Por obra de Pedro Nolasco, el espíritu mercantil de Cataluña había florecido en una institución admirable, en la Orden de la Merced, exportadora de misericordia. Su divisa era como la de Cristo: redimir, caminar de pueblo en pueblo con la alforja del mendigo, llamar en la choza del pastor y en el palacio del rey, implorar la caridad de los corazones cristianos en favor de los más desgraciados de todos los hombres, los que gemían y laceraban en las prisiones de los musulmanes, expuestos a todas las miserias del cautiverio y a todos los peligros de la apostasía.
Entre aquellos evangélicos redentores, entre aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad, al lado mismo del fundador, surge, humilde y fuerte a la vez, la figura de San Ramón Nonato. Desearíamos verla con más claridad, desearíamos penetrar más íntimamente en el alma generosa de este varón de misericordia; pero, poco afortunado con los alfaquíes, Ramón Nonato lo fue menos con los biógrafos. No nos dijeron si era rubio o moreno, alto o bajo, grave o sonriente, melancólilo o comunicativo. Su fisonomía física y espiritual aparece en plena penumbra, y es inútil que nos empeñemos en iluminarla, como hicieron sus biógrafos del siglo XVI, con sucesos milagrosos más o menos auténticos.
Su nombre hace alusión a las circunstancias peregrinas de su nacimiento. Nonato quiere decir no nacido. No nació, porque le sacaron violentamente del seno de su madre muerta. La daga de un cazador fue el instrumento de que Dios se sirvió para salvar la vida de la criatura. Fue esto en Portell, un lugarejo de la provincia de Lérida. De niño. Ramón guió un hato de ovejas entre robles y encinas, entre matorrales de zarzas y cascajas. La Segarra árida y montañosa fue el teatro de su vida de pastoreo. Llegó a conocer todas las fuentes y arroyuelos, sus bosques y sus hondonadas; y, en especial, sus ermitas, pues es fama que cuando entraba en alguna de ellas se olvidaba luego de salir, y la noche le sorprendía hablando unas veces con San Nicolás, otras con San Bartolomé, otras con Nuestra Señora. Entre tanto, el rebaño caminaba hacia el aprisco, y un pastor de oro y de fuego, con cayada fosforescente—un ángel—, le libraba del lobo y del ladrón.
Un día, Ramón oyó hablar de Pedro Nolasco, el rico provenzal, que buscaba corazones generosos para formar su Orden de los Caballeros de la Merced. Después le vio en Barcelona, le oyó hablar y quedó prendido en su misma llama. «Su caridad era incandescente—dice una vieja nota biográfica—. Amaba las letras y aprovechaba mucho en ellas; caminaba de concejo en concejo y predicaba. Todos los caballeros le amaban, todos los pobres seguían sus pisadas; era el consejo y el conhorte de todos.» Una y otra vez entró Nonato por tierra de moros en busca de cautivos cristianos. Rescató en Valencia, en las ciudades andaluzas v en las costas africanas; disputó con los rabinos en las sinagogas, predicó en los zocos bulliciosos y enemigos, regateó con los príncipes y sus consejeros. Dar oro por almas era su mayor felicidad; pero el oro no abundaba siempre, y a veces fue necesario fundir la plata de los cálices y las cruces, porque era mejor salvar un alma que adornar un altar.
En 1237 estaba Ramón en Argel; estaba cautivo, sufriendo los malos tratamientos de los cómitres y sirviendo en todos los trabajos de la esclavitud. Su compasión por los pobres presos le había llevado hasta la locura de entregarse por ellos. Al recorrer los baños, al entrar en las mazmorras, se le había oprimido el corazón viendo los rostros escuálidos, las miradas febriles, las espaldas llagadas de aquellos infelices. Unos estaban a punto de morir de hambre, otros corrían peligro de apostatar, y todos dirigían hacia él sus ojos suplicantes, abrasados en el deseo de ver pronto su patria. Más no había dinero para tantos: era preciso escoger a los más necesitados y dejar á los demás en aquel infierno. Y Ramón Nonato vio el gesto de desesperación de los que debían quedarse, sus llantos, sus ruegos, sus gritos angustiosos. Y entonces tuvo una inspiración heroica: «Saldréis—les dijo—, pero me quedaré yo; mis hermanos recogerán el precio de vuestro rescate, y yo saldré fiador de vuestra libertad.»
Desde aquel día Ramón quedó preso en Argel. Dormía en un sótano, comía pan de cebada, trabajaba en las murallas de la ciudad y compartia los sufrimientos de los demás cautivos. Cuando a uno le empalaban, a otro le ahorcaban, o le desorejaban, o le marcaban en la frente el signo de la servidumbre, él salía en defensa de sus hermanos, condenaba la crueldad de los verdugos, refutaba las doctrinas de los alfaquíes y defendía la verdad del Evangelio. Su palabra era firme, ardiente y acerada como un cuchillo. Hubo numerosas conversiones, pero más de una vez el animoso fraile se vio rodeado de una multitud rabiosa, que le hería y le pisoteaba y le arrojaba inmundicias y toda suerte de proyectiles. Por la noche tenían que volverle a la prisión malherido, exánime, despedazado y cubierto de sangre. Allí le ataban a un mármol, le cargaban de cadenas y le abandonaban a todos los terrores de la fiebre y de la oscuridad. Una tarde, dos hombres entraron en la prisión, le horadaron los labios con un hierro candente y por los agujeros le introdujeron un candado, y así cerraron la boca del intrépido predicador de Cristo.
Pasó casi un año. El martirio iba embelleciendo el alma del cautivo, los sufrimientos empezaban a destruir su cuerpo, cuando llegó a Argel el mercedario portador del rescate prometido, y Ramón Nonato, agotado por los azotes, el hambre y los trabajos forzados, fue a terminar sus días en la tierra que le había visto nacer. «Su nombre resonó por todo el mundo; tanto, que el Pontifice le dio el capelo de cardenal; y el santo lo dejó caer sobre la cabeza de un pordiosero que le pidió limosna. Llamado a Roma, quiso despedirse del vizconde de Cardona. Allí sintió el mal de la muerte, y como tardase en venir el Señor Sacramentado, unos ángeles se lo trajeron del Cielo. Cargado sobre un mulo, su cuerpo fue llevado a la ermita de San Nicolás. Allí hacen las gentes grandes plegarias y encienden muchas luces. Las parideras encuentran remedio en sus dolores, y cura todos los males. Él nos ayude y nos lleve al Cielo.»
Entre aquellos evangélicos redentores, entre aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad, al lado mismo del fundador, surge, humilde y fuerte a la vez, la figura de San Ramón Nonato. Desearíamos verla con más claridad, desearíamos penetrar más íntimamente en el alma generosa de este varón de misericordia; pero, poco afortunado con los alfaquíes, Ramón Nonato lo fue menos con los biógrafos. No nos dijeron si era rubio o moreno, alto o bajo, grave o sonriente, melancólilo o comunicativo. Su fisonomía física y espiritual aparece en plena penumbra, y es inútil que nos empeñemos en iluminarla, como hicieron sus biógrafos del siglo XVI, con sucesos milagrosos más o menos auténticos.
Su nombre hace alusión a las circunstancias peregrinas de su nacimiento. Nonato quiere decir no nacido. No nació, porque le sacaron violentamente del seno de su madre muerta. La daga de un cazador fue el instrumento de que Dios se sirvió para salvar la vida de la criatura. Fue esto en Portell, un lugarejo de la provincia de Lérida. De niño. Ramón guió un hato de ovejas entre robles y encinas, entre matorrales de zarzas y cascajas. La Segarra árida y montañosa fue el teatro de su vida de pastoreo. Llegó a conocer todas las fuentes y arroyuelos, sus bosques y sus hondonadas; y, en especial, sus ermitas, pues es fama que cuando entraba en alguna de ellas se olvidaba luego de salir, y la noche le sorprendía hablando unas veces con San Nicolás, otras con San Bartolomé, otras con Nuestra Señora. Entre tanto, el rebaño caminaba hacia el aprisco, y un pastor de oro y de fuego, con cayada fosforescente—un ángel—, le libraba del lobo y del ladrón.
Un día, Ramón oyó hablar de Pedro Nolasco, el rico provenzal, que buscaba corazones generosos para formar su Orden de los Caballeros de la Merced. Después le vio en Barcelona, le oyó hablar y quedó prendido en su misma llama. «Su caridad era incandescente—dice una vieja nota biográfica—. Amaba las letras y aprovechaba mucho en ellas; caminaba de concejo en concejo y predicaba. Todos los caballeros le amaban, todos los pobres seguían sus pisadas; era el consejo y el conhorte de todos.» Una y otra vez entró Nonato por tierra de moros en busca de cautivos cristianos. Rescató en Valencia, en las ciudades andaluzas v en las costas africanas; disputó con los rabinos en las sinagogas, predicó en los zocos bulliciosos y enemigos, regateó con los príncipes y sus consejeros. Dar oro por almas era su mayor felicidad; pero el oro no abundaba siempre, y a veces fue necesario fundir la plata de los cálices y las cruces, porque era mejor salvar un alma que adornar un altar.
En 1237 estaba Ramón en Argel; estaba cautivo, sufriendo los malos tratamientos de los cómitres y sirviendo en todos los trabajos de la esclavitud. Su compasión por los pobres presos le había llevado hasta la locura de entregarse por ellos. Al recorrer los baños, al entrar en las mazmorras, se le había oprimido el corazón viendo los rostros escuálidos, las miradas febriles, las espaldas llagadas de aquellos infelices. Unos estaban a punto de morir de hambre, otros corrían peligro de apostatar, y todos dirigían hacia él sus ojos suplicantes, abrasados en el deseo de ver pronto su patria. Más no había dinero para tantos: era preciso escoger a los más necesitados y dejar á los demás en aquel infierno. Y Ramón Nonato vio el gesto de desesperación de los que debían quedarse, sus llantos, sus ruegos, sus gritos angustiosos. Y entonces tuvo una inspiración heroica: «Saldréis—les dijo—, pero me quedaré yo; mis hermanos recogerán el precio de vuestro rescate, y yo saldré fiador de vuestra libertad.»
Desde aquel día Ramón quedó preso en Argel. Dormía en un sótano, comía pan de cebada, trabajaba en las murallas de la ciudad y compartia los sufrimientos de los demás cautivos. Cuando a uno le empalaban, a otro le ahorcaban, o le desorejaban, o le marcaban en la frente el signo de la servidumbre, él salía en defensa de sus hermanos, condenaba la crueldad de los verdugos, refutaba las doctrinas de los alfaquíes y defendía la verdad del Evangelio. Su palabra era firme, ardiente y acerada como un cuchillo. Hubo numerosas conversiones, pero más de una vez el animoso fraile se vio rodeado de una multitud rabiosa, que le hería y le pisoteaba y le arrojaba inmundicias y toda suerte de proyectiles. Por la noche tenían que volverle a la prisión malherido, exánime, despedazado y cubierto de sangre. Allí le ataban a un mármol, le cargaban de cadenas y le abandonaban a todos los terrores de la fiebre y de la oscuridad. Una tarde, dos hombres entraron en la prisión, le horadaron los labios con un hierro candente y por los agujeros le introdujeron un candado, y así cerraron la boca del intrépido predicador de Cristo.
Pasó casi un año. El martirio iba embelleciendo el alma del cautivo, los sufrimientos empezaban a destruir su cuerpo, cuando llegó a Argel el mercedario portador del rescate prometido, y Ramón Nonato, agotado por los azotes, el hambre y los trabajos forzados, fue a terminar sus días en la tierra que le había visto nacer. «Su nombre resonó por todo el mundo; tanto, que el Pontifice le dio el capelo de cardenal; y el santo lo dejó caer sobre la cabeza de un pordiosero que le pidió limosna. Llamado a Roma, quiso despedirse del vizconde de Cardona. Allí sintió el mal de la muerte, y como tardase en venir el Señor Sacramentado, unos ángeles se lo trajeron del Cielo. Cargado sobre un mulo, su cuerpo fue llevado a la ermita de San Nicolás. Allí hacen las gentes grandes plegarias y encienden muchas luces. Las parideras encuentran remedio en sus dolores, y cura todos los males. Él nos ayude y nos lleve al Cielo.»
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