Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros.
Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo.
Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia.
A él se le dio poder, honor y reino.
Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron.
Su es un poder eterno, no cesará.
Su reino no acabará.
Queridos hermanos: No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza.
Porque él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz: «Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido».
Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada.
Así tenemos más confirmada la palabra profética y hacéis muy bien en prestarle atención como una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis».
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
Palabra del Señor.
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