Enamorado de los hombres, los hombres, que amargaron su vida con la ingratitud, después de su muerte reconocieron su intercesión poderosa y le honraron como uno de sus grandes bienhechores. En cada calle se le alzó una ermita, en cada iglesia apareció su imagen con el sombrero de anchas alas, la capa de burdo sayal, el báculo de peregrino y, al lado, el perro leal, que estira el cuello ofreciendo el pan que trae en la boca. Y a fuerza de verle así, en pie sobre su nicho, enseñándonos con cara doliente su pierna desnuda, apenas nos acordamos de que San Roque era hijo de magnates, de uno de los más ilustres magnates que había en el reino de Pedro I el Grande, rey de Aragón. Cuando nació, su patria provenzal estaba llena de ruidos de cantares, de disputas y de hazañas. En un palacio real de Montpellier rodó su cuna de plata, y su mismo padre era el gobernador de la ciudad. Creció entre trovadores y guerreros; las canciones muelles de los poetas de la gaya ciencia arrullaron su infancia, y la pompa y pedantería de las cortes de amor brillaron en torno a su juventud, pero sin poder deslumbrarle. Aquel sentimentalismo huero le hastiaba; las fiestas de los castillos le llenaban de tristeza, y los versos del Gay Saber le parecían una parodia del verdadero amor. Tal vez creyó un momento que había nacido para guerrear por Cristo en lejanos países, como sus antepasados, los héroes de las cruzadas; pero los tiempos heroicos de las expediciones al Oriente habían terminado con la muerte de San Luis. Y, sin embargo, en su espalda llevaba la cruz roja de los caballeros de Cristo. ¿Qué quería decir aquel serial grabada misteriosamente en su cuerpo antes de venir al mundo, aquellas dos líneas que se cruzaban y cuyo color purpúreo le había dado el nombre?
Convencido de la grandeza de su destino, Roque escudriñaba la voluntad de Dios, y se preparaba para realizarla con sus más duras exigencias. Y Dios habló con esa violencia que tiene su voz cuando se dirige a las almas predestinadas. La muerte le arrebató a su padre, el leal servidor de los reyes aragoneses en las regiones del otro lado del Pirineo. Poco después murió también su madre, y el joven quedó como único heredero de una inmensa fortuna. Tenía castillos, tierras, criados, un rico señorío con un brillante porvenir. Tenía veinte años, con un caballo blanco y una espada. Y entonces fue cuando lo dejó todo; cuando despidió a sus criados y repartió sus riquezas entre los pobres, quedándose únicamente con un bastón y un vestido de peregrino. Había querido realizar al pie de la letra la parábola del Evangelio: «Hubo un hombre rico que llamó a sus servidores y les distribuyó sus bienes, y después se marchó a una región lejana.)) Quienquiera que haya sido joven, y haya montado un hermoso corcel, y haya llevado en el gorro de seda una pluma de avestruz; quien se haya visto a punto de realizar los sueños más audaces, comprenderá seguramente el heroísmo de aquel mancebo que tenía suficiente valor para volver la espalda a un mundo que le sonreía. Sin embargo, para el mundo era un loco, y su vida entera seguirá siendo algo inexplicable, una verdadera locura.
Entre las burlas de sus antiguos compañeros, Roque dejó su tierra, con su calabaza llena de agua y un pan en el zurrón. Y caminó por las estribaciones mediterráneas de los Alpes. Devoto de los Santos Apóstoles, iba en dirección a Roma, iba a donde Dios le llevase, porque se había puesto en las manos de Dios. Al entrar en Italia, sólo encontró gemidos, lamentos y terrores. La peste diezmaba las ciudades; las casas quedaban desiertas y los hospitales se llenaban de apestados. Todo era desaliento y terror. Nadie organizaba la defensa contra la enfermedad, y las gentes caían exánimes en las plazas y en los caminos. Ante este espectáculo, Roque se dio cuenta de su vocación. Rebosante de piedad, se consagró al servicio de los apestados en los hospitales y en sus propias casas. Mientras los demás temblaban y los más estrechos lazos de la carne se olvidaban ante el egoísmo del corazón humano, él marchaba contra la peste como si fuese a una fiesta. Cargaba los enfermos sobre sus espaldas, recorría las calles socorriendo a los que imploraban su auxilio, se paraba a las puertas de las casas, expiando los lamentos de los infelices; se sentaba a la cabecera de los agonizantes, y no dudaba en cogerles en sus brazos, en besarlos y en tocar las llagas infectas y podridas. Donde había un dolor, allí estaba él, y donde estaba él, allí estaba el con suelo y la esperanza. Muchas veces, el contacto de sus manos devolvió la salud a los cuerpos exánimes, y su palabra tenía la virtud de inundar de alegría las almas, de despertar las energías de la fe y de trazar el camino de la verdadera vida. Los que morían en sus brazos se marchaban gozosos, sintiéndose envueltos en la húmeda caricia de su caridad.
Tal fue la vida del joven provenzal a través de las ciudades italianas: en Acuapendente, en Florencia, en Rímini, en Cesena, en Roma. En Roma pasó tres años pidiendo limosna a las puertas de los palacios, para ir luego de basílica en basílica y de hospital en hospital. El peregrino caminaba ahora por las más luminosas regiones de la vida espiritual; la oración le insensibilizaba durante horas enteras, y sólo el contacto de su mano era un preservativo de la peste. Los mismos cardenales iban a él para que, trazando sobre ellos el signo de la cruz, les librase de las malignas influencias. La admiración le seguía por dondequiera que pasaba, y las gentes decían al verle: «Por ahí va el santo.» Huyendo de las alabanzas del vulgo, llegó un día a la ciudad de Plasencia, Como siempre, fue al hospital y empezó a practicar los servicios más repugnantes. De día y de noche se le veía solícito junto al lecho de los enfermos y los agonizantes. Trabajaba con una actividad infatigable; apenas dormía. De pronto, su piel empezó a cubrirse de manchas negras y rojas; en su pierna se abrió una herida purulenta, y su rostro tomaba un aspecto monstruoso. Era la peste, el mal terrible que él había arrojado de tantos cuerpos, y que ahora venía a cebarse en el suyo. Era un apestado, y además un extranjero. Entonces se vio hasta dónde pueden llegar los instintos feroces que duermen en el corazón. Los mismos que habían sido curados por el prodigioso enfermo, le trataron ahora con inaudita crueldad. Se le olvidó primero, en un rincón del hospital; se le injurió, se le calumnió, y al fin se le juzgó indigno de vivir dentro de los muros de la ciudad. ¿Cómo iba a ser un hombre de Dios el que sufría la enfermedad horrible como un pecador vulgar? Sin proferir una queja, Roque se refugió en un bosque cercano. El sol ardía sobre su cabeza, la fiebre le abrasaba, y ya pensaba que se moriría de sed, cuando una fuente cristalina brotó a sus pies. Al poco tiempo, tuvo hambre, y delante de él apareció un perro con un pan en la boca. Todas las mañanas, infaliblemente, el perro salía de un castillo cercano, corría hacia el pobre solitario del bosque, dejaba el pan a sus pies y le lamía cariñoso la úlcera de la pierna. Y Roque alababa a su Dios con el alma llena de alegría. Y al anochecer, cuando las estrellas empezaban a brillar sobre aquel cuerpo enjuto y doliente, tendido sobre la hierba, podían persuadirse de que aún era posible encontrar un hombre feliz en el mundo.
Después, nuevamente las rutas de Italia, los valles alpinos y los aires de la tierra patria. Ya viejo, Roque vuelve a entrar en Montpellier. Nadie le conoce. No hay en él nada del caballero que desapareció años atrás, radiante de juventud. Con su larga y revuelta melena, con su manto hecho jirones, parece un espía. Y le arrojan en un calabozo. Él calla; calla; pensando en San Alejo; hasta que su cuerpo se rompe como su manto, y aparece su alma bella y luminosa, tan luminosa, que la cárcel y la ciudad y el aire se incendian a su paso hacia la gloria celeste.
Convencido de la grandeza de su destino, Roque escudriñaba la voluntad de Dios, y se preparaba para realizarla con sus más duras exigencias. Y Dios habló con esa violencia que tiene su voz cuando se dirige a las almas predestinadas. La muerte le arrebató a su padre, el leal servidor de los reyes aragoneses en las regiones del otro lado del Pirineo. Poco después murió también su madre, y el joven quedó como único heredero de una inmensa fortuna. Tenía castillos, tierras, criados, un rico señorío con un brillante porvenir. Tenía veinte años, con un caballo blanco y una espada. Y entonces fue cuando lo dejó todo; cuando despidió a sus criados y repartió sus riquezas entre los pobres, quedándose únicamente con un bastón y un vestido de peregrino. Había querido realizar al pie de la letra la parábola del Evangelio: «Hubo un hombre rico que llamó a sus servidores y les distribuyó sus bienes, y después se marchó a una región lejana.)) Quienquiera que haya sido joven, y haya montado un hermoso corcel, y haya llevado en el gorro de seda una pluma de avestruz; quien se haya visto a punto de realizar los sueños más audaces, comprenderá seguramente el heroísmo de aquel mancebo que tenía suficiente valor para volver la espalda a un mundo que le sonreía. Sin embargo, para el mundo era un loco, y su vida entera seguirá siendo algo inexplicable, una verdadera locura.
Entre las burlas de sus antiguos compañeros, Roque dejó su tierra, con su calabaza llena de agua y un pan en el zurrón. Y caminó por las estribaciones mediterráneas de los Alpes. Devoto de los Santos Apóstoles, iba en dirección a Roma, iba a donde Dios le llevase, porque se había puesto en las manos de Dios. Al entrar en Italia, sólo encontró gemidos, lamentos y terrores. La peste diezmaba las ciudades; las casas quedaban desiertas y los hospitales se llenaban de apestados. Todo era desaliento y terror. Nadie organizaba la defensa contra la enfermedad, y las gentes caían exánimes en las plazas y en los caminos. Ante este espectáculo, Roque se dio cuenta de su vocación. Rebosante de piedad, se consagró al servicio de los apestados en los hospitales y en sus propias casas. Mientras los demás temblaban y los más estrechos lazos de la carne se olvidaban ante el egoísmo del corazón humano, él marchaba contra la peste como si fuese a una fiesta. Cargaba los enfermos sobre sus espaldas, recorría las calles socorriendo a los que imploraban su auxilio, se paraba a las puertas de las casas, expiando los lamentos de los infelices; se sentaba a la cabecera de los agonizantes, y no dudaba en cogerles en sus brazos, en besarlos y en tocar las llagas infectas y podridas. Donde había un dolor, allí estaba él, y donde estaba él, allí estaba el con suelo y la esperanza. Muchas veces, el contacto de sus manos devolvió la salud a los cuerpos exánimes, y su palabra tenía la virtud de inundar de alegría las almas, de despertar las energías de la fe y de trazar el camino de la verdadera vida. Los que morían en sus brazos se marchaban gozosos, sintiéndose envueltos en la húmeda caricia de su caridad.
Tal fue la vida del joven provenzal a través de las ciudades italianas: en Acuapendente, en Florencia, en Rímini, en Cesena, en Roma. En Roma pasó tres años pidiendo limosna a las puertas de los palacios, para ir luego de basílica en basílica y de hospital en hospital. El peregrino caminaba ahora por las más luminosas regiones de la vida espiritual; la oración le insensibilizaba durante horas enteras, y sólo el contacto de su mano era un preservativo de la peste. Los mismos cardenales iban a él para que, trazando sobre ellos el signo de la cruz, les librase de las malignas influencias. La admiración le seguía por dondequiera que pasaba, y las gentes decían al verle: «Por ahí va el santo.» Huyendo de las alabanzas del vulgo, llegó un día a la ciudad de Plasencia, Como siempre, fue al hospital y empezó a practicar los servicios más repugnantes. De día y de noche se le veía solícito junto al lecho de los enfermos y los agonizantes. Trabajaba con una actividad infatigable; apenas dormía. De pronto, su piel empezó a cubrirse de manchas negras y rojas; en su pierna se abrió una herida purulenta, y su rostro tomaba un aspecto monstruoso. Era la peste, el mal terrible que él había arrojado de tantos cuerpos, y que ahora venía a cebarse en el suyo. Era un apestado, y además un extranjero. Entonces se vio hasta dónde pueden llegar los instintos feroces que duermen en el corazón. Los mismos que habían sido curados por el prodigioso enfermo, le trataron ahora con inaudita crueldad. Se le olvidó primero, en un rincón del hospital; se le injurió, se le calumnió, y al fin se le juzgó indigno de vivir dentro de los muros de la ciudad. ¿Cómo iba a ser un hombre de Dios el que sufría la enfermedad horrible como un pecador vulgar? Sin proferir una queja, Roque se refugió en un bosque cercano. El sol ardía sobre su cabeza, la fiebre le abrasaba, y ya pensaba que se moriría de sed, cuando una fuente cristalina brotó a sus pies. Al poco tiempo, tuvo hambre, y delante de él apareció un perro con un pan en la boca. Todas las mañanas, infaliblemente, el perro salía de un castillo cercano, corría hacia el pobre solitario del bosque, dejaba el pan a sus pies y le lamía cariñoso la úlcera de la pierna. Y Roque alababa a su Dios con el alma llena de alegría. Y al anochecer, cuando las estrellas empezaban a brillar sobre aquel cuerpo enjuto y doliente, tendido sobre la hierba, podían persuadirse de que aún era posible encontrar un hombre feliz en el mundo.
Después, nuevamente las rutas de Italia, los valles alpinos y los aires de la tierra patria. Ya viejo, Roque vuelve a entrar en Montpellier. Nadie le conoce. No hay en él nada del caballero que desapareció años atrás, radiante de juventud. Con su larga y revuelta melena, con su manto hecho jirones, parece un espía. Y le arrojan en un calabozo. Él calla; calla; pensando en San Alejo; hasta que su cuerpo se rompe como su manto, y aparece su alma bella y luminosa, tan luminosa, que la cárcel y la ciudad y el aire se incendian a su paso hacia la gloria celeste.
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