De todas las estaciones del año, dice Dom Guéranger, el tiempo pascual es, sin disputa, el más fecundo de misterios. La mística de la liturgia alcanza en él su punto culminante. Es el triunfo, la gloria, la conquista, la tierra de Promisión, que se nos abre tras la humildad de Navidad y la severa perspectiva de Septuagésima y la penitencia y compunción de la Cuaresma y las angustias de la Pasión. Una era nueva, una nueva economía comienza para la Humanidad entera. «El triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte—dice Tobac—no es un triunfo puramente individual y personal, que en realidad necesitaba el Hijo de Dios; es un triunfo colectivo, el de todo el cuerpo de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. En principio y de derecho, esas cosas suceden en el Calvario y en el sepulcro; de hecho, van desarrollándose a medida que la comunidad de Cristo se realiza en la Historia.» Si la Humanidad pecadora muere con Cristo en el Calvario, la Humanidad rescatada sale gloriosa con Cristo en el sepulcro.
La resurrección de Cristo y la nuestra son dos acontecimientos inseparables en la liturgia católica; por eso en los primeros siglos cristianos la noche del Sábado Santo era destinada para administrar el bautismo a los catecúmenos, pues como dice San Pablo, hemos sido sepultados con Cristo por el bautismo en la muerte, de suerte que, como Cristo resucitó de entre los muertos, así nosotros caminemos en la novedad de una vida inmaculada. En consecuencia, para los antiguos, más hechos que nosotros al lenguaje simbólico, el pez era el símbolo pascual por excelencia. «Nosotros—decía Tertuliano en su tratado sobre el Bautismo—somos los pequeños peces por virtud del divino pez, Jesucristo. Nacemos en el agua, y sólo en esa agua podemos ser salvos. El hereje sabe muy bien que para matar esos pececillos no hay más que sacarlos del agua." El cristiano encuentra su vida en el agua, que, para él como para el pez, es un elemento indispensable. Clemente de Alejandría, hablando a las mujeres cristianas, no solamente les permite, sino que les aconseja que lleven anillos en el dedo meñique, haciendo grabar en ellos algún símbolo cristiano: un pez, una paloma, un navío empujado por el viento, un áncora o una lira. Si les parece representar un pescador, añade, recuerden al Apóstol y a los neófitos que salen del agua. Estas figuras, representadas constantemente en las catacumbas, en los baptisterios, en las basílicas y en los utensilios domésticos, inspiraron a San Ambrosio unas frases deliciosas: «Tú eres un pez. ¡Oh hombre!... Hay peces buenos y peces malos. La red no contraría a los peces buenos, porque sólo sirve para levantarlos a la altura que anhelan; el anzuelo no les mata: les hace, si, una herida sangrante, pero preciosa. No temas, oh pez bueno, el anzuelo de Pedro; no mata, sino que consagra. Y puesto que eres pez, oh hombre, salta a la superficie de las aguas, y no te dejes sumergir por el oleaje del siglo.
En las horas serenas, juega con las aguas; cuando sopla la tormenta, aléjate de las playas peligrosas para que la ola no te estrelle contra la piedra.»
Pero si el tiempo pascual tiene un símbolo evocador de la nueva vida del alma resucitada, tiene también una palabra que expresa la epifanía gloriosa de esa vida nueva: Alleluia. Es un grito de alabanza, de admiración, de alegría; es una exclamación de fiesta, la exclamación que se escapa de un alma ebria de gozo a causa de su resurrección; la exclamación por excelencia del tiempo pascual, que son cincuenta días de fiesta continua, de alegría sin interrupción. «Juntad todas vuestras solemnidades—decía Tertuliano a los gentiles de su tiempo—, y no igualaréis la cincuentena de Pentecostés.» Esa aclamación da a la liturgia de esos días su acento de alborozo y de victoria. Etimológicamente, su sentido es menos expresivo, menos ruidoso. Las dos palabras hebreas que la componen significan: «Alabad a Jehová.» Pero veinte siglos de Cristianismo la han traído hasta nosotros cargada de vibraciones de triunfo, de entusiasmo, de luz y de vida. Las mismas melodías con que la ha revestido la música religiosa de los siglos medios parecen traernos sobre las alas diáfanas de sus neumas algo de la dicha y de la paz que reinan en la patria de la bienaventuranza. En realidad, el Alleluia, antes que nuestro canto, es el canto de los bienaventurados. En sus divinas visiones, San Juan pudo recoger con frecuencia esa aclamación sagrada, que llegaba hasta él como el eco lejano de un rumor de olas. «Después oí en el Cielo la voz poderosa de una inmensa muchedumbre, que decía: «Alleluia.» La salud, la gloria y el poder a nuestro Dios, porque sus juicios son justos y verdaderos... Y volvieron a decir: «Alleluia.» Y los veinticinco ancianos y los cuatro animales se prosternaron y adoraron, diciendo: «Amén, alleluia.»
Y oí una voz, como el ruido de las grandes aguas, y un coro innumerable decía: «Alleluia.», porque reina el Señor, nuestro Dios omnipotente. Regocijémonos, saltemos de gozo y glorifiquémosle, porque se acercan las bodas del Cordero y está ataviada la Esposa.»
El alma se entristece al pensar cuan pocos son los cristianos que saben recoger las mieles del Alleluia pascual para guardar en los almijares de su alma. Nuestra indiferencia contrasta con el entusiasmo de los primeros cristianos y el que nos revelan estas palabras de San Agustín, que es el que mejor ha expuesto el misterio de la alegría de la Resurrección: «Así pues, amados míos—decía, predicando a los marineros y cargadores de Hipona—; alabemos al Señor nuestro Dios y repitamos: Alleluia. Recordemos durante estos días el día que no tendrá fin. Apresuremos nuestro paso hacia la mansión eterna. Sí, entraremos en esa casa que es el Cielo, y allí alabaremos a Dios, no cincuenta días, sino, como está escrito, por los siglos de los siglos. Allí veremos, amaremos, alabaremos... ¡Oh felicidad la nuestra cuando cantemos aquel Alleluia sin fin! Aquí le cantamos, pero en medio de las solicitudes. Allí será la paz. Aquí le cantamos peregrinando; allí habremos llegado a la patria. Cantémosle, no para adormecernos en nuestro reposo, sino para aliviar nuestro trabajo. Canta el Alleluia, pero canta como cantan los viajeros: endulza tus fatigas cantando...; canta y camina.»
La resurrección de Cristo y la nuestra son dos acontecimientos inseparables en la liturgia católica; por eso en los primeros siglos cristianos la noche del Sábado Santo era destinada para administrar el bautismo a los catecúmenos, pues como dice San Pablo, hemos sido sepultados con Cristo por el bautismo en la muerte, de suerte que, como Cristo resucitó de entre los muertos, así nosotros caminemos en la novedad de una vida inmaculada. En consecuencia, para los antiguos, más hechos que nosotros al lenguaje simbólico, el pez era el símbolo pascual por excelencia. «Nosotros—decía Tertuliano en su tratado sobre el Bautismo—somos los pequeños peces por virtud del divino pez, Jesucristo. Nacemos en el agua, y sólo en esa agua podemos ser salvos. El hereje sabe muy bien que para matar esos pececillos no hay más que sacarlos del agua." El cristiano encuentra su vida en el agua, que, para él como para el pez, es un elemento indispensable. Clemente de Alejandría, hablando a las mujeres cristianas, no solamente les permite, sino que les aconseja que lleven anillos en el dedo meñique, haciendo grabar en ellos algún símbolo cristiano: un pez, una paloma, un navío empujado por el viento, un áncora o una lira. Si les parece representar un pescador, añade, recuerden al Apóstol y a los neófitos que salen del agua. Estas figuras, representadas constantemente en las catacumbas, en los baptisterios, en las basílicas y en los utensilios domésticos, inspiraron a San Ambrosio unas frases deliciosas: «Tú eres un pez. ¡Oh hombre!... Hay peces buenos y peces malos. La red no contraría a los peces buenos, porque sólo sirve para levantarlos a la altura que anhelan; el anzuelo no les mata: les hace, si, una herida sangrante, pero preciosa. No temas, oh pez bueno, el anzuelo de Pedro; no mata, sino que consagra. Y puesto que eres pez, oh hombre, salta a la superficie de las aguas, y no te dejes sumergir por el oleaje del siglo.
En las horas serenas, juega con las aguas; cuando sopla la tormenta, aléjate de las playas peligrosas para que la ola no te estrelle contra la piedra.»
Pero si el tiempo pascual tiene un símbolo evocador de la nueva vida del alma resucitada, tiene también una palabra que expresa la epifanía gloriosa de esa vida nueva: Alleluia. Es un grito de alabanza, de admiración, de alegría; es una exclamación de fiesta, la exclamación que se escapa de un alma ebria de gozo a causa de su resurrección; la exclamación por excelencia del tiempo pascual, que son cincuenta días de fiesta continua, de alegría sin interrupción. «Juntad todas vuestras solemnidades—decía Tertuliano a los gentiles de su tiempo—, y no igualaréis la cincuentena de Pentecostés.» Esa aclamación da a la liturgia de esos días su acento de alborozo y de victoria. Etimológicamente, su sentido es menos expresivo, menos ruidoso. Las dos palabras hebreas que la componen significan: «Alabad a Jehová.» Pero veinte siglos de Cristianismo la han traído hasta nosotros cargada de vibraciones de triunfo, de entusiasmo, de luz y de vida. Las mismas melodías con que la ha revestido la música religiosa de los siglos medios parecen traernos sobre las alas diáfanas de sus neumas algo de la dicha y de la paz que reinan en la patria de la bienaventuranza. En realidad, el Alleluia, antes que nuestro canto, es el canto de los bienaventurados. En sus divinas visiones, San Juan pudo recoger con frecuencia esa aclamación sagrada, que llegaba hasta él como el eco lejano de un rumor de olas. «Después oí en el Cielo la voz poderosa de una inmensa muchedumbre, que decía: «Alleluia.» La salud, la gloria y el poder a nuestro Dios, porque sus juicios son justos y verdaderos... Y volvieron a decir: «Alleluia.» Y los veinticinco ancianos y los cuatro animales se prosternaron y adoraron, diciendo: «Amén, alleluia.»
Y oí una voz, como el ruido de las grandes aguas, y un coro innumerable decía: «Alleluia.», porque reina el Señor, nuestro Dios omnipotente. Regocijémonos, saltemos de gozo y glorifiquémosle, porque se acercan las bodas del Cordero y está ataviada la Esposa.»
El alma se entristece al pensar cuan pocos son los cristianos que saben recoger las mieles del Alleluia pascual para guardar en los almijares de su alma. Nuestra indiferencia contrasta con el entusiasmo de los primeros cristianos y el que nos revelan estas palabras de San Agustín, que es el que mejor ha expuesto el misterio de la alegría de la Resurrección: «Así pues, amados míos—decía, predicando a los marineros y cargadores de Hipona—; alabemos al Señor nuestro Dios y repitamos: Alleluia. Recordemos durante estos días el día que no tendrá fin. Apresuremos nuestro paso hacia la mansión eterna. Sí, entraremos en esa casa que es el Cielo, y allí alabaremos a Dios, no cincuenta días, sino, como está escrito, por los siglos de los siglos. Allí veremos, amaremos, alabaremos... ¡Oh felicidad la nuestra cuando cantemos aquel Alleluia sin fin! Aquí le cantamos, pero en medio de las solicitudes. Allí será la paz. Aquí le cantamos peregrinando; allí habremos llegado a la patria. Cantémosle, no para adormecernos en nuestro reposo, sino para aliviar nuestro trabajo. Canta el Alleluia, pero canta como cantan los viajeros: endulza tus fatigas cantando...; canta y camina.»
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