Agosto, el mes imperial, se abría en la Roma de los césares con grandes fiestas en honor del fundador del Imperio: desfiles ruidosos a través del Palatinado, cortejos y banquetes de senadores, ir y venir de los flámines en torno a los altares de Roma y de Augusto, clarines en los cuarteles, arpas en los palacios, flores y guirnaldas en las calles; y para el pueblo, reparto de dinero, representaciones escénicas y luchas de gladiadores en el Circo Máximo. Pero a la Roma de Augusto sucedió la Roma de Pedro, el fundador del nuevo Imperio espiritual, más sólido y más vasto que aquel otro que levantaron las espadas de los legionarios. Entonces las gentes ya no desfilaron ante el ara del emperador, sino ante el ara del pescador. Desde la Suburra y los Huertos de Salustio, desde el Campo de Marte y las Termas de Antonino, llenando las grandes vías y cruzando callejuelas tortuosas, la multitud desembocaba en las cercanías del Coliseo, bajaba la avenida del Foro Esquilino y llenaba la plaza contigua a las Termas de Trajano. Allí, a la entrada del arrabal de los patricios, en las extremidades del Celio y el Esquilino, se alzaba la iglesia del apóstol. San Pedro ad Vincula, y a la puerta unos versos que decían:
«Roma, con estas cadenas se ha puesto la base de tu fe y se ha perpetuado tu salud. Atada con ellas, serás siempre libre. El hierro que tocó las manos del que desata todas las cosas, defenderá tus muros; el que abre la puerta de los astros, cerrará el camino de las hordas bélicas.»
Los fieles entraban y salían, venerando y besando los testigos sagrados de una cautividad triunfadora. Sus ojos se llenaban de lágrimas y sus gargantas de cantos jubilosos; su corazón se agitaba con aquella emoción que hacía exclamar a San Juan Crisóstomo: «¿Hay algo más magnífico que estas cadenas? Más bello que el nombre de apóstol, de evangelista o de doctor, es el titulo de prisionero de Cristo. Mejor es ser encadenado por Cristo, que habitar sobre los Cielos o sentarse en uno de los doce tronos. El que ama me comprende. Pero ¿quién penetró estas cosas como el coro fulgurante de los Apóstoles? En cuanto a mí, si me diesen a escoger entre estos hierros o el paraíso, no duraría un instante. ¡Con qué ansia he deseado verme en aquellos lugares donde se guardan los grillos de estos hombres admirables! Si me dijeseis: ¿qué es lo que prefieres, ser el ángel que libró a Pedro, o ser Pedro encadenado?, os aseguro que gustaría ser Pedro, a causa de sus cadenas.»
El romero visita todavía la basílica donde se reunían los cristianos de los últimos días del Imperio al empezar el mes de agosto. Allí, las viejas columnas dóricas de mármol de Paros, restos de algún templo de Minerva o de Júpiter, el arco triunfal sostenido por fustes de granito y capiteles corintios, los brillantes mosaicos de los primeros días del arte bizantino, mezclados con elegantes pinturas del Renacimiento. Allí también, las venerables cadenas que encendían la palabra del Crisóstomo, que besó el poeta Prudencio, que veneraron las generaciones cristianas como signo de libertad y de heroísmo. Ellas recordaban los sufrimientos del apóstol, su prisión en la cárcel Mamertina, y el episodio milagroso con que terminó su ministerio en Jerusalén. Era en el año 42. Herodes Agripa reinaba en Palestina, conservando con habilidad el trono de su abuelo Herodes el Grande, que había conseguido con la intriga y la adulación. Israel aplaudía al príncipe, que le daba por lo menos la apariencia de la libertad, y el príncipe secundaba el fanatismo religioso del pueblo. Los celotes se inquietaban por la importancia creciente del cisma cristiano, y Agripa se encargó de aplastar a los discípulos de Cristo. Santiago el Mayor cayó el primero en sus manos. Poco después Pedro fue descubierto y aprisionado. Se buscaba a los jefes. Pero eran los días de los panes sin levadura. Había que aguardar a que pasase la fiesta de los ázimos para que viniese la fiesta de la sangre. Entre tanto, Pedro fue recluido en lo más profundo del calabozo. Se le guardaba con toda precaución, porque aquellos discípulos del Crucificado tenían cosas de brujos. Cuatro grupos de soldados velaban sucesivamente; dos hombres se ataban a los brazos del preso; otros dos montaban la guardia, uno a la puerta de la cárcel, otro más fuera, cerca de la puerta de hierro que daba al exterior.
Pasaban los días; Santiago había muerto por la espada y la Iglesia entera lloraba ya la muerte de su jefe. De repente, una luz en la prisión, un ruido de cadenas que se rompen; y esta voz misteriosa: «Levántate, Pedro; cálzate las sandalias, coge tu manto y sígueme.» Pedro siguió al desconocido, pasó junto a los dos centinelas, llegó a la puerta de hierro, y se encontró en las primeras calles de la ciudad. En este momento su acompañante desapareció. El apóstol, que hasta entonces se había creído víctima de un sueño, cayó en la cuenta de lo que sucedía, y no pudo menos de exclamar:
«Ahora reconozco verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y que me ha librado de la mano de Herodes y de toda la expectación de la plebe de los judíos.» Cuando amanecía, estaba ya lejos de Jerusalén. Se le buscó en el calabozo, en las callejuelas de la ciudad y en las casas de los cristianos. El despecho de Herodes, su ira, su vergüenza, eran tales, que mandó matar a los centinelas. ¿Cómo reconocer delante de los judíos que el jefe de los galileos había desaparecido milagrosamente? Pero aquellos galileos miserables, con cuya ruina había creído acrecentar su gloria, empezaban a dar al traste con su popularidad. El pueblo, a quien quiso deslumbrar con su poder, empieza a reírse de él. Después de aquel fracaso, abandona para siempre la ciudad santa y se establece en Beirut, la ciudad fenicia, que se recuesta sobre los flancos del Líbano escuchando el rumor de las olas azuladas. Para olvidar su mal humor, Herodes rivaliza con los amos del Imperio, levantando circos, baños y pórticos. Este judío amaba las pistas y los anfiteatros como los patricios de Grecia y de Roma. Era en Tiberíades, junto al lago de Galilea. La multitud aclamaba al príncipe, y el príncipe arengaba a la multitud. «Es la voz de un dios y no la de un hombre», decían los aduladores. En el mismo instante, dice San Lucas, el ángel del Señor le hirió, y fue comido por los gusanos. El historiador Josefo habla de un mochuelo, présago de desgracias, que el rey vio sobre su cabeza; y reconoce que el perseguidor fue castigado por su impiedad, y que durante cinco días un fuego voraz consumió sus entrañas. Esto fue a principios del año 44, mientras el apóstol fugitivo entraba en Roma para dejar en ella el germen de un imperio universal.
«Roma, con estas cadenas se ha puesto la base de tu fe y se ha perpetuado tu salud. Atada con ellas, serás siempre libre. El hierro que tocó las manos del que desata todas las cosas, defenderá tus muros; el que abre la puerta de los astros, cerrará el camino de las hordas bélicas.»
Los fieles entraban y salían, venerando y besando los testigos sagrados de una cautividad triunfadora. Sus ojos se llenaban de lágrimas y sus gargantas de cantos jubilosos; su corazón se agitaba con aquella emoción que hacía exclamar a San Juan Crisóstomo: «¿Hay algo más magnífico que estas cadenas? Más bello que el nombre de apóstol, de evangelista o de doctor, es el titulo de prisionero de Cristo. Mejor es ser encadenado por Cristo, que habitar sobre los Cielos o sentarse en uno de los doce tronos. El que ama me comprende. Pero ¿quién penetró estas cosas como el coro fulgurante de los Apóstoles? En cuanto a mí, si me diesen a escoger entre estos hierros o el paraíso, no duraría un instante. ¡Con qué ansia he deseado verme en aquellos lugares donde se guardan los grillos de estos hombres admirables! Si me dijeseis: ¿qué es lo que prefieres, ser el ángel que libró a Pedro, o ser Pedro encadenado?, os aseguro que gustaría ser Pedro, a causa de sus cadenas.»
El romero visita todavía la basílica donde se reunían los cristianos de los últimos días del Imperio al empezar el mes de agosto. Allí, las viejas columnas dóricas de mármol de Paros, restos de algún templo de Minerva o de Júpiter, el arco triunfal sostenido por fustes de granito y capiteles corintios, los brillantes mosaicos de los primeros días del arte bizantino, mezclados con elegantes pinturas del Renacimiento. Allí también, las venerables cadenas que encendían la palabra del Crisóstomo, que besó el poeta Prudencio, que veneraron las generaciones cristianas como signo de libertad y de heroísmo. Ellas recordaban los sufrimientos del apóstol, su prisión en la cárcel Mamertina, y el episodio milagroso con que terminó su ministerio en Jerusalén. Era en el año 42. Herodes Agripa reinaba en Palestina, conservando con habilidad el trono de su abuelo Herodes el Grande, que había conseguido con la intriga y la adulación. Israel aplaudía al príncipe, que le daba por lo menos la apariencia de la libertad, y el príncipe secundaba el fanatismo religioso del pueblo. Los celotes se inquietaban por la importancia creciente del cisma cristiano, y Agripa se encargó de aplastar a los discípulos de Cristo. Santiago el Mayor cayó el primero en sus manos. Poco después Pedro fue descubierto y aprisionado. Se buscaba a los jefes. Pero eran los días de los panes sin levadura. Había que aguardar a que pasase la fiesta de los ázimos para que viniese la fiesta de la sangre. Entre tanto, Pedro fue recluido en lo más profundo del calabozo. Se le guardaba con toda precaución, porque aquellos discípulos del Crucificado tenían cosas de brujos. Cuatro grupos de soldados velaban sucesivamente; dos hombres se ataban a los brazos del preso; otros dos montaban la guardia, uno a la puerta de la cárcel, otro más fuera, cerca de la puerta de hierro que daba al exterior.
Pasaban los días; Santiago había muerto por la espada y la Iglesia entera lloraba ya la muerte de su jefe. De repente, una luz en la prisión, un ruido de cadenas que se rompen; y esta voz misteriosa: «Levántate, Pedro; cálzate las sandalias, coge tu manto y sígueme.» Pedro siguió al desconocido, pasó junto a los dos centinelas, llegó a la puerta de hierro, y se encontró en las primeras calles de la ciudad. En este momento su acompañante desapareció. El apóstol, que hasta entonces se había creído víctima de un sueño, cayó en la cuenta de lo que sucedía, y no pudo menos de exclamar:
«Ahora reconozco verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel y que me ha librado de la mano de Herodes y de toda la expectación de la plebe de los judíos.» Cuando amanecía, estaba ya lejos de Jerusalén. Se le buscó en el calabozo, en las callejuelas de la ciudad y en las casas de los cristianos. El despecho de Herodes, su ira, su vergüenza, eran tales, que mandó matar a los centinelas. ¿Cómo reconocer delante de los judíos que el jefe de los galileos había desaparecido milagrosamente? Pero aquellos galileos miserables, con cuya ruina había creído acrecentar su gloria, empezaban a dar al traste con su popularidad. El pueblo, a quien quiso deslumbrar con su poder, empieza a reírse de él. Después de aquel fracaso, abandona para siempre la ciudad santa y se establece en Beirut, la ciudad fenicia, que se recuesta sobre los flancos del Líbano escuchando el rumor de las olas azuladas. Para olvidar su mal humor, Herodes rivaliza con los amos del Imperio, levantando circos, baños y pórticos. Este judío amaba las pistas y los anfiteatros como los patricios de Grecia y de Roma. Era en Tiberíades, junto al lago de Galilea. La multitud aclamaba al príncipe, y el príncipe arengaba a la multitud. «Es la voz de un dios y no la de un hombre», decían los aduladores. En el mismo instante, dice San Lucas, el ángel del Señor le hirió, y fue comido por los gusanos. El historiador Josefo habla de un mochuelo, présago de desgracias, que el rey vio sobre su cabeza; y reconoce que el perseguidor fue castigado por su impiedad, y que durante cinco días un fuego voraz consumió sus entrañas. Esto fue a principios del año 44, mientras el apóstol fugitivo entraba en Roma para dejar en ella el germen de un imperio universal.
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