaños mullidos, la alfombra, la paila y los lienzos, el ánfora para la ablución, las vasijas y las escudillas de bronce, pues las de barro eran impuras; las cráteras para los líquidos, y la copa de dos asas para las libaciones. Prepararon luego las hierbas amargas, lechuga, berro, endibia, coriandro, marrubio y achicoria salvajes, que tenían por objeto recordar las tristezas de la servidumbre en la tierra de Egipto, y con ellas dispusieron la salsa del karoset, una mezcla picante de vinagre, cidras, higos y almendras, que recordaba la arcilla que en otro tiempo habían amasado los israelitas para construir las ciudades de sus opresores. Después los dos discípulos fueron a mercar una res blanca y perfecta, y cuando Pedro la cargaba sobre sus hombros, de las pirámides del Templo partieron los alaridos de las trompetas de oro, que señalaban el comienzo de las inmolaciones.
Era también el momento en que el Rabbí se acercaba a la ciudad. Nunca más debía salir de ella. Las calles hervían de gente; se oían los balidos de los rebaños apretados ante los sagrados pórticos, y un vaho de muchedumbre flotaba sobre las torres y los palacios. Torciendo por angostas callejuelas, oscurecidas ya por las sombras, crepusculares, llegó la pequeña caravana a la casa del huésped. Nada nos dicen los evangelistas sobre lo que sentía Jesús al entrar en el Cenáculo, en aquel salón amplio y hermoso, que iba a ser el primer templo cristiano. Tal vez su corazón brincó de júbilo; tal vez sus ojos se empañaron de lágrimas. Todo estaba en su sitio: los platos, los almohadones, el blanco mantel y la copa en que todos posarían sus labios. Crepitaban los candelabros, recién encendidos, y las sombras de los discípulos se movían en los muros proyectadas por una lumbre flaca y amarilla. Jesús rompió el silencio con estas palabras, reveladoras de un amor largo tiempo contenido: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, porque os digo que ya no comeré ninguna otra hasta que la vea cumplida en el reino de Dios.» Era decirles que aquella cena tenía un carácter de despedida. Nunca se iba a manifestar con más fuerza delante de los Doce la conciencia de su divinidad, de su consustancialidad con el Padre y de su soberana misión de redimir y santificar a los hombres. Aquélla era la ocasión más santa de su vida, la más codiciada de su corazón. Sus palabras y sus actos iban a ser los de un Dios que, establecido salvador del linaje humano, se preparaba a realizar su redención divina. Sin embargo, su corazón se agitaba al mismo tiempo con sentimientos diferentes, y en su rostro, con el halo cálido del amor, se adivinaban apagamientos de inquietud.
Entre tanto, los discípulos se disputan los puestos más honrosos de los divanes: sus voces se cruzan con viveza y sus puños se crispan. Cansados están de oír decir al Rabbí que los primeros deben ser los últimos, que el amo debe servir a sus criados, y que el Hijo del Hombre ha venido a servir. Pero ellos siguen siendo tan soberbios y quisquillosos como antes. Y, sin embargo, aquélla es una de las enseñanzas capitales del nuevo reino. Es preciso repetirla una vez más y apoyarla en un ejemplo memorable: «Los reyes de las gentes dominan sobre ellas y las avasallan. No así vosotros.... ¿No estoy Yo en medio de vosotros? Pues ved lo que hago.» Y mientras el huésped echaba en la gran copa el vino de sus lagares de Engaddi, Él se levantaba, se quitaba el manto, tomaba un lienzo, se lo ceñía en torno a los riñones y, vertiendo agua en un barreño, se postraba delante de los discípulos y les lavaba los pies. Todos se conmueven y llenan de congoja y dejan hacer. Hasta el mismo Judas siente sobre su piel sucia y callosa la grandeza abatida del Maestro y el cálido aliento de su boca. Sólo Pedro intenta resistir, y se encrespa con la humildad hirsuta de su temperamento impetuoso, pero Jesús le convence con una sola palabra: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo.» Esto basta para que se doblegue dócil y medroso y ofrezca no sólo sus pies, sino también sus manos y su cabeza. Jadeaba todavía del esfuerzo, y respiraba cansadamente, cuando, dirigiéndose a los Doce, les dijo: «Me llamáis Maestro y Señor, y lo soy ciertamente; pues si Yo, a pesar de eso, os he lavado los pies, otro tanto debéis hacer vosotros. Os doy un mandamiento nuevo, y es que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado.» Y la ternura hacía desfallecer su voz.
Aquella primera manifestación del amor divino sólo era el anuncio de otra más grande. Aparecieron los panes y las hierbas amargas, pasó una y otra vez la copa a través de los comensales, cantáronse los cánticos de rúbrica, los salmos del gran Hallel, trajeron la res dorada y olorosa atada a las varas del granado, y, delante de ella, Jesús, como jefe de la familia apostólica, explicó el significado de aquella ceremonia, recordando los arios de la esclavitud de Israel, las amarguras de la servidumbre, el paso del ángel del Señor segando vidas egipcias, el largo viaje hacia la tierra de Promisión y las predilecciones de Jehová con su pueblo. Hubo un momento de ansiedad cuando el Rabbí anunció que uno de sus discípulos había de entregarle aquella misma noche. Los comensales se acechaban ahincadamente, los lechos crujían, y las reticencias de Jesús acongojaban los ánimos. Al fin, Judas desapareció, engullendo atropelladamente el bocado que acababa de recibir de las manos del Maestro. Y era de noche, dice San Juan; una noche de plenilunio y de primavera, clara, perfumada, tibia y vaporosa. Próximo al sacrificio, Jesús se exalta, sereno y dichoso. Ya está solo con sus amigos. Uno de ellos se ha dejado caer lánguidamente sobre su pecho, y siente los latidos rápidos y violentos de su corazón. Pues bien: en aquella hora solemne. Jesucristo tomó el pan, lo partió, lo bendijo, y con voz transida de piedad pronunció las palabras de la esperanza sublime, las que traían para siempre a este mundo de tristeza el banquete jubiloso del paraíso: «Tomad y comed: éste es mi Cuerpo, que es dado por vosotros. » Todos tomaron aquel pan, con una actitud en que se reflejaba la curiosidad, el respeto: el miedo y el amor. Después, lo mismo con el cáliz. El vino centelleaba dentro con color de sangre. Y oyóse al Señor, que decía: «Bebed todos de este cáliz, pues ésta es mi Sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos en remisión de los pecados.» Y la voz se le quebraba de amor y de pena; la voz que encadenaba las tormentas, que curaba las enfermedades, que caía sobre los campos y sobre los corazones como una gracia.
Estaba abrogada la ley de los símbolos, y empezaba el tiempo de las realidades. Jesús acababa de instituir el sacrificio del nuevo y eterno Testamento, el sacramento de la Eucaristía. La cruz donde morirá unas horas más tarde es una divina locura; pero eso no basta todavía. Darse una vez en rescate por todo el mundo, es demasiado poco para el amor de un Dios. Quiso darse a cada uno de nosotros de una manera permanente y convertirse en alimento real de la Humanidad hambrienta. Por sabio, por rico, por poderoso que fuese, no podía realizar nada más estupendo. Los Doce estaban en aquel cenáculo recibiendo el cáliz que Cristo les tendía; pero en ellos estábamos todos nosotros, todos los que, hasta el fin del mundo, habían de creer en Jesucristo, Hijo de Dios. «Haced esto en memoria mía», dijo el Salvador. Y los Apóstoles recogieron este precioso testamento y le transmitieron a la Iglesia, como fuente perenne de vida, de gracia y de perdón. La fracción del pan, en la mesa común, será la señal de la nueva hermandad de los creyentes, y al mismo tiempo, el principio de su perenne vitalidad y la prenda de su persistencia infalible hasta el fin de los siglos. Ese pan vivo, ese pan que, comido siempre, no disminuye nunca, saciará el hambre de los hombres hasta el día en que pueda mirar cara a cara al Padre y en esa mirada hallen la satisfacción de todos sus deseos. Porque no es solamente un recuerdo; por él Cristo vive presente en medio de nosotros, con una presencia misteriosa, pero real y hasta sensible para las almas delicadas; vive con nosotros, trabaja con nosotros, nos alienta después del trabajo, nos alimenta y nos consuela. La gran idea teológica del Cristianismo es el Dios-Hombre perpetuando su vida en medio de la Humanidad por su influencia inmediata y personal en la Iglesia. Continúa enseñando en ella, y por ella bendice, absuelve, consagra, sube al altar como subió al Calvario, es víctima y sacerdote, ofrece el holocausto de expiación y de propiciación, porque después de las dinastías sacerdotales de Melquisedec y Aarón, Él inauguró el sacerdocio único, indefectible y eterno.
En este primer día de los ázimos, en este aniversario solemne de tantos misterios, el agradecimiento de la Iglesia concentra, sobre todo, su atención en el gran misterio de la institución de la Eucaristía. En los primeros siglos cristianos era hoy cuando los penitentes se reintegraban al seno de la Iglesia. Era una escena emocionante: cubiertos de groseros vestidos, los pies descalzos, la barba y la cabellera en desorden, se presentaban a la puerta de la basílica, pedían perdón de sus pecados, y el pontífice, después de implorar sobre ellos las misericordias de Dios, los introducía en la nave, que antes no tenían el derecho de pisar. Este rito desapareció hace mucho tiempo, En las catedrales se celebra todavía otro que reviste una gran solemnidad: es la bendición de los Santos Óleos; la renovación del licor místico que dará a las almas el consuelo, la alegría y la fortaleza. Se bendice primero el Óleo de los enfermos, que es la materia del Sacramento de la Extremaunción; después, el Santo Crisma, con el cual el Espíritu Santo imprime su sello imborrable en el cristiano que acaba de recibir el bautismo; y, finalmente, el Óleo de los catecúmenos, que, aunque no es materia de ningún sacramento, no deja de tener una gran importancia, tanto por su virtud como por su origen apostólico. A la ceremonia deben asistir rodeando al obispo doce sacerdotes vestidos de casullas, siete diáconos y siete subdiáconos. Todo se desarrolla con la mayor solemnidad.
Nada, sin embargo, puede hacer olvidar las palabras de Jesús: «Haced esto en memoria mía.» Es el día de la gran conmemoración. Pocas misas tan solemnes en todo el año como la misa del Jueves Santo, que nos recuerda con más viveza que ninguna otra el día y la hora de la Cena. Sólo una misa en cada templo, para que el recuerdo sea más vivo, más sensible a los ojos del pueblo. Como en otro tiempo los Apóstoles, hoy los sacerdotes deben acercarse a recibir la comunión. Sólo un celebrante, como en el cenáculo. Lleva blancas vestiduras, indicio de alegría. El órgano lanza sus notas alborozadas, y el pueblo canta el himno de los transportes angélicos. Después nuevamente el sombrío panorama de la Pasión; pero los fieles no pueden olvidar que el pan se ha convertido en la carne de su Dios y que esa carne se esconde en cálices de oro y arcas de plata y de marfil rodeada de sedas, de flores y de luminarias.
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