Era en la época de los castillos que hicieron a Castilla. Un hidalgo se establecía en la cima de una roca, construía, organizaba, daba fueros, recibía colonos y vasallos y los defendía contra los moros del Sur. Aquel vivir fronterizo curtía las almas y empenachaba los blasones. Se exponía la vida, pero también se repartía el botín de la victoria. Los corazones ardían con fuegos de entusiasmo, nacían los linajes, se alzaban los templos y las fortalezas, y las gentes se sentaban y trabajaban en torno. Así nació Caleruega, al mediodía de Burgos, más allá del laberinto de las montañas, en la tierra llana y rojiza que anuncia la depresión del Duero. Dominando las tierras de pan llevar, se yergue allí la altura rocosa de La Peña, y sobre La Peña, dando abrigo al pueblo dormido, la torre que el segundón de una gran familia de Castilla construyó entre los años victoriosos de la conquista de Toledo y Cuenca, cuando se alejaba la marea menguante de la invasión. En aquella torre maciza y austera, símbolo impresionante de aquellos días heroicos, vino al mundo uno de los más esforzados paladines del cristianismo. Domingo de Guzmán era el nieto, el hijo tal vez, de los castellanos que la edificaron. Siendo niño, su padre, Félix de Guzmán, le cogía en sus brazos atléticos y, sentándole en las almenas, le mostraba la llanura fértil y ondulada, surcada en el centro por la línea verde del Duero y rota en la lejanía por los ariscos bastiones del Guadarrama. Pero el muchacho iba de mejor gana al lado de su madre, sobre todo cuando la santa y dulce doña Juana de Aza vaciaba los toneles de sus bodegas entre los aldeanos del alfoz. A las puertas del castillo se sentaban con frecuencia los juglares que cantaban las gestas del Cid y las del buen conde Fernán-González, en cuyas huestes habían figurado sus antepasados; pero más que escuchando los cantos de los guerreros, goza él oyendo las hazañas de los taumaturgos. Allí, a tres leguas de su torreón, se alza un famoso santuario, Santo Domingo de Silos, el santuario más famoso de cuantos había entonces en Castilla. El vástago de los castellanos de Caleruega ha heredado el nombre de aquel abad insigne que protege milagrosamente a sus compatriotas y saca los cautivos de las mazmorras agarenas y llena todo el reino con sus maravillas. Mientras el hidalgo lucha en las riberas del Tajo, ella, doña Juana, va una y otra vez a la abadía; se mezcla, llevando a su hijo de la mano, entre la muchedumbre de los peregrinos, y pasa horas y horas rezando delante del sepulcro, iluminado por lámparas de plata y adornado de retablos metálicos, entre cuyos esmaltes la miran los Apóstoles en hieráticas actitudes. Entre tanto, el rapaz corre por el claustro y abre sus grandes ojos azules ante el misterio de los monstruos alados que se enroscan en los capiteles. Los monjes sonríen al descendiente de una de las más ilustres familias de la tierra; acarician sus cabellos dorados y le enseñan a juntar las letras del alfabeto.
Otras veces el niño va en dirección opuesta, hacia la villa de Gumiel de Izán, donde tiene un tío arcipreste. Bajo su mirada vigilante pasa Domingo largas temporadas, ayudando a misa, aprendiendo los cantos de la Iglesia, estudiando la gramática y ensayándose en la traducción de los versos de la Eneida. La convivencia con este digno sacerdote, en cuyo cariño había moderación y profundidad, debió de darle aquella dulce serenidad y aquella madurez precoz que se traducen en estas palabras en su discípulo y sucesor Jordán de Sajonia: «Hubierais visto en él al mismo tiempo un niño y un anciano, porque el pequeño número de sus años revelaba la juventud, mientras que la madurez de su conversación y la firmeza de su conducta anunciaban la vejez.» Por aquellos días, en Gumiel, en Silos y en Caleruega, el motivo principal de todas las conversaciones era el peligro de los moros. Domingo tenía doce años cuando las armas cristianas fueron derrotadas en Alarcos. El desastre llevó el pánico a las fortalezas del Tajo y del Duero; Castilla se vistió de duelo y el llanto repercutió en la torre de Caleruega. También los Guzmanes humedecieron con su sangre el campo de batalla. La infancia de Domingo se ensombreció con el terror de los moros, y en su alma empezó a germinar la aversión contra los enemigos de Cristo, que eran también los enemigos de su raza; una aversión que tuvo capital influencia en su vocación y en su vida. Sin embargo, jamás pensará en predicar la cruzada contra los musulmanes, como los discípulos de San Francisco; aquel horror infantil le hará buscar entre los herejes el campo de sus ímpetus belicosos; mientras que los magnates castellanos caminan hacia las Navas para lavar la vergüenza de Alarcos, él penetrará entre las huestes heréticas armado con las armas de la dialéctica. Dios le iba preparando, sin él darse cuenta, para su gran misión. Todas las etapas de su infancia son providenciales: de la torre a la abadía, de la abadía a la parroquia, de la parroquia a la Universidad.
La Universidad de Castilla estaba a fines del siglo XII en Palencia. Allí enseñaban los mejores maestros, y en torno suyo se agrupaba la caterva vocinglera de la juventud estudiosa. Allí apareció también Domingo, ávido de saber. Era entonces un adolescente, en quien se iban ya fijando, juntamente con los rasgos del cuerpo, las características del alma: ojos del color de la flor del maíz; cabellos como las espigas maduras que el aire mece en las vegas de su tierra; mejillas rubicundas como manzanas otoñales; cutis blanco; manos finas, como las del segundo conde de Castilla; talle flexible y gracioso, pero estatura mediana; pecho ancho y robusto y músculos de acero. Si hubiera sido más alto, las gentes le hubieran confundido con Bernardo de Claraval. En uno y otro, la nota característica de la fisonomía era la luminosidad: claridad en el rostro y transparencia en el alma. Cuando el joven, después de las fatigas del curso, volvía a pasar el estío en la casa paterna, su madre adivinaba en sus ojos azules un Cielo constelado de virtudes, y dice la leyenda que sobre su frente veía relampaguear un lucero.
En la Universidad, el joven estudiante completó sus conocimientos humanísticos, y después de dominar el manejo del silogismo, penetró en las profundidades de la Teología. Su trabajo era, a la vez, dialéctico y místico, atento a la sutileza de la argumentación, pero al mismo tiempo orientado hacia la actividad apostólica y hacia el progreso de la vida interior. «Las verdades que comprendía gracias a la facilidad de su espíritu—dice su primer biógrafo—, regábalas con el rocío de los afectos piadosos, a fin de que germinasen los frutos de la salvación. Su memoria se llenaba, como un granero, de abundancia de riquezas divinas, y sus acciones exprimían al exterior el tesoro sagrado que llenaba su pecho.» Ya entonces Domingo era un asceta. Había leído que los primeros anacoretas no probaban el vino, y él quiso imitarlos condenándose a no probar el licor chispeante que doña Juana de Aza distribuía con larga mano entre los mendigos. Algunos años después, por consejo de su obispo, se decidió a tomar un poco; pero de tal manera lo mataba con agua, que, según la expresión de un viejo cronista, «pocos se hubieran apresurado a beber de su botella». Poco después, el asceta se nos presenta convertido en místico. Es ya profesor de la Universidad, y al mismo tiempo subprior del cabildo de Osma. Lo mismo cuando canta en el coro que cuando explica en la cátedra los libros santos, la palabra divina conmueve su ser y hace brotar las lágrimas en sus ojos. Ama aquellos libros apasionadamente: durante las noches, cuando los mercaderes han cerrado ya sus tiendas y se han apagado ya las últimas luces en la ciudad, el joven maestro revuelve aquellos libros a la luz de la lámpara, los rumia, los medita, y con ellos, como con los mejores amigos, se le pasan las horas muertas. Pero más que sus códices de pergamino, ama a sus discípulos, a sus hermanos, a los estudiantes pobres, a los pobres de Cristo. Hay una cosa que no podían olvidar las gentes de Falencia: un día, cuando el hambre afligía a la región, cuando los mendigos se amontonaban famélicos en torno a la catedral, se vio a aquel profesor entrar en el tugurio de un hebreo con sus códices bajo el brazo y volver sin ellos a su casa. Había vendido lo que más quería. «Pero, ¿es posible?—le preguntaban sus colegas—. ¡Vos, que amáis la ciencia con pasión! ¡Vos, que sois ya la lumbrera de nuestra tierra!» «No quiero estudiar sobre pieles muertas—contestó él—mientras los miembros vivos de Cristo se mueren de hambre.» Aquellos libros estaban llenos de glosas y apuntes de su propia mano; en ellos había condensado mucho tiempo de investigación y de reflexión; eran el mayor tesoro que podía tener un hombre de ciencia; pero, más que los libros, a Domingo le importan los hombres. Su apasionamiento científico es puramente altruista; su espiritualidad, plenamente apostólica. En un teólogo, este rasgo tiene un significado simbólico. La ciencia vale mucho, parecía decir Domingo a todos los devotos del saber; pero más que la ciencia vale la caridad. Y lo decía con su realismo vibrante, con una energía de pura cepa castellana. Amaba la ciencia, pero quería verla vivificada por el amor; y ese amor se agitaba ya dentro de su ser en anhelos de trabajos, de sufrimientos y de conquistas. Más aún que los cuerpos hambrientos de pan, le inquietaban las almas hambrientas de verdad.
Estremecíase al ver la multitud de los pecadores que se perdían por falta de evangelizadores. Su caridad se inflamaba y hacía temblar su pecho. En su celda del cabildo regular de Osma, se sentía bruscamente arrebatado por el ímpetu de aquella llama; se levantaba del lecho y caminaba de un lado para otro, hablando en voz alta y gesticulando nerviosamente. Entonces, incapaz de contener los arranques que hinchaban su pecho, estallaba en sollozos y en gritos, estrangulados por el dolor. En medio del silencio de la noche se oían voces roncas, profundos gemidos, suspiros y exclamaciones furiosas, que se parecían, dicen los biógrafos, a los rugidos del león. El joven atleta robusto, apasionado, exaltado por el amor de Cristo, buscaba su vocación, pedía al Señor un puesto en la vanguardia de sus apóstoles y se sentía con fuerzas para conquistar el universo, para renovar la faz de la tierra. Aquellos accesos de fiebre conquistadora solían terminar con esta oración que nos ha conservado uno de sus discípulos: «Señor, dignaos concederme una caridad verdadera, un celo capaz de procurar la salvación de los demás, a fin de que, consagrándome todo entero y con todas mis fuerzas a la conversión de los pecadores, llegue a ser verdaderamente un miembro de Aquel que se ofreció enteramente a su Padre para salvar a los hombres.»
Domingo había llegado a la plenitud de la vida. Tenía ya treinta y tres años. Su formación física, intelectual y moral estaba terminaba. Sin él darse cuenta, Dios ha ido templando su naturaleza heroica con un carácter esencialmente combativo. Tiene una amplia educación eclesiástica y universitaria; la cátedra ha dado solidez a sus conocimientos; la vida regular del cabildo le ha iniciado en las vías de la perfección religiosa, y su cargo al frente de los canónigos le ha abierto las perspectivas de la administración temporal y del régimen de las almas. Está preparado para conocer su destino. Este es el momento en que llegan a Osma los pajes de Alfonso VIII con una misión para el obispo y para el subprior del cabildo. El obispo era un hombre admirado en la corte castellana por el prestigio de su virtud y su prudencia. Se llamaba Diego de Acevedo. El subprior, aunque joven todavía, empezaba a ser mirado como uno de los personajes del reino. Los dos deben ir a Dinamarca para negociar el casamiento de uno de los hijos del rey con una princesa de aquella tierra, cuya hermosura han celebrado en la corte los trovadores provenzales.
Los dos embajadores emprenden animosamente el camino. Una escolta numerosa les protege. Con regalos espléndidos de tapices, de joyas de plata y de marfil, de esclavos moros y caballos andaluces, atraviesan los campos de Castilla, penetran en los valles de Navarra y pasan los Pirineos por el puerto de Roncesvalles. En Tolosa le sucede uno de esos hechos que iluminan la vida de un hombre. Se encuentran en un país de herejes, en la capital de la herejía de los cataros. Precisamente el amo de la posada en que se han detenido los viajeros es un sectario. Por un sentido místico y como profético, Domingo lo ha adivinado. Huele a los enemigos de la fe, como Catalina a los pecadores. Y resuelve convertirle. Al fin va a estallar aquel celo largamente contenido. Mientras los demás duermen, él discute, deshace prejuicios y tritura razonamientos. Al amanecer, la luz sobrenatural penetra en el alma oscurecida por el error. Se había operado la conversión. Este primer éxito es la revelación del apóstol. Él mismo debió de quedar admirado de las facultades extraordinarias don que Dios le había dotado para la polémica, y tal vez fue entonces cuando se dio cuenta del ancho campo que se abría a su actividad.
En los planes de Dios, el objeto de su embajada era revelar al mundo su vocación maravillosa de apóstol. Fue necesario cumplir la misión del rey. El obispo y el canónigo atravesaron el reino de Francia, y caminando siempre hacia el norte, llegaron a la marca septentrional de Dinamarca. Allí, una mala noticia: la princesa acaba de morir. Y, al mismo tiempo, una noticia propia para entusiasmar a dos bravos hidalgos de Castilla: cerca de allí, en los confines del mundo germánico, habitan tribus de bárbaros a quienes nadie todavía ha predicado el Evangelio. Son los rumanos, cabezas duras y corazones feroces. Diego y Domingo toman una resolución heroica: la de ir a conquistar la palma del martirio entre aquellos pueblos salvajes. Pero antes había que obtener la autorización de la Santa Sede. Licenciado su séquito y enviándolo a Castilla, los dos embajadores se dirigieron a Italia, En Roma vio Domingo por vez primera al hombre que debía ayudarle en la realización de su ideal evangélico; talla pequeña, como la suya, hablar rápido, gesto autoritario, ojos penetrantes, que espiaban entre el bosque de unas cejas negras y bien pobladas, y en la cabeza el sencillo gorro puntiagudo, rematado en una borla, que conocía toda la cristiandad. Así era Inocencio III. Pero cuando el obispo de Osma empezó a ponderar el abandono en que vivían los rumanos y a exponer su proyecto de ocuparse en su evangelización, una leve sonrisa iluminó el rostro severo del gran Pontífice. Don Diego comprendió. Para un hombre de gobierno, aquello parecía una loca aventura, propia de un Cid evangélico. Un obispo celoso tenía su puesto en la diócesis; un canónigo observante, en el cabildo. Domingo vio con pesar que se desvanecía el gran sueño de su vida, un sueño generoso, entusiasta, ansiosamente buscado y fervorosamente aceptado. Sin embargo, se dispone a obedecer y aguarda tranquilamente el signo de la voluntad divina.
La voz de Dios resuena en el camino de España. Más allá de los Alpes los dos viajeros se encuentran nuevamente con el espectro de la herejía. Como en Tolosa los cátaros; los valdenses dominan en Lyón, Aviñón y Montpellier. Cerca de Montpellier, Diego y Domingo se avistan con los abades cistercienses que trabajan en la evangelización del país. Están desalentados; trabajan mucho sin conseguir nada; se les desprecia, se les persigue y las gentes no quieren escucharlos. Y los dos castellanos les dieron un sabio consejo:
«Habéis venido a predicar con aparato excesivo de caballos y vituallas. No es así como conquistaréis esta tierra para Jesucristo. Los discursos son buenos, pero los ejemplos valen mucho más.» Y después de aconsejar, empezaron a obrar. Caminando a pie, viviendo pobremente, predicando y practicando la caridad, recorrieron el país, de pueblo en pueblo y de castillo en castillo. Cuando el obispo se volvió a España, el canónigo continuó la obra inaugurada por ambos. Solo, inerme, los pies descalzos, y en la espalda el hato de sus libros, recorría una tierra de fanáticos, entraba en los castillos feudales, predicaba en las plazas, buscaba a los más famosos corifeos de la herejía y discutía con ellos durante semanas enteras. De noche oraba, leía y preparaba sus tesis contra los dos principios, que era la doctrina fundamental de aquellos sectarios defensores del maniqueísmo, refutado por San Agustín. En aquella existencia febril, abrumado por el peso de su responsabilidad, rendido por la fatiga, acribillado por las miradas y los dicterios de un público hostil, se le pasaban los días y los años, caminando sin descanso, asaltando las ciudades del error, pasando de Servían a Beziers, de Beziers a Castenau, a Montpellier, a Tolosa, a Carcasona.
Cuando iba a Carcasona, el caballero de Cristo estallaba de alegría, porque allí es donde encontraba los enemigos más rabiosos; allí los chicos le tiraban piedras por las calles, las mujeres le arrojaban inmundicias desde las ventanas, y en la iglesia de los malignantes se le presentaban los más sutiles de sus dialécticos. Pero en medio de las contradicciones, su voz resonaba con aire de victoria, aquella voz vibrante, aquel acento poderoso y claro como una trompeta, aquel acento dominador, que imponía la verdad y no se cansaba nunca. Entonces el hijo de los héroes de Castilla parecía envuelto en una llama divina, y en sus ojos claros brillaba el relámpago de los grandes conquistadores. Su figura era ya popular; los sectarios le odiaban, pero le admiraban, y los trovadores cantaban sus místicas hazañas. Como Ruy Díaz de Vivar, Domingo de Guzmán tenía también su canción de gesta. «Jesucristo—decía un poeta—iluminó su corazón y su cuerpo, y le llenó de gracia. Cuando las gentes llegan en tropel a mirarse en su rostro, les sucede como cuando quieren mirar al sol, tan rojo y tan brillante. Los hombres buenos del país están gozosos y orgullosos de él; pero los malos, los que tienen el corazón villano y perverso, se mueren de envidia en su presencia.»
La santidad de Domingo, su riguroso ascetismo, su celo inflamado, su inalterable dulzura, su cálida elocuencia, empezaron a producir frutos espléndidos. Muchos que habían sido engañados por los herejes se llegaban a él llenos de confianza y le pedían que les explicase las verdades de la fe. Los corazones sensibles y abiertos eran incapaces de resistir la seducción de su mirada. Se abandonaban a su dirección, y él les enseñaba a hacer penitencia, a guardar la limpieza en su vida y a rezar la salutación angélica. En torno suyo, las gentes piadosas rezaban incansablemente el Ave, le rezaban con lágrimas de amor y de arrepentimiento, le acompañaban de postraciones y de extáticos afectos, y así nacieron las primeras rosas del Rosario. Hubo convertidos que ya no quisieron separarse de aquel hombre que les había mostrado la senda de la luz, y de este modo halló Domingo sus primeros colaboradores; hubo damas ilustres que, sacadas de la red de los falsos doctores, se postraron a los pies de su libertador, dispuestas a obedecerle hasta la muerte, y para ellas levantó Domingo su primer convento, el famoso convento de Prouille, situado en el corazón mismo de la herejía (1207). Fue un golpe genial. El hijo de los Guzmanes seguía la táctica de aquel antepasado suyo que había construido la torre de Caleruega frente al poderío islámico. Aquella fundación debía ser como un alcázar divino, como el refugio de las almas consagradas a Dios, y la ciudadela de los misioneros. Al esfuerzo de la predicación se juntaban las influencias de la oración y de la virtud. Cuando el fundador tenía que sostener una controversia, o se veía obligado a emprender un viaje peligroso, o esperaba la conversión de un alma, veinte corazones de mujeres contemplativas, fervientes y mortificadas, se unían en un haz apretado para secundar el celo del padre, y Domingo sentía que sus éxitos eran más duraderos y que volvía menos fatigado de sus campañas. Dotado de una sensibilidad tierna y profunda, como la mayoría de los apóstoles enérgicos y apasionados, tenía necesidad de un afecto delicado y sobrenatural, y eso lo encontraba también entre aquellas convertidas que se habían entregado a su dirección. Pero si el entusiasmo y la generosidad de sus hijas le llenaban de consuelo, sus imperfecciones, sus pequeñeces, sus desalientos le hacían pasar horas muy tristes. Como Francisco Javier, como Pablo, Domingo era un impaciente, y la lentitud de aquellas almas buenas en el camino de la vida espiritual le crucificaba. Es la expresión de un testigo.
Sigue la fundación de Tolosa, la primera casa de los Hermanos Predicadores. Un nuevo rasgo de audacia. Se trata, ante todo, de enseñar la verdad y extirpar la herejía. Domingo veía con claridad perfecta: debía crear un cuerpo de hombres sabios, pobres y austeros; una congregación de misioneros que viajasen a pie, pidiendo de puerta en puerta el pan de cada día y aceptando la hospitalidad de los fieles. La ciencia y la piedad habían de ser los dos rasgos esenciales de estos caballeros de Cristo. Caso nuevo en la historia de las Ordenes religiosas: el trabajo manual quedaba suprimido; el estudio, prolongado; la oración litúrgica, disminuida, y los ejercicios de penitencia, subordinados a las exigencias de la predicación. El ideal de Domingo se presenta con un sello de originalidad consciente y robusta. No obstante, Roma le acogió favorablemente; Inocencio III le consagró con la primera aprobación (1215), y en el Concilio de Letrán propuso a todas las Iglesias aquel programa de renovación cristiana y de vida apostólica; Honorio III protegió con una constancia infatigable al fundador y a todos sus discípulos. Siempre sucede lo mismo: los grandes santos, los fundadores y los reformadores se adelantan a los hombres de gobierno, a los Pontífices más vigilantes y activos. Ellos tienen la iniciativa; lo único que piden es el reconocimiento de su obra y la consagración definitiva de la autoridad suprema.
Cinco años le quedaban de vida al fundador. Aún era joven, pero presiente que va a morir pronto, y se multiplica en una actividad prodigiosa. Abandona finalmente el campo de su apostolado, porque ahora se debe a toda la cristiandad. Su último discurso revela, con sus amenazas, las fiebres apostólicas de su corazón. «Durante muchos años —dice—os he predicado con mansedumbre, con ruegos y con lágrimas. Todo en vano. Pero, como dicen en mi tierra, donde no sirvió la bendición, agols, servirá el bastón, bogols, Vuestras torres serán destruidas, vuestras murallas derruidas y vosotros seréis reducidos a la esclavitud.»
Así anunciaba la guerra de los albigenses. Desde entonces le vemos caminar por el mundo fundando, predicando y reclutando discípulos y enviándolos en todas direcciones. «El grano se corrompe cuando se le amontona, y fructifica cuando se le siembra.» Este es otro refrán de su tierra, que él repite y practica. La túnica blanca y el manto negro dominicanos surgen de improviso en todos los caminos de Occidente. Los Hermanos Predicadores se cobijan a la sombra de todas las Universidades y construyen en todos los puntos estratégicos, junto a las corrientes de la ciencia y frente a las fortalezas del error.
Su jefe camina delante de ellos; comenta en Roma las epístolas de San Pablo, persigue a los cataros en Lombardía, preside en Bolonia a los cincuenta priores del primer Capítulo general, organiza la fundación de París, atraviesa el Pirineo, funda en Segovia y en Madrid, vuelve a ocupar en Osma su silla de canónigo para cantar un Magnificat a la Virgen; llega a Preuille para entregar a las hijas, como recuerdo del padre, un cubierto de ébano que les trae de España, y, una vez más, le encontramos en el camino de Roma. Su marcha parece un vuelo de cima en cima. Nada puede contener la llama que le devora. Ahora se realiza el sueño de su madre, que antes de darle a luz le había visto en la figura de un cachorro que atravesaba el mundo con una antorcha en la boca. Domingo es un apóstol incendiario. Ni las enfermedades pueden detenerle. Apenas come, apenas duerme. La fiebre le abrasa, pero él sigue adelante, alabando a Dios e iluminando a los hombres. «Cuando íbamos a Roma —dirá luego su acompañante—, fuimos sorprendidos por lluvias tan abundantes, que los ríos y los torrentes hacían intransitables los caminos. Fray Domingo, que en las pruebas aparecía más contento que nunca, alababa y bendecía al Señor cantando con todas sus fuerzas: Ave maris stella y continuando después con el himno del Espíritu Santo. Cuando llegábamos a un terreno inundado, Fray Domingo trazaba la señal de la cruz, y, viéndome acobardado en presencia de las aguas, me decía: «Pasa, en el nombre del Señor.» Y yo, poniendo mi confianza en la obediencia, pasaba sano y salvo.»
En los últimos días de su vida, Domingo volvía a pensar en la misión de los rumanos; pero Dios reservaba esta obra para uno de sus hijos más ilustres. Debía permanecer en Roma instruyendo a la nueva generación, organizando, administrando y conquistando nuevos colaboradores. Hubo de cortarse la barba, que se había dejado crecer en vista de sus sueños lejanos. Hubo de resignarse a sufrir los indiscretos arrebatos de la admiración popular. Entre los romanos. Domingo vivía en una atmósfera de apoteosis. Cuado salía de las basílicas, el pueblo se precipitaba en masa para recibir su bendición, besar sus manos y tocar la orla de sus vestidos. Los más atrevidos llegaban a cortar las extremidades de su manto. Sus acompañantes se esforzaban por contener a la multitud, pero él les decía, como Jesús: «Dejad que se acerque a mí este pueblo de niños.» Era un gesto de humildad suprema. El descendiente de los magnates de Castilla hallaba sus delicias entre la multitud sin hacerse nunca plebeyo. No sólo ignoró la grandeza de su genio y su santidad, sino que supo ocultarla a los que le rodeaban. Nadie se acordó de conservar sus cartas, su bastón de viaje, los instrumentos de sus penitencias, los libros anotados por su mano. Santo Tomás debía de pensar en él cuando escribía que la verdadera humildad no aprende nada con más asombro que su propia excelencia. Sólo a última hora sus discípulos comprendieron el tesoro que perdían. Delante del moribundo empezaron a disputarse sus reliquias: un sacerdote pretendía llevarle a su iglesia, pretextando que estaba en su jurisdicción; los frailes alegaban que nadie podía llevarles a su Padre. Él tuvo fuerzas para mediar en la contienda: «No quiera Dios—dijo con voz apagada—que sea enterrado en otro lugar que bajo los pies de mis hermanos. Llevadme a la viña vecina, para que muera en ella y tengáis el derecho de llevarme a nuestra iglesia.» Esto era en Bolonia. Los frailes colocaron su cuerpo, casi exánime, en un lienzo, y entre cantos y sollozos le transportaron a la viña del convento. Y allí, entre los pámpanos frondosos, bajo la tibia caricia del sol del estío, agonizó el atleta generoso. Humilde hasta la última hora, hizo su confesión general delante de los hermanos que le asistían. En aquel momento pudo dar gracias a Dios de haber guardado intacta la blancura de la virginidad; pero, agitado por un ligero escrúpulo, quiso con franqueza castellana decir la verdad completa, confesando con lágrimas en los ojos que, a pesar de todos sus esfuerzos, jamás había dejado de sentir mayor gusto en conversar con las mujeres jóvenes que con las viejas. Lección admirable, por la que recordaba a los hombres virtuosos la circunspección que deben poner en su trato; sin perder por eso la libertad de los hijos de Dios.
Otras veces el niño va en dirección opuesta, hacia la villa de Gumiel de Izán, donde tiene un tío arcipreste. Bajo su mirada vigilante pasa Domingo largas temporadas, ayudando a misa, aprendiendo los cantos de la Iglesia, estudiando la gramática y ensayándose en la traducción de los versos de la Eneida. La convivencia con este digno sacerdote, en cuyo cariño había moderación y profundidad, debió de darle aquella dulce serenidad y aquella madurez precoz que se traducen en estas palabras en su discípulo y sucesor Jordán de Sajonia: «Hubierais visto en él al mismo tiempo un niño y un anciano, porque el pequeño número de sus años revelaba la juventud, mientras que la madurez de su conversación y la firmeza de su conducta anunciaban la vejez.» Por aquellos días, en Gumiel, en Silos y en Caleruega, el motivo principal de todas las conversaciones era el peligro de los moros. Domingo tenía doce años cuando las armas cristianas fueron derrotadas en Alarcos. El desastre llevó el pánico a las fortalezas del Tajo y del Duero; Castilla se vistió de duelo y el llanto repercutió en la torre de Caleruega. También los Guzmanes humedecieron con su sangre el campo de batalla. La infancia de Domingo se ensombreció con el terror de los moros, y en su alma empezó a germinar la aversión contra los enemigos de Cristo, que eran también los enemigos de su raza; una aversión que tuvo capital influencia en su vocación y en su vida. Sin embargo, jamás pensará en predicar la cruzada contra los musulmanes, como los discípulos de San Francisco; aquel horror infantil le hará buscar entre los herejes el campo de sus ímpetus belicosos; mientras que los magnates castellanos caminan hacia las Navas para lavar la vergüenza de Alarcos, él penetrará entre las huestes heréticas armado con las armas de la dialéctica. Dios le iba preparando, sin él darse cuenta, para su gran misión. Todas las etapas de su infancia son providenciales: de la torre a la abadía, de la abadía a la parroquia, de la parroquia a la Universidad.
La Universidad de Castilla estaba a fines del siglo XII en Palencia. Allí enseñaban los mejores maestros, y en torno suyo se agrupaba la caterva vocinglera de la juventud estudiosa. Allí apareció también Domingo, ávido de saber. Era entonces un adolescente, en quien se iban ya fijando, juntamente con los rasgos del cuerpo, las características del alma: ojos del color de la flor del maíz; cabellos como las espigas maduras que el aire mece en las vegas de su tierra; mejillas rubicundas como manzanas otoñales; cutis blanco; manos finas, como las del segundo conde de Castilla; talle flexible y gracioso, pero estatura mediana; pecho ancho y robusto y músculos de acero. Si hubiera sido más alto, las gentes le hubieran confundido con Bernardo de Claraval. En uno y otro, la nota característica de la fisonomía era la luminosidad: claridad en el rostro y transparencia en el alma. Cuando el joven, después de las fatigas del curso, volvía a pasar el estío en la casa paterna, su madre adivinaba en sus ojos azules un Cielo constelado de virtudes, y dice la leyenda que sobre su frente veía relampaguear un lucero.
En la Universidad, el joven estudiante completó sus conocimientos humanísticos, y después de dominar el manejo del silogismo, penetró en las profundidades de la Teología. Su trabajo era, a la vez, dialéctico y místico, atento a la sutileza de la argumentación, pero al mismo tiempo orientado hacia la actividad apostólica y hacia el progreso de la vida interior. «Las verdades que comprendía gracias a la facilidad de su espíritu—dice su primer biógrafo—, regábalas con el rocío de los afectos piadosos, a fin de que germinasen los frutos de la salvación. Su memoria se llenaba, como un granero, de abundancia de riquezas divinas, y sus acciones exprimían al exterior el tesoro sagrado que llenaba su pecho.» Ya entonces Domingo era un asceta. Había leído que los primeros anacoretas no probaban el vino, y él quiso imitarlos condenándose a no probar el licor chispeante que doña Juana de Aza distribuía con larga mano entre los mendigos. Algunos años después, por consejo de su obispo, se decidió a tomar un poco; pero de tal manera lo mataba con agua, que, según la expresión de un viejo cronista, «pocos se hubieran apresurado a beber de su botella». Poco después, el asceta se nos presenta convertido en místico. Es ya profesor de la Universidad, y al mismo tiempo subprior del cabildo de Osma. Lo mismo cuando canta en el coro que cuando explica en la cátedra los libros santos, la palabra divina conmueve su ser y hace brotar las lágrimas en sus ojos. Ama aquellos libros apasionadamente: durante las noches, cuando los mercaderes han cerrado ya sus tiendas y se han apagado ya las últimas luces en la ciudad, el joven maestro revuelve aquellos libros a la luz de la lámpara, los rumia, los medita, y con ellos, como con los mejores amigos, se le pasan las horas muertas. Pero más que sus códices de pergamino, ama a sus discípulos, a sus hermanos, a los estudiantes pobres, a los pobres de Cristo. Hay una cosa que no podían olvidar las gentes de Falencia: un día, cuando el hambre afligía a la región, cuando los mendigos se amontonaban famélicos en torno a la catedral, se vio a aquel profesor entrar en el tugurio de un hebreo con sus códices bajo el brazo y volver sin ellos a su casa. Había vendido lo que más quería. «Pero, ¿es posible?—le preguntaban sus colegas—. ¡Vos, que amáis la ciencia con pasión! ¡Vos, que sois ya la lumbrera de nuestra tierra!» «No quiero estudiar sobre pieles muertas—contestó él—mientras los miembros vivos de Cristo se mueren de hambre.» Aquellos libros estaban llenos de glosas y apuntes de su propia mano; en ellos había condensado mucho tiempo de investigación y de reflexión; eran el mayor tesoro que podía tener un hombre de ciencia; pero, más que los libros, a Domingo le importan los hombres. Su apasionamiento científico es puramente altruista; su espiritualidad, plenamente apostólica. En un teólogo, este rasgo tiene un significado simbólico. La ciencia vale mucho, parecía decir Domingo a todos los devotos del saber; pero más que la ciencia vale la caridad. Y lo decía con su realismo vibrante, con una energía de pura cepa castellana. Amaba la ciencia, pero quería verla vivificada por el amor; y ese amor se agitaba ya dentro de su ser en anhelos de trabajos, de sufrimientos y de conquistas. Más aún que los cuerpos hambrientos de pan, le inquietaban las almas hambrientas de verdad.
Estremecíase al ver la multitud de los pecadores que se perdían por falta de evangelizadores. Su caridad se inflamaba y hacía temblar su pecho. En su celda del cabildo regular de Osma, se sentía bruscamente arrebatado por el ímpetu de aquella llama; se levantaba del lecho y caminaba de un lado para otro, hablando en voz alta y gesticulando nerviosamente. Entonces, incapaz de contener los arranques que hinchaban su pecho, estallaba en sollozos y en gritos, estrangulados por el dolor. En medio del silencio de la noche se oían voces roncas, profundos gemidos, suspiros y exclamaciones furiosas, que se parecían, dicen los biógrafos, a los rugidos del león. El joven atleta robusto, apasionado, exaltado por el amor de Cristo, buscaba su vocación, pedía al Señor un puesto en la vanguardia de sus apóstoles y se sentía con fuerzas para conquistar el universo, para renovar la faz de la tierra. Aquellos accesos de fiebre conquistadora solían terminar con esta oración que nos ha conservado uno de sus discípulos: «Señor, dignaos concederme una caridad verdadera, un celo capaz de procurar la salvación de los demás, a fin de que, consagrándome todo entero y con todas mis fuerzas a la conversión de los pecadores, llegue a ser verdaderamente un miembro de Aquel que se ofreció enteramente a su Padre para salvar a los hombres.»
Domingo había llegado a la plenitud de la vida. Tenía ya treinta y tres años. Su formación física, intelectual y moral estaba terminaba. Sin él darse cuenta, Dios ha ido templando su naturaleza heroica con un carácter esencialmente combativo. Tiene una amplia educación eclesiástica y universitaria; la cátedra ha dado solidez a sus conocimientos; la vida regular del cabildo le ha iniciado en las vías de la perfección religiosa, y su cargo al frente de los canónigos le ha abierto las perspectivas de la administración temporal y del régimen de las almas. Está preparado para conocer su destino. Este es el momento en que llegan a Osma los pajes de Alfonso VIII con una misión para el obispo y para el subprior del cabildo. El obispo era un hombre admirado en la corte castellana por el prestigio de su virtud y su prudencia. Se llamaba Diego de Acevedo. El subprior, aunque joven todavía, empezaba a ser mirado como uno de los personajes del reino. Los dos deben ir a Dinamarca para negociar el casamiento de uno de los hijos del rey con una princesa de aquella tierra, cuya hermosura han celebrado en la corte los trovadores provenzales.
Los dos embajadores emprenden animosamente el camino. Una escolta numerosa les protege. Con regalos espléndidos de tapices, de joyas de plata y de marfil, de esclavos moros y caballos andaluces, atraviesan los campos de Castilla, penetran en los valles de Navarra y pasan los Pirineos por el puerto de Roncesvalles. En Tolosa le sucede uno de esos hechos que iluminan la vida de un hombre. Se encuentran en un país de herejes, en la capital de la herejía de los cataros. Precisamente el amo de la posada en que se han detenido los viajeros es un sectario. Por un sentido místico y como profético, Domingo lo ha adivinado. Huele a los enemigos de la fe, como Catalina a los pecadores. Y resuelve convertirle. Al fin va a estallar aquel celo largamente contenido. Mientras los demás duermen, él discute, deshace prejuicios y tritura razonamientos. Al amanecer, la luz sobrenatural penetra en el alma oscurecida por el error. Se había operado la conversión. Este primer éxito es la revelación del apóstol. Él mismo debió de quedar admirado de las facultades extraordinarias don que Dios le había dotado para la polémica, y tal vez fue entonces cuando se dio cuenta del ancho campo que se abría a su actividad.
En los planes de Dios, el objeto de su embajada era revelar al mundo su vocación maravillosa de apóstol. Fue necesario cumplir la misión del rey. El obispo y el canónigo atravesaron el reino de Francia, y caminando siempre hacia el norte, llegaron a la marca septentrional de Dinamarca. Allí, una mala noticia: la princesa acaba de morir. Y, al mismo tiempo, una noticia propia para entusiasmar a dos bravos hidalgos de Castilla: cerca de allí, en los confines del mundo germánico, habitan tribus de bárbaros a quienes nadie todavía ha predicado el Evangelio. Son los rumanos, cabezas duras y corazones feroces. Diego y Domingo toman una resolución heroica: la de ir a conquistar la palma del martirio entre aquellos pueblos salvajes. Pero antes había que obtener la autorización de la Santa Sede. Licenciado su séquito y enviándolo a Castilla, los dos embajadores se dirigieron a Italia, En Roma vio Domingo por vez primera al hombre que debía ayudarle en la realización de su ideal evangélico; talla pequeña, como la suya, hablar rápido, gesto autoritario, ojos penetrantes, que espiaban entre el bosque de unas cejas negras y bien pobladas, y en la cabeza el sencillo gorro puntiagudo, rematado en una borla, que conocía toda la cristiandad. Así era Inocencio III. Pero cuando el obispo de Osma empezó a ponderar el abandono en que vivían los rumanos y a exponer su proyecto de ocuparse en su evangelización, una leve sonrisa iluminó el rostro severo del gran Pontífice. Don Diego comprendió. Para un hombre de gobierno, aquello parecía una loca aventura, propia de un Cid evangélico. Un obispo celoso tenía su puesto en la diócesis; un canónigo observante, en el cabildo. Domingo vio con pesar que se desvanecía el gran sueño de su vida, un sueño generoso, entusiasta, ansiosamente buscado y fervorosamente aceptado. Sin embargo, se dispone a obedecer y aguarda tranquilamente el signo de la voluntad divina.
La voz de Dios resuena en el camino de España. Más allá de los Alpes los dos viajeros se encuentran nuevamente con el espectro de la herejía. Como en Tolosa los cátaros; los valdenses dominan en Lyón, Aviñón y Montpellier. Cerca de Montpellier, Diego y Domingo se avistan con los abades cistercienses que trabajan en la evangelización del país. Están desalentados; trabajan mucho sin conseguir nada; se les desprecia, se les persigue y las gentes no quieren escucharlos. Y los dos castellanos les dieron un sabio consejo:
«Habéis venido a predicar con aparato excesivo de caballos y vituallas. No es así como conquistaréis esta tierra para Jesucristo. Los discursos son buenos, pero los ejemplos valen mucho más.» Y después de aconsejar, empezaron a obrar. Caminando a pie, viviendo pobremente, predicando y practicando la caridad, recorrieron el país, de pueblo en pueblo y de castillo en castillo. Cuando el obispo se volvió a España, el canónigo continuó la obra inaugurada por ambos. Solo, inerme, los pies descalzos, y en la espalda el hato de sus libros, recorría una tierra de fanáticos, entraba en los castillos feudales, predicaba en las plazas, buscaba a los más famosos corifeos de la herejía y discutía con ellos durante semanas enteras. De noche oraba, leía y preparaba sus tesis contra los dos principios, que era la doctrina fundamental de aquellos sectarios defensores del maniqueísmo, refutado por San Agustín. En aquella existencia febril, abrumado por el peso de su responsabilidad, rendido por la fatiga, acribillado por las miradas y los dicterios de un público hostil, se le pasaban los días y los años, caminando sin descanso, asaltando las ciudades del error, pasando de Servían a Beziers, de Beziers a Castenau, a Montpellier, a Tolosa, a Carcasona.
Cuando iba a Carcasona, el caballero de Cristo estallaba de alegría, porque allí es donde encontraba los enemigos más rabiosos; allí los chicos le tiraban piedras por las calles, las mujeres le arrojaban inmundicias desde las ventanas, y en la iglesia de los malignantes se le presentaban los más sutiles de sus dialécticos. Pero en medio de las contradicciones, su voz resonaba con aire de victoria, aquella voz vibrante, aquel acento poderoso y claro como una trompeta, aquel acento dominador, que imponía la verdad y no se cansaba nunca. Entonces el hijo de los héroes de Castilla parecía envuelto en una llama divina, y en sus ojos claros brillaba el relámpago de los grandes conquistadores. Su figura era ya popular; los sectarios le odiaban, pero le admiraban, y los trovadores cantaban sus místicas hazañas. Como Ruy Díaz de Vivar, Domingo de Guzmán tenía también su canción de gesta. «Jesucristo—decía un poeta—iluminó su corazón y su cuerpo, y le llenó de gracia. Cuando las gentes llegan en tropel a mirarse en su rostro, les sucede como cuando quieren mirar al sol, tan rojo y tan brillante. Los hombres buenos del país están gozosos y orgullosos de él; pero los malos, los que tienen el corazón villano y perverso, se mueren de envidia en su presencia.»
La santidad de Domingo, su riguroso ascetismo, su celo inflamado, su inalterable dulzura, su cálida elocuencia, empezaron a producir frutos espléndidos. Muchos que habían sido engañados por los herejes se llegaban a él llenos de confianza y le pedían que les explicase las verdades de la fe. Los corazones sensibles y abiertos eran incapaces de resistir la seducción de su mirada. Se abandonaban a su dirección, y él les enseñaba a hacer penitencia, a guardar la limpieza en su vida y a rezar la salutación angélica. En torno suyo, las gentes piadosas rezaban incansablemente el Ave, le rezaban con lágrimas de amor y de arrepentimiento, le acompañaban de postraciones y de extáticos afectos, y así nacieron las primeras rosas del Rosario. Hubo convertidos que ya no quisieron separarse de aquel hombre que les había mostrado la senda de la luz, y de este modo halló Domingo sus primeros colaboradores; hubo damas ilustres que, sacadas de la red de los falsos doctores, se postraron a los pies de su libertador, dispuestas a obedecerle hasta la muerte, y para ellas levantó Domingo su primer convento, el famoso convento de Prouille, situado en el corazón mismo de la herejía (1207). Fue un golpe genial. El hijo de los Guzmanes seguía la táctica de aquel antepasado suyo que había construido la torre de Caleruega frente al poderío islámico. Aquella fundación debía ser como un alcázar divino, como el refugio de las almas consagradas a Dios, y la ciudadela de los misioneros. Al esfuerzo de la predicación se juntaban las influencias de la oración y de la virtud. Cuando el fundador tenía que sostener una controversia, o se veía obligado a emprender un viaje peligroso, o esperaba la conversión de un alma, veinte corazones de mujeres contemplativas, fervientes y mortificadas, se unían en un haz apretado para secundar el celo del padre, y Domingo sentía que sus éxitos eran más duraderos y que volvía menos fatigado de sus campañas. Dotado de una sensibilidad tierna y profunda, como la mayoría de los apóstoles enérgicos y apasionados, tenía necesidad de un afecto delicado y sobrenatural, y eso lo encontraba también entre aquellas convertidas que se habían entregado a su dirección. Pero si el entusiasmo y la generosidad de sus hijas le llenaban de consuelo, sus imperfecciones, sus pequeñeces, sus desalientos le hacían pasar horas muy tristes. Como Francisco Javier, como Pablo, Domingo era un impaciente, y la lentitud de aquellas almas buenas en el camino de la vida espiritual le crucificaba. Es la expresión de un testigo.
Sigue la fundación de Tolosa, la primera casa de los Hermanos Predicadores. Un nuevo rasgo de audacia. Se trata, ante todo, de enseñar la verdad y extirpar la herejía. Domingo veía con claridad perfecta: debía crear un cuerpo de hombres sabios, pobres y austeros; una congregación de misioneros que viajasen a pie, pidiendo de puerta en puerta el pan de cada día y aceptando la hospitalidad de los fieles. La ciencia y la piedad habían de ser los dos rasgos esenciales de estos caballeros de Cristo. Caso nuevo en la historia de las Ordenes religiosas: el trabajo manual quedaba suprimido; el estudio, prolongado; la oración litúrgica, disminuida, y los ejercicios de penitencia, subordinados a las exigencias de la predicación. El ideal de Domingo se presenta con un sello de originalidad consciente y robusta. No obstante, Roma le acogió favorablemente; Inocencio III le consagró con la primera aprobación (1215), y en el Concilio de Letrán propuso a todas las Iglesias aquel programa de renovación cristiana y de vida apostólica; Honorio III protegió con una constancia infatigable al fundador y a todos sus discípulos. Siempre sucede lo mismo: los grandes santos, los fundadores y los reformadores se adelantan a los hombres de gobierno, a los Pontífices más vigilantes y activos. Ellos tienen la iniciativa; lo único que piden es el reconocimiento de su obra y la consagración definitiva de la autoridad suprema.
Cinco años le quedaban de vida al fundador. Aún era joven, pero presiente que va a morir pronto, y se multiplica en una actividad prodigiosa. Abandona finalmente el campo de su apostolado, porque ahora se debe a toda la cristiandad. Su último discurso revela, con sus amenazas, las fiebres apostólicas de su corazón. «Durante muchos años —dice—os he predicado con mansedumbre, con ruegos y con lágrimas. Todo en vano. Pero, como dicen en mi tierra, donde no sirvió la bendición, agols, servirá el bastón, bogols, Vuestras torres serán destruidas, vuestras murallas derruidas y vosotros seréis reducidos a la esclavitud.»
Así anunciaba la guerra de los albigenses. Desde entonces le vemos caminar por el mundo fundando, predicando y reclutando discípulos y enviándolos en todas direcciones. «El grano se corrompe cuando se le amontona, y fructifica cuando se le siembra.» Este es otro refrán de su tierra, que él repite y practica. La túnica blanca y el manto negro dominicanos surgen de improviso en todos los caminos de Occidente. Los Hermanos Predicadores se cobijan a la sombra de todas las Universidades y construyen en todos los puntos estratégicos, junto a las corrientes de la ciencia y frente a las fortalezas del error.
Su jefe camina delante de ellos; comenta en Roma las epístolas de San Pablo, persigue a los cataros en Lombardía, preside en Bolonia a los cincuenta priores del primer Capítulo general, organiza la fundación de París, atraviesa el Pirineo, funda en Segovia y en Madrid, vuelve a ocupar en Osma su silla de canónigo para cantar un Magnificat a la Virgen; llega a Preuille para entregar a las hijas, como recuerdo del padre, un cubierto de ébano que les trae de España, y, una vez más, le encontramos en el camino de Roma. Su marcha parece un vuelo de cima en cima. Nada puede contener la llama que le devora. Ahora se realiza el sueño de su madre, que antes de darle a luz le había visto en la figura de un cachorro que atravesaba el mundo con una antorcha en la boca. Domingo es un apóstol incendiario. Ni las enfermedades pueden detenerle. Apenas come, apenas duerme. La fiebre le abrasa, pero él sigue adelante, alabando a Dios e iluminando a los hombres. «Cuando íbamos a Roma —dirá luego su acompañante—, fuimos sorprendidos por lluvias tan abundantes, que los ríos y los torrentes hacían intransitables los caminos. Fray Domingo, que en las pruebas aparecía más contento que nunca, alababa y bendecía al Señor cantando con todas sus fuerzas: Ave maris stella y continuando después con el himno del Espíritu Santo. Cuando llegábamos a un terreno inundado, Fray Domingo trazaba la señal de la cruz, y, viéndome acobardado en presencia de las aguas, me decía: «Pasa, en el nombre del Señor.» Y yo, poniendo mi confianza en la obediencia, pasaba sano y salvo.»
En los últimos días de su vida, Domingo volvía a pensar en la misión de los rumanos; pero Dios reservaba esta obra para uno de sus hijos más ilustres. Debía permanecer en Roma instruyendo a la nueva generación, organizando, administrando y conquistando nuevos colaboradores. Hubo de cortarse la barba, que se había dejado crecer en vista de sus sueños lejanos. Hubo de resignarse a sufrir los indiscretos arrebatos de la admiración popular. Entre los romanos. Domingo vivía en una atmósfera de apoteosis. Cuado salía de las basílicas, el pueblo se precipitaba en masa para recibir su bendición, besar sus manos y tocar la orla de sus vestidos. Los más atrevidos llegaban a cortar las extremidades de su manto. Sus acompañantes se esforzaban por contener a la multitud, pero él les decía, como Jesús: «Dejad que se acerque a mí este pueblo de niños.» Era un gesto de humildad suprema. El descendiente de los magnates de Castilla hallaba sus delicias entre la multitud sin hacerse nunca plebeyo. No sólo ignoró la grandeza de su genio y su santidad, sino que supo ocultarla a los que le rodeaban. Nadie se acordó de conservar sus cartas, su bastón de viaje, los instrumentos de sus penitencias, los libros anotados por su mano. Santo Tomás debía de pensar en él cuando escribía que la verdadera humildad no aprende nada con más asombro que su propia excelencia. Sólo a última hora sus discípulos comprendieron el tesoro que perdían. Delante del moribundo empezaron a disputarse sus reliquias: un sacerdote pretendía llevarle a su iglesia, pretextando que estaba en su jurisdicción; los frailes alegaban que nadie podía llevarles a su Padre. Él tuvo fuerzas para mediar en la contienda: «No quiera Dios—dijo con voz apagada—que sea enterrado en otro lugar que bajo los pies de mis hermanos. Llevadme a la viña vecina, para que muera en ella y tengáis el derecho de llevarme a nuestra iglesia.» Esto era en Bolonia. Los frailes colocaron su cuerpo, casi exánime, en un lienzo, y entre cantos y sollozos le transportaron a la viña del convento. Y allí, entre los pámpanos frondosos, bajo la tibia caricia del sol del estío, agonizó el atleta generoso. Humilde hasta la última hora, hizo su confesión general delante de los hermanos que le asistían. En aquel momento pudo dar gracias a Dios de haber guardado intacta la blancura de la virginidad; pero, agitado por un ligero escrúpulo, quiso con franqueza castellana decir la verdad completa, confesando con lágrimas en los ojos que, a pesar de todos sus esfuerzos, jamás había dejado de sentir mayor gusto en conversar con las mujeres jóvenes que con las viejas. Lección admirable, por la que recordaba a los hombres virtuosos la circunspección que deben poner en su trato; sin perder por eso la libertad de los hijos de Dios.
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