Rara vez se ha presentado hombre alguno en la vida con esperanzas tan lisonjeras como las que acariciaban el corazón del joven Bernardo al acabar sus estudios en las escuelas canonicales de Chatillon. Un conjunto fascinador de cualidades espléndidas le señalaba a la envidia y admiración de todos. Unos alababan la penetración de su inteligencia, otros la facilidad y elegancia de su dicción, otros la dulzura de su carácter, la rectitud natural de su alma, la bondad apacible de su corazón y aquella conversación, que era el encanto de cuantos tenían la dicha de llamarse sus amigos. Los que no le conocían le encontraban un poco reservado, y de una modestia que rayaba en la timidez. Era, según la expresión de su primer biógrafo, maravillosamente meditativo. Su belleza, viril y dulce a la vez, atraía todas las miradas: estatura alta y flexible, blonda cabellera, que le colgaba en rizos por la frente y por la espalda; ojos grandes y azules, que reflejaban pureza de ángel y sencillez de paloma; cutis fino y rosado, y una gracia inefable que parecía en el rostro como un reverbero de su belleza interior.
Pudo creerse por un momento que Bernardo iba a dejarse deslumbrar por este conjunto maravilloso de cualidades. A los veinte años le faltó su madre, la bondadosa y admirable Aleth, que le había enseñado a amar a la Virgen y a practicar la virtud. Jóvenes mundanos frecuentaban su castillo de Fontaines; amado, admirado y dueño de todos sus deseos, dejóse arrastrar insensiblemente a los frívolos pasatiempos, a las danzas, a los torneos y a las cazas clamorosas. Admirador de Horacio y Virgilio, empezó a sentir aficiones poéticas, y un autor de aquel tiempo, uno de los pocos enemigos que tuvo—es preciso tenerlo presente—nos dice que entre sus poesías juveniles hacía composiciones amorosas, que leía primero entre sus amigos y dedicaba después a las damas. Pronto, sin embargo, se dio cuenta, con su temperamento inclinado a la reflexión, que debía escoger entre la virtud o el placer. Al reflexionar en el destino que le reservaba la Providencia, sus pensamientos se hicieron más serios, y no tardó en sentir verdadera repugnancia por todo aquello que empezaba a amar. El hagiógrafo nos cuenta que cierto día la vista de una mujer le llenó de turbación. Hizo increíbles esfuerzos para arrojar de sí la visión importuna; pero como no lograse reprimir los estímulos de la carne, se arrojó en un estanque que había entre su castillo y la vecina ciudad de Dijon. Desde este día hizo un pacto con sus ojos, resolviendo consagrarse al servicio de Dios.
Su primer pensamiento fue entrar en un monasterio, pero las lágrimas de sus hermanos lograron hacerle desistir. Convínose en que, por lo menos, le dejasen tomar la carrera clerical y dedicarse a las letras; y una mañana de otoño, seguido de varios criados, salió de su castillo borgofión y se dirigió hacia el Norte, buscando el campo de sus victorias en alguna de las escuelas alemanas. Iba a terminar el primer día de marcha, cuando sintió que una calma infinita, de esas que despiertan las añoranzas y los deseos de una cosa mejor, le invadía el alma. Las hojas amarillas, que, sin que nadie las moviese, se desprendían de los árboles, trajéronle a la memoria la vanidad de las cosas humanas. Acordóse también de su santa madre, cuya voz oía con frecuencia en su alma desde que pasó de esta vida. Un fuerte combate se entabló en su interior; sintió necesidad de orar, y entró en una ermita que había junto al camino para pedir a Dios que le iluminase en aquel trance. La oración le llenó de fortaleza y la crisis se resolvió en un torrente de lágrimas y en una resolución inquebrantable de abandonar toda carrera mundana.
Inmediatamente, aquel joven se siente empujado por los dos anhelos, al parecer contradictorios, que serán como los dos corceles de su agitada existencia: el amor de la soledad y el celo por la salvación de las almas. Ha resuelto entrar en el Císter, pero quisiera llevarse consigo a todos los nobles de su tierra de Borgoña. «Esto es una locura», dicen sus hermanos, asustados por aquella impetuosidad; pero no tardan ellos en ser presa del contagio, y tras ellos, sus amigos, sus parientes y sus servidores; clérigos, estudiantes y caballeros. En la primavera de 1112, Bernardo, acompañado de treinta jóvenes, llamaba a las puertas del Císter.
El hijo del señor de Fontaines fue desde el primer día un cisterciense perfecto. Todo su afán era realizar el austero ideal de la reforma reciente del Císter: el cumplimiento literal de la Regla benedictina. Desde entonces empezó a yelar «más de lo que permite la posibilidad humana. Pensaba que el monje debía tener el dominio de sí mismo hasta durante el sueño, y más tarde, cuando oía roncar a alguno de sus hermanos, solía decir que eso era dormir de un modo carnal y al estilo de los seculares». No podía comprender que un monje salmodiase lánguidamente. «Cantad a plena voz —decía—; cuando se repiten las palabras del Espíritu Santo, es preciso hacer vibrar en ellas el fuego del alma.» Ponía especial empeño en la práctica de la ley del trabajo, que era uno de los puntos capitales de la reforma cisterciense. Sin embargo, ni su destreza ni su fuerza muscular estaban a la altura de sus buenos deseos. Pero si no podía guiar los bueyes en el barbecho, ni transportar piedras grandes de la cantera, se consolaba buscando las faenas más humildes, barriendo el claustro o fregando la vajilla. Un día, el sentimiento de su incapacidad le entristeció de tal modo, que empezó a derramar abundantes lágrimas. Era en estío, cuando toda la comunidad esgrimía las hoces en el campo de espigas. Viendo la mala facha que ponía, el abad Esteban le ordenó que se retirase; pero humillado de aquella conmiseración, cayó de rodillas entre los árboles, y rogó a Dios, con los ojos arrasados de lágrimas, que le diese el arte de cortar el trigo. Desde este momento manejó la hoz con tal habilidad, que llegó a ser considerado como uno de los mejores segadores del monasterio, y él mismo se felicitaba de este don que había recibido de Dios. Después del trabajo, la lectura; la lectura de los Libros Santos y de los Santos Padres. «Las cosas gustadas en su fuente—decía Bernardo—tienen más sabor.» Leía meditando, realizando aquello que él llamaba la rumia de los salmos. En medio del silencio del valle, repasaba en su corazón los textos que había recogido en los libros, y a este trabajo interior aludía al decir que no había tenido más maestro que las hayas y las encinas. No es que tuviese muy despierto el amor a la naturaleza. La mortificación de los sentidos le había hecho casi insensible a las magnificencias del Universo. Su modestia era tal, que pudo pasar el noviciado sin darse cuenta del techo que tenía la sala de estudio; y hasta después de mucho tiempo no llegó a saber que la iglesia del Císter tenía en el ábside tres ventanas. Más tarde caminará un día entero junto al lago de Lausanna sin haberse fijado en sus bellezas. Las imágenes vivas y pintorescas que aparecen de cuando en cuando en sus escritos, proceden de la Biblia o de sus impresiones juveniles.
Con la llegada de Bernardo, el Císter, próximo a extinguirse en su nacimiento, recobró nueva vida. Fue necesario enjambrar y formar nuevas colonias. Al frente de una de ellas fue colocado el hijo del señor de Fontaines, cuando no tenía más que veinticinco años. El abad Esteban puso en sus manos una cruz de madera, y los emigrantes, trece con el abad, salieron en busca de fortuna. A los dos días de marcha llegaron a la extremidad de la llanura de Langres, penetrando luego en un valle estrecho e inculto. Las gentes les dijeron que se llamaba el valle del Ajenjo, nombre místico, que, lejos de arredrarles, despertó su intrepidez. El sol le llenaba de claridad, y un riachuelo cantaba en medio del más profundo silencio. Allí se detuvieron los piadosos peregrinos, y desde entonces aquel valle fue Claraval. Era el 25 de junio de 1115. En un mes quedó aderezado el monasterio. Todo era sencillo: capilla sin adornos, cruces de palo y techos de ramaje. Contiguo a la capilla estaba el refectorio, cuyas ventanas, largas de un palmo, le dejaban en una semioscuridad de catacumba. Encima, el dormitorio, donde estaban tirados los lechos, especie de arcas, que hacían pensar en una hilera de ataúdes. A la entrada se abría la celda del abad, tan estrecha que semejaba una prisión, tan baja que, cuando su huésped tenía que levantarse, había de inclinar la cabeza para no darse en el techo. Un saliente de la pared era el único asiento que había, y un agujero informe servía para iluminar la habitación. Alli vivió cerca de cuarenta años el hombre más grande del siglo XII.
Organizóse la vida con todo el rigor de la pobreza cisterciense. La leche, la pesca y los huevos no aparecían nunca en aquel refectorio sepulcral. Al principio, un puñado de bellotas se consideraba como un gran regalo. El mismo día de Pascua no había más que habas y guisantes, preparados sólo con aceite y sal, porque la pimienta y el comino, especias entonces muy usadas, tenían cerrada la puerta del monasterio. «Si supieseis las obligaciones del monje—decía el abad—, regaríais con lágrimas cada bocado que coméis. Estamos en el claustro para llorar nuestros pecados y los del pueblo.» Con estas pláticas los monjes de Claraval cayeron en verdaderas aberraciones, en refinamientos de penitencia. Cualquier sabor en los alimentos les parecía un cebo de Satanás. No les bastaba el pan amasado con tierra, ni las legumbres insípidas; era preciso que algún elemento amargo destruyese el gusto natural de sus comidas. San Bernardo se dio cuenta, y tuvo mucho que hacer para cortar semejantes excesos. El mismo experimentó las consecuencias de aquellos rigores. Su estómago empezó a rehusar todo alimento, y fue preciso que el abad del Císter le descargase por un año de las ocupaciones abaciales y le impusiese un régimen más moderado. Por orden superior, Bernardo se encerró con el físico, un vanidoso charlatán, en una celda levantada a quinientos pasos de la abadía, y allí fue a visitarle un escritor de aquella época, Guillermo de Saint Tierry, que nos describe así la entrevista:
«Encontróle en su celda solitaria, una especie de garita como las que asignan a los leprosos en las encrucijadas. Confieso que aquella morada me inspiró tanto respeto como si me hubiera acercado al altar del Señor. Recibióme con alegría, y como le preguntase por su salud: «Voy muy bien—me dijo—; pero escucha una cosa: yo, que hasta ahora mandaba a los hombres razonables, por justos juicios de Dios, he sido condenado a obedecer a una bestia.» Eso lo decía por su médico. Comí con él. Creí que se trataría con más miramiento a un hombre tan delicado; pero no fue así. Lleno de indignación, vi los comistrajos que le trajeron; ninguna persona en plena salud hubiera podido atravesarlos. Solamente el silencio regular pudo contenerme para no lanzar cuatro dicterios a aquel médico sacrílego y homicida. El enfermo obedecía. Todo le parecía bueno. La costumbre de desdeñar los gustos del paladar le había hecho insensible a todo gusto. Igual le daba comer manteca que mantequilla, y en una ocasión bebió aceite por agua sin advertir el yerro.»
No obstante, al año, el abad volvía a ocupar su puesto al frente de la comunidad, y la gloria de Claraval amenazaba eclipsar la del Císter. Los doce monjes eran ahora quinientos, y nuevas colonias salían sin cesar para todas las naciones del mundo cristiano. Siempre que Bernardo salía de casa, volvía acompañado de una turba de conversos, clérigos y legos, gentiles-hombres y letrados, la aristocracia de la sangre y del talento, a la cual él enseñaba a manejar la hoz y la pala. Su palabra ejercía una especie de sortilegio sobre los espíritus de elección. A un maestro de aquel tiempo, Enrique de Murbach, escribía: «Tú explicas, hermano mío, los Profetas; pero ¿estás seguro de que los entiendes? Si los comprendieses, sentirías que Cristo es el objeto de sus vaticinios, y si quieres comprender a Cristo, lo conseguirás mejor siguiéndole que leyéndole. ¡Oh, si supieses lo que te quiero decir! ¡Si gustases una vez el famoso candeal de que Jerusalén se alimenta, de qué buena gana dejarías que royesen sus mendrugos los literatos judíos! ¡Con qué placer te ofrecería yo los panes calientes, humeantes, recién salidos del horno, que Cristo parte a los pobres de su redil! Créeme: encontrarás algo más en los bosques que en los libros; las piedras y los troncos te enseñarán cosas que no has aprendido en los maestros.»
Nadie podía resistir ante aquel terrible cazador de almas. El que en el oro y en la plata «sólo veía un poco de tierra blanca y roja, a la cual únicamente el error de los hombres podía dar algún valor», se estremecía de indignación ante los hombres que dudaban en sacrificar sus riquezas, «cuya posesión—decía—es una carga, cuyo amor es una mancha, cuya pérdida es un sufrimiento cruel». Hasta en el patíbulo y en las casas de perdición encontraba discípulos y seguidores. Una vez, entrando en una ciudad, vio que una inmensa multitud acompañaba a un bandido hasta la horca. Lleno de compasión, cogió la cuerda con que arrastraban al desgraciado, y dijo a los verdugos: «Dejadme este asesino; quiero colgarle con mis propias manos.» Alarmado el juez al conocer el caso, llegóse a él diciendo: «¿Qué es eso, venerable Padre? ¿Vais a libertar a un hombre que merece mil muertes?» «Déjame—respondió Bernardo—. Ya sé que este hombre es digno de un gran castigo; pero yo mismo le clavaré a la cruz, y le haré permanecer en ella años enteros.» Y se le llevó consigo a Claraval. En otra ocasión, pasando junto a una taberna y viendo a la puerta un jugador empedernido, se ofreció a jugar con él.
—Y ¿a qué vamos a jugar?—preguntó el tahúr.
—Tú—respondió Bernardo—jugarás tu alma; yo, mi mula.
El hombre hizo saltar los dados, y sacó el máximo de puntos: dieciocho.
—He ganado—exclamó.
—Aguarda, hermano—replicó el abad, agitando el bote. Y habiendo tirado a su vez, sacó veinte puntos. Uno de los dados se había roto para dar dos puntos más.
—He ganado tu alma—dijo el monje a su adversario, y se le llevó consigo a Claraval.
Fue ruidoso su discurso a los estudiantes de París, pronunciado a instancias del obispo en el claustro de la catedral.
Su voz tuvo entonces toda la violencia del relámpago. «Hijos míos—decía—, ¿quién os enseñará a huir la ira venidera? ¡Ay de vosotros, que tenéis las llaves de la ciencia y del poder, y no entráis ni dejáis entrar a los otros! Son llaves que habéis robado, no recibido. ¿De dónde viene esa locura de las grandezas, esa impudencia de la ambición, ese amor desenfrenado de las prelacias?... Tened piedad de vuestras almas, hermanos míos; tened piedad de la sangre que ha sido derramada por vosotros. Vuestra castidad peligra en medio de las delicias; vuestra humildad se muere en medio de las riquezas. Salid del seno de Babilonia, salid y salvad vuestras almas.» Cuando el orador terminó de hablar, veinte jóvenes se echaron a sus pies, dispuestos a seguirle, y con ellos se fue aquella misma tarde a la abadía de San Dionisio. AI día siguiente, cuando se dirigían a Claraval, dijo Bernardo: «Volvamos a París.» Y al entrar en la ciudad encontró cinco estudiantes más. «Ahora, partamos—dijo a los suyos—; el número está completo.»
Pero ni la Orden cisterciense, que extiende ya sus brazos hasta los confines de la cristiandad, ni todas las Ordenes monásticas que trabajan junto a ella, pueden agotar el celo impetuoso del abad de Claraval. Bernardo tiene todas las intemperancias sagradas de un apóstol; es el apóstol más grande de su siglo. Después de trabajar en la reforma monástica, se lanza a la obra de la reforma clerical. Abades y obispos se someten al ascendiente de su virtud y siguen sus inspiraciones. Ni las cortes de los reyes ni la curia de Roma le parecen exentos de la jurisdicción oficiosa con que Dios arma a los misioneros de la verdad; su apostolado es casi agresivo, aun cuando se dirige a la realeza y al Pontífice. Escribiendo al rey de Francia, Luis el Craso, le decía: «La Iglesia levanta contra vos, a la presencia de su Dueño y Señor, una queja desesperada, porque encuentra un opresor en aquel que debiera ser su defensor. Considerad bien quién es Aquel a quien ofendéis; no es un hombre, no es un obispo; es el Señor del Cielo, el Señor terrible, que quita la vida a los príncipes.» Y al Pontífice Honorio II, engañado por la diplomacia francesa, le decía: «El honor de la Iglesia ha sido gravemente comprometido bajo vuestro pontificado. La humildad de los obispos estaba a punto de triunfar de la cólera del rey, cuando la autoridad suprema vino a renovar el orgullo. Sabemos que habéis sido victima de la mentira, pero lo que nos extraña es que, juzgando a una parte, hayáis condenado a la otra sin escucharla. Somos el escarnio de nuestros vecinos. ¿Y hasta cuándo durará esto? A vuestra piedad compasiva toca dar dar la respuesta.»
No olvidaba Bernardo que su primera obligación era salvar su alma. Tratábala con tal respeto «como si llevase—dice él mismo con bella imagen—una gota de la sangre de Cristo en un vaso de cristal». La vista del mundo le estremece, y su celo le obliga a trabajar en él. Ama la soledad, y el amor del prójimo le arrastra fuera de ella. Al principio de su vida religiosa se queja de ser «un pobre pajarillo desterrado en su nido y sin plumas todavía». Cuando le crecen las alas y vuela a través del mundo con la rapidez del rayo, tiembla pensando que traiciona su vocación. Se ve como un enigma cuyo sentido no sabe descifrar, y exclama: «Soy la quimera de mi siglo; ni monje ni laico. Y de monje, ¿qué me queda? Llevo, ciertamente, el hábito, pero no tengo la realidad.» Era el lenguaje de la verdad. Es verdad que su vida se desarrollaba en los caminos y en las ciudades, en las cortes y en los concilios tanto como en el monasterio; pero, sin él darse cuenta, una fuerza superior le arrastraba, aquella fuerza por la cual podía decir: «Los negocios de Dios son mis negocios; nada de cuanto le atañe es extraño para mí.» Guiado por este pensamiento, sale de Claraval, pasa el Rhin, recorre las provincias de Francia, llega una y otra vez a Roma, lucha, discute, escribe y predica.
Tres graves peligros amenazan a la Iglesia en su tiempo: el cisma, la herejía y el islamismo. A los tres hace frente la actividad proteica del abad de Claraval. A su voz, doscientos mil hombres pasan los mares dispuestos a detener los avances del Islam en Palestina. Fue la segunda cruzada; cruzada desastrosa, porque no hubo un capitán digno de tal misionero. Más afortunado fue Bernardo en su campaña contra el cisma. Levanta la voz en favor de Inocencio II, y la cristiandad le sigue. Triunfa en las asambleas episcopales, y, dondequiera que aparece, todo el mundo queda eclipsado por su presencia. El esfuerzo es largo y penoso, pero un triunfo completo le corona: el mismo antipapa viene a arrojarse a sus pies; y cuando sale de Roma, después de siete años de trabajo, puede exclamar, satisfecho: «Llevo conmigo la recompensa: es la victoria de Cristo, la paz de la Iglesia.» Poco después, los herejes y los sofistas vienen a turbar esa paz tan deseada. Es Abelardo, con su conceptualismo metafísico; es Arnaldo de Brescia, con sus doctrinas demagógicas y anarquizantes; es Pedro de Bruys, con su neomaniqueísmo caótico y revolucionario; es el obispo Gilberto de la Porrée, con sus distinciones sutiles de Dios y de la Divinidad, forma de Dios.
Desde el primer momento ha comprendido Bernardo el peligro que corre al enfrentarse con estos hombres avezados a todas las argucias de la dialéctica. Él no es ni hombre de escuela. «¿Qué me importa la filosofía?—exclama en cierta ocasión—. Mis maestros son los Apóstoles; ellos no me han enseñado a leer a Platón o a desenredar la maraya de Aristóteles, sino a vivir bien. Y, creedme, no es ésta una ciencia despreciable.» Sin embargo, nada puede detener el empuje de su fe. Sin pensar en que podía ser aniquilado a causa de su inexperiencia en los torneos dialécticos, sale fogoso en defensa de la Iglesia amenazada. Y arroja a Arnaldo de Francia y Suiza, confunde a Abelardo en la asamblea de Sens, consigue en Reims de Gilberto una retractación formal, y persigue a los maniqueos a través de toda la Aquitania. «Yo soy el sembrador del Evangelio—decía en Albi, ante una inmensa muchedumbre—, y he encontrado vuestro campo lleno de malas semillas.» En medio del discurso, el orador y la concurrencia empezaron a dialogar. «Elegid la semilla que os pide vuestra conciencia», decía el orador; y sus palabras fueron contestadas por un murmullo de reprobación contra el error petrobusiano. «Convertios, pues—añadió el abad—; entrad en la unidad los que estabais manchados, y para que crea en vuestra sinceridad, levantad la mano los que renunciáis al error.» Todos, dice el cronista, levantaron la mano, y así terminó aquella escena sublime.
A pesar de su desdén por las armas de la lógica. Bernardo manifestó en aquella lucha una maravillosa habilidad. La metafísica no tiene secretos para él, pero es la intuición la que le guía, más que el arte del raciocinio. Una palabra, una frase, le bastan para descubrir la verdad con todo su esplendor. La resistencia inesperada le exaspera, y entonces el hombre de la dulzura se convierte en un polemista terrible, derramando su cólera en vehementes invectivas y en expresiones violentas que hacen temblar. No eran el odio ni el orgullo quienes le guiaban, sino la viveza de su temperamento y su amor apasionado de la verdad. Sus violencias no partían del fondo del corazón; sus iras eran iras sin hiél. Una bondad fundamental inspiraba su conducta. Se dijo de él que nunca asistió a un entierro, aunque fuese de una persona extraña, sin llorar. Los herejes, los judíos, los mismos mahometanos encuentran gracia a sus ojos, con tal de que no ataquen, a la Iglesia, esposa de Cristo, a quien adora. No admite más arma contra ellos que la espada de la palabra de Dios. «Reducid a los herejes con argumentos, no con la fuerza», decía a los que pensaban en hogueras y matanzas; y cuando en 1146 el pueblo estuvo a punto de hacer desaparecer en las orillas del Rhin hasta el último resto de la raza judía, sólo en él encontraron los perseguidos una defensa segura.
La mayor parte de los adversarios a quienes sus golpes echaban por tierra, se levantaban luego para abrazarle, y todos los arrepentidos estaban seguros de hallar un puesto en su corazón. Suya es aquella frase: «Si la misericordia fuese un pecado, yo le cometería.» Pocos hombres han amado con tan profunda ternura. En sus cartas encontramos efusiones como éstas: «¡Desgraciado de mí, que no puedo tenerte a mi lado, ni puedo verte, ni puedo vivir sin ti! Morir por ti es mi vida; vivir sin ti es morir.» Esto se lo decía a un monje discípulo suyo. Cuanto más avanza en la vida, más violencia se hace para contener los ímpetus de su ternura, pero a veces la naturaleza le traiciona. Así, cuando se le murió su hermano Gerardo, mayordomo de su monasterio de Claraval, queriendo ahogar su tristeza en el fondo de su alma, Bernardo no lloró, ni exhaló una sola queja. Pero un día, mientras comentaba a sus monjes el Cantar de los Cantares, una ola de amargura subió a su garganta, no pudo contenerse y prorrumpió en aquel fúnebre lamento de la muerte de su hermano, que es una de las más bellas páginas de la Edad Media: «¿Hasta cuándo disimularé y tendré oculto este fuego que abrasa mi pecho y devora mis entrañas? Prisionero dentro de mí, circula a través de mis venas, me muerde, me martiriza. ¿Cómo hablar del Cántico en medio de esta tristeza? Hasta ahora me he hecho violencia, me he contenido, para que la sensibilidad no pareciese en mí más fuerte que la fe. Vosotros lo sabéis: mientras todo el mundo lloraba, yo seguía el cortejo sin derramar una lágrima; y secos estaban mis ojos, cuando, según el uso, arrojé un poco de tierra sobre el cuerpo de mi amado, que se volvía a la tierra. Sollozaban en torno mío, y se extrañaban de que no llorase yo. No era él, era yo quien despertaba la compasión de todos...»
Bernardo es el hombre de los grandes contrastes: es dulce y violento; doctor melifluo y luchador terrible; es todo palabras y todo silencio; es todo ojos y todo oídos para atalayar el error, y no sabe si la iglesia del Císter tiene una cubierta de bóveda o plana. Lleva al mismo tiempo una vida monástica, política, apostólica y contemplativa. Es el mayor místico y al mismo tiempo el hombre más activo de su siglo. El paladín de la enorme y complicada historia en la cual palpita toda la inquietud de su siglo; es el hombre interior, profundo, recogido y absorto que comenta el Cantar de los Cantares; el psicólogo que traza un programa de gobierno a los pastores en el tratado de la Consideración; el piadoso predicador de homilías y sermones; el teólogo profundo de los libros Del amor de Dios y De la gracia y el libre albedrío. Si vuelve del éxtasis, su pluma es una tea; si se encuentra en el campo de batalla, una espada. No escribe por deleite literario; escribe por obligación. Habla de lo que pide el momento, de lo que más urge. Un rey, un obispo, un conde, una monja, una persona cualquiera le pide un consejo: San Bernardo ase la pluma sin titubear. Se levanta un error en el horizonte; San Bernardo lanza un tratado de teología. Como desdeña la dialéctica, desdeña el arte, la retórica. No le preocupan las gracias del estilo, y, sin embarco, logra formarse un estilo propio magnífico, que se parece a la primitiva Iglesia cisterciense. Es preciso, claro, sobrio, incisivo y sustancial. Enemigo de figuras en el arte religioso, Bernardo lleva también su aversión al lenguaje. Sólo algunas imágenes bíblicas, sólo el colorido que nace de una fina sensibilidad y del fuego del alma. Es vehemente y conciso; tiene en alto grado el poder de la ironía y del retrato, juntamente con el don de observación. Su Tratado de los doce grados de la humildad y del orgullo es uno de los análisis más maravillosos de la psicología humana. Abusa, como San Agustín, de los juegos de palabras, de las antítesis y de las rimas; pero en la llama del lenguaje, en la fuerza de convicción y en la elevación de las ideas, pocos se le pueden comparar. «Ultimo de los Padres—dice Mabillón—, es tan grande como los más grandes de ellos.»
Como místico, es menos profundo y menos metódico que San Juan de la Cruz; pero es más expansivo, más radiante, más tierno. Nadie ha cantado con más audacia ni más delicadeza que Bernardo en los ochenta y seis sermones sobre el epitalamio de Salomón las dulzuras misteriosas del amor divino, «cuando entre el alma y Dios todo es común, la casa, la mesa y el lecho». Pero hay que correr mucho camino antes de llegar a este grado supremo. Bernardo nos dice que él ha pasado también por este aprendizaje, confiesa, avergonzado, que a veces el recuerdo de un ser querido le llevaba a Dios con más eficacia que la contemplación de los misterios de la vida de Cristo. Pero esto era al principio de su conversión. Después, la meditación del misterio de la Encarnación le arrancaba siempre un río de lágrimas. Gustábale rumiar interiormente todos los pasos de la vida del Hombre-Dios; y él, tan sobrio en el empleo de las imágenes de la naturaleza, encontraba entonces para expresar su pensamiento las imágenes más delicadas. La unión del Verbo con la Humanidad se presenta a su espíritu en la forma de un lirio purísimo, cuya nivea corola forma un cáliz gracioso, una corona, símbolo de la naturaleza humana, con sus finos y dorados pistilos, que le recuerdan los rayos de la divinidad. « ¡Oh pequeño—exclamaba delante del divino Emmanuel—, oh amado de los pequeñuelos!» No era menor el hechizo con que le atraían los dolores de la Pasión. «Al principio de mi conversión—decía—, a falta de méritos propios, tuve cuidado de recoger un ramillete de mirra y de colocarle junto a mi corazón. En él mezclé todos los dolores, todas las amarguras de Nuestro Señor, sin olvidar la mirra que le dieron en la cruz, ni aquella con que le ungieron en su sepultura. Mientras viva saborearé el recuerdo, cuyo perfume ha inundado mi ser. Él me sostiene en la contradicción y me modera en la prosperidad. Por eso siempre le tengo en la boca, bien lo sabéis; siempre en el corazón, Dios lo sabe, y con frecuencia, en la pluma; nadie lo ignora. Saber a Jesús crucificado, ésa es mi filosofía.» Así llegó Bernardo a las claras cimas del amor, a las regiones aquellas donde, como él dice, las imágenes de los sentidos se desvanecen, donde el sentimiento natural se olvida, donde no se temen los asaltos de la lujuria y del orgullo, porque en vano se tienden los lazos ante los pies de los que tienen alas. «Yo amo porque amo—cantaba—; amo por amar, y el amor es mi propia recompensa.»
Pudo creerse por un momento que Bernardo iba a dejarse deslumbrar por este conjunto maravilloso de cualidades. A los veinte años le faltó su madre, la bondadosa y admirable Aleth, que le había enseñado a amar a la Virgen y a practicar la virtud. Jóvenes mundanos frecuentaban su castillo de Fontaines; amado, admirado y dueño de todos sus deseos, dejóse arrastrar insensiblemente a los frívolos pasatiempos, a las danzas, a los torneos y a las cazas clamorosas. Admirador de Horacio y Virgilio, empezó a sentir aficiones poéticas, y un autor de aquel tiempo, uno de los pocos enemigos que tuvo—es preciso tenerlo presente—nos dice que entre sus poesías juveniles hacía composiciones amorosas, que leía primero entre sus amigos y dedicaba después a las damas. Pronto, sin embargo, se dio cuenta, con su temperamento inclinado a la reflexión, que debía escoger entre la virtud o el placer. Al reflexionar en el destino que le reservaba la Providencia, sus pensamientos se hicieron más serios, y no tardó en sentir verdadera repugnancia por todo aquello que empezaba a amar. El hagiógrafo nos cuenta que cierto día la vista de una mujer le llenó de turbación. Hizo increíbles esfuerzos para arrojar de sí la visión importuna; pero como no lograse reprimir los estímulos de la carne, se arrojó en un estanque que había entre su castillo y la vecina ciudad de Dijon. Desde este día hizo un pacto con sus ojos, resolviendo consagrarse al servicio de Dios.
Su primer pensamiento fue entrar en un monasterio, pero las lágrimas de sus hermanos lograron hacerle desistir. Convínose en que, por lo menos, le dejasen tomar la carrera clerical y dedicarse a las letras; y una mañana de otoño, seguido de varios criados, salió de su castillo borgofión y se dirigió hacia el Norte, buscando el campo de sus victorias en alguna de las escuelas alemanas. Iba a terminar el primer día de marcha, cuando sintió que una calma infinita, de esas que despiertan las añoranzas y los deseos de una cosa mejor, le invadía el alma. Las hojas amarillas, que, sin que nadie las moviese, se desprendían de los árboles, trajéronle a la memoria la vanidad de las cosas humanas. Acordóse también de su santa madre, cuya voz oía con frecuencia en su alma desde que pasó de esta vida. Un fuerte combate se entabló en su interior; sintió necesidad de orar, y entró en una ermita que había junto al camino para pedir a Dios que le iluminase en aquel trance. La oración le llenó de fortaleza y la crisis se resolvió en un torrente de lágrimas y en una resolución inquebrantable de abandonar toda carrera mundana.
Inmediatamente, aquel joven se siente empujado por los dos anhelos, al parecer contradictorios, que serán como los dos corceles de su agitada existencia: el amor de la soledad y el celo por la salvación de las almas. Ha resuelto entrar en el Císter, pero quisiera llevarse consigo a todos los nobles de su tierra de Borgoña. «Esto es una locura», dicen sus hermanos, asustados por aquella impetuosidad; pero no tardan ellos en ser presa del contagio, y tras ellos, sus amigos, sus parientes y sus servidores; clérigos, estudiantes y caballeros. En la primavera de 1112, Bernardo, acompañado de treinta jóvenes, llamaba a las puertas del Císter.
El hijo del señor de Fontaines fue desde el primer día un cisterciense perfecto. Todo su afán era realizar el austero ideal de la reforma reciente del Císter: el cumplimiento literal de la Regla benedictina. Desde entonces empezó a yelar «más de lo que permite la posibilidad humana. Pensaba que el monje debía tener el dominio de sí mismo hasta durante el sueño, y más tarde, cuando oía roncar a alguno de sus hermanos, solía decir que eso era dormir de un modo carnal y al estilo de los seculares». No podía comprender que un monje salmodiase lánguidamente. «Cantad a plena voz —decía—; cuando se repiten las palabras del Espíritu Santo, es preciso hacer vibrar en ellas el fuego del alma.» Ponía especial empeño en la práctica de la ley del trabajo, que era uno de los puntos capitales de la reforma cisterciense. Sin embargo, ni su destreza ni su fuerza muscular estaban a la altura de sus buenos deseos. Pero si no podía guiar los bueyes en el barbecho, ni transportar piedras grandes de la cantera, se consolaba buscando las faenas más humildes, barriendo el claustro o fregando la vajilla. Un día, el sentimiento de su incapacidad le entristeció de tal modo, que empezó a derramar abundantes lágrimas. Era en estío, cuando toda la comunidad esgrimía las hoces en el campo de espigas. Viendo la mala facha que ponía, el abad Esteban le ordenó que se retirase; pero humillado de aquella conmiseración, cayó de rodillas entre los árboles, y rogó a Dios, con los ojos arrasados de lágrimas, que le diese el arte de cortar el trigo. Desde este momento manejó la hoz con tal habilidad, que llegó a ser considerado como uno de los mejores segadores del monasterio, y él mismo se felicitaba de este don que había recibido de Dios. Después del trabajo, la lectura; la lectura de los Libros Santos y de los Santos Padres. «Las cosas gustadas en su fuente—decía Bernardo—tienen más sabor.» Leía meditando, realizando aquello que él llamaba la rumia de los salmos. En medio del silencio del valle, repasaba en su corazón los textos que había recogido en los libros, y a este trabajo interior aludía al decir que no había tenido más maestro que las hayas y las encinas. No es que tuviese muy despierto el amor a la naturaleza. La mortificación de los sentidos le había hecho casi insensible a las magnificencias del Universo. Su modestia era tal, que pudo pasar el noviciado sin darse cuenta del techo que tenía la sala de estudio; y hasta después de mucho tiempo no llegó a saber que la iglesia del Císter tenía en el ábside tres ventanas. Más tarde caminará un día entero junto al lago de Lausanna sin haberse fijado en sus bellezas. Las imágenes vivas y pintorescas que aparecen de cuando en cuando en sus escritos, proceden de la Biblia o de sus impresiones juveniles.
Con la llegada de Bernardo, el Císter, próximo a extinguirse en su nacimiento, recobró nueva vida. Fue necesario enjambrar y formar nuevas colonias. Al frente de una de ellas fue colocado el hijo del señor de Fontaines, cuando no tenía más que veinticinco años. El abad Esteban puso en sus manos una cruz de madera, y los emigrantes, trece con el abad, salieron en busca de fortuna. A los dos días de marcha llegaron a la extremidad de la llanura de Langres, penetrando luego en un valle estrecho e inculto. Las gentes les dijeron que se llamaba el valle del Ajenjo, nombre místico, que, lejos de arredrarles, despertó su intrepidez. El sol le llenaba de claridad, y un riachuelo cantaba en medio del más profundo silencio. Allí se detuvieron los piadosos peregrinos, y desde entonces aquel valle fue Claraval. Era el 25 de junio de 1115. En un mes quedó aderezado el monasterio. Todo era sencillo: capilla sin adornos, cruces de palo y techos de ramaje. Contiguo a la capilla estaba el refectorio, cuyas ventanas, largas de un palmo, le dejaban en una semioscuridad de catacumba. Encima, el dormitorio, donde estaban tirados los lechos, especie de arcas, que hacían pensar en una hilera de ataúdes. A la entrada se abría la celda del abad, tan estrecha que semejaba una prisión, tan baja que, cuando su huésped tenía que levantarse, había de inclinar la cabeza para no darse en el techo. Un saliente de la pared era el único asiento que había, y un agujero informe servía para iluminar la habitación. Alli vivió cerca de cuarenta años el hombre más grande del siglo XII.
Organizóse la vida con todo el rigor de la pobreza cisterciense. La leche, la pesca y los huevos no aparecían nunca en aquel refectorio sepulcral. Al principio, un puñado de bellotas se consideraba como un gran regalo. El mismo día de Pascua no había más que habas y guisantes, preparados sólo con aceite y sal, porque la pimienta y el comino, especias entonces muy usadas, tenían cerrada la puerta del monasterio. «Si supieseis las obligaciones del monje—decía el abad—, regaríais con lágrimas cada bocado que coméis. Estamos en el claustro para llorar nuestros pecados y los del pueblo.» Con estas pláticas los monjes de Claraval cayeron en verdaderas aberraciones, en refinamientos de penitencia. Cualquier sabor en los alimentos les parecía un cebo de Satanás. No les bastaba el pan amasado con tierra, ni las legumbres insípidas; era preciso que algún elemento amargo destruyese el gusto natural de sus comidas. San Bernardo se dio cuenta, y tuvo mucho que hacer para cortar semejantes excesos. El mismo experimentó las consecuencias de aquellos rigores. Su estómago empezó a rehusar todo alimento, y fue preciso que el abad del Císter le descargase por un año de las ocupaciones abaciales y le impusiese un régimen más moderado. Por orden superior, Bernardo se encerró con el físico, un vanidoso charlatán, en una celda levantada a quinientos pasos de la abadía, y allí fue a visitarle un escritor de aquella época, Guillermo de Saint Tierry, que nos describe así la entrevista:
«Encontróle en su celda solitaria, una especie de garita como las que asignan a los leprosos en las encrucijadas. Confieso que aquella morada me inspiró tanto respeto como si me hubiera acercado al altar del Señor. Recibióme con alegría, y como le preguntase por su salud: «Voy muy bien—me dijo—; pero escucha una cosa: yo, que hasta ahora mandaba a los hombres razonables, por justos juicios de Dios, he sido condenado a obedecer a una bestia.» Eso lo decía por su médico. Comí con él. Creí que se trataría con más miramiento a un hombre tan delicado; pero no fue así. Lleno de indignación, vi los comistrajos que le trajeron; ninguna persona en plena salud hubiera podido atravesarlos. Solamente el silencio regular pudo contenerme para no lanzar cuatro dicterios a aquel médico sacrílego y homicida. El enfermo obedecía. Todo le parecía bueno. La costumbre de desdeñar los gustos del paladar le había hecho insensible a todo gusto. Igual le daba comer manteca que mantequilla, y en una ocasión bebió aceite por agua sin advertir el yerro.»
No obstante, al año, el abad volvía a ocupar su puesto al frente de la comunidad, y la gloria de Claraval amenazaba eclipsar la del Císter. Los doce monjes eran ahora quinientos, y nuevas colonias salían sin cesar para todas las naciones del mundo cristiano. Siempre que Bernardo salía de casa, volvía acompañado de una turba de conversos, clérigos y legos, gentiles-hombres y letrados, la aristocracia de la sangre y del talento, a la cual él enseñaba a manejar la hoz y la pala. Su palabra ejercía una especie de sortilegio sobre los espíritus de elección. A un maestro de aquel tiempo, Enrique de Murbach, escribía: «Tú explicas, hermano mío, los Profetas; pero ¿estás seguro de que los entiendes? Si los comprendieses, sentirías que Cristo es el objeto de sus vaticinios, y si quieres comprender a Cristo, lo conseguirás mejor siguiéndole que leyéndole. ¡Oh, si supieses lo que te quiero decir! ¡Si gustases una vez el famoso candeal de que Jerusalén se alimenta, de qué buena gana dejarías que royesen sus mendrugos los literatos judíos! ¡Con qué placer te ofrecería yo los panes calientes, humeantes, recién salidos del horno, que Cristo parte a los pobres de su redil! Créeme: encontrarás algo más en los bosques que en los libros; las piedras y los troncos te enseñarán cosas que no has aprendido en los maestros.»
Nadie podía resistir ante aquel terrible cazador de almas. El que en el oro y en la plata «sólo veía un poco de tierra blanca y roja, a la cual únicamente el error de los hombres podía dar algún valor», se estremecía de indignación ante los hombres que dudaban en sacrificar sus riquezas, «cuya posesión—decía—es una carga, cuyo amor es una mancha, cuya pérdida es un sufrimiento cruel». Hasta en el patíbulo y en las casas de perdición encontraba discípulos y seguidores. Una vez, entrando en una ciudad, vio que una inmensa multitud acompañaba a un bandido hasta la horca. Lleno de compasión, cogió la cuerda con que arrastraban al desgraciado, y dijo a los verdugos: «Dejadme este asesino; quiero colgarle con mis propias manos.» Alarmado el juez al conocer el caso, llegóse a él diciendo: «¿Qué es eso, venerable Padre? ¿Vais a libertar a un hombre que merece mil muertes?» «Déjame—respondió Bernardo—. Ya sé que este hombre es digno de un gran castigo; pero yo mismo le clavaré a la cruz, y le haré permanecer en ella años enteros.» Y se le llevó consigo a Claraval. En otra ocasión, pasando junto a una taberna y viendo a la puerta un jugador empedernido, se ofreció a jugar con él.
—Y ¿a qué vamos a jugar?—preguntó el tahúr.
—Tú—respondió Bernardo—jugarás tu alma; yo, mi mula.
El hombre hizo saltar los dados, y sacó el máximo de puntos: dieciocho.
—He ganado—exclamó.
—Aguarda, hermano—replicó el abad, agitando el bote. Y habiendo tirado a su vez, sacó veinte puntos. Uno de los dados se había roto para dar dos puntos más.
—He ganado tu alma—dijo el monje a su adversario, y se le llevó consigo a Claraval.
Fue ruidoso su discurso a los estudiantes de París, pronunciado a instancias del obispo en el claustro de la catedral.
Su voz tuvo entonces toda la violencia del relámpago. «Hijos míos—decía—, ¿quién os enseñará a huir la ira venidera? ¡Ay de vosotros, que tenéis las llaves de la ciencia y del poder, y no entráis ni dejáis entrar a los otros! Son llaves que habéis robado, no recibido. ¿De dónde viene esa locura de las grandezas, esa impudencia de la ambición, ese amor desenfrenado de las prelacias?... Tened piedad de vuestras almas, hermanos míos; tened piedad de la sangre que ha sido derramada por vosotros. Vuestra castidad peligra en medio de las delicias; vuestra humildad se muere en medio de las riquezas. Salid del seno de Babilonia, salid y salvad vuestras almas.» Cuando el orador terminó de hablar, veinte jóvenes se echaron a sus pies, dispuestos a seguirle, y con ellos se fue aquella misma tarde a la abadía de San Dionisio. AI día siguiente, cuando se dirigían a Claraval, dijo Bernardo: «Volvamos a París.» Y al entrar en la ciudad encontró cinco estudiantes más. «Ahora, partamos—dijo a los suyos—; el número está completo.»
Pero ni la Orden cisterciense, que extiende ya sus brazos hasta los confines de la cristiandad, ni todas las Ordenes monásticas que trabajan junto a ella, pueden agotar el celo impetuoso del abad de Claraval. Bernardo tiene todas las intemperancias sagradas de un apóstol; es el apóstol más grande de su siglo. Después de trabajar en la reforma monástica, se lanza a la obra de la reforma clerical. Abades y obispos se someten al ascendiente de su virtud y siguen sus inspiraciones. Ni las cortes de los reyes ni la curia de Roma le parecen exentos de la jurisdicción oficiosa con que Dios arma a los misioneros de la verdad; su apostolado es casi agresivo, aun cuando se dirige a la realeza y al Pontífice. Escribiendo al rey de Francia, Luis el Craso, le decía: «La Iglesia levanta contra vos, a la presencia de su Dueño y Señor, una queja desesperada, porque encuentra un opresor en aquel que debiera ser su defensor. Considerad bien quién es Aquel a quien ofendéis; no es un hombre, no es un obispo; es el Señor del Cielo, el Señor terrible, que quita la vida a los príncipes.» Y al Pontífice Honorio II, engañado por la diplomacia francesa, le decía: «El honor de la Iglesia ha sido gravemente comprometido bajo vuestro pontificado. La humildad de los obispos estaba a punto de triunfar de la cólera del rey, cuando la autoridad suprema vino a renovar el orgullo. Sabemos que habéis sido victima de la mentira, pero lo que nos extraña es que, juzgando a una parte, hayáis condenado a la otra sin escucharla. Somos el escarnio de nuestros vecinos. ¿Y hasta cuándo durará esto? A vuestra piedad compasiva toca dar dar la respuesta.»
No olvidaba Bernardo que su primera obligación era salvar su alma. Tratábala con tal respeto «como si llevase—dice él mismo con bella imagen—una gota de la sangre de Cristo en un vaso de cristal». La vista del mundo le estremece, y su celo le obliga a trabajar en él. Ama la soledad, y el amor del prójimo le arrastra fuera de ella. Al principio de su vida religiosa se queja de ser «un pobre pajarillo desterrado en su nido y sin plumas todavía». Cuando le crecen las alas y vuela a través del mundo con la rapidez del rayo, tiembla pensando que traiciona su vocación. Se ve como un enigma cuyo sentido no sabe descifrar, y exclama: «Soy la quimera de mi siglo; ni monje ni laico. Y de monje, ¿qué me queda? Llevo, ciertamente, el hábito, pero no tengo la realidad.» Era el lenguaje de la verdad. Es verdad que su vida se desarrollaba en los caminos y en las ciudades, en las cortes y en los concilios tanto como en el monasterio; pero, sin él darse cuenta, una fuerza superior le arrastraba, aquella fuerza por la cual podía decir: «Los negocios de Dios son mis negocios; nada de cuanto le atañe es extraño para mí.» Guiado por este pensamiento, sale de Claraval, pasa el Rhin, recorre las provincias de Francia, llega una y otra vez a Roma, lucha, discute, escribe y predica.
Tres graves peligros amenazan a la Iglesia en su tiempo: el cisma, la herejía y el islamismo. A los tres hace frente la actividad proteica del abad de Claraval. A su voz, doscientos mil hombres pasan los mares dispuestos a detener los avances del Islam en Palestina. Fue la segunda cruzada; cruzada desastrosa, porque no hubo un capitán digno de tal misionero. Más afortunado fue Bernardo en su campaña contra el cisma. Levanta la voz en favor de Inocencio II, y la cristiandad le sigue. Triunfa en las asambleas episcopales, y, dondequiera que aparece, todo el mundo queda eclipsado por su presencia. El esfuerzo es largo y penoso, pero un triunfo completo le corona: el mismo antipapa viene a arrojarse a sus pies; y cuando sale de Roma, después de siete años de trabajo, puede exclamar, satisfecho: «Llevo conmigo la recompensa: es la victoria de Cristo, la paz de la Iglesia.» Poco después, los herejes y los sofistas vienen a turbar esa paz tan deseada. Es Abelardo, con su conceptualismo metafísico; es Arnaldo de Brescia, con sus doctrinas demagógicas y anarquizantes; es Pedro de Bruys, con su neomaniqueísmo caótico y revolucionario; es el obispo Gilberto de la Porrée, con sus distinciones sutiles de Dios y de la Divinidad, forma de Dios.
Desde el primer momento ha comprendido Bernardo el peligro que corre al enfrentarse con estos hombres avezados a todas las argucias de la dialéctica. Él no es ni hombre de escuela. «¿Qué me importa la filosofía?—exclama en cierta ocasión—. Mis maestros son los Apóstoles; ellos no me han enseñado a leer a Platón o a desenredar la maraya de Aristóteles, sino a vivir bien. Y, creedme, no es ésta una ciencia despreciable.» Sin embargo, nada puede detener el empuje de su fe. Sin pensar en que podía ser aniquilado a causa de su inexperiencia en los torneos dialécticos, sale fogoso en defensa de la Iglesia amenazada. Y arroja a Arnaldo de Francia y Suiza, confunde a Abelardo en la asamblea de Sens, consigue en Reims de Gilberto una retractación formal, y persigue a los maniqueos a través de toda la Aquitania. «Yo soy el sembrador del Evangelio—decía en Albi, ante una inmensa muchedumbre—, y he encontrado vuestro campo lleno de malas semillas.» En medio del discurso, el orador y la concurrencia empezaron a dialogar. «Elegid la semilla que os pide vuestra conciencia», decía el orador; y sus palabras fueron contestadas por un murmullo de reprobación contra el error petrobusiano. «Convertios, pues—añadió el abad—; entrad en la unidad los que estabais manchados, y para que crea en vuestra sinceridad, levantad la mano los que renunciáis al error.» Todos, dice el cronista, levantaron la mano, y así terminó aquella escena sublime.
A pesar de su desdén por las armas de la lógica. Bernardo manifestó en aquella lucha una maravillosa habilidad. La metafísica no tiene secretos para él, pero es la intuición la que le guía, más que el arte del raciocinio. Una palabra, una frase, le bastan para descubrir la verdad con todo su esplendor. La resistencia inesperada le exaspera, y entonces el hombre de la dulzura se convierte en un polemista terrible, derramando su cólera en vehementes invectivas y en expresiones violentas que hacen temblar. No eran el odio ni el orgullo quienes le guiaban, sino la viveza de su temperamento y su amor apasionado de la verdad. Sus violencias no partían del fondo del corazón; sus iras eran iras sin hiél. Una bondad fundamental inspiraba su conducta. Se dijo de él que nunca asistió a un entierro, aunque fuese de una persona extraña, sin llorar. Los herejes, los judíos, los mismos mahometanos encuentran gracia a sus ojos, con tal de que no ataquen, a la Iglesia, esposa de Cristo, a quien adora. No admite más arma contra ellos que la espada de la palabra de Dios. «Reducid a los herejes con argumentos, no con la fuerza», decía a los que pensaban en hogueras y matanzas; y cuando en 1146 el pueblo estuvo a punto de hacer desaparecer en las orillas del Rhin hasta el último resto de la raza judía, sólo en él encontraron los perseguidos una defensa segura.
La mayor parte de los adversarios a quienes sus golpes echaban por tierra, se levantaban luego para abrazarle, y todos los arrepentidos estaban seguros de hallar un puesto en su corazón. Suya es aquella frase: «Si la misericordia fuese un pecado, yo le cometería.» Pocos hombres han amado con tan profunda ternura. En sus cartas encontramos efusiones como éstas: «¡Desgraciado de mí, que no puedo tenerte a mi lado, ni puedo verte, ni puedo vivir sin ti! Morir por ti es mi vida; vivir sin ti es morir.» Esto se lo decía a un monje discípulo suyo. Cuanto más avanza en la vida, más violencia se hace para contener los ímpetus de su ternura, pero a veces la naturaleza le traiciona. Así, cuando se le murió su hermano Gerardo, mayordomo de su monasterio de Claraval, queriendo ahogar su tristeza en el fondo de su alma, Bernardo no lloró, ni exhaló una sola queja. Pero un día, mientras comentaba a sus monjes el Cantar de los Cantares, una ola de amargura subió a su garganta, no pudo contenerse y prorrumpió en aquel fúnebre lamento de la muerte de su hermano, que es una de las más bellas páginas de la Edad Media: «¿Hasta cuándo disimularé y tendré oculto este fuego que abrasa mi pecho y devora mis entrañas? Prisionero dentro de mí, circula a través de mis venas, me muerde, me martiriza. ¿Cómo hablar del Cántico en medio de esta tristeza? Hasta ahora me he hecho violencia, me he contenido, para que la sensibilidad no pareciese en mí más fuerte que la fe. Vosotros lo sabéis: mientras todo el mundo lloraba, yo seguía el cortejo sin derramar una lágrima; y secos estaban mis ojos, cuando, según el uso, arrojé un poco de tierra sobre el cuerpo de mi amado, que se volvía a la tierra. Sollozaban en torno mío, y se extrañaban de que no llorase yo. No era él, era yo quien despertaba la compasión de todos...»
Bernardo es el hombre de los grandes contrastes: es dulce y violento; doctor melifluo y luchador terrible; es todo palabras y todo silencio; es todo ojos y todo oídos para atalayar el error, y no sabe si la iglesia del Císter tiene una cubierta de bóveda o plana. Lleva al mismo tiempo una vida monástica, política, apostólica y contemplativa. Es el mayor místico y al mismo tiempo el hombre más activo de su siglo. El paladín de la enorme y complicada historia en la cual palpita toda la inquietud de su siglo; es el hombre interior, profundo, recogido y absorto que comenta el Cantar de los Cantares; el psicólogo que traza un programa de gobierno a los pastores en el tratado de la Consideración; el piadoso predicador de homilías y sermones; el teólogo profundo de los libros Del amor de Dios y De la gracia y el libre albedrío. Si vuelve del éxtasis, su pluma es una tea; si se encuentra en el campo de batalla, una espada. No escribe por deleite literario; escribe por obligación. Habla de lo que pide el momento, de lo que más urge. Un rey, un obispo, un conde, una monja, una persona cualquiera le pide un consejo: San Bernardo ase la pluma sin titubear. Se levanta un error en el horizonte; San Bernardo lanza un tratado de teología. Como desdeña la dialéctica, desdeña el arte, la retórica. No le preocupan las gracias del estilo, y, sin embarco, logra formarse un estilo propio magnífico, que se parece a la primitiva Iglesia cisterciense. Es preciso, claro, sobrio, incisivo y sustancial. Enemigo de figuras en el arte religioso, Bernardo lleva también su aversión al lenguaje. Sólo algunas imágenes bíblicas, sólo el colorido que nace de una fina sensibilidad y del fuego del alma. Es vehemente y conciso; tiene en alto grado el poder de la ironía y del retrato, juntamente con el don de observación. Su Tratado de los doce grados de la humildad y del orgullo es uno de los análisis más maravillosos de la psicología humana. Abusa, como San Agustín, de los juegos de palabras, de las antítesis y de las rimas; pero en la llama del lenguaje, en la fuerza de convicción y en la elevación de las ideas, pocos se le pueden comparar. «Ultimo de los Padres—dice Mabillón—, es tan grande como los más grandes de ellos.»
Como místico, es menos profundo y menos metódico que San Juan de la Cruz; pero es más expansivo, más radiante, más tierno. Nadie ha cantado con más audacia ni más delicadeza que Bernardo en los ochenta y seis sermones sobre el epitalamio de Salomón las dulzuras misteriosas del amor divino, «cuando entre el alma y Dios todo es común, la casa, la mesa y el lecho». Pero hay que correr mucho camino antes de llegar a este grado supremo. Bernardo nos dice que él ha pasado también por este aprendizaje, confiesa, avergonzado, que a veces el recuerdo de un ser querido le llevaba a Dios con más eficacia que la contemplación de los misterios de la vida de Cristo. Pero esto era al principio de su conversión. Después, la meditación del misterio de la Encarnación le arrancaba siempre un río de lágrimas. Gustábale rumiar interiormente todos los pasos de la vida del Hombre-Dios; y él, tan sobrio en el empleo de las imágenes de la naturaleza, encontraba entonces para expresar su pensamiento las imágenes más delicadas. La unión del Verbo con la Humanidad se presenta a su espíritu en la forma de un lirio purísimo, cuya nivea corola forma un cáliz gracioso, una corona, símbolo de la naturaleza humana, con sus finos y dorados pistilos, que le recuerdan los rayos de la divinidad. « ¡Oh pequeño—exclamaba delante del divino Emmanuel—, oh amado de los pequeñuelos!» No era menor el hechizo con que le atraían los dolores de la Pasión. «Al principio de mi conversión—decía—, a falta de méritos propios, tuve cuidado de recoger un ramillete de mirra y de colocarle junto a mi corazón. En él mezclé todos los dolores, todas las amarguras de Nuestro Señor, sin olvidar la mirra que le dieron en la cruz, ni aquella con que le ungieron en su sepultura. Mientras viva saborearé el recuerdo, cuyo perfume ha inundado mi ser. Él me sostiene en la contradicción y me modera en la prosperidad. Por eso siempre le tengo en la boca, bien lo sabéis; siempre en el corazón, Dios lo sabe, y con frecuencia, en la pluma; nadie lo ignora. Saber a Jesús crucificado, ésa es mi filosofía.» Así llegó Bernardo a las claras cimas del amor, a las regiones aquellas donde, como él dice, las imágenes de los sentidos se desvanecen, donde el sentimiento natural se olvida, donde no se temen los asaltos de la lujuria y del orgullo, porque en vano se tienden los lazos ante los pies de los que tienen alas. «Yo amo porque amo—cantaba—; amo por amar, y el amor es mi propia recompensa.»
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