jueves, 31 de marzo de 2022
Lecturas del 31/03/2022
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés:
«Anda, baja de la montaña, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un becerro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: “Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto”». Y el Señor añadió a Moisés: «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo». Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: «¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto, con gran poder y mano robusta? ¿Por qué han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”? Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre”».
Entonces se arrepintió el Señor de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:
«Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es verdadero. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es verdadero el testimonio que da de mí.
Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado.
Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su rostro, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis.
Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ese si lo recibiréis.
¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?».
Palabra del Señor.
31 de Marzo – SANTA BALBINA DE ROMA
En Roma, conmemoración de santa Balbina, cuyo título situado en el Aventino muestra la veneración que se tributó a su nombre.
En el Martirologio Romano anterior a la última reforma se leía: «En Roma, Santa Balbina, virgen, hija de san Quirino, mártir, que fue bautizada por el papa Alejandro y escogió a Cristo como su esposo en santa virginidad; después de terminar su curso en este mundo, fue sepultada en la Vía Apia, cerca de su padre.» Este relato, el tradicional de la santa, desgraciadamente depende de la inserción completamente gratuita del martirologista Adón, quien tomó ciertos detalles de las «Actas del papa Alejandro», que Beda prudentemente pasó por alto, y usó los nombres de Quirino, Teodora y Balbina para llenar tres nombres dejados en blanco en el mes de marzo. Las así llamadas «Actas de Balbina» son meramente un tardío plagio de las actas de Alejandro.
Según esta Actas se dice que era mártir (pero nada nos dice que fuera así); los más antiguos ponderan su virginidad y su perseverancia en "servir y agradar a su esposo Jesús, hasta que acabada en paz esta vida mortal, se fue al descanso de la gloria". La leyenda dice que era una joven pagana, como su padre, el tribuno militar san Quirino, quién tenía encarcelado por orden del emperador, al papa san Alejandro I.
Como oyera san Quirino, que el pontífice obraba curaciones milagrosas, le llevó a la cárcel su hija, que tenía escrófulas o paperas, con el fin de que la sanase; el Papa accedió a sus súplicas disponiendo que le quitaran la argolla que llevaba al cuello y que había pertenecido a san Pedro y se la colocasen a Balbina. Al sanar repentinamente la muchacha, se convirtieron padre e hija, junto con sus familiares y todos los demás presos que habían asistido al milagro. San Alejandro, los bautizó, después de lo cual instruyó debidamente a Balbina para que conservara su virginidad como era su deseo. Todos murieron mártires en defensa de su fe.
Todo lo que sabemos es que a mitad del camino entre la Vía Apia y la Vía Ardeatina, hubo un monasterio de Balbina, probablemente llamado así, porque fue construido en las propiedades de una dama cristiana, llamada Balbina. Por otra parte, parece que hubo una Balbina, llamada hija de Quirino, pero no puede haber sido la misma, ya que la primera vivió en época muy anterior y fue sepultada en la catacumba de Pretéxtato. Balbina fue honrada en una pequeña iglesia del siglo IV, en el Aventino, que llevó su nombre, pero es difícil determinar de cuál Balbina se trataba. La fecha que le asigna el Martirologio (anterior al 595) proviene de que esa pequeña iglesia es el único dato cierto que tenemos. Balbina fue muy venerada en la antigüedad.
En el Martirologio Romano anterior a la última reforma se leía: «En Roma, Santa Balbina, virgen, hija de san Quirino, mártir, que fue bautizada por el papa Alejandro y escogió a Cristo como su esposo en santa virginidad; después de terminar su curso en este mundo, fue sepultada en la Vía Apia, cerca de su padre.» Este relato, el tradicional de la santa, desgraciadamente depende de la inserción completamente gratuita del martirologista Adón, quien tomó ciertos detalles de las «Actas del papa Alejandro», que Beda prudentemente pasó por alto, y usó los nombres de Quirino, Teodora y Balbina para llenar tres nombres dejados en blanco en el mes de marzo. Las así llamadas «Actas de Balbina» son meramente un tardío plagio de las actas de Alejandro.
Según esta Actas se dice que era mártir (pero nada nos dice que fuera así); los más antiguos ponderan su virginidad y su perseverancia en "servir y agradar a su esposo Jesús, hasta que acabada en paz esta vida mortal, se fue al descanso de la gloria". La leyenda dice que era una joven pagana, como su padre, el tribuno militar san Quirino, quién tenía encarcelado por orden del emperador, al papa san Alejandro I.
Como oyera san Quirino, que el pontífice obraba curaciones milagrosas, le llevó a la cárcel su hija, que tenía escrófulas o paperas, con el fin de que la sanase; el Papa accedió a sus súplicas disponiendo que le quitaran la argolla que llevaba al cuello y que había pertenecido a san Pedro y se la colocasen a Balbina. Al sanar repentinamente la muchacha, se convirtieron padre e hija, junto con sus familiares y todos los demás presos que habían asistido al milagro. San Alejandro, los bautizó, después de lo cual instruyó debidamente a Balbina para que conservara su virginidad como era su deseo. Todos murieron mártires en defensa de su fe.
Todo lo que sabemos es que a mitad del camino entre la Vía Apia y la Vía Ardeatina, hubo un monasterio de Balbina, probablemente llamado así, porque fue construido en las propiedades de una dama cristiana, llamada Balbina. Por otra parte, parece que hubo una Balbina, llamada hija de Quirino, pero no puede haber sido la misma, ya que la primera vivió en época muy anterior y fue sepultada en la catacumba de Pretéxtato. Balbina fue honrada en una pequeña iglesia del siglo IV, en el Aventino, que llevó su nombre, pero es difícil determinar de cuál Balbina se trataba. La fecha que le asigna el Martirologio (anterior al 595) proviene de que esa pequeña iglesia es el único dato cierto que tenemos. Balbina fue muy venerada en la antigüedad.
miércoles, 30 de marzo de 2022
Lecturas del 30/03/2022
Esto dice el Señor:
«En tiempo de gracia te he respondido, en día propicio te he auxiliado; te he defendido y constituido alianza del pueblo, para restaurar el país, para repartir heredades desoladas, para decir a los cautivos: “Salid”, a los que están en tinieblas: “Venid a la luz.” Aun por los caminos pastarán, tendrán praderas en todas las dunas; no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el bochorno ni el sol; porque los conduce el compasivo y los guía a manantiales de agua.
Convertiré mis montes en caminos, y mis senderos se nivelarán.
Miradlos venir de lejos; miradlos, del Norte y del Poniente, y los otros del país de Sin.
Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados». Sión decía: «Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado».
¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidará, yo no te olvidaré.
En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo».
Por eso los judíos tenían más ganas de matarlo: porque no sólo quebrantaba el sábado, sino también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios.
Jesús tomó la palabra y les dijo: «En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que esta, para vuestro asombro. Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere.
Porque el Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo todo el juicio. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que lo envió. En verdad, en verdad os digo: quien escucha mi palabra y cree al que me envió posee la vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida.
En verdad, en verdad os digo: llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán.
Porque, igual que el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo.
Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre.
No os sorprenda, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio.
Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió».
Palabra del Señor.
30 de Marzo – BEATA MARÍA RESTITUTA KAFKA
Cerca de Viena, Austria, beata María Restituta (Hélena) Kafka, virgen de la Congregación de las Hermanas Franciscanas de la Caridad Cristiana y mártir, la cual, orginaria de Moravia, ejerció el servicio de enfermera en un hospital y, detenida en tiempo de guerra por los enemigos de la fe, murió decapitada.
Restituta, sexta hija de un zapatero de Brünn, en la Moravia actual, fue bautizada con el nombre de Elena. En aquel tiempo Brünn pertenecía todavía al Imperio austro-húngaro. Su infancia la pasó en Viena con la familia y después de los estudios primarios trabajó como dependienta en un comercio.
Luego se hizo enfermera y, como tal, conoció a las llamadas “Hartmannschwestern”, Religiosas Franciscanas de la Caridad Cristiana para la asistencia a los enfermos. Ingresó en este instituto en el año 1914, y recibió el nombre de la antigua mártir Restituta. Desde 1919, y durante más de veinte años, ejerció su oficio en el quirófano. Rápidamente se difundió su fama de enfermera excelente, religiosa devota, especialmente cercana a los pobres y a las personas perseguidas u oprimidas; protegió de la detención incluso a un médico nazi, porque la consideró injustificada. Era una persona defensora de la verdad, valiente, sin compromisos, pero de gran cordialidad y simpatía, siempre dispuesta a ayudar, alegre y no convencional.
Cuando Hitler tomó posesión de Austria, sor Restituta rechazaba ya radicalmente el nacionalsocialismo. Definió a Hitler “un loco” y decía de sí misma que “a una vienesa no se le puede cerrar la boca”. Su fama se difundió ampliamente cuando expuso su vida al poner el crucifijo en cada habitación de una nueva sección del hospital. Los nazis exigieron que se quitasen las cruces si no querían perder a sor Restituta: ni se quitaron los crucifijos ni se llevaron a sor Restituta, porque su comunidad dijo que no tenían personal para sustituirla. La detuvieron y tras un proceso-farsa, la acusaron no tanto de haber puesto los crucifijos, cuanto de haber compuesto una poesía irrisoria respecto a Hitler. El 28 de octubre de 1942 fue condenada a muerte por “favorecer al enemigo, traicionando a la patria y preparando un acto de alta traición”. Declaró más tarde que en la cárcel le ofrecieron la libertad si abandonaba la congregación religiosa, pero que dio las gracias y rechazó la proposición. Ofreció su vida en defensa de la fe católica y por la libertad de su pueblo: “He vivido por Cristo y quiero morir por Él”. Estando en prisión, se ocupó de otras personas encarceladas, como más tarde han testimoniado incluso prisioneros comunistas. Las autoridades rechazaron varias peticiones de gracia, y el 30 de marzo de 1943 fue decapitada.
Sor Restituta es la única religiosa de la zona de lengua alemana asesinada por los nazis a causa de su resistencia al régimen. A través de los testigos se ha podido conocer el ofrecimiento sacrificial de su vida, su serena confianza en el Señor y en la vida eterna, el perdón generoso de sus acusadores y verdugos. Fue beatificada el 21 de junio de 1988 por SS Juan Pablo II.
Restituta, sexta hija de un zapatero de Brünn, en la Moravia actual, fue bautizada con el nombre de Elena. En aquel tiempo Brünn pertenecía todavía al Imperio austro-húngaro. Su infancia la pasó en Viena con la familia y después de los estudios primarios trabajó como dependienta en un comercio.
Luego se hizo enfermera y, como tal, conoció a las llamadas “Hartmannschwestern”, Religiosas Franciscanas de la Caridad Cristiana para la asistencia a los enfermos. Ingresó en este instituto en el año 1914, y recibió el nombre de la antigua mártir Restituta. Desde 1919, y durante más de veinte años, ejerció su oficio en el quirófano. Rápidamente se difundió su fama de enfermera excelente, religiosa devota, especialmente cercana a los pobres y a las personas perseguidas u oprimidas; protegió de la detención incluso a un médico nazi, porque la consideró injustificada. Era una persona defensora de la verdad, valiente, sin compromisos, pero de gran cordialidad y simpatía, siempre dispuesta a ayudar, alegre y no convencional.
Cuando Hitler tomó posesión de Austria, sor Restituta rechazaba ya radicalmente el nacionalsocialismo. Definió a Hitler “un loco” y decía de sí misma que “a una vienesa no se le puede cerrar la boca”. Su fama se difundió ampliamente cuando expuso su vida al poner el crucifijo en cada habitación de una nueva sección del hospital. Los nazis exigieron que se quitasen las cruces si no querían perder a sor Restituta: ni se quitaron los crucifijos ni se llevaron a sor Restituta, porque su comunidad dijo que no tenían personal para sustituirla. La detuvieron y tras un proceso-farsa, la acusaron no tanto de haber puesto los crucifijos, cuanto de haber compuesto una poesía irrisoria respecto a Hitler. El 28 de octubre de 1942 fue condenada a muerte por “favorecer al enemigo, traicionando a la patria y preparando un acto de alta traición”. Declaró más tarde que en la cárcel le ofrecieron la libertad si abandonaba la congregación religiosa, pero que dio las gracias y rechazó la proposición. Ofreció su vida en defensa de la fe católica y por la libertad de su pueblo: “He vivido por Cristo y quiero morir por Él”. Estando en prisión, se ocupó de otras personas encarceladas, como más tarde han testimoniado incluso prisioneros comunistas. Las autoridades rechazaron varias peticiones de gracia, y el 30 de marzo de 1943 fue decapitada.
Sor Restituta es la única religiosa de la zona de lengua alemana asesinada por los nazis a causa de su resistencia al régimen. A través de los testigos se ha podido conocer el ofrecimiento sacrificial de su vida, su serena confianza en el Señor y en la vida eterna, el perdón generoso de sus acusadores y verdugos. Fue beatificada el 21 de junio de 1988 por SS Juan Pablo II.
martes, 29 de marzo de 2022
Lecturas del 29/03/2022
En aquellos días, el ángel me hizo volver a la entrada del templo el Señor.
De debajo del umbral del templo corría agua hacia el este - el templo miraba a levante -. El agua iba bajando por el lado derecho del templo, al mediodía del altar. Me hizo salir por el pórtico septentrional y me llevó por fuera hasta el pórtico exterior que mira al este. El agua corría por el lado derecho.
El hombre que llevaba el cordel en la mano salió hacia el este, midió quinientos metros y me hizo atravesar el agua, que me llegaba hasta los tobillos. Midió otros quinientos metros y me hizo atravesar el agua, que me llegaba hasta las rodillas. Midió todavía otros quinientos metros y me hizo atravesar el agua que me llegaba hasta la cintura. Midió otros quinientos metros: era ya un torrente que no se podía vadear, sino cruzar a nado. Entonces me dijo: «¿Has visto, hijo de hombre?»
Después me condujo por la ribera del torrente.
Al volver vi en ambas riberas del torrente una gran arboleda. Me dijo: «Estas aguas fluyen hacia la zona oriental, descienden hacía la estepa y desembocan en el mar de la Sal. Cuando hayan entrado en él, sus aguas serán saneadas. Todo ser viviente se agita, allí donde desemboque la corriente, tendrá vida; y habrá peces en abundancia. Porque apenas estas aguas hayan llegado hasta allí, habrán saneado el mar, y habrá vida allí donde llegue el torrente.
En ambas riberas del torrente crecerá toda clase de árboles frutales; no se marchitarán sus hojas ni se acabarán sus frutos; darán nuevos frutos cada mes, porque las aguas del torrente fluyen del santuario; su fruto será comestible y sus hojas medicinales».
Se celebraba una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén.
Hay en Jerusalén, junto a la Puerta de las Ovejas, una piscina que llaman en hebreo Betesda. Esta tiene cinco soportales, y allí estaban echados muchos enfermos, ciegos, cojos, paralíticos.
Estaba también allí un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo.
Jesús, al verlo echado, y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo, le dice: «¿Quieres quedar sano?». El enfermo le contestó: «Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me ha adelantado». Jesús le dice: «Levántate, toma tu camilla y echa a andar».
Y al momento el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.
Aquel día era sábado, y los judíos dijeron al hombre que había quedado sano: «Hoy es sábado, y no se puede llevar la camilla». Él les contestó: «El que me ha curado es quien me ha dicho: Toma tu camilla y echa a andar». Ellos le preguntaron: «¿Quién es el que te ha dicho que tomes la camilla y eches a andar?»
Pero el que había quedado sano no sabía quién era, porque Jesús, a causa del gentío que había en aquel sitio, se había alejado. Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: «Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor».
Se marchó aquel hombre y dijo a los judíos que era Jesús quien lo había sanado. Por esto los judíos perseguían a Jesús, porque hacía tales cosas en sábado.
Palabra del Señor.
29 de Marzo – BEATO BERTOLDO
En el Monte Carmelo, en Palestina, beato Bertoldo, que, siendo militar, fue admitido entre los hermanos que vivían vida religiosa en este monte, y más adelante, elegido prior, encomendó la piadosa comunidad a la Madre de Dios.
Nació en Francia y estudió Teología en París, donde fue elevado al sacerdocio. Con su pariente Aimerico, que después llegó a ser patriarca latino de Antioquía, acompañó a los cruzados hacia el Oriente y, se encontraba en Antioquía en el tiempo en que ésta fue sitiada por los sarracenos.
Se dice que tuvo una revelación divina, por la que se le dio a conocer que el sitio de la población era un castigo por los pecados y especialmente por la vida licenciosa de los soldados cristianos. Bertoldo se ofreció en sacrificio e hizo voto de que si los cristianos eran salvados de ese gran peligro, dedicaría el resto de su vida al servicio de María. En una visión se le apareció Cristo acompañado de María y san Pedro, llevando en sus manos una gran cruz luminosa; el Salvador se dirigió a Bertoldo y le habló de la ingratitud de los cristianos, en pago por todas las bendiciones que habían llovido sobre ellos. Debido a las insistencias y advertencias del santo, los ciudadanos y los soldados fueron movidos a penitencia. Aunque estaban débiles por los ayunos y privaciones, salieron completamente victoriosos cuando tuvo lugar el siguiente asalto y la ciudad y el ejército fueron liberados. Todo esto sin embargo, al parecer, es una leyenda.
Lo cierto es que Bertoldo, atraído por la vida monástica, se retiró al monte Carmelo. Con la ayuda de su primo el obispo, reunió a todos los monjes dispersos del Carmelo. Les construyó un pequeño convento, y empezó con ellos el embrión de lo que luego sería la Orden carmelitana. La vida de Bertoldo transcurrió, en gran parte, en la oscuridad y no hay mucho que relatar acerca de él, excepto el haber emprendido la construcción y reconstrucción de edificios monásticos y el haberlos dedicado en honor del profeta Elías. Bertoldo gobernó la comunidad por cuarenta y cinco años y parece haber permanecido allí hasta el tiempo de su muerte.
Hay una controversia entre los bolandistas y la Orden carmelitana a propósito de este santo. Según los bolandistas fue el primer superior general de los carmelitas, según los carmelitas, su primer superior fue Elías el profeta y de este santo dicen que nació en Lombardía y que fue el segundo prior general de los carmelitas. Su culto fue confirmado por Clemente IX en 1672.
Nació en Francia y estudió Teología en París, donde fue elevado al sacerdocio. Con su pariente Aimerico, que después llegó a ser patriarca latino de Antioquía, acompañó a los cruzados hacia el Oriente y, se encontraba en Antioquía en el tiempo en que ésta fue sitiada por los sarracenos.
Se dice que tuvo una revelación divina, por la que se le dio a conocer que el sitio de la población era un castigo por los pecados y especialmente por la vida licenciosa de los soldados cristianos. Bertoldo se ofreció en sacrificio e hizo voto de que si los cristianos eran salvados de ese gran peligro, dedicaría el resto de su vida al servicio de María. En una visión se le apareció Cristo acompañado de María y san Pedro, llevando en sus manos una gran cruz luminosa; el Salvador se dirigió a Bertoldo y le habló de la ingratitud de los cristianos, en pago por todas las bendiciones que habían llovido sobre ellos. Debido a las insistencias y advertencias del santo, los ciudadanos y los soldados fueron movidos a penitencia. Aunque estaban débiles por los ayunos y privaciones, salieron completamente victoriosos cuando tuvo lugar el siguiente asalto y la ciudad y el ejército fueron liberados. Todo esto sin embargo, al parecer, es una leyenda.
Lo cierto es que Bertoldo, atraído por la vida monástica, se retiró al monte Carmelo. Con la ayuda de su primo el obispo, reunió a todos los monjes dispersos del Carmelo. Les construyó un pequeño convento, y empezó con ellos el embrión de lo que luego sería la Orden carmelitana. La vida de Bertoldo transcurrió, en gran parte, en la oscuridad y no hay mucho que relatar acerca de él, excepto el haber emprendido la construcción y reconstrucción de edificios monásticos y el haberlos dedicado en honor del profeta Elías. Bertoldo gobernó la comunidad por cuarenta y cinco años y parece haber permanecido allí hasta el tiempo de su muerte.
Hay una controversia entre los bolandistas y la Orden carmelitana a propósito de este santo. Según los bolandistas fue el primer superior general de los carmelitas, según los carmelitas, su primer superior fue Elías el profeta y de este santo dicen que nació en Lombardía y que fue el segundo prior general de los carmelitas. Su culto fue confirmado por Clemente IX en 1672.
lunes, 28 de marzo de 2022
Lecturas del 28/03/2022
Esto dice el Señor:
«Mirad: mirad voy a crear un nuevo cielo y una nueva tierra: de las cosas pasadas ni habrá recuerdo ni vendrá pensamiento. Regocijaos, alegraos por siempre por lo que voy a crear: yo creo a Jerusalén “alegría”, y a su pueblo, “júbilo”.
Me alegraré por Jerusalén y me regocijaré con mi pueblo, ya no se oirá en ella ni llanto ni gemido; ya no habrá allí niño que dure pocos días, ni adulto que no colme sus años, pues será joven quien muera a los cien años, y quien no los alcance se tendrá por maldito.
Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán los frutos».
En aquel tiempo, salió Jesús de Samaria para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: «Un profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta. Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino.
Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaúm. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verlo, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: «Si no veis signos y prodigios, no creéis». El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se muera mi niño». Jesús le contesta: «Anda, tu hijo vive».
El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo vivía. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: «Ayer a la hora séptima lo dejó la fiebre»
El padre cayó en la cuenta de que esa era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea.
Palabra del Señor.
28 de Marzo – SAN GONTRÁN
En Chálon-sur-Saóne, en Burgundia, sepultura de san Gontrán, rey de los francos, que distribuyó sus tesoros entre las iglesias y los pobres.
Rey de Orleáns y de Borgoña. Hijo de Clotario I; al morir éste, gobernó sus estados con justicia y misericordia, después de su conversión. No se caracteriza por su virtud. Tomó la sirvienta de uno de sus vasallos para durmiera con él, hasta que le dio un hijo. Después se casó con la hija de un duque franco, Marcatrudis. Al darle su mujer un hijo también varón, ella se puso celosa y mató al bastardo, pero su hijo también murió. El rey lleno de ira, la arrojó de su lado. Entonces se casó con Austrigilda y a la muerte de su hermano Cariberto, que dejó varias viudas, una de ellas, Teodigilda, se le ofreció en matrimonio, Gontrán, le prometió matrimonio, pero lo que hizo fue despojarla de sus bienes y encerrarla en un convento. Sus cuñados hablaban muy mal de la reina Austrigilda, y en un ataque de ira, el rey, mandó decapitarla y despojarla de sus bienes.
Pero al morir también los dos hijos que había tenido con Austrigilda, Gontran empezó a arrepentirse. Mantuvo relaciones cordiales con los obispos y les pidió su bendición. En su vejez repartió limosnas en abundancia e instituyó días de oración y ayuno durante la peste, dando él el mejor ejemplo.
Perdonó a dos asesinos que Fredegunda, esposa de Chilperico I, había enviado para darle muerte, y otorgó su protección a aquélla para que su hijo Clotario fuese reconocido rey de Neustria. Fundó varios monasterios entre ellos el de San Marcel de Châlons-sur-Saone. Ordenó la pena de muerte a todos aquellos que asesinaban; no se salvaron ni los de su familia, entre ellos su mujer y la ejecución de su médico; lleno de remordimientos lloró sus pecados por toda su vida.
Fue uno de los pocos reyes merovingios que murió en la cama. Su virtud estriba en que fue el único rey merovingio que protegió la libertad de los obispos y que intentó la pacificación de su reino siendo justo, pensando en "la justicia" de la época a la que nos referimos.
Rey de Orleáns y de Borgoña. Hijo de Clotario I; al morir éste, gobernó sus estados con justicia y misericordia, después de su conversión. No se caracteriza por su virtud. Tomó la sirvienta de uno de sus vasallos para durmiera con él, hasta que le dio un hijo. Después se casó con la hija de un duque franco, Marcatrudis. Al darle su mujer un hijo también varón, ella se puso celosa y mató al bastardo, pero su hijo también murió. El rey lleno de ira, la arrojó de su lado. Entonces se casó con Austrigilda y a la muerte de su hermano Cariberto, que dejó varias viudas, una de ellas, Teodigilda, se le ofreció en matrimonio, Gontrán, le prometió matrimonio, pero lo que hizo fue despojarla de sus bienes y encerrarla en un convento. Sus cuñados hablaban muy mal de la reina Austrigilda, y en un ataque de ira, el rey, mandó decapitarla y despojarla de sus bienes.
Pero al morir también los dos hijos que había tenido con Austrigilda, Gontran empezó a arrepentirse. Mantuvo relaciones cordiales con los obispos y les pidió su bendición. En su vejez repartió limosnas en abundancia e instituyó días de oración y ayuno durante la peste, dando él el mejor ejemplo.
Perdonó a dos asesinos que Fredegunda, esposa de Chilperico I, había enviado para darle muerte, y otorgó su protección a aquélla para que su hijo Clotario fuese reconocido rey de Neustria. Fundó varios monasterios entre ellos el de San Marcel de Châlons-sur-Saone. Ordenó la pena de muerte a todos aquellos que asesinaban; no se salvaron ni los de su familia, entre ellos su mujer y la ejecución de su médico; lleno de remordimientos lloró sus pecados por toda su vida.
Fue uno de los pocos reyes merovingios que murió en la cama. Su virtud estriba en que fue el único rey merovingio que protegió la libertad de los obispos y que intentó la pacificación de su reino siendo justo, pensando en "la justicia" de la época a la que nos referimos.
domingo, 27 de marzo de 2022
27 de Marzo 2022 – EL DOMINGO «LAETARE» - PALABRAS DE ALIENTO EN EL CAMINO
Toda alma religiosa siente la necesidad de tratar filialmente con Dios, de hablar con Él en la intimidad, de unirse a Él. Este anhelo, el paganismo le tuvo sepultado en el fondo de la conciencia humana. Para Aristóteles, el Primum movens existía retraído en una lejanía inaccesible; tan difícil hubiera sido comunicar con él como con los habitantes de Marte. Es el Cristianismo el que ha hecho vibrar esta nota en las almas, el que nos ha acostumbrado a considerar la vida como un esfuerzo, como una peregrinación hacia Dios; el que nos ha señalado los estudios diversos de ese viaje, las piedras miliarias que nos librarán de perdernos en ese camino hacia la unión maravillosa que naturalmente apetecemos y que apenas podemos concebir, hacia una vida más alta, a la cual se podría aplicar, en un sentido infinitamente más sublime, la definición que Platón daba del amor: «Círculo del bueno al bueno, devuelto perpetuamente.»
Esa peregrinación de la criatura que vuelve al Criador se encuentra simbolizada, o, mejor, resumida en la liturgia cuaresmal. Los escritores ascéticos nos hablan de tres vías, que ellos llaman «purgativa», «iluminativa» y «unitiva»; aunque más que tres vías, esas palabras designan tres operaciones que pueden ser simultáneas o sucesivas. Ellas condensan también el pensamiento fundamental de la Cuaresma, el que palpita bajo el tejido policromo de sus oraciones, sus lecturas, sus cantos y sus ritos. Hacia la unión, por la purificación y la iluminación; he aquí el santo y seña que la Iglesia da en estos santos días a todos los cristianos. La purificación reza especialmente con los penitentes, con los que en el llanto y la penitencia aguardan la Pascua para ser reintegrados en la comunión de los fieles; la iluminación se dirige a los catecúmenos, a los que en la espera de la noche del Sábado Santo reciben con ansiedad la revelación progresiva de los misterios evangélicos. La tarea de los primeros consiste en frotar su alma, como se frota una moneda, para descubrir en ella la imagen oscurecida por el pecado; la de los segundos, en preparar el metal para que pueda recibir la imagen. A los unos, la liturgia los alienta, los ayuda, los grita: «Lavaos, estad limpios, arrancad el mal de vuestros corazones»; a los otros los catequiza, les descubre la doctrina y la vida de Cristo y les dice: «Acercaos a Él para ser iluminados.» Pero la verdad y la pureza son inseparables; el que trabaja en la purificación va advirtiendo que se acerca a la luz, y el que busca generosamente la luz se siente poco a poco purificado. El penitente se ilumina y el catecúmeno se purifica, y en la iluminación y la purificación palpita una tercera fuerza, que los sostiene y los anima: el amor. La inteligencia va penetrada de unción; o, como bellamente dice San Bernardo, a los rayos de luz, que llegan al espíritu, acompañan los rayos de calor, que se enderezan al corazón. Las tres vías se enlazan, se ayudan, se funden de una manera misteriosa y llevan a la consecución de una misma victoria, a la explosión de una inmensa alegría.
En la peregrinación cuaresmal esa explosión se llama el domingo «Laetare», a causa de la primera palabra con que empieza el Introito de la Misa, invitación entusiasta a una alegría perfecta: «Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; llenaos de júbilo y recibid los consuelos que manan de sus pechos.» A este grito, el ambiente litúrgico se transforma: en medio de las tristezas del ayuno, vuelven a resonar los acordes del órgano, el altar se viste de flores y los sacerdotes cambian el color violeta, símbolo del dolor y la penitencia, por el rosado, en el cual brilla un albor de esperanza y de alegría. En Roma, el Pontífice bendice la Rosa de Oro, que nos recuerda aquellas palabras de San Ambrosio: «Coges la flor nueva, que da el buen olor de la Resurrección; coges el lirio, esplendor de la eternidad; coges la rosa de la sangre del Señor.» Esa rosa mística es una figura del paraíso que buscamos; es como aquellos gigantescos racimos que entre la aridez del desierto hablaban al pueblo escogido de la tierra que manaba leche y miel. En la España antigua se practicaba un rito no menos significativo. Desde el amanecer, un pregonero recorría las ciudades recordando a los que tenían niños sin bautizar que los presentasen en la iglesia. En la iglesia, después del Evangelio, tres diáconos se adelantaban hacia el pueblo. El primero decía: «Si alguno quiere ser iniciado en el sacramento de la fe, dé su nombre.» Después de una pausa, clamaba el segundo: «Si alguno desea la vida eterna, dé su nombre.» Seguía luego la invitación del tercero, en términos más claros: «Si alguno quiere ser bautizado el día de Pascua, dé su nombre.» Los niños pasaban delante del obispo, llevados por sus madres; el arcediano escribía sus nombres en las tablas de cera; tres subdiáconos pronunciaban el exorcismo, soplando sobre las cabezas de los pequeños catecúmenos, y un presbítero sellaba su frente con el signo de la cruz.
Todo este aparato de ceremonias y de símbolos significa una misma cosa: que la salud se acerca, que en la lejanía brilla el alba de la Resurrección, que vamos sintiendo la renovación santa, por la cual nos haremos dignos de cantar el cántico nuevo, según los bellos versos del himno cuaresmal:
«En nos, novi per veniam, novum cantamus canticum.»
Todo en los textos de la Misa tiene ese profundo sentido de jubilosa esperanza. Si en los oficios nocturnos se nos presenta la figura majestuosa de Moisés, tipo del verdadero libertador, Jesucristo, en la Epístola oímos aquellas altivas palabras del Apóstol, que en las asambleas de los primeros cristianos debían caer como un rayo revelador: «Nosotros no somos hijos de la esclava, sino de la libre; con una libertad que nos viene de Cristo.» El Evangelio ya no nos habla de luchas y de tentaciones, sino de símbolos misteriosos de amor. Aún nos encontramos en el desierto: al noroeste del lago de Genesaret, más allá de Betsaida, se extendía una vasta soledad, limitada, hoy como antaño, por colinas agrestes y desnudas. La nave de Jesús surcaba el lago en aquella dirección, pero un viento contrario la impedía avanzar con rapidez. La muchedumbre le seguía por la orilla, y al llegar a la desembocadura del Jordán se encontró rodeado de un inmenso gentío que le aclamaba y se dirigía hacia Él. «semejante a un rebaño sin pastor». Y tuvo compasión de ellos. Les predicó el reino de Dios, curó sus enfermos; y, haciéndoles sentar por grupos de cincuenta y de ciento, que por los colores chillones de sus vestidos semejaban, según la expresión de San Marcos, cestos de flores sobre un verde tapiz, les dio de comer, multiplicando los cinco panes y dos peces que por casualidad llevaba un muchacho.
Este relato hacia que el júbilo se derramase en gritos de alabanza. «Bendecid al Señor, porque es benigno», clamaba el coro después de oírle; «todo cuanto quiso, lo hizo el Señor en el Cielo y en la tierra». En los panes y los peces el penitente veía un nuevo anuncio de su restauración espiritual; el catecúmeno, una prefiguración del arcano eucarístico, que poco a poco se iba descorriendo a sus miradas. Uno y otro recogían con avidez las lecciones encerradas en ese lenguaje simbólico de la liturgia, para disponerse a vivir en toda su plenitud el misterio pascual. Como abejas solícitas, se esforzaban por sacar la miel del amor entre las flores de ese jardín de ritos, gestos y oraciones, y así conseguían el triple objetivo de la Cuaresma: se purificaban, se iluminaban, se inflamaban. Vivían el misterio de Pascua. Es fácil estrenar un hábito nuevo el Domingo de Resurrección: es fácil confesar y comulgar; pero eso no basta. Hay que asimilarse el fruto de la Resurrección, convertirle en una realidad íntima, sentir la explosión de esa savia vital que viene de Cristo; y esto lo conseguiremos empapándonos antes en el espíritu de esta maravillosa liturgia cuadragesimal.
Esa peregrinación de la criatura que vuelve al Criador se encuentra simbolizada, o, mejor, resumida en la liturgia cuaresmal. Los escritores ascéticos nos hablan de tres vías, que ellos llaman «purgativa», «iluminativa» y «unitiva»; aunque más que tres vías, esas palabras designan tres operaciones que pueden ser simultáneas o sucesivas. Ellas condensan también el pensamiento fundamental de la Cuaresma, el que palpita bajo el tejido policromo de sus oraciones, sus lecturas, sus cantos y sus ritos. Hacia la unión, por la purificación y la iluminación; he aquí el santo y seña que la Iglesia da en estos santos días a todos los cristianos. La purificación reza especialmente con los penitentes, con los que en el llanto y la penitencia aguardan la Pascua para ser reintegrados en la comunión de los fieles; la iluminación se dirige a los catecúmenos, a los que en la espera de la noche del Sábado Santo reciben con ansiedad la revelación progresiva de los misterios evangélicos. La tarea de los primeros consiste en frotar su alma, como se frota una moneda, para descubrir en ella la imagen oscurecida por el pecado; la de los segundos, en preparar el metal para que pueda recibir la imagen. A los unos, la liturgia los alienta, los ayuda, los grita: «Lavaos, estad limpios, arrancad el mal de vuestros corazones»; a los otros los catequiza, les descubre la doctrina y la vida de Cristo y les dice: «Acercaos a Él para ser iluminados.» Pero la verdad y la pureza son inseparables; el que trabaja en la purificación va advirtiendo que se acerca a la luz, y el que busca generosamente la luz se siente poco a poco purificado. El penitente se ilumina y el catecúmeno se purifica, y en la iluminación y la purificación palpita una tercera fuerza, que los sostiene y los anima: el amor. La inteligencia va penetrada de unción; o, como bellamente dice San Bernardo, a los rayos de luz, que llegan al espíritu, acompañan los rayos de calor, que se enderezan al corazón. Las tres vías se enlazan, se ayudan, se funden de una manera misteriosa y llevan a la consecución de una misma victoria, a la explosión de una inmensa alegría.
En la peregrinación cuaresmal esa explosión se llama el domingo «Laetare», a causa de la primera palabra con que empieza el Introito de la Misa, invitación entusiasta a una alegría perfecta: «Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; llenaos de júbilo y recibid los consuelos que manan de sus pechos.» A este grito, el ambiente litúrgico se transforma: en medio de las tristezas del ayuno, vuelven a resonar los acordes del órgano, el altar se viste de flores y los sacerdotes cambian el color violeta, símbolo del dolor y la penitencia, por el rosado, en el cual brilla un albor de esperanza y de alegría. En Roma, el Pontífice bendice la Rosa de Oro, que nos recuerda aquellas palabras de San Ambrosio: «Coges la flor nueva, que da el buen olor de la Resurrección; coges el lirio, esplendor de la eternidad; coges la rosa de la sangre del Señor.» Esa rosa mística es una figura del paraíso que buscamos; es como aquellos gigantescos racimos que entre la aridez del desierto hablaban al pueblo escogido de la tierra que manaba leche y miel. En la España antigua se practicaba un rito no menos significativo. Desde el amanecer, un pregonero recorría las ciudades recordando a los que tenían niños sin bautizar que los presentasen en la iglesia. En la iglesia, después del Evangelio, tres diáconos se adelantaban hacia el pueblo. El primero decía: «Si alguno quiere ser iniciado en el sacramento de la fe, dé su nombre.» Después de una pausa, clamaba el segundo: «Si alguno desea la vida eterna, dé su nombre.» Seguía luego la invitación del tercero, en términos más claros: «Si alguno quiere ser bautizado el día de Pascua, dé su nombre.» Los niños pasaban delante del obispo, llevados por sus madres; el arcediano escribía sus nombres en las tablas de cera; tres subdiáconos pronunciaban el exorcismo, soplando sobre las cabezas de los pequeños catecúmenos, y un presbítero sellaba su frente con el signo de la cruz.
Todo este aparato de ceremonias y de símbolos significa una misma cosa: que la salud se acerca, que en la lejanía brilla el alba de la Resurrección, que vamos sintiendo la renovación santa, por la cual nos haremos dignos de cantar el cántico nuevo, según los bellos versos del himno cuaresmal:
«En nos, novi per veniam, novum cantamus canticum.»
Todo en los textos de la Misa tiene ese profundo sentido de jubilosa esperanza. Si en los oficios nocturnos se nos presenta la figura majestuosa de Moisés, tipo del verdadero libertador, Jesucristo, en la Epístola oímos aquellas altivas palabras del Apóstol, que en las asambleas de los primeros cristianos debían caer como un rayo revelador: «Nosotros no somos hijos de la esclava, sino de la libre; con una libertad que nos viene de Cristo.» El Evangelio ya no nos habla de luchas y de tentaciones, sino de símbolos misteriosos de amor. Aún nos encontramos en el desierto: al noroeste del lago de Genesaret, más allá de Betsaida, se extendía una vasta soledad, limitada, hoy como antaño, por colinas agrestes y desnudas. La nave de Jesús surcaba el lago en aquella dirección, pero un viento contrario la impedía avanzar con rapidez. La muchedumbre le seguía por la orilla, y al llegar a la desembocadura del Jordán se encontró rodeado de un inmenso gentío que le aclamaba y se dirigía hacia Él. «semejante a un rebaño sin pastor». Y tuvo compasión de ellos. Les predicó el reino de Dios, curó sus enfermos; y, haciéndoles sentar por grupos de cincuenta y de ciento, que por los colores chillones de sus vestidos semejaban, según la expresión de San Marcos, cestos de flores sobre un verde tapiz, les dio de comer, multiplicando los cinco panes y dos peces que por casualidad llevaba un muchacho.
Este relato hacia que el júbilo se derramase en gritos de alabanza. «Bendecid al Señor, porque es benigno», clamaba el coro después de oírle; «todo cuanto quiso, lo hizo el Señor en el Cielo y en la tierra». En los panes y los peces el penitente veía un nuevo anuncio de su restauración espiritual; el catecúmeno, una prefiguración del arcano eucarístico, que poco a poco se iba descorriendo a sus miradas. Uno y otro recogían con avidez las lecciones encerradas en ese lenguaje simbólico de la liturgia, para disponerse a vivir en toda su plenitud el misterio pascual. Como abejas solícitas, se esforzaban por sacar la miel del amor entre las flores de ese jardín de ritos, gestos y oraciones, y así conseguían el triple objetivo de la Cuaresma: se purificaban, se iluminaban, se inflamaban. Vivían el misterio de Pascua. Es fácil estrenar un hábito nuevo el Domingo de Resurrección: es fácil confesar y comulgar; pero eso no basta. Hay que asimilarse el fruto de la Resurrección, convertirle en una realidad íntima, sentir la explosión de esa savia vital que viene de Cristo; y esto lo conseguiremos empapándonos antes en el espíritu de esta maravillosa liturgia cuadragesimal.
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