En el último día, cuando las ciudades de España se presenten a Cristo con las reliquias de sus héroes, Compluto llevará también el canastillo de su ofrenda, y dentro del canastillo dos cabecitas inocentes, teñidas de oro y de púrpura. Si Calahorra se enjoya con la pasión de Emeterio y Celedonio, Alcalá de Henares está orgullosa del combate de Justo y Pastor, dos corazones ardidos, dos hermanos en la sangre y en la fe, dos nombres áureos, estrellas en el Cielo y amapolas en la tierra; bellos lirios que, mezclando su blancura con el carmín sagrado del martirio, se fueron a florecer en la primavera eterna del paraíso. Aunque sólo de paso, su recuerdo amable y gracioso florece también en el vergel ardiente de Las coronas, de Prudencio.
Con las tablillas de cera en la mano, caminaban los dos niños a la escuela. Juntos rezaban, juntos jugaban y juntos aprendían los versos de Virgilio. Justo, el mayor, llevaba a su hermanito y le preguntaba la lección del día anterior. Pero en esta mañana estival ambos parecen inquietos y nerviosos. En toda la ciudad, en la pequeña y vieja Compluto, se observa ese ambiente de zozobra y sobresalto que se apodera de un palomar cuando la sombra del azor ha atravesado el aire. Las gentes pasan rápidas y silenciosas, las viejas cuchichean en las callejuelas, las ventanas se abren sigilosamente, y aquí y allá algunos grupos discuten acaloradamente. Entre tanto, la voz del pregonero resuena de barrio en barrio. Los dos niños escuchan: es el edicto de la persecución. Lo presentian y lo temían. Unos días antes había llegado a Compluto el comisario imperial, el prefecto Daciano. Su paso va abriendo surcos de dolor en la tierra española; sus manos están manchadas de sangre de héroes. En Compluto se sabe ya la bella historia de Vicente, el diácono zaragozano; se canta la intrepidez de Engracia, la virginal amazona a quien por Cristo cortaron el seno nubil, blanco y florido más que las palomas y las rosas, y se celebra a Eulalia, la heroína emeritense, que con clandestino y nocturno pie, de su granja natal salió a desafiar el poderío de las tiniebles y la insolencia del perseguidor, «rey de los hombres y cliente de las piedras».
«Eulalia tenía doce años—debieron decirse los dos niños—. Casi la misma edad que nosotros; y, sin embargo, ella era mujer y tal vez no había estudiado tanto.» Un ardor heroico iba inflamando su alma. Hubieran escupido al pregonero. En la escuela sólo se hablaba del suceso del día. Había cristianos y paganos. Unos temblaban y bajaban tristes las cabezas; otros charlaban gozosos y miraban a sus compañeros con gesto provocativo. Los dos hermanos se enardecían cada vez más. Son ya dos pequeños apologistas, dos defensores de su religión odiada y perseguida. Se ríen de Isis, la diosa del séptuple velo; de Apolo, el histrión; de Juno, la vengativa; de Marte, el sanguinario; y después, dice el viejo himno visigótico, tirando las tablas y armándose con el signo de la cruz, salen en busca del tirano. Van dispuestos a aceptar cualquier suplicio, a ofrecer el cuello a la segur, a recibir en las espaldas el áspero granizo de loa azotes, a tenderse en lechos candentes, a brindar la vida a las fieras del circo. También ellos debían decir las palabras de los dos hermanos de Calahorra: «Nacidos para Cristo, ¿seremos consagrados al metal? Llevando impresa la forma de Dios, ¿serviremos al mundo? No, jamás el fuego celeste se ofuscará con las tinieblas de la tierra.» En un arrabal de Alcalá de Henares se muestra todavía el Campo Laudable, que fue la palestra de aquella victoria: y en el campo, la basílica; y en la basílica, el sepulcro. ¡«Oh lugar verdaderamente bienaventurado—cantaba un poeta del siglo VII—, donde se guarda la sangre roja de aquellos pequeñuelos, donde los pueblos encuentran la salud, donde brotan las maravillas del poder divino y los cuerpos se olvidan del dolor! ¡Oh ciudad complutense, ensangrentada y ceñida el perenne laurel, regocíjate protegida por tan precoz heroísmo, y entona a los gemelos las merecidas canciones!»
Con las tablillas de cera en la mano, caminaban los dos niños a la escuela. Juntos rezaban, juntos jugaban y juntos aprendían los versos de Virgilio. Justo, el mayor, llevaba a su hermanito y le preguntaba la lección del día anterior. Pero en esta mañana estival ambos parecen inquietos y nerviosos. En toda la ciudad, en la pequeña y vieja Compluto, se observa ese ambiente de zozobra y sobresalto que se apodera de un palomar cuando la sombra del azor ha atravesado el aire. Las gentes pasan rápidas y silenciosas, las viejas cuchichean en las callejuelas, las ventanas se abren sigilosamente, y aquí y allá algunos grupos discuten acaloradamente. Entre tanto, la voz del pregonero resuena de barrio en barrio. Los dos niños escuchan: es el edicto de la persecución. Lo presentian y lo temían. Unos días antes había llegado a Compluto el comisario imperial, el prefecto Daciano. Su paso va abriendo surcos de dolor en la tierra española; sus manos están manchadas de sangre de héroes. En Compluto se sabe ya la bella historia de Vicente, el diácono zaragozano; se canta la intrepidez de Engracia, la virginal amazona a quien por Cristo cortaron el seno nubil, blanco y florido más que las palomas y las rosas, y se celebra a Eulalia, la heroína emeritense, que con clandestino y nocturno pie, de su granja natal salió a desafiar el poderío de las tiniebles y la insolencia del perseguidor, «rey de los hombres y cliente de las piedras».
«Eulalia tenía doce años—debieron decirse los dos niños—. Casi la misma edad que nosotros; y, sin embargo, ella era mujer y tal vez no había estudiado tanto.» Un ardor heroico iba inflamando su alma. Hubieran escupido al pregonero. En la escuela sólo se hablaba del suceso del día. Había cristianos y paganos. Unos temblaban y bajaban tristes las cabezas; otros charlaban gozosos y miraban a sus compañeros con gesto provocativo. Los dos hermanos se enardecían cada vez más. Son ya dos pequeños apologistas, dos defensores de su religión odiada y perseguida. Se ríen de Isis, la diosa del séptuple velo; de Apolo, el histrión; de Juno, la vengativa; de Marte, el sanguinario; y después, dice el viejo himno visigótico, tirando las tablas y armándose con el signo de la cruz, salen en busca del tirano. Van dispuestos a aceptar cualquier suplicio, a ofrecer el cuello a la segur, a recibir en las espaldas el áspero granizo de loa azotes, a tenderse en lechos candentes, a brindar la vida a las fieras del circo. También ellos debían decir las palabras de los dos hermanos de Calahorra: «Nacidos para Cristo, ¿seremos consagrados al metal? Llevando impresa la forma de Dios, ¿serviremos al mundo? No, jamás el fuego celeste se ofuscará con las tinieblas de la tierra.» En un arrabal de Alcalá de Henares se muestra todavía el Campo Laudable, que fue la palestra de aquella victoria: y en el campo, la basílica; y en la basílica, el sepulcro. ¡«Oh lugar verdaderamente bienaventurado—cantaba un poeta del siglo VII—, donde se guarda la sangre roja de aquellos pequeñuelos, donde los pueblos encuentran la salud, donde brotan las maravillas del poder divino y los cuerpos se olvidan del dolor! ¡Oh ciudad complutense, ensangrentada y ceñida el perenne laurel, regocíjate protegida por tan precoz heroísmo, y entona a los gemelos las merecidas canciones!»
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