Son contemporáneos de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán, hijos de aquel gran siglo en que el concepto cristiano de la sociedad llegaba a su máximo esplendor, y la fe bullía pujante en las almas. Tal vez las gentes se dejaban seducir por las pasiones, pero no las adoraban; el que caía volvía a levantarse; se hacía el mal, pero no se le tomaba por bien; cada cosa tenía su nombre. Francisco se consagró a rescatar los cautivos de la riqueza; Domingo, a libertar los cautivos del error; Juan de Mata y Félix de Valois, a romper las cadenas de los cautivos que gemían en las prisiones de la morería.
Cuando, en 1180, Juan de Mata, dejando su tierra aquitana, llegó a París, observó en sí mismo dos maneras distintas de ver la vida. Por un lado, sentía una voz que le decía: «Juan, busca la pobreza, porque la pobreza fue la compañera de Jesús.» Pero otro instinto le llevaba a la gloria, al poder, a lo que los hombres llaman grandeza. Era el efecto de su formación doméstica. Su madre le había conducido al mundo de los que sufren el dolor y la pobreza; su padre había querido hacer de él un hombre famoso, lustre de su familia; y para eso le había enviado a estudiar a Marsella, y para eso le enviaba ahora a París. Pero en el mundo de los ricos y de los sabios encontró tristeza y decepción. Sentía el vacío del corazón, un hastío profundo le acongojaba, echaba de menos las palabras de su madre y los lugares de su infancia; hasta que un día, estando en el monasterio de Santa Genoveva, oyó que le decían estas palabras: «Estudia la sabiduría, hijo mío, y alegra mi corazón.» Desde ese momento Juan se entregó al servicio de Dios. El Espíritu se encargaba de guiar por sí mismo a aquel hombre de buena voluntad, y a veces hasta de hablar por su boca. Conoció un día en las aulas a un joven maestro de Italia, llamado Juan Lotario, y, encarándose con él, le dijo: «Muy pronto te sentarás en el trono de Pedro.»
Entretanto, Juan dé Mata anhelaba por su otro yo. Juan de Mata presentía a Félix de Valois. ¿Cómo encontrarse? Félix de Valois vivía allá lejos, en las montañas de la diócesis de Meaux, enamorado de la soledad y el silencio. Hacía penitencia por los pecados de sus padres. Sus padres eran el conde Raúl y la condesa Leonor. El divorcio había traído sobre ellos y sobre su castillo el rayo de la excomunión. El hijo abandonó la morada maldita, y se presentó a su tío Tibaldo, conde de Champaña, pidiendo hospitalidad; pero un buen día, en una partida de caza, el joven gentilhombre desapareció. Buscáronle por los bosques y los ríos, en el llano y en la montaña, hasta que todos quedaron convencidos de que se había matado cayendo en algún precipicio, y notificaron su muerte.
Efectivamente, había muerto al mundo; había nacido a una nueva vida. Un anacoreta que se encontró en la soledad fue el que le introdujo en aquella nueva existencia de maravillas, para él inéditas. Fue su guía, su confidente, el que, ignorante de las cosas exteriores, le dio a conocer el misterio de las interiores. Con su último suspiro, el viejo le entregó su último secreto, y así el discípulo quedó convertido en maestro, maestro en el arte de amar a Dios, de captar las luces invisibles que bajan cada momento del Cielo a la tierra, de levantarse a las alturas sublimes de la contemplación. Poco a poco, entre sus éxtasis y sus penitencias, una idea fija empezó a brotar en su espíritu. La voz que habla a los solitarios, le habló a él de los pobres y de los desgraciados; de los más pobres entre todos los desgraciados, aquellos que, nacidos tal vez en un palacio, viven en una mazmorra maltratados por un hombre sin entrañas, condenados a servir a los enemigos de su Dios y de su raza y expuestos a perder la fe. Y como la acción tiene sus raíces en la contemplación auténtica y ortodoxa, Félix sintióse movido a socorrer a los pobres cautivos.
En este momento es cuando Mata encuentra a Valois, al auxiliar presentido. Hasta ahora sus vidas habían caminado en direcciones enteramente contrarias; desde ahora se cruzan, se funden, se completan para realizar el destino providencial. Nada parecía llamar a uno ni a otro hacia el bosque de Meaux, y, sin embargo, allí fue el encuentro, y el encuentro fue el punto de partida de la obra común. El recién venido fue el primero en hablar al veterano del silencio. Después, el uno se contó al otro su vida, y de aquel relato nació en cada uno de ellos el desprecio más profundo de sí mismo y la admiración más alta del compañero. Convinieron en vivir juntos, juzgando cada uno, con ese egoísmo inverso de los santos, que el provecho de la convivencia era para sí. Aquella compañía de tres—Dios, Mata y Valois—, de Dios, que asistía con su espíritu, y de los ermitaños, que esperaban nuevas ideas y nuevas luces, duró tres años. El hombre que durante este tiempo hubiese asistido a sus oraciones y conversaciones, se hubiera llenado de sabiduría. ¿Quién adivinaría los secretos misteriosos, que iluminaron aquel bosque y transfiguraron a aquellos dos hombres, que no tenían cada uno más que un amigo, y este amigo era un santo?
Un día, en medio de los arrebatos de la oración, vieron un ciervo blanco que iba a apagar su sed en la fuente vecina, un ciervo que entre sus cuernos llevaba una cruz roja y azul; y, con esa hermenéutica invisible e infalible que tienen los santos, distinguieron allí la voluntad de Dios. Dejaron la soledad y se fueron a París a comunicar sus proyectos al obispo y a los doctores. De París fueron a Roma, y en Roma, sentado en el trono de San Pedro, encontraron a Inocencio III, a Juan Lotario, el mismo a quien Mata había dicho un día, saliendo de las aulas: «Serás Papa.» ¿Para qué más recomendación? No se podía dudar de que aquellos hombres eran hombres de Dios, y la Orden de la Santísima Trinidad de la Redención de los cautivos quedó establecida con toda la fuerza de la autoridad pontificia.
Era aquél el tiempo heroico de las Cruzadas. En España y en Oriente los cristianos luchaban sin cesar con los musulmanes, y muchos de ellos caían vivos en poder del enemigo. Además, los piratas moros infestaban los mares y las costas, capturando pasajeros, mercancías y aldeanos indefensos. En Túnez, en Marruecos, en Trípoli, en Egipto y en Siria las prisiones públicas y los sótanos de las casas estaban llenos de cristianos, que se hacinaban unos contra otros, mal vestidos y peor alimentados. Para responder a las eventualidades de esta terrible situación, organizó su Orden Juan de Mata con una sabiduría divina. A los pocos meses llegaban a Europa los primeros redentores con su botín precioso: ciento ochenta y seis esclavos redimidos. La procesión recorrió las calles de Marsella dando gracias a Dios. Parecían sombras venidas del otro mundo; iban de dos en dos, con vestido rojo oscuro, los rostros escuálidos, las frentes cubiertas de cicatrices, y en las manos huesudas, la huella de los hierros.
El mismo Juan fue a Túnez, mientras su compañero terminaba la constitución de la Orden. Aquí había que formar a los novicios, fundar casas, pedir limosna para la redención, cuidar a los redimidos y procurarles medios de existencia. Allá era preciso tratar con los emires, discutir con los ulemas, regatear con los carceleros y habérselas con las turbas alborotadas. Juan de Mata conoció también la violencia de los azotes, las pedradas de los fanáticos y las hediondeces de la mazmorra. La narración de lejanas desventuras palidece siempre a la vista de los males presentes. Ahora llegaba a comprender toda la espantosa miseria de aquellas piltrafas humanas que se amontonaban en la oscuridad. Llegó el oro de Europa. Detrás de él salieron otros cien cautivos, los más desgraciados de todos. El populacho se agitaba al verlos subir al barco. « ¡Adiós, cadenas!», decían ellos en el paroxismo de la felicidad. Pero la chusma los asalta, les arranca el timón, les derriba los mástiles, les rasga las velas y les rompe los remos. No importa: Juan arranca de sus hombros el manto blanco, lo iza en un palo, y, levantando el crucifijo, invoca a la Estrella del Mar. Sopla el solano con fuerza, y en menos de dos horas la embarcación llega al puerto de Ostia.
Así una, dos, tres veces. Después, Juan llega a Cerfroy, donde Félix luchaba con las marejadas del espíritu. Va a morir. Los dos amigos confunden por última vez sus lágrimas, y se despiden hasta el Cielo. Fue pronto ese nuevo encuentro. De la ausencia de Juan, Félix cayó enfermo, vio a su compañero en la gloria y se marchó a juntarse con él.
Cuando, en 1180, Juan de Mata, dejando su tierra aquitana, llegó a París, observó en sí mismo dos maneras distintas de ver la vida. Por un lado, sentía una voz que le decía: «Juan, busca la pobreza, porque la pobreza fue la compañera de Jesús.» Pero otro instinto le llevaba a la gloria, al poder, a lo que los hombres llaman grandeza. Era el efecto de su formación doméstica. Su madre le había conducido al mundo de los que sufren el dolor y la pobreza; su padre había querido hacer de él un hombre famoso, lustre de su familia; y para eso le había enviado a estudiar a Marsella, y para eso le enviaba ahora a París. Pero en el mundo de los ricos y de los sabios encontró tristeza y decepción. Sentía el vacío del corazón, un hastío profundo le acongojaba, echaba de menos las palabras de su madre y los lugares de su infancia; hasta que un día, estando en el monasterio de Santa Genoveva, oyó que le decían estas palabras: «Estudia la sabiduría, hijo mío, y alegra mi corazón.» Desde ese momento Juan se entregó al servicio de Dios. El Espíritu se encargaba de guiar por sí mismo a aquel hombre de buena voluntad, y a veces hasta de hablar por su boca. Conoció un día en las aulas a un joven maestro de Italia, llamado Juan Lotario, y, encarándose con él, le dijo: «Muy pronto te sentarás en el trono de Pedro.»
Entretanto, Juan dé Mata anhelaba por su otro yo. Juan de Mata presentía a Félix de Valois. ¿Cómo encontrarse? Félix de Valois vivía allá lejos, en las montañas de la diócesis de Meaux, enamorado de la soledad y el silencio. Hacía penitencia por los pecados de sus padres. Sus padres eran el conde Raúl y la condesa Leonor. El divorcio había traído sobre ellos y sobre su castillo el rayo de la excomunión. El hijo abandonó la morada maldita, y se presentó a su tío Tibaldo, conde de Champaña, pidiendo hospitalidad; pero un buen día, en una partida de caza, el joven gentilhombre desapareció. Buscáronle por los bosques y los ríos, en el llano y en la montaña, hasta que todos quedaron convencidos de que se había matado cayendo en algún precipicio, y notificaron su muerte.
Efectivamente, había muerto al mundo; había nacido a una nueva vida. Un anacoreta que se encontró en la soledad fue el que le introdujo en aquella nueva existencia de maravillas, para él inéditas. Fue su guía, su confidente, el que, ignorante de las cosas exteriores, le dio a conocer el misterio de las interiores. Con su último suspiro, el viejo le entregó su último secreto, y así el discípulo quedó convertido en maestro, maestro en el arte de amar a Dios, de captar las luces invisibles que bajan cada momento del Cielo a la tierra, de levantarse a las alturas sublimes de la contemplación. Poco a poco, entre sus éxtasis y sus penitencias, una idea fija empezó a brotar en su espíritu. La voz que habla a los solitarios, le habló a él de los pobres y de los desgraciados; de los más pobres entre todos los desgraciados, aquellos que, nacidos tal vez en un palacio, viven en una mazmorra maltratados por un hombre sin entrañas, condenados a servir a los enemigos de su Dios y de su raza y expuestos a perder la fe. Y como la acción tiene sus raíces en la contemplación auténtica y ortodoxa, Félix sintióse movido a socorrer a los pobres cautivos.
En este momento es cuando Mata encuentra a Valois, al auxiliar presentido. Hasta ahora sus vidas habían caminado en direcciones enteramente contrarias; desde ahora se cruzan, se funden, se completan para realizar el destino providencial. Nada parecía llamar a uno ni a otro hacia el bosque de Meaux, y, sin embargo, allí fue el encuentro, y el encuentro fue el punto de partida de la obra común. El recién venido fue el primero en hablar al veterano del silencio. Después, el uno se contó al otro su vida, y de aquel relato nació en cada uno de ellos el desprecio más profundo de sí mismo y la admiración más alta del compañero. Convinieron en vivir juntos, juzgando cada uno, con ese egoísmo inverso de los santos, que el provecho de la convivencia era para sí. Aquella compañía de tres—Dios, Mata y Valois—, de Dios, que asistía con su espíritu, y de los ermitaños, que esperaban nuevas ideas y nuevas luces, duró tres años. El hombre que durante este tiempo hubiese asistido a sus oraciones y conversaciones, se hubiera llenado de sabiduría. ¿Quién adivinaría los secretos misteriosos, que iluminaron aquel bosque y transfiguraron a aquellos dos hombres, que no tenían cada uno más que un amigo, y este amigo era un santo?
Un día, en medio de los arrebatos de la oración, vieron un ciervo blanco que iba a apagar su sed en la fuente vecina, un ciervo que entre sus cuernos llevaba una cruz roja y azul; y, con esa hermenéutica invisible e infalible que tienen los santos, distinguieron allí la voluntad de Dios. Dejaron la soledad y se fueron a París a comunicar sus proyectos al obispo y a los doctores. De París fueron a Roma, y en Roma, sentado en el trono de San Pedro, encontraron a Inocencio III, a Juan Lotario, el mismo a quien Mata había dicho un día, saliendo de las aulas: «Serás Papa.» ¿Para qué más recomendación? No se podía dudar de que aquellos hombres eran hombres de Dios, y la Orden de la Santísima Trinidad de la Redención de los cautivos quedó establecida con toda la fuerza de la autoridad pontificia.
Era aquél el tiempo heroico de las Cruzadas. En España y en Oriente los cristianos luchaban sin cesar con los musulmanes, y muchos de ellos caían vivos en poder del enemigo. Además, los piratas moros infestaban los mares y las costas, capturando pasajeros, mercancías y aldeanos indefensos. En Túnez, en Marruecos, en Trípoli, en Egipto y en Siria las prisiones públicas y los sótanos de las casas estaban llenos de cristianos, que se hacinaban unos contra otros, mal vestidos y peor alimentados. Para responder a las eventualidades de esta terrible situación, organizó su Orden Juan de Mata con una sabiduría divina. A los pocos meses llegaban a Europa los primeros redentores con su botín precioso: ciento ochenta y seis esclavos redimidos. La procesión recorrió las calles de Marsella dando gracias a Dios. Parecían sombras venidas del otro mundo; iban de dos en dos, con vestido rojo oscuro, los rostros escuálidos, las frentes cubiertas de cicatrices, y en las manos huesudas, la huella de los hierros.
El mismo Juan fue a Túnez, mientras su compañero terminaba la constitución de la Orden. Aquí había que formar a los novicios, fundar casas, pedir limosna para la redención, cuidar a los redimidos y procurarles medios de existencia. Allá era preciso tratar con los emires, discutir con los ulemas, regatear con los carceleros y habérselas con las turbas alborotadas. Juan de Mata conoció también la violencia de los azotes, las pedradas de los fanáticos y las hediondeces de la mazmorra. La narración de lejanas desventuras palidece siempre a la vista de los males presentes. Ahora llegaba a comprender toda la espantosa miseria de aquellas piltrafas humanas que se amontonaban en la oscuridad. Llegó el oro de Europa. Detrás de él salieron otros cien cautivos, los más desgraciados de todos. El populacho se agitaba al verlos subir al barco. « ¡Adiós, cadenas!», decían ellos en el paroxismo de la felicidad. Pero la chusma los asalta, les arranca el timón, les derriba los mástiles, les rasga las velas y les rompe los remos. No importa: Juan arranca de sus hombros el manto blanco, lo iza en un palo, y, levantando el crucifijo, invoca a la Estrella del Mar. Sopla el solano con fuerza, y en menos de dos horas la embarcación llega al puerto de Ostia.
Así una, dos, tres veces. Después, Juan llega a Cerfroy, donde Félix luchaba con las marejadas del espíritu. Va a morir. Los dos amigos confunden por última vez sus lágrimas, y se despiden hasta el Cielo. Fue pronto ese nuevo encuentro. De la ausencia de Juan, Félix cayó enfermo, vio a su compañero en la gloria y se marchó a juntarse con él.
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