Dios—dice Joinville, su amigo y su biógrafo—le guardó desde su infancia por las instrucciones de su madre, que le enseñó a creer y amar a Dios. Aunque era muy niño, le hacía oír y decir todas las Horas y escuchar los sermones en las fiestas. Más tarde recordaba que su madre le había dicho algunas veces: «Más quisiera verte muerto que cometiendo un pecado mortal.» Aquella madre admirable era Blanca de Castilla. Luis encontró en ella la maestra más experimentada en la virtud y en el gobierno. Regente de Francia a la muerte de su marido, Luis VIII, cuando su hijo tenía sólo nueve años, dio pruebas de una energía indomable. Se la vio mandando los ejércitos con toda la bravura de los grandes capitanes y gobernando el reino con todas las virtudes de un hombre de Estado. Mujer activa y enérgica, reina severa y justa, todo quería hacerlo por sus manos, y nada le parecía difícil cuando se trataba de mantener la majestad de la corona de su hijo.
El hijo fue digno de tal madre. «Obedecíale en todas las cosas», escribe el viejo cronista medieval, y se esforzaba por imitar su piedad, su caridad y su amor a la justicia. Ya desde niño solía decir de los pobres a quienes daba limosna: «Ellos son mis mercenarios; combaten por mí y mantienen el reino en paz.» Luis estaba en Oriente cuando perdió a su madre. Su duelo fue tal, que durante dos días nadie le dijo una palabra. «Cuando después de este tiempo entré en su cámara—dice Joinville—, le hallé solo, y en cuanto me vio, extendió los brazos y me dijo: «¡Ay, senescal, he perdido a mi madre!» Sin embargo, en el momento mismo de recibir la noticia, dice otro historiador, lanzó un grito agudo, rompió a llorar, y cayendo de rodillas, exclamó entre sollozos: «Señor, yo os doy gracias de que durante el tiempo que plugo a vuestra bondad me disteis a mi señora y muy querida madre; mas he aquí que ahora, según vuestro beneplácito, la habéis llevado a Vos por la muerte corporal. Es verdad, Señor, que yo la amaba más que a las otras criaturas mortales, y bien lo merecía. Mas porque lo habéis querido así, bendito sea vuestro nombre por todos los siglos. Amén.»
A los quince años, Luis era un adolescente de rostro amable, de blonda cabellera, de aspecto reflexivo y de vivo e impresionable temperamento, herencia de la rígida altivez castellana de su madre. Toda su vida luchará contra esta susceptibilidad excesiva, que sus contemporáneos observaron con esa ingenua malicia del que descubre un lunar en un alma inmaculada. «Mientras el rey fortificaba la ciudad de Cesárea—dice Joinville—fuí a verle en su tienda. Estaba hablando con el legado; pero desde que me vio, saltó de su asiento, me tomó aparte y me dijo: «Ya sé que tu compromiso conmigo termina el día de Pascua; ruégote me digas lo que tengo que darte para que te quedes un año más.» Díjele que no quería dinero, pero que quería hacer un trato con él. «Porque veo—añadí—que os irritáis siempre que se os pide alguna cosa, quiero que me prometáis que si os pido alguna cosa durante este año, no os habéis de irritar, y si me la rehusáis, yo no me irritaré tampoco.» Al oír esto, se echó a reír, y me dijo que estaba conforme; me cogió de la mano, me llevó hacia el legado y su Consejo, les contó nuestro convenio y todos se llenaron de alegría.»
Modelo de hijos, San Luis fue también un esposo ideal. El vivo, tierno y constante cariño que tuvo a su mujer, Margarita de Provenza, es uno de los rasgos característicos y más deliciosos de su vida. Es verdad que no daba a su consejo tanta importancia como al de su madre; pero aun así, le gustaba conocer su opinión en los grandes negocios. Cuando se trata de hacer las paces con el sultán de Egipto, admite las proposiciones que le ofrecen, pero con la condición de que las apruebe la reina. Y añade, ante la sorpresa de los muslimes: «La reina es mi dama, y no puedo hacer nada sin su consentimiento.» Este amor conyugal se unía en él con las más rígidas exigencias del ascetismo cristiano. Todos sus actos estaban animados por la fe y el amor de Dios. Es sabido que le gustaba llamarse Luis de Poisy, del lugar donde había recibido el bautismo. Su fe tenía un carácter íntimo y sólidamente intelectual. Joinville nos da a conocer esta anécdota famosa: «El santo rey me contó que muchos albigenses vinieron al conde Simón de Monfort rogándole que fuese a ver el cuerpo de Nuestro Señor, convertido en carne y en sangre entre las manos del sacerdote. Y él les dijo: Id a verles vosotros, que no creéis; yo creo como nos lo enseña la Santa Iglesia.» Su delicadeza de conciencia en lo que se refiere a esta virtud fundamental, se reveló con motivo del juramento que le querían exigir los emires sarracenos antes de ponerle en libertad. En él se leía una fórmula por la cual el rey de los francos, «si no cumplía las condiciones pactadas, consentía en ser tenido como un cristiano que reniega de su Dios y de su fe y que en desprecio de su ley escupe contra la cruz y la pisotea.» Aunque resuelto a ejecutar lo pactado, Luis se negó obstinadamente a firmar esta proposición, que, aunque puramente imaginaria, le llenaba de horror. Los sarracenos le amenazaron con cortarle la cabeza, pero al fin tuvieron que renunciar a su fórmula, conmovidos por la serena inflexibilidad del regio prisionero.
La fe que le inspiraba esta heroica resistencia era también el alma de toda su vida cristiana, en la cual se armonizaban maravillosamente las austeridades del monje con los deberes del príncipe y las obligaciones del caballero. Su gran devoción era la devoción de la Iglesia, la liturgia. Levantábase a medianoche, llamaba a sus clérigos y capellanes y entraba con ellos en la capilla para cantar los Maitines del día y los de Nuestra Señora. A la salida del sol se cantaba el Oficio de Prima, como en los monasterios, siempre con la asistencia del rey. Luego, una misa de difuntos o de la Virgen, seguida de las Horas menores y de la misa del día. Y cuando la necesidad le obligaba a cabalgar durante esas horas, mandaba a sus clérigos que las cantasen en alta voz por el camino. A la cena seguían las Completas; y a continuación el rey se retiraba a su habitación, seguido de uno de sus sacerdotes, que venía a rociar su alcoba con agua bendita. Y durante todos estos rezos veíase al piadoso príncipe en pie, arrodillado o sentado en el suelo sobre una simple alfombra, sin consentir que nadie le interrumpiese en su oración, a no ser por una causa gravísima. Después de Maitines, mientras los demás iban a acostarse, quedábase él largo tiempo rezando delante del altar o al borde de su cama, hasta que llegaban sus servidores y le recogían transido de frío o inmovilizado por el fervor. Muchas veces les recibía él con esta pregunta, que decía en voz baja, advierte el confesor de la reina, a causa de los caballeros que dormían en la misma habitación: «¿Dónde estoy?» Deseaba ardientemente tener el don de lágrimas, y se quejaba a su confesor de que tenía el corazón muy duro, contando con toda sencillez y humildad que cuando se rezaban en las letanías estas palabras: « ¡ Oh buen Dios!, rogámoste que nos des una fuente de lágrimas», decía él devotamente: «¡Oh Señor!, no me atrevo a pedir una fuente; pero sí unas gotas para regar la aridez de mi alma.» Y confesó que a veces Nuestro Señor le concedía esta gracia de las lágrimas, y que cuando las sentía correr suavemente sobre su rostro y llegar a sus labios, le parecían muy sabrosas, no sólo para su corazón, sino también para su gusto.
No faltaron malas lenguas que iban diciendo que el rey oía demasiadas misas y sermones; a lo cual él contesto: «Nadie diría nada si emplease el doble de tiempo en jugar a los dados o en correr por los bosques tras de los ciervos y las perdices.» Estaba seguro de que sus virtudes ascéticas no causaban el menor perjuicio a sus deberes de soberano. A pesar de su humildad, sabía hacerse obedecer. «Muchos se admiraban—dice un historiador de su tiempo—de que un hombre humilde y bondadoso, ni robusto en su cuerpo ni duro en su acción, pudiese ejercer un dominio pacífico sobre un gran reino, sobre tantos, tan grandes y tan poderosos señores. Y esto hay que atribuirlo, no a la potencia terrestre, sino a la virtud divina.» Y otro contemporáneo dice: «Todos sus súbditos, grandes y pequeños, le respetaban y le temían, a causa de su justicia y de su santidad.» Joinville nos cuenta un caso muy elocuente para indicarnos cómo entendía San Luis las prerrogativas del poder real. El maestre del Temple hizo un contrato con el soldán de Damasco sin contar para nada con el rey. El rey, al saberlo, reunió a todos sus pares, y ordenó que el maestre, con todos sus caballeros, se presentasen descalzos delante de toda la asamblea. «Arrodillaos, maestre—dijo San Luis al ver al culpable en su presencia—, y ofreced una reparación a lo que habéis hecho contra mi voluntad.» Reprendióle ásperamente, anuló el contrato y desterró al contratante del reino de Jerusalén.
Para San Luis, como para su primo San Fernando, un buen rey debía tener el celo de un apóstol, empleando su poder para reprimir el vicio y extender la virtud. Entre todos los vicios, ninguno repugnaba tanto al generoso príncipe como la blasfemia. A su hijo Felipe le decía; «No sufras que se diga delante de ti ninguna villanía de Dios ni de sus santos, sin que tomes inmediata venganza.» El buen senescal de Champagne nos cuenta dos casos curiosos de este celo ardiente del rey. «De tal modo—dice—amaba a Dios y a su dulce Madre, que solía castigar gravemente a todos los que maldecían de ellos. En Cesarea, yo mismo fuí testigo de ello, hizo poner en la escala a un orfebre, en calzón y en camisa, con las tripas y los hígados de un puerco alrededor del cuello, en tal abundancia, que le llegaban hasta la nariz. Y oí decir que cuando volvió de ultramar hizo quemar con un hierro la nariz y el labio de un burgués de París. Y respondiendo a las murmuraciones que despertó este castigo, decía el santo rey: Quisiera que me marcasen con hierro ardiendo, a condición de que todos los viles juramentos desapareciesen de Francia.»
El primer principio de su gobierno y la cualidad dominante de su fisonomía moral era la justicia. «Querido hijo—decía a su sucesor—, si llegas a reinar, haz lo que conviene a un rey, es decir, que por nada del mundo te apartes de la justicia. Si un pobre pleitea con un rico, defiende al pobre más que al rico hasta que conozcas la verdad, y cuando sepas la verdad, obra en derecho.» Una prueba inaudita de estas máximas la dio en 1247, cuando se preparaba a partir para la cruzada. Por orden suya, los emisarios reales recorrieron el reino con la misión de oír y dar satisfacción a todos los que desde el tiempo de su abuelo habían sido despojados, maltratados o atropellados. La impresión que produjo esta medida fue inmensa y perduró durante siglos; el hombre que la realizaba no era sólo un gran rey, sino el soberano por excelencia, el juez impecable, el consolador y el amigo de sus vasallos. Uno de sus primeros cuidados era elegir hombres honrados para administrar la justicia, y él mismo se prestaba en cualquier momento para oír las quejas de los litigantes. Cuando volvía de la iglesia—dice uno de los que formaban el tribunal ordinario—nos mandaba llamar, se sentaba al pie de su lecho, nos hacía sentar en torno, y nos preguntaba si había alguien que deseara hablar con él personalmente. Nosotros le dábamos la lista y él los hacía llamar. A veces, para despachar a estas gentes le vi llegar en estío al jardín de París vestido de una cota de camelota, de un tejido grosero, sin mangas, con un lienzo de tafetán negro alrededor del cuello, muy bien peinado y sobre la cabeza un sombrero de pavón blanco. Al llegar, extendía un tapiz en el suelo, se sentaba, nos hacía sentar junto a él y así daba audiencia al pueblo.»
Había algunos entre sus súbditos a quienes el rey distinguía con particular solicitud: eran los pobres. Los amaba apasionadamente, porque ellos le daban ocasión de satisfacer su triple ardor de caridad, de humildad y de penitencia. Todos los días de fiesta reunía a doscientos en su palacio y les servía de comer. Si entre ellos había alguno ciego, él mismo le acercaba el alimento a la boca, después de retirar los huesos y las escamas. Este espectáculo se repetía casi diariamente durante el Adviento y la Cuaresma. Diariamente, trece pobres comían a su mesa, de su mismo alimento. Ni los mismos leprosos le causaban repugnancia. Un día pasó uno de esos gafos cerca de él tocando la campanilla, como lo exigían las costumbres medievales; todos se retiraron al oír aquel sonido metálico; pero esto bastó para que el rey se acercase al infeliz para besar su mano y colocar en ella un escudo de oro. Esta misma predilección tenía por los monjes. Gustábale tomar parte en sus oficios, asistir a sus reuniones capitulares, servirles en la mesa y comer sus pobres cuencos de legumbres. Prefería, sobre todo, el trato con los frailes de las nuevas Ordenes, entre los cuales escogía sus confesores y sus predicadores. Un día, cuando el rey bajaba de su cámara, una mujer que le aguardaba al pie de la escalera le recibió con este apóstrofe: «¡Buen rey de Francia! Mejor lo haría cualquier otro que tú. No piensas más que en los frailes Menores y en los frailes Predicadores. Es una pena que seas tú el rey, y lo que me extraña es que no te hayan echado del reino.» Al oír este insulto, el rey sonrió, diciendo: «Tienes razón, tampoco yo sé por qué Nuestro Señor me tiene en este puesto; pero dime en qué te he ofendido, que yo te daré satisfacción.»
Pero este rey humilde y democrático era también un gran caballero. No amaba la guerra por la guerra, y pocos capitanes la hicieron con intenciones tan puras como él. Como en el gobierno de su reino, dos razones le guiaron en sus campañas: el derecho y la salvación de las almas. No conoció las razones de Estado, y el beneficio de la paz apareció tan grande a sus ojos, que consintió en hacer sacrificios a trueque de asegurarle a su país. Lo que armó su brazo contra los musulmanes fue el entusiasmo de su fe. Siendo muy niño, nada le afligía tanto como el relato de la opresión que pesaba sobre los cristianos de Palestina. Más tarde empezó a soñar que lograría reunir todas las fuerzas de la cristiandad para lanzarlas contra los infieles. No se decidía, sin embargo, a tomar la cruz. Cuando los tártaros hacían temblar a Europa, su madre le preguntaba: «¿Qué haremos si esas gentes llegan a nuestro país?» «Los mandaremos al Tártaro—respondía él—o nos enviarán a nosotros al Cielo.» En 1244 tuvo una enfermedad tan grave, que todos le creyeron muerto. El palacio, las calles y las iglesias se llenaron de gemidos desesperados, y doña Blanca, su madre, rezaba y sollozaba sin consuelo. De repente, el enfermo extendió los brazos, y con voz sorda, como si viniese de la tumba, pronunció estas palabras: «Por la gracia de Dios, el Oriente me ha visitado y me ha llamado de entre los muertos.» Inmediatamente mandó llamar al obispo de París y le dijo: «Monseñor, os ruego que me pongáis en la espalda la cruz del viaje de ultramar.» Su madre quiso impedir aquella resolución, pero él se impuso, tomó la cruz, la besó, la puso sobre su pecho y declaró que estaba curado.
La cruzada empezó con los mejores auspicios. En junio de 1249. después de cuatro años de preparativos, el ejército franco escuchaba frente a Damieta estas palabras de su rey; «Mis fieles amigos, nada perderemos, suceda lo que suceda; si triunfamos, toda la cristiandad celebrará la gloria del Señor; si somos vencidos, subiremos al Cielo como mártires.» La ciudad se rindió inesperadamente; después, una victoria difícil y sangrienta; tras ella, los desastres. No fueron las armas musulmanas las que vencieron; fue la mortandad, fue la peste. Diezmados por ella, los cruzados tienen que batirse en retirada, tristes, famélicos, consumidos por la fiebre, sin poder casi tenerse en pie. Todo cayó en poder del enemigo: el ejército, los bagajes, las banderas y el oriflama real, que se guardaba en la abadía de San Dionisio. Prisionero con la mayoría de los suyos, San Luis entró en Mansurah cargado de cadenas. Pero en la cárcel estaba tan tranquilo como pudiera estar en el trono. Todo cuanto hay de amargo y doloroso para los grandes de la tierra en la miseria y el infortunio, sólo servía para hacer brillar en él la virtud de un héroe cristiano y el carácter de un gran monarca. Enfermo, sólo un criado le cuidaba, y su único abrigo era un rústico sayo que le prestó otro cautivo. En tan angustiosa situación, nunca dirigió una súplica a sus enemigos ni su altivez se humilló al lenguaje de la sumisión y el miedo. Uno de los que le observaron aquellos días atestiguó con juramento que ni pronunció una palabra ni hizo el menor movimiento de impaciencia. Los infieles estaban asombrados viendo tanta resignación, y decían entre sí que abandonarían su fe si algún día les dejaba su profeta expuestos a tantas calamidades. De todas sus riquezas, Luis sólo había conservado el libro de los Salmos, inútil despojo para los musulmanes, y, abandonado de todos, este libro consoló su infortunio. Todos los días rezaba aquellos himnos en que el mismo Dios habla de su justicia y su misericordia, consuela la virtud que sufre en su nombre y amenaza con su ira a los que se embriagan en la prosperidad.
Cambiando la política, el sultán de El Cairo envió a su real prisionero trajes magníficos para él y para sus caballeros. Luis se negó a ponérselos, diciendo que era señor de un reino mayor que Egipto. Invitado a un gran festín, desairó de nuevo a su vencedor. Empezaron luego las negociaciones del rescate. Luis rehusó tratar del suyo sin englobar en él a todo su ejército. Hubo violencias y amenazas, pero él, siempre inalterable, decía: «Soy prisionero del sultán, y puede hacer lo que quiera.» Y en medio del calabozo deliberaba con tan madura reflexión, con tan perfecta libertad como hubiera podido hacerlo en su palacio de la ciudad de París rodeado de sus letrados y sus magnates. Y consigue al fin de sus enemigos condiciones aceptables. Le piden un millón de monedas de oro por los soldados, y accede. «Mi rescate—añade—será la ciudad de Damieta, un rey de Francia no se redime con dinero.» Así terminó aquella memorable aventura, que dejó al mundo el ejemplo de una constancia, de un valor, de una probidad tan admirables como las más brillantes victorias. Es más difícil ser valiente en el infortunio que en la prosperidad. Pero Luis lo fue también en el campo de batalla. «Se veía en su semblante—dice un testigo—que en su corazón no había miedo, ni ansiedad, ni emoción siquiera.» Y Joinville, describiendo la batalla de Mansurah, dice: «Vi llegar al rey al frente de la caballería. Su cabeza sobresalía por encima de los hombros de todos. Llevaba un casco dorado, blandía una espada de Alemania; sus armas deslumbraban los ojos y su majestuoso continente alentaba a los guerreros. Os aseguro que jamás he visto un soldado tan hermoso.
La segunda cruzada de San Luis tiene, más aún que la primera, un carácter de abnegación terrestre y de entusiasmo religioso. Se imaginó que podría fácilmente convertir al rey de Túnez, y le halagaba poder ser el padrino de tan ilustre neófito. Era una generosa ilusión. Una cosa había cierta: es que él apenas podía caminar a pie; tan débil estaba. La fiebre consumía su cuerpo, pero otro fuego mayor devoraba su espíritu y relampagueaba en sus ojos cuando decía a su pueblo de París: «Yo os transmito el pregón de nuestro buen Dios, yo, su sargento Luis. Salid en su defensa; todavía es tiempo. Una cosa os prometo, y es que no quedará ninguno de vosotros en las manos de los infieles sin que lo esté yo mismo. No sé si volveré; pero os dejo la paz, y que el Señor nos guarde a todos.» Al empezar el verano de 1270 acampaba con su gente entre las ruinas de la antigua ciudad de Cartago. Aquella tierra, antes fértil, no era entonces más que un desierto árido y calcinado, donde nacían algunos olivos. Los soldados francos no hallaron ni las verdes florestas ni las límpidas cascadas que, según el poema virgiliano, consolaron el destierro de los compañeros de Eneas. Desde los primeros días de su llegada carecieron de agua, y la carne salada era su único alimento. El calor arreciaba cada día, y los vientos que venían de la zona tórrida, cargados de arena, se asemejaban a un fuego devorador. La disentería empezó a hacer estragos en el ejército, y la terrible palabra «peste» estalló como un incendio. Un hijo del rey expiró en medio de un bosque, y cuando los ojos estaban aún húmedos de llanto, corrió la noticia temida, estremeciendo las filas de los caballeros: «¡El rey se muere!» Atacado por la epidemia, Luis había hecho plantar delante de sí una cruz, y con las manos extendidas invocaba en silencio al que había dado su vida por los hombres. En medio de la consternación general, él pensaba en el cumplimiento de las leyes divinas y en los destinos de su patria. Llamando a su hijo Felipe, hizo que se acercase a su lecho, y con voz apagada le dirigió aquellas instrucciones famosas sobre la manera de gobernar el reino, que la posteridad ha recogido respetuosamente, viendo en ellas la autoridad del ejemplo y el resumen de una existencia heroica. «Te doy—terminaba el moribundo—cuantas bendiciones puede un padre dar a su hijo; ruógete que vengas en mi auxilio con misas, oraciones y buenas obras, y pido a Nuestro Señor Jesucristo que por su infinita misericordia te libre de todo mal y haga que después de esta vida podamos verle, amarle y alabarle juntos por todos los siglos de los siglos.» Después quedó abismado en la oración, envuelto en una serenidad inefable. De cuando en cuando se le oía decir: «Veremos a Jerusalén.» Durante una hora pareció que dormía. De repente abrió los ojos, miró al Cielo y expiró pronunciando estas palabras: «Señor, entraré en vuestra casa y os adoraré en vuestro santo tabernáculo.»
El hijo fue digno de tal madre. «Obedecíale en todas las cosas», escribe el viejo cronista medieval, y se esforzaba por imitar su piedad, su caridad y su amor a la justicia. Ya desde niño solía decir de los pobres a quienes daba limosna: «Ellos son mis mercenarios; combaten por mí y mantienen el reino en paz.» Luis estaba en Oriente cuando perdió a su madre. Su duelo fue tal, que durante dos días nadie le dijo una palabra. «Cuando después de este tiempo entré en su cámara—dice Joinville—, le hallé solo, y en cuanto me vio, extendió los brazos y me dijo: «¡Ay, senescal, he perdido a mi madre!» Sin embargo, en el momento mismo de recibir la noticia, dice otro historiador, lanzó un grito agudo, rompió a llorar, y cayendo de rodillas, exclamó entre sollozos: «Señor, yo os doy gracias de que durante el tiempo que plugo a vuestra bondad me disteis a mi señora y muy querida madre; mas he aquí que ahora, según vuestro beneplácito, la habéis llevado a Vos por la muerte corporal. Es verdad, Señor, que yo la amaba más que a las otras criaturas mortales, y bien lo merecía. Mas porque lo habéis querido así, bendito sea vuestro nombre por todos los siglos. Amén.»
A los quince años, Luis era un adolescente de rostro amable, de blonda cabellera, de aspecto reflexivo y de vivo e impresionable temperamento, herencia de la rígida altivez castellana de su madre. Toda su vida luchará contra esta susceptibilidad excesiva, que sus contemporáneos observaron con esa ingenua malicia del que descubre un lunar en un alma inmaculada. «Mientras el rey fortificaba la ciudad de Cesárea—dice Joinville—fuí a verle en su tienda. Estaba hablando con el legado; pero desde que me vio, saltó de su asiento, me tomó aparte y me dijo: «Ya sé que tu compromiso conmigo termina el día de Pascua; ruégote me digas lo que tengo que darte para que te quedes un año más.» Díjele que no quería dinero, pero que quería hacer un trato con él. «Porque veo—añadí—que os irritáis siempre que se os pide alguna cosa, quiero que me prometáis que si os pido alguna cosa durante este año, no os habéis de irritar, y si me la rehusáis, yo no me irritaré tampoco.» Al oír esto, se echó a reír, y me dijo que estaba conforme; me cogió de la mano, me llevó hacia el legado y su Consejo, les contó nuestro convenio y todos se llenaron de alegría.»
Modelo de hijos, San Luis fue también un esposo ideal. El vivo, tierno y constante cariño que tuvo a su mujer, Margarita de Provenza, es uno de los rasgos característicos y más deliciosos de su vida. Es verdad que no daba a su consejo tanta importancia como al de su madre; pero aun así, le gustaba conocer su opinión en los grandes negocios. Cuando se trata de hacer las paces con el sultán de Egipto, admite las proposiciones que le ofrecen, pero con la condición de que las apruebe la reina. Y añade, ante la sorpresa de los muslimes: «La reina es mi dama, y no puedo hacer nada sin su consentimiento.» Este amor conyugal se unía en él con las más rígidas exigencias del ascetismo cristiano. Todos sus actos estaban animados por la fe y el amor de Dios. Es sabido que le gustaba llamarse Luis de Poisy, del lugar donde había recibido el bautismo. Su fe tenía un carácter íntimo y sólidamente intelectual. Joinville nos da a conocer esta anécdota famosa: «El santo rey me contó que muchos albigenses vinieron al conde Simón de Monfort rogándole que fuese a ver el cuerpo de Nuestro Señor, convertido en carne y en sangre entre las manos del sacerdote. Y él les dijo: Id a verles vosotros, que no creéis; yo creo como nos lo enseña la Santa Iglesia.» Su delicadeza de conciencia en lo que se refiere a esta virtud fundamental, se reveló con motivo del juramento que le querían exigir los emires sarracenos antes de ponerle en libertad. En él se leía una fórmula por la cual el rey de los francos, «si no cumplía las condiciones pactadas, consentía en ser tenido como un cristiano que reniega de su Dios y de su fe y que en desprecio de su ley escupe contra la cruz y la pisotea.» Aunque resuelto a ejecutar lo pactado, Luis se negó obstinadamente a firmar esta proposición, que, aunque puramente imaginaria, le llenaba de horror. Los sarracenos le amenazaron con cortarle la cabeza, pero al fin tuvieron que renunciar a su fórmula, conmovidos por la serena inflexibilidad del regio prisionero.
La fe que le inspiraba esta heroica resistencia era también el alma de toda su vida cristiana, en la cual se armonizaban maravillosamente las austeridades del monje con los deberes del príncipe y las obligaciones del caballero. Su gran devoción era la devoción de la Iglesia, la liturgia. Levantábase a medianoche, llamaba a sus clérigos y capellanes y entraba con ellos en la capilla para cantar los Maitines del día y los de Nuestra Señora. A la salida del sol se cantaba el Oficio de Prima, como en los monasterios, siempre con la asistencia del rey. Luego, una misa de difuntos o de la Virgen, seguida de las Horas menores y de la misa del día. Y cuando la necesidad le obligaba a cabalgar durante esas horas, mandaba a sus clérigos que las cantasen en alta voz por el camino. A la cena seguían las Completas; y a continuación el rey se retiraba a su habitación, seguido de uno de sus sacerdotes, que venía a rociar su alcoba con agua bendita. Y durante todos estos rezos veíase al piadoso príncipe en pie, arrodillado o sentado en el suelo sobre una simple alfombra, sin consentir que nadie le interrumpiese en su oración, a no ser por una causa gravísima. Después de Maitines, mientras los demás iban a acostarse, quedábase él largo tiempo rezando delante del altar o al borde de su cama, hasta que llegaban sus servidores y le recogían transido de frío o inmovilizado por el fervor. Muchas veces les recibía él con esta pregunta, que decía en voz baja, advierte el confesor de la reina, a causa de los caballeros que dormían en la misma habitación: «¿Dónde estoy?» Deseaba ardientemente tener el don de lágrimas, y se quejaba a su confesor de que tenía el corazón muy duro, contando con toda sencillez y humildad que cuando se rezaban en las letanías estas palabras: « ¡ Oh buen Dios!, rogámoste que nos des una fuente de lágrimas», decía él devotamente: «¡Oh Señor!, no me atrevo a pedir una fuente; pero sí unas gotas para regar la aridez de mi alma.» Y confesó que a veces Nuestro Señor le concedía esta gracia de las lágrimas, y que cuando las sentía correr suavemente sobre su rostro y llegar a sus labios, le parecían muy sabrosas, no sólo para su corazón, sino también para su gusto.
No faltaron malas lenguas que iban diciendo que el rey oía demasiadas misas y sermones; a lo cual él contesto: «Nadie diría nada si emplease el doble de tiempo en jugar a los dados o en correr por los bosques tras de los ciervos y las perdices.» Estaba seguro de que sus virtudes ascéticas no causaban el menor perjuicio a sus deberes de soberano. A pesar de su humildad, sabía hacerse obedecer. «Muchos se admiraban—dice un historiador de su tiempo—de que un hombre humilde y bondadoso, ni robusto en su cuerpo ni duro en su acción, pudiese ejercer un dominio pacífico sobre un gran reino, sobre tantos, tan grandes y tan poderosos señores. Y esto hay que atribuirlo, no a la potencia terrestre, sino a la virtud divina.» Y otro contemporáneo dice: «Todos sus súbditos, grandes y pequeños, le respetaban y le temían, a causa de su justicia y de su santidad.» Joinville nos cuenta un caso muy elocuente para indicarnos cómo entendía San Luis las prerrogativas del poder real. El maestre del Temple hizo un contrato con el soldán de Damasco sin contar para nada con el rey. El rey, al saberlo, reunió a todos sus pares, y ordenó que el maestre, con todos sus caballeros, se presentasen descalzos delante de toda la asamblea. «Arrodillaos, maestre—dijo San Luis al ver al culpable en su presencia—, y ofreced una reparación a lo que habéis hecho contra mi voluntad.» Reprendióle ásperamente, anuló el contrato y desterró al contratante del reino de Jerusalén.
Para San Luis, como para su primo San Fernando, un buen rey debía tener el celo de un apóstol, empleando su poder para reprimir el vicio y extender la virtud. Entre todos los vicios, ninguno repugnaba tanto al generoso príncipe como la blasfemia. A su hijo Felipe le decía; «No sufras que se diga delante de ti ninguna villanía de Dios ni de sus santos, sin que tomes inmediata venganza.» El buen senescal de Champagne nos cuenta dos casos curiosos de este celo ardiente del rey. «De tal modo—dice—amaba a Dios y a su dulce Madre, que solía castigar gravemente a todos los que maldecían de ellos. En Cesarea, yo mismo fuí testigo de ello, hizo poner en la escala a un orfebre, en calzón y en camisa, con las tripas y los hígados de un puerco alrededor del cuello, en tal abundancia, que le llegaban hasta la nariz. Y oí decir que cuando volvió de ultramar hizo quemar con un hierro la nariz y el labio de un burgués de París. Y respondiendo a las murmuraciones que despertó este castigo, decía el santo rey: Quisiera que me marcasen con hierro ardiendo, a condición de que todos los viles juramentos desapareciesen de Francia.»
El primer principio de su gobierno y la cualidad dominante de su fisonomía moral era la justicia. «Querido hijo—decía a su sucesor—, si llegas a reinar, haz lo que conviene a un rey, es decir, que por nada del mundo te apartes de la justicia. Si un pobre pleitea con un rico, defiende al pobre más que al rico hasta que conozcas la verdad, y cuando sepas la verdad, obra en derecho.» Una prueba inaudita de estas máximas la dio en 1247, cuando se preparaba a partir para la cruzada. Por orden suya, los emisarios reales recorrieron el reino con la misión de oír y dar satisfacción a todos los que desde el tiempo de su abuelo habían sido despojados, maltratados o atropellados. La impresión que produjo esta medida fue inmensa y perduró durante siglos; el hombre que la realizaba no era sólo un gran rey, sino el soberano por excelencia, el juez impecable, el consolador y el amigo de sus vasallos. Uno de sus primeros cuidados era elegir hombres honrados para administrar la justicia, y él mismo se prestaba en cualquier momento para oír las quejas de los litigantes. Cuando volvía de la iglesia—dice uno de los que formaban el tribunal ordinario—nos mandaba llamar, se sentaba al pie de su lecho, nos hacía sentar en torno, y nos preguntaba si había alguien que deseara hablar con él personalmente. Nosotros le dábamos la lista y él los hacía llamar. A veces, para despachar a estas gentes le vi llegar en estío al jardín de París vestido de una cota de camelota, de un tejido grosero, sin mangas, con un lienzo de tafetán negro alrededor del cuello, muy bien peinado y sobre la cabeza un sombrero de pavón blanco. Al llegar, extendía un tapiz en el suelo, se sentaba, nos hacía sentar junto a él y así daba audiencia al pueblo.»
Había algunos entre sus súbditos a quienes el rey distinguía con particular solicitud: eran los pobres. Los amaba apasionadamente, porque ellos le daban ocasión de satisfacer su triple ardor de caridad, de humildad y de penitencia. Todos los días de fiesta reunía a doscientos en su palacio y les servía de comer. Si entre ellos había alguno ciego, él mismo le acercaba el alimento a la boca, después de retirar los huesos y las escamas. Este espectáculo se repetía casi diariamente durante el Adviento y la Cuaresma. Diariamente, trece pobres comían a su mesa, de su mismo alimento. Ni los mismos leprosos le causaban repugnancia. Un día pasó uno de esos gafos cerca de él tocando la campanilla, como lo exigían las costumbres medievales; todos se retiraron al oír aquel sonido metálico; pero esto bastó para que el rey se acercase al infeliz para besar su mano y colocar en ella un escudo de oro. Esta misma predilección tenía por los monjes. Gustábale tomar parte en sus oficios, asistir a sus reuniones capitulares, servirles en la mesa y comer sus pobres cuencos de legumbres. Prefería, sobre todo, el trato con los frailes de las nuevas Ordenes, entre los cuales escogía sus confesores y sus predicadores. Un día, cuando el rey bajaba de su cámara, una mujer que le aguardaba al pie de la escalera le recibió con este apóstrofe: «¡Buen rey de Francia! Mejor lo haría cualquier otro que tú. No piensas más que en los frailes Menores y en los frailes Predicadores. Es una pena que seas tú el rey, y lo que me extraña es que no te hayan echado del reino.» Al oír este insulto, el rey sonrió, diciendo: «Tienes razón, tampoco yo sé por qué Nuestro Señor me tiene en este puesto; pero dime en qué te he ofendido, que yo te daré satisfacción.»
Pero este rey humilde y democrático era también un gran caballero. No amaba la guerra por la guerra, y pocos capitanes la hicieron con intenciones tan puras como él. Como en el gobierno de su reino, dos razones le guiaron en sus campañas: el derecho y la salvación de las almas. No conoció las razones de Estado, y el beneficio de la paz apareció tan grande a sus ojos, que consintió en hacer sacrificios a trueque de asegurarle a su país. Lo que armó su brazo contra los musulmanes fue el entusiasmo de su fe. Siendo muy niño, nada le afligía tanto como el relato de la opresión que pesaba sobre los cristianos de Palestina. Más tarde empezó a soñar que lograría reunir todas las fuerzas de la cristiandad para lanzarlas contra los infieles. No se decidía, sin embargo, a tomar la cruz. Cuando los tártaros hacían temblar a Europa, su madre le preguntaba: «¿Qué haremos si esas gentes llegan a nuestro país?» «Los mandaremos al Tártaro—respondía él—o nos enviarán a nosotros al Cielo.» En 1244 tuvo una enfermedad tan grave, que todos le creyeron muerto. El palacio, las calles y las iglesias se llenaron de gemidos desesperados, y doña Blanca, su madre, rezaba y sollozaba sin consuelo. De repente, el enfermo extendió los brazos, y con voz sorda, como si viniese de la tumba, pronunció estas palabras: «Por la gracia de Dios, el Oriente me ha visitado y me ha llamado de entre los muertos.» Inmediatamente mandó llamar al obispo de París y le dijo: «Monseñor, os ruego que me pongáis en la espalda la cruz del viaje de ultramar.» Su madre quiso impedir aquella resolución, pero él se impuso, tomó la cruz, la besó, la puso sobre su pecho y declaró que estaba curado.
La cruzada empezó con los mejores auspicios. En junio de 1249. después de cuatro años de preparativos, el ejército franco escuchaba frente a Damieta estas palabras de su rey; «Mis fieles amigos, nada perderemos, suceda lo que suceda; si triunfamos, toda la cristiandad celebrará la gloria del Señor; si somos vencidos, subiremos al Cielo como mártires.» La ciudad se rindió inesperadamente; después, una victoria difícil y sangrienta; tras ella, los desastres. No fueron las armas musulmanas las que vencieron; fue la mortandad, fue la peste. Diezmados por ella, los cruzados tienen que batirse en retirada, tristes, famélicos, consumidos por la fiebre, sin poder casi tenerse en pie. Todo cayó en poder del enemigo: el ejército, los bagajes, las banderas y el oriflama real, que se guardaba en la abadía de San Dionisio. Prisionero con la mayoría de los suyos, San Luis entró en Mansurah cargado de cadenas. Pero en la cárcel estaba tan tranquilo como pudiera estar en el trono. Todo cuanto hay de amargo y doloroso para los grandes de la tierra en la miseria y el infortunio, sólo servía para hacer brillar en él la virtud de un héroe cristiano y el carácter de un gran monarca. Enfermo, sólo un criado le cuidaba, y su único abrigo era un rústico sayo que le prestó otro cautivo. En tan angustiosa situación, nunca dirigió una súplica a sus enemigos ni su altivez se humilló al lenguaje de la sumisión y el miedo. Uno de los que le observaron aquellos días atestiguó con juramento que ni pronunció una palabra ni hizo el menor movimiento de impaciencia. Los infieles estaban asombrados viendo tanta resignación, y decían entre sí que abandonarían su fe si algún día les dejaba su profeta expuestos a tantas calamidades. De todas sus riquezas, Luis sólo había conservado el libro de los Salmos, inútil despojo para los musulmanes, y, abandonado de todos, este libro consoló su infortunio. Todos los días rezaba aquellos himnos en que el mismo Dios habla de su justicia y su misericordia, consuela la virtud que sufre en su nombre y amenaza con su ira a los que se embriagan en la prosperidad.
Cambiando la política, el sultán de El Cairo envió a su real prisionero trajes magníficos para él y para sus caballeros. Luis se negó a ponérselos, diciendo que era señor de un reino mayor que Egipto. Invitado a un gran festín, desairó de nuevo a su vencedor. Empezaron luego las negociaciones del rescate. Luis rehusó tratar del suyo sin englobar en él a todo su ejército. Hubo violencias y amenazas, pero él, siempre inalterable, decía: «Soy prisionero del sultán, y puede hacer lo que quiera.» Y en medio del calabozo deliberaba con tan madura reflexión, con tan perfecta libertad como hubiera podido hacerlo en su palacio de la ciudad de París rodeado de sus letrados y sus magnates. Y consigue al fin de sus enemigos condiciones aceptables. Le piden un millón de monedas de oro por los soldados, y accede. «Mi rescate—añade—será la ciudad de Damieta, un rey de Francia no se redime con dinero.» Así terminó aquella memorable aventura, que dejó al mundo el ejemplo de una constancia, de un valor, de una probidad tan admirables como las más brillantes victorias. Es más difícil ser valiente en el infortunio que en la prosperidad. Pero Luis lo fue también en el campo de batalla. «Se veía en su semblante—dice un testigo—que en su corazón no había miedo, ni ansiedad, ni emoción siquiera.» Y Joinville, describiendo la batalla de Mansurah, dice: «Vi llegar al rey al frente de la caballería. Su cabeza sobresalía por encima de los hombros de todos. Llevaba un casco dorado, blandía una espada de Alemania; sus armas deslumbraban los ojos y su majestuoso continente alentaba a los guerreros. Os aseguro que jamás he visto un soldado tan hermoso.
La segunda cruzada de San Luis tiene, más aún que la primera, un carácter de abnegación terrestre y de entusiasmo religioso. Se imaginó que podría fácilmente convertir al rey de Túnez, y le halagaba poder ser el padrino de tan ilustre neófito. Era una generosa ilusión. Una cosa había cierta: es que él apenas podía caminar a pie; tan débil estaba. La fiebre consumía su cuerpo, pero otro fuego mayor devoraba su espíritu y relampagueaba en sus ojos cuando decía a su pueblo de París: «Yo os transmito el pregón de nuestro buen Dios, yo, su sargento Luis. Salid en su defensa; todavía es tiempo. Una cosa os prometo, y es que no quedará ninguno de vosotros en las manos de los infieles sin que lo esté yo mismo. No sé si volveré; pero os dejo la paz, y que el Señor nos guarde a todos.» Al empezar el verano de 1270 acampaba con su gente entre las ruinas de la antigua ciudad de Cartago. Aquella tierra, antes fértil, no era entonces más que un desierto árido y calcinado, donde nacían algunos olivos. Los soldados francos no hallaron ni las verdes florestas ni las límpidas cascadas que, según el poema virgiliano, consolaron el destierro de los compañeros de Eneas. Desde los primeros días de su llegada carecieron de agua, y la carne salada era su único alimento. El calor arreciaba cada día, y los vientos que venían de la zona tórrida, cargados de arena, se asemejaban a un fuego devorador. La disentería empezó a hacer estragos en el ejército, y la terrible palabra «peste» estalló como un incendio. Un hijo del rey expiró en medio de un bosque, y cuando los ojos estaban aún húmedos de llanto, corrió la noticia temida, estremeciendo las filas de los caballeros: «¡El rey se muere!» Atacado por la epidemia, Luis había hecho plantar delante de sí una cruz, y con las manos extendidas invocaba en silencio al que había dado su vida por los hombres. En medio de la consternación general, él pensaba en el cumplimiento de las leyes divinas y en los destinos de su patria. Llamando a su hijo Felipe, hizo que se acercase a su lecho, y con voz apagada le dirigió aquellas instrucciones famosas sobre la manera de gobernar el reino, que la posteridad ha recogido respetuosamente, viendo en ellas la autoridad del ejemplo y el resumen de una existencia heroica. «Te doy—terminaba el moribundo—cuantas bendiciones puede un padre dar a su hijo; ruógete que vengas en mi auxilio con misas, oraciones y buenas obras, y pido a Nuestro Señor Jesucristo que por su infinita misericordia te libre de todo mal y haga que después de esta vida podamos verle, amarle y alabarle juntos por todos los siglos de los siglos.» Después quedó abismado en la oración, envuelto en una serenidad inefable. De cuando en cuando se le oía decir: «Veremos a Jerusalén.» Durante una hora pareció que dormía. De repente abrió los ojos, miró al Cielo y expiró pronunciando estas palabras: «Señor, entraré en vuestra casa y os adoraré en vuestro santo tabernáculo.»
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