Compatriota de San Bernardo, ella misma nos cuenta sus orígenes con estas palabras: «Me llamo Juana Francisca Frémyot, natural de Dijón, capital del ducado de Borgoña. Soy hija del señor Frémyot, presidente del Parlamento de Dijon, y de la señora Margarita de Barbisey.» San Bernardo había nacido a dos kilómetros de Dijón; ella, dentro de la ciudad. Casada a los veinte años con el barón de Chantal, último descendiente por línea materna de la familia de San Bernardo, recibió desde entonces el nombre de baronesa de Chantal. Era una joven de alta talla, de noble y majestuoso porte, de gran belleza natural, pero sin artificios, sin coqueterías; de un temperamento jovial, pronto y abierto. Fue piadosa desde su infancia, pero sin que nada presagiase la grandeza de su futura santidad. Amaba perdidamente a su marido y era correspondida con el mismo amor. «Desde que no veía al señor de Chantal—dice ella—, empezaba a sentir en mi corazón grandes atractivos de pertenecer a Dios enteramente; pero todos estos pensamientos y oraciones los concentraba en una sola cosa: en la conversación y en el retorno del señor de Chantal.» Cuando el barón estaba de vuelta, volvía ella también a su vida ordinaria de fiestas; de cazas, de visitas y de toda suerte de distracciones.
La vida de los dos esposos fue un idilio de diez años que terminó con una tragedia. Un día de 1601, el barón fue herido involuntariamente por uno de sus mejores amigos en una cacería. Juana corrió hacia él, temblorosa, y fue recibida con estas palabras, dignas de un gran cristiano: «Amiga mía, la sentencia del Cielo es justa; hay que amarla y morir.» «No, no—replicó ella—, es preciso curar.» Y añadía:
«Señor, tomad todo lo que tengo en el mundo, pero dejadme mi esposo.» A los ocho días el barón expiraba, dejando a Juana Francisca el cuidado de sus cuatro hijos. Ella le lloró «con diluvios de lágrimas incomparables». Su único consuelo era estar sola y llorar. Su castillo parecíale poco desierto; y con frecuencia se la encontraba deshecha en llanto en un bosquecillo de las cercanías. Cuando se dieron cuenta de que pasaba las noches de rodillas, rezando y llorando, empezaron a vigilarla para conseguir, por lo menos, que se acostase. «Tal fue la violencia de su dolor—dice un testigo—, que a los cuatro meses se había convertido en un esqueleto.»
Esta brusquedad, esta violencia tienen muchas veces los asaltos de Dios a las almas escogidas. La ciudad reposa en una tranquilidad perfecta, cuando repentinamente se encuentra en manos de otro dueño, que se instala en ella con toda la confianza del vencedor. Esto es lo que sucedió en el alma de la baronesa de Chantal. Al principio, el nuevo amor reina en la noche, y sólo de cuando en cuando, como cansado de sus crueldades, deja escapar su luz, deslumhrando a su presa. Dios ha ocupado el puesto del hombre, pero sin dejarse ver ni tocar. Se ven, sin embargo, los efectos de su presencia. Juana es madre: sus hijos vuelven a verla sonriente como antes; los enfermos, los pobres, la encuentran más humana que nunca; los familiares, los íntimos, se admiran de la rapidez con que ha logrado sobreponerse a sí misma y reanudar su vida cotidiana. Hay sólo un sacrificio que no puede hacer: el de oír nombrar al asesino del barón. Siete años más tarde resistirá a las insinuaciones del obispo de Ginebra, deseoso de preparar una entrevista entre ellos.
Al exterior todo parecía claridad; por dentro, la noche se hacía cada vez más cerrada. Al dolor más profundo se juntaban las luces de la tentación. La joven viuda cortó las solicitaciones del mundo haciendo voto de castidad; pero en lo que se refiere a la fe, los asaltos eran cada día más terribles. Siente la necesidad de un guía que la saque de la oscuridad, y un presentimiento sobrenatural le dice que ese guía no tardará en llegar. Avida de dirección, pero ignorante de las cosas divinas, acepta el yugo de un fraile petulante y tiránico, que la ata con cuatro promesas: primera, que le ha de obedecer; segunda, que no le ha de cambiar jamás; tercera, que ha de guardar fielmente el secreto de cuanto la diga; cuarta, que no ha de tratar de su interior con ningún otro. La ingenua candidez de la baronesa lo prometió todo, y durante dos años quedó presa en aquellas redes importunas, que la llenaron de escrúpulos, la cargaron de devociones indiscretas y la atormentaron con toda suerte de maceraciones. Aunque comprendiendo que no era aquél el camino, ella seguía los menores consejos del pastor con docilidad de mansa cordera.
Entre tanto, el verdadero director se acercaba. En la Cuaresma de 1604, Juana Francisca, sabiendo que Francisco de Sales predicaba en Dijon, vino a la ciudad para oír sus sermones. Entonces fue cuando empezaron a conocerse: él, con su lentitud sinuosa y prudente; ella, sin titubeos. «Desde que tuve la dicha de conocerle—dirá más tarde—, le llamé santo desde el fondo de mi corazón.» Mientras duró la Cuaresma, vióse a la baronesa sentada frente al predicador para verle, para oírle más a gusto. El santo empezó pronto a fijarse en aquella viuda que le escuchaba con tanta atención. Quiso saber quién era, y tuvo la suerte de dirigirse al obispo de Bourges, hermano de la baronesa: «Decidme—preguntó—, ¿quién es esa señora joven, de tez morena clara, que viste de viuda y se coloca en la iglesia frente a la cátedra del predicador?» Después Juana y Francisco se vieron repetidas veces en la casa del presidente Frémyot, que gusaba de ver en su mesa al obispo de Ginebra. Juana tenía buen cuidado de no faltar a esas reuniones. «Seguíale a todas partes, siempre que podía.»
En su conversación, San Francisco de Sales, que nunca termina cuando escribe, era reservado y parco en palabras, amigo más de observar que de hablar. Ahora observaba a la señora de Chantal, y la joven viuda «claire-bruna» se le presentaba como un enigma. Seria y jovial, concentrada y fácil, timida y ardiente, sencilla y elegante, nada parecía indicar en ella la actividad de su vida interior. Por lo demás, sus labios, obedeciendo la consigna del celoso director, estaban cerrados a toda confidencia. «A nadie comunicaba cosa alguna particular—dice ella—, sino con gran temor, aunque la santa bondad del bienaventurado me invitase a hacerlo, y yo me muriese por las ganas de hablar.» El santo obispo se esforzaba por echar la sonda. Una vez llegó a preguntarla si tenía intención de casarse, a lo cual ella respondió negativamente. «Entonces—replicó él—sería bueno arriar la bandera.» Ella comprendió, y al día siguiente arrinconó todas sus galas y apareció en público con un vestido de una sencillez extremada, cuyo único adorno eran unos pequeños encajes de seda. El obispo quedó encantado de aquella docilidad, mas no del todo satisfecho. «Señora—le dijo—, ¿estaríais acaso menos bien si esos encajes no figurasen ahí?» Ella se levantó inmediatamente y arrancó aquellos adornos con su propia mano.
Un Miércoles Santo, Juana se decide a descubrirse timidamente al santo prelado, y sale tan confortada de la entrevista, que le parece haber hablado con un ángel. Buenos teólogos han intervenido para asegurarla que las promesas hechas al antiguo director no le obligan. Sin embargo, Francisco no se apresura a recibir aquella alma que se entrega a su dirección y que lleva en la frente y en los ojos el sello del heroísmo. Diríase que tiene miedo ante la riqueza de sus dones naturales y los efectos maravillosos que la gracia empieza a producir en ella. Siguen largos meses de incertidumbre en él y de crisis en ella; hasta que un día de agosto de 1604 se encuentran en Annecy, a medio camino entre Borgoña y Saboya. Con el obispo están su madre, su hermana y sus amigos. La baronesa trae también su séquito. Hechas las presentaciones, el obispo pasó diestramente el cortejo a su madre, y tomando aparte a su querida hija espiritual, hizo que le contase todo lo que había pasado en ella; y ella lo ejecutó con tal claridad, simplicidad y candor, que no olvidó el menor detalle. El santo prelado escuchó muy atentamente, y sin decirle una sola palabra, se separaron. Al día siguiente, muy de mañana, fue en su busca. Estaba muy cansado y abatido. «Sentémenos—le dijo—; estoy fatigado, y pensando toda la noche en vuestro asunto, no he dormido un solo instante. Está claro que la voluntad de Dios es que me encargue de vuestra dirección espiritual y que sigáis mis consejos.» Después de esto, el santo hombre permaneció un poco en silencio, y levantando los ojos al Cielo, continuó: «Señora, ¿os lo diré? Debo decirlo, puesto que es la voluntad de Dios. Todas esas promesas anteriores no valen más que para destruir la paz de una conciencia. No os extrañéis de que haya tardado tanto en resolverme: quería conocer bien la voluntad de Dios, a fin de que no hubiese en este negocio más que la intervención de su mano.» «Aquella misma mañana—dice el relato hagiográfico—la santa hizo su confesión general con nuestro bienaventurado Padre.»
Una palabra resume el método que siguió San Francisco de Sales en la dirección de Santa Chantal: es la palabra libertad. «Pesábame—dice ella—de que no me mandaba bastante. Pero al mismo tiempo sentia que acababa de salir de una cautividad interior.» Atento a la acción de Dios en las almas, no quería entorpecer esa acción con la suya. Es prudente, además, porque no está bien seguro del terreno que pisa. Es el momento en que las monjas de Santa Teresa, presididas por Ana de Jesús, acaban de establecerse en Dijon. Lejos de entorpecer las relaciones de su dirigida con las religiosas españolas, Francisco las favorece, y goza viéndola envuelta en aquella brisa mística que viene de Avila. Y fue aquel un trato fecundo para la vida espiritual de la baronesa. De campestre que era, según su propia expresión, la hicieron ciudadana de la mística Jerusalén, la alentaron en el ascenso de los primeros grados de la oración ordinaria. En una palabra, entró novicia en la escuela de Santa Teresa y salió profesa. Estaba en disposición de empezar, su obra.
En la primavera de 1607, la baronesa volvía de nuevo a Annecy para conocer de una manera definitiva lo que su director pensaba hacer respecto a ella. «Fui en busca del venerable prelado—nos dice ella misma—con la mayor indiferencia que pude.» Francisco escucha, observa y calla. Durante una semana entera examina la voluntad de Dios en un silencio solemne y dramático. «Pero el día siguiente a la fiesta de Pentecostés—dice una discípula de la santa—, habiéndola llamado aparte después de la misa, con un semblante grave y serio, y de una manera que indicaba al hombre absorto en Dios, le dijo: «Bueno, hija mía, ya he resuelto lo que voy a hacer de ti.» «Y yo, Padre mío y señor mío, estoy resuelta a obedecer.» Así respondió ella, poniéndose de rodillas. El bienaventurado permaneció en pie a dos pasos de ella, y después de una pausa, continuó: «Muy bien; es preciso que entres en Santa Clara.» «Dispuesta estoy, Padre mío», contestó ella. «No—replicó el obispo—, no eres bastante fuerte; tendrás que ser Hermana del hospital de Beaune.» «Como os guste.» «No, no es eso lo que quiero—agregó él—; debes ser carmelita.» «Ahora mismo, monseñor», repuso ella. Aún la propuso otros varios proyectos con el fin de probarla, y vio que era una cera derretida por el calor divino y dispuesta a recibir cualquier forma de vida religiosa. Expúsole al fin su idea que tenía de fundar una nueva Congregación: el instituto de la Visitación de Santa María.
A principios de 1610 todo estaba preparado en Annecy para recibir a las primeras visitandinas. La señora de Chantal abandonó su casa el día de San José. La despedida dio lugar a una escena emocionante. Todos lloraban, y ella misma, a pesar de la violencia que se hacía, estaba deshecha en llanto.
El mayor de sus hijos, Celso Benigno de Rabutin Chantal, el que será un día padre de la marquesa de Sevigné, se colgó a su cuello esforzándose por retenerla con sus caricias. Ella le cubría de besos y respondía a todas sus razones con un valor admirable. Al fin, arrancóse violentamente de los brazos de su hijo, y se dispuso a marchar. Entonces Celso Benigno, desesperado por no poder detener a su madre, se tendió en el umbral, y dijo estas palabras: «Madre, pasa si quieres; si te atreves a pasar sobre el cuerpo de tu hijo.» Dudó ella un momento y se detuvo con el corazón oprimido; pero, cobrando luego nuevas fuerzas, y sonriendo a través de las lágrimas, echó a andar, ganó la calle de un salto y subió a su carroza. Durante un rato caminó en silencio y con los ojos arrasados en lágrimas; después se tranquilizó súbitamente y entonó el cántico de la liberación. Su agonía había terminado.
Entre Chambery y Ginebra, una de las colinas que descienden gradualmente de las cumbres del San Bernardo y del Mont-Blanc, mirándose en un lago que duerme a sus pies, se alza la pequeña ciudad de Annecy. Allí es donde San Francisco había preparado el primer convento de su instituto, en medio de huertos y arboledas, de fuentes cristalinas y plátanos seculares. Sonriente como aquel paisaje se presentaba también al mundo el instituto de la Visitación, concebido por el fundador con el mismo espíritu que la Introducción a la vida devota, como el pórtico de la perfección cristiana. Todas las reglas decían lo mismo: es un error querer desterrar la vida perfecta de la compañía de los cuerpos débiles. El que se siente incapaz de soportar los rigores del Carmen, no debe afligirse por eso. Ni los oficios de la noche, ni los ayunos, ni las disciplinas son indispensables para llegar a la más alta santidad. La Visitación va a ser el Carmen de los frágiles, de los enfermos. «Esta Congregación—escribe Francisco—ha sido erigida de suerte que ninguna aspereza pueda apartar a los débiles de entrar en ella para vacar a la perfección del amor divino.» Esta frase refleja con toda precisión el programa del nuevo instituto, y hay que reconocer que las primeras salesas le cumplieron de una manera admirable, llegando a convertirse en maestras del amor divino para el mismo fundador. En aquellos días gloriosos, la Visitación fue para él un campo de experiencias místicas, donde recogía las semillas fecundas que luego habían de germinar en el Tratado del amor divino.
Modelo de las demás en las vías de la oración, la Madre Chantal era también la primera en los deberes de la observancia. «Nuestro bienaventurado Padre—dice una de las primeras salesas—había deseado, para más humildad, que las Hermanas hiciesen la cocina y los oficios domésticos una tras otra. Nuestra bienaventurada Madre, si no estaba enferma, jamás se dispensaba de servir y cocinar la semana que le tocaba. Como la casa tenía un gran jardín, y con frecuencia había necesidad de leche para los niños de los pobres, nuestra digna Madre encontraba gran suavidad en estos ejercicios bajos y domésticos. Es verdad que su principal cuidado era fundar bien a sus hijas en la vida interior y del espíritu; y por la gracia divina, muchas tuvieron en poco tiempo oraciones de quietud, de sueño amoroso, de unión altisima; otras, luces extraordinarias de los misterios divinos en que estaban santamente absortas; y algunas, frecuentes arrobamientos y santas salidas fuera de sí mismas para ser transportadas a Dios, donde recibían grandes dones y gracias de su divina liberalidad.
La mujer sumisa y confiada, que parecía incapaz de dar un paso sin el gobierno de otro, se había convertido en una maestra insigne; la discípula timida y obediente se había revelado como un carácter maravillosamente dotado para el gobierno. De repente, se la ve caminar de ciudad en ciudad, organizar comunidades en todas las provincias de Francia, atender a todos los detalles de la administración, dirigir treinta, setenta y hasta ochenta casas al fin de su vida, y mantener una correspondencia europea. Sin la vivacidad, sin la elocuencia de Santa Teresa, tenía, sin embargo, su profundo sentido práctico. Hablaba poco y con sequedad. «Preguntadme—decía a sus hijas—; no soy predicadora; sólo sé hablar cuando me preguntan.» Escribía menos. Sus cartas son breves, y dirigidas siempre a la acción. Por el desdén de la forma, recuerdan las de San Vicente de Paúl; por el pensamiento, por la pasión, por la luminosidad, son el reflejo de un espíritu elevado, firme, ardiente y un poco autoritario. Juana Francisca había nacido para mandar. Su porte de reina, su mirada, su gesto, su voz, eran de un jefe. Con menos virtud, aquí hubiera estado su escollo: hubiera llegado a ser altiva, imperiosa, inclinada a la severidad y terrible ante la resistencia. Felizmente, la gracia de Dios, la dulzura comunicativa de San Francisco de Sales y la santidad corrigieron este defecto, desarrollando en su alma una humildad y una dulzura que, por no ser naturales, nos admiran más todavía.
La vida de los dos esposos fue un idilio de diez años que terminó con una tragedia. Un día de 1601, el barón fue herido involuntariamente por uno de sus mejores amigos en una cacería. Juana corrió hacia él, temblorosa, y fue recibida con estas palabras, dignas de un gran cristiano: «Amiga mía, la sentencia del Cielo es justa; hay que amarla y morir.» «No, no—replicó ella—, es preciso curar.» Y añadía:
«Señor, tomad todo lo que tengo en el mundo, pero dejadme mi esposo.» A los ocho días el barón expiraba, dejando a Juana Francisca el cuidado de sus cuatro hijos. Ella le lloró «con diluvios de lágrimas incomparables». Su único consuelo era estar sola y llorar. Su castillo parecíale poco desierto; y con frecuencia se la encontraba deshecha en llanto en un bosquecillo de las cercanías. Cuando se dieron cuenta de que pasaba las noches de rodillas, rezando y llorando, empezaron a vigilarla para conseguir, por lo menos, que se acostase. «Tal fue la violencia de su dolor—dice un testigo—, que a los cuatro meses se había convertido en un esqueleto.»
Esta brusquedad, esta violencia tienen muchas veces los asaltos de Dios a las almas escogidas. La ciudad reposa en una tranquilidad perfecta, cuando repentinamente se encuentra en manos de otro dueño, que se instala en ella con toda la confianza del vencedor. Esto es lo que sucedió en el alma de la baronesa de Chantal. Al principio, el nuevo amor reina en la noche, y sólo de cuando en cuando, como cansado de sus crueldades, deja escapar su luz, deslumhrando a su presa. Dios ha ocupado el puesto del hombre, pero sin dejarse ver ni tocar. Se ven, sin embargo, los efectos de su presencia. Juana es madre: sus hijos vuelven a verla sonriente como antes; los enfermos, los pobres, la encuentran más humana que nunca; los familiares, los íntimos, se admiran de la rapidez con que ha logrado sobreponerse a sí misma y reanudar su vida cotidiana. Hay sólo un sacrificio que no puede hacer: el de oír nombrar al asesino del barón. Siete años más tarde resistirá a las insinuaciones del obispo de Ginebra, deseoso de preparar una entrevista entre ellos.
Al exterior todo parecía claridad; por dentro, la noche se hacía cada vez más cerrada. Al dolor más profundo se juntaban las luces de la tentación. La joven viuda cortó las solicitaciones del mundo haciendo voto de castidad; pero en lo que se refiere a la fe, los asaltos eran cada día más terribles. Siente la necesidad de un guía que la saque de la oscuridad, y un presentimiento sobrenatural le dice que ese guía no tardará en llegar. Avida de dirección, pero ignorante de las cosas divinas, acepta el yugo de un fraile petulante y tiránico, que la ata con cuatro promesas: primera, que le ha de obedecer; segunda, que no le ha de cambiar jamás; tercera, que ha de guardar fielmente el secreto de cuanto la diga; cuarta, que no ha de tratar de su interior con ningún otro. La ingenua candidez de la baronesa lo prometió todo, y durante dos años quedó presa en aquellas redes importunas, que la llenaron de escrúpulos, la cargaron de devociones indiscretas y la atormentaron con toda suerte de maceraciones. Aunque comprendiendo que no era aquél el camino, ella seguía los menores consejos del pastor con docilidad de mansa cordera.
Entre tanto, el verdadero director se acercaba. En la Cuaresma de 1604, Juana Francisca, sabiendo que Francisco de Sales predicaba en Dijon, vino a la ciudad para oír sus sermones. Entonces fue cuando empezaron a conocerse: él, con su lentitud sinuosa y prudente; ella, sin titubeos. «Desde que tuve la dicha de conocerle—dirá más tarde—, le llamé santo desde el fondo de mi corazón.» Mientras duró la Cuaresma, vióse a la baronesa sentada frente al predicador para verle, para oírle más a gusto. El santo empezó pronto a fijarse en aquella viuda que le escuchaba con tanta atención. Quiso saber quién era, y tuvo la suerte de dirigirse al obispo de Bourges, hermano de la baronesa: «Decidme—preguntó—, ¿quién es esa señora joven, de tez morena clara, que viste de viuda y se coloca en la iglesia frente a la cátedra del predicador?» Después Juana y Francisco se vieron repetidas veces en la casa del presidente Frémyot, que gusaba de ver en su mesa al obispo de Ginebra. Juana tenía buen cuidado de no faltar a esas reuniones. «Seguíale a todas partes, siempre que podía.»
En su conversación, San Francisco de Sales, que nunca termina cuando escribe, era reservado y parco en palabras, amigo más de observar que de hablar. Ahora observaba a la señora de Chantal, y la joven viuda «claire-bruna» se le presentaba como un enigma. Seria y jovial, concentrada y fácil, timida y ardiente, sencilla y elegante, nada parecía indicar en ella la actividad de su vida interior. Por lo demás, sus labios, obedeciendo la consigna del celoso director, estaban cerrados a toda confidencia. «A nadie comunicaba cosa alguna particular—dice ella—, sino con gran temor, aunque la santa bondad del bienaventurado me invitase a hacerlo, y yo me muriese por las ganas de hablar.» El santo obispo se esforzaba por echar la sonda. Una vez llegó a preguntarla si tenía intención de casarse, a lo cual ella respondió negativamente. «Entonces—replicó él—sería bueno arriar la bandera.» Ella comprendió, y al día siguiente arrinconó todas sus galas y apareció en público con un vestido de una sencillez extremada, cuyo único adorno eran unos pequeños encajes de seda. El obispo quedó encantado de aquella docilidad, mas no del todo satisfecho. «Señora—le dijo—, ¿estaríais acaso menos bien si esos encajes no figurasen ahí?» Ella se levantó inmediatamente y arrancó aquellos adornos con su propia mano.
Un Miércoles Santo, Juana se decide a descubrirse timidamente al santo prelado, y sale tan confortada de la entrevista, que le parece haber hablado con un ángel. Buenos teólogos han intervenido para asegurarla que las promesas hechas al antiguo director no le obligan. Sin embargo, Francisco no se apresura a recibir aquella alma que se entrega a su dirección y que lleva en la frente y en los ojos el sello del heroísmo. Diríase que tiene miedo ante la riqueza de sus dones naturales y los efectos maravillosos que la gracia empieza a producir en ella. Siguen largos meses de incertidumbre en él y de crisis en ella; hasta que un día de agosto de 1604 se encuentran en Annecy, a medio camino entre Borgoña y Saboya. Con el obispo están su madre, su hermana y sus amigos. La baronesa trae también su séquito. Hechas las presentaciones, el obispo pasó diestramente el cortejo a su madre, y tomando aparte a su querida hija espiritual, hizo que le contase todo lo que había pasado en ella; y ella lo ejecutó con tal claridad, simplicidad y candor, que no olvidó el menor detalle. El santo prelado escuchó muy atentamente, y sin decirle una sola palabra, se separaron. Al día siguiente, muy de mañana, fue en su busca. Estaba muy cansado y abatido. «Sentémenos—le dijo—; estoy fatigado, y pensando toda la noche en vuestro asunto, no he dormido un solo instante. Está claro que la voluntad de Dios es que me encargue de vuestra dirección espiritual y que sigáis mis consejos.» Después de esto, el santo hombre permaneció un poco en silencio, y levantando los ojos al Cielo, continuó: «Señora, ¿os lo diré? Debo decirlo, puesto que es la voluntad de Dios. Todas esas promesas anteriores no valen más que para destruir la paz de una conciencia. No os extrañéis de que haya tardado tanto en resolverme: quería conocer bien la voluntad de Dios, a fin de que no hubiese en este negocio más que la intervención de su mano.» «Aquella misma mañana—dice el relato hagiográfico—la santa hizo su confesión general con nuestro bienaventurado Padre.»
Una palabra resume el método que siguió San Francisco de Sales en la dirección de Santa Chantal: es la palabra libertad. «Pesábame—dice ella—de que no me mandaba bastante. Pero al mismo tiempo sentia que acababa de salir de una cautividad interior.» Atento a la acción de Dios en las almas, no quería entorpecer esa acción con la suya. Es prudente, además, porque no está bien seguro del terreno que pisa. Es el momento en que las monjas de Santa Teresa, presididas por Ana de Jesús, acaban de establecerse en Dijon. Lejos de entorpecer las relaciones de su dirigida con las religiosas españolas, Francisco las favorece, y goza viéndola envuelta en aquella brisa mística que viene de Avila. Y fue aquel un trato fecundo para la vida espiritual de la baronesa. De campestre que era, según su propia expresión, la hicieron ciudadana de la mística Jerusalén, la alentaron en el ascenso de los primeros grados de la oración ordinaria. En una palabra, entró novicia en la escuela de Santa Teresa y salió profesa. Estaba en disposición de empezar, su obra.
En la primavera de 1607, la baronesa volvía de nuevo a Annecy para conocer de una manera definitiva lo que su director pensaba hacer respecto a ella. «Fui en busca del venerable prelado—nos dice ella misma—con la mayor indiferencia que pude.» Francisco escucha, observa y calla. Durante una semana entera examina la voluntad de Dios en un silencio solemne y dramático. «Pero el día siguiente a la fiesta de Pentecostés—dice una discípula de la santa—, habiéndola llamado aparte después de la misa, con un semblante grave y serio, y de una manera que indicaba al hombre absorto en Dios, le dijo: «Bueno, hija mía, ya he resuelto lo que voy a hacer de ti.» «Y yo, Padre mío y señor mío, estoy resuelta a obedecer.» Así respondió ella, poniéndose de rodillas. El bienaventurado permaneció en pie a dos pasos de ella, y después de una pausa, continuó: «Muy bien; es preciso que entres en Santa Clara.» «Dispuesta estoy, Padre mío», contestó ella. «No—replicó el obispo—, no eres bastante fuerte; tendrás que ser Hermana del hospital de Beaune.» «Como os guste.» «No, no es eso lo que quiero—agregó él—; debes ser carmelita.» «Ahora mismo, monseñor», repuso ella. Aún la propuso otros varios proyectos con el fin de probarla, y vio que era una cera derretida por el calor divino y dispuesta a recibir cualquier forma de vida religiosa. Expúsole al fin su idea que tenía de fundar una nueva Congregación: el instituto de la Visitación de Santa María.
A principios de 1610 todo estaba preparado en Annecy para recibir a las primeras visitandinas. La señora de Chantal abandonó su casa el día de San José. La despedida dio lugar a una escena emocionante. Todos lloraban, y ella misma, a pesar de la violencia que se hacía, estaba deshecha en llanto.
El mayor de sus hijos, Celso Benigno de Rabutin Chantal, el que será un día padre de la marquesa de Sevigné, se colgó a su cuello esforzándose por retenerla con sus caricias. Ella le cubría de besos y respondía a todas sus razones con un valor admirable. Al fin, arrancóse violentamente de los brazos de su hijo, y se dispuso a marchar. Entonces Celso Benigno, desesperado por no poder detener a su madre, se tendió en el umbral, y dijo estas palabras: «Madre, pasa si quieres; si te atreves a pasar sobre el cuerpo de tu hijo.» Dudó ella un momento y se detuvo con el corazón oprimido; pero, cobrando luego nuevas fuerzas, y sonriendo a través de las lágrimas, echó a andar, ganó la calle de un salto y subió a su carroza. Durante un rato caminó en silencio y con los ojos arrasados en lágrimas; después se tranquilizó súbitamente y entonó el cántico de la liberación. Su agonía había terminado.
Entre Chambery y Ginebra, una de las colinas que descienden gradualmente de las cumbres del San Bernardo y del Mont-Blanc, mirándose en un lago que duerme a sus pies, se alza la pequeña ciudad de Annecy. Allí es donde San Francisco había preparado el primer convento de su instituto, en medio de huertos y arboledas, de fuentes cristalinas y plátanos seculares. Sonriente como aquel paisaje se presentaba también al mundo el instituto de la Visitación, concebido por el fundador con el mismo espíritu que la Introducción a la vida devota, como el pórtico de la perfección cristiana. Todas las reglas decían lo mismo: es un error querer desterrar la vida perfecta de la compañía de los cuerpos débiles. El que se siente incapaz de soportar los rigores del Carmen, no debe afligirse por eso. Ni los oficios de la noche, ni los ayunos, ni las disciplinas son indispensables para llegar a la más alta santidad. La Visitación va a ser el Carmen de los frágiles, de los enfermos. «Esta Congregación—escribe Francisco—ha sido erigida de suerte que ninguna aspereza pueda apartar a los débiles de entrar en ella para vacar a la perfección del amor divino.» Esta frase refleja con toda precisión el programa del nuevo instituto, y hay que reconocer que las primeras salesas le cumplieron de una manera admirable, llegando a convertirse en maestras del amor divino para el mismo fundador. En aquellos días gloriosos, la Visitación fue para él un campo de experiencias místicas, donde recogía las semillas fecundas que luego habían de germinar en el Tratado del amor divino.
Modelo de las demás en las vías de la oración, la Madre Chantal era también la primera en los deberes de la observancia. «Nuestro bienaventurado Padre—dice una de las primeras salesas—había deseado, para más humildad, que las Hermanas hiciesen la cocina y los oficios domésticos una tras otra. Nuestra bienaventurada Madre, si no estaba enferma, jamás se dispensaba de servir y cocinar la semana que le tocaba. Como la casa tenía un gran jardín, y con frecuencia había necesidad de leche para los niños de los pobres, nuestra digna Madre encontraba gran suavidad en estos ejercicios bajos y domésticos. Es verdad que su principal cuidado era fundar bien a sus hijas en la vida interior y del espíritu; y por la gracia divina, muchas tuvieron en poco tiempo oraciones de quietud, de sueño amoroso, de unión altisima; otras, luces extraordinarias de los misterios divinos en que estaban santamente absortas; y algunas, frecuentes arrobamientos y santas salidas fuera de sí mismas para ser transportadas a Dios, donde recibían grandes dones y gracias de su divina liberalidad.
La mujer sumisa y confiada, que parecía incapaz de dar un paso sin el gobierno de otro, se había convertido en una maestra insigne; la discípula timida y obediente se había revelado como un carácter maravillosamente dotado para el gobierno. De repente, se la ve caminar de ciudad en ciudad, organizar comunidades en todas las provincias de Francia, atender a todos los detalles de la administración, dirigir treinta, setenta y hasta ochenta casas al fin de su vida, y mantener una correspondencia europea. Sin la vivacidad, sin la elocuencia de Santa Teresa, tenía, sin embargo, su profundo sentido práctico. Hablaba poco y con sequedad. «Preguntadme—decía a sus hijas—; no soy predicadora; sólo sé hablar cuando me preguntan.» Escribía menos. Sus cartas son breves, y dirigidas siempre a la acción. Por el desdén de la forma, recuerdan las de San Vicente de Paúl; por el pensamiento, por la pasión, por la luminosidad, son el reflejo de un espíritu elevado, firme, ardiente y un poco autoritario. Juana Francisca había nacido para mandar. Su porte de reina, su mirada, su gesto, su voz, eran de un jefe. Con menos virtud, aquí hubiera estado su escollo: hubiera llegado a ser altiva, imperiosa, inclinada a la severidad y terrible ante la resistencia. Felizmente, la gracia de Dios, la dulzura comunicativa de San Francisco de Sales y la santidad corrigieron este defecto, desarrollando en su alma una humildad y una dulzura que, por no ser naturales, nos admiran más todavía.
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