Desde muy niño me ha encandilado y subyugado la Historia Sagrada.
Quedan en mi mente las historias de Abraham, Isaac, Jacob, José, el caudillaje de Moisés, los Diez Mandamientos, el Arca de la Alianza, las hazañas de Gedeón, de Sansón, la actitud de Samuel, los profetas Elías y Eliseo, Daniel en el pozo de los leones, Judit, Ester, el heroísmo de los Macabeos.
Entre estos episodios bíblicos, hay uno singularmente atractivo: la entrada de Josué en la Tierra Prometida después de 40 años de travesía por el desierto del Sinaí.
Las tribus, portando el Arca de la Alianza, pasan a pie enjuto el cauce del Jordán, cuya corriente es mandada detener por Josué. Ocurre lo mismo que 40 años antes al pasar el Mar Rojo.
Josué reúne a las tribus en Siquén, donde convoca a los ancianos, cabezas de familia, jueces y alguaciles para iniciar una nueva convivencia en común, en el lugar donde los Patriarcas abrevaron sus rebaños. Está en juego la decisión del pueblo sobre su futuro inmediato: o servir a dioses extranjeros o servir a Yahvé.
Deciden de mutuo acuerdo servir a Yahvé, como era de esperar, pues les había librado de la esclavitud, marcado unas normas y guiado a una tierra que “mana leche y miel”(Deuteronomio 16,9)..
Vuelven de esta manera al lugar de procedencia: Canaán. Desde aquí Jacob y sus hijos emigraron a Egipto huyendo del hambre. La Providencia se servirá de José, hijo del mismo Jacob, a quien sus hermanos habían vendido como esclavo, para llevar adelante los planes de Dios, que también escoge a Moisés para superar las dificultades nacidas de la persecución y regresar a la patria de sus orígenes.
Los israelitas encontraron en el desierto, con Moisés, la identidad semiperdida y se constituyeron como un pueblo fuerte y purificado para iniciar una andadura difícil entre las diversas naciones cananeas.
Esta identidad, la de ser el pueblo elegido por Dios, marcará toda su historia.
Las experiencias del Pueblo de Dios son, a mínima escala, las nuestras.
La vida nos trae y nos lleva, buscamos caminos, perdemos creencias, abandonamos seguridades, seguimos aventuras, compartimos amores y desamores, nos estrellamos en múltiples proyectos, nos dejamos arrastrar por la vorágine de la política, la economía, el deporte, las prisas cotidianas y, al final, suele quedar el recuerdo de nuestras primeras creencias y amores, la firmeza de nuestras raíces y el testimonio de las personas que nos amaron y amamos.
Esta misma mañana, me lo comentaba un anciano, con el que pasé un buen rato, sentado junto a él en un banco de la calle. Me decía: “mire, puede creerme, me alejé de Dios en mi infancia, porque una religiosa, por ser buen chico e ir a comulgar en la misa de la mañana, me guardaba el mejor trozo de pan para el desayuno; cuando dejé de comulgar, me trató como al resto.¡Menuda chiquillada!
Al recordar este hecho y comprobar las dificultades y sinsabores que he experimentado en mi azarosa vida, me gustaría volver a la fe confiada e ingenua de mi infancia y a sentir con alegría la presencia de Dios, porque merece la pena; ahora deambulamos por basureros, sin timón y sin rumbo”.
El pasaje, que hoy hemos escuchado, clarifica la ideología de San Pablo sobre el matrimonio y la familia, y supone un avance extraordinario para su época, en la que la mujer ocupaba el último rango en el escalafón social. Como muestra, sirvan estos párrafos del libro del Exodo: “ No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él” (Ex.20,17).
La mujer es presentada como propiedad del hombre, a la misma altura que los animales.
Así parecen dar a entender las palabras del Apóstol de las Gentes: “las mujeres que se sometan a sus maridos como al Señor” (Ef. 5,23).
He sugerido a varias parejas de novios escoger este texto para su boda, pero se retraen ante estas palabras iniciales, que consideran misóginas. Nada más lejos de la realidad, si analizamos lo que sigue a continuación: “Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo” (Ef.5,29-30).
El amor conyugal es para S. Pablo el mejor signo visible del amor de Jesucristo a su Iglesia. Con él se enaltece la dignidad del matrimonio y, en consecuencia, del hombre y de la mujer.
Todo esto se entiende más aún meditando minuciosamente I.Cor. 13, donde S. Pablo escribe la más grande, bella e insuperable apología del amor.
He comentado en varias ocasiones lo que realmente implica el seguimiento de Jesús. Nos cuesta abandonar las seguridades humanas, la esclavitud de las riquezas, la vinculación con los amigos, los hábitos y costumbres adquiridos, donde se asienta la convivencia. Todo esto forma parte de la cotidianidad de la mayoría de las personas.
Pero quien ha gustado a Dios o experimentado, como los Apóstoles, el auténtico sentido de la vida, es capaz de dejarlo todo.
Pedro, a pesar de su testarudez, lo comprende nítidamente: “Señor, ¿ a quién iremos, si sólo tú tienes palabras de vida eterna”(Juan 6, 68). Sabe que su vida, sin Jesús a su lado, se queda huérfana y carente de sentido, como lo está la del enamorado sin su amor, la del aventurero sin la búsqueda, la del enviado sin misión que cumplir, la del profeta sin la denuncia, la del labrador sin la semilla.
Gracias a este seguimiento de Jesús, la vida moderna cuenta con personajes que supieron valorar y testimoniar su entrega por un ideal cristiano: Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, Vicente Ferrer y tantos otros modelos a imitar por una humanidad decadente y en fase de reconstrucción moral.
Nosotros también, Señor, creemos y sabemos, parafraseando las palabras del evangelio,
“que tú eres el santo consagrado por Dios” (Jn. 6,69).
No hay comentarios:
Publicar un comentario