Es en la basílica vaticana. Ante la Confesión de San Pedro arden candelabros de oro y cuelgan tapices policromos, adornados de aves y leones. En torno, el Pontífice canta la salmodia, acompañado de sus presbíteros, de sus diáconos y de su escuela de salmistas. Abajo, en las naves, un hombre va de altar en altar derramando inflamadas oraciones. Se arrastra por el suelo, se inclina profundamente, permanece extático contemplando las figuras hieráticas y aureoladas que adornan los muros, y a veces, en el arrebato del fervor, deja escapar suspiros y palabras entrecortadas. Cuando llega al sepulcro del Apóstol, cae en tierra, y su enajenamiento es tal, que parece olvidar cuanto le rodea. Los acólitos y los lectores se rozan con él y hacen por despertarle cuando pasan de un lado a otro de la basílica. Así, un día y otro día. Los fieles hablan ya de él; unos le miran con veneración, otros se ríen de su devoción insólita y su extravagante figura. Va siempre con su báculo en la mano y viste un viejo y descuidado hábito monacal.
El Señor Apostólico le mira también con extrañeza. Un día no puede contenerse; hace señas a su arcediano desde su trono adornado con incrustaciones de bronce y de marfil, y le dice:
—Infórmate de los antecedentes de ese monje tan devoto. El arcediano preguntó con diligencia, y al terminar el oficio pudo ya satisfacer la curiosidad del Pontífice:
—Por lo que he logrado saber—le dijo—, parece que es un obispo que viene de Occidente.
— ¡Bueno!—observó el Papa, dirigiéndose a sus clérigos—; tened mucho cuidado con estas gentes occidentales.
No tardó en averiguarse que en este juicio era algo precipitado. Gregorio II, así se llamaba el Pontífice, se convenció de que aquel extranjero era un santo varón, sobre todo cuando sus diáconos le contaron un extraño suceso. Una mañana, según costumbre, el peregrino de Occidente postróse de hinojos ante el altar de la Confesión, sin darse cuenta en su ensimismamiento de que el báculo se le desprende de la mano. Todos estaban ya adivinando el ruido que el báculo iba a levantar al caer sobre el pavimento de mosaico, cuando vieron con estupefacción que quedaba en pie como velando la oración de su dueño. Unos días después, cuando el cortejo pontificio abandonaba la basílica, el extranjero se acercó a besar la mano del Papa, junto con los demás fieles.
—Pareces un simple monje—le dijo el Pontífice—, pero debes ser algo más.
—Beatísimo Padre—respondió él—, soy monje y obispo.
— ¿Vienes de muy lejos?
—Ahora vengo de Alemania, pero mí .patria es la desventurada España.
— ¡Oh tierra de Isidoro digna de mejor suerte!—exclamó el Papa Gregorio.
—Señor—añadió el monje-obispo—, allí se ha perdido todo.
— ¡Juicios inescrutables de Dios!—dijo el Pontífice, y prosiguió, cortando el diálogo—: Bueno, necesito hablar contigo más despacio; no dejes de venir a verme. San Pirmino, abad y obispo
Precisamente, el español había ido a Roma para hablar con Gregorio II, pero antes de presentarse estaba aguardando la llegada de un amigo suyo, un magnate de tierras del Rhin, que venía detrás de él, con regalos y cartas de presentación. Entre tanto, satisfacía su devoción recorriendo las catacumbas y pasándose los días—y cuando podía las noches—en las basílicas de Roma. Su intención era pedir al Papa facultades para predicar el Evangelio en tierras de Germania y caminar de nuevo hacia el Norte.
Este español se llamaba Pirmino. Testigo de la catástrofe del Guadalete, había visto arrumarse aquella Iglesia floreciente de los Concilios toledanos. Perseguido en su diócesis, sin valor para presenciar bochornosos espectáculos de apostasía y de cobardía, salió de su país y sintió que en su alma brotaba la vocación misionera. En su repentina desgracia, España sentía la necesidad de volver los ojos en torno suyo. Durante dos siglos había vivido mirándose a sí misma, replegada en su interior. Orgullosa de su unidad religiosa y territorial, de sus grandes prelados y de sus Concilios, había olvidado que la cristiandad no terminaba en el peñón de Calpe ni en las aguas del Ródano. Había conservado los despojos de la antigua cultura clásica mejor que ningún otro pueblo, la había enriquecido con una espléndida cultura cristiana, había creado una organización eclesiástica, en que podían aprender mucho las demás naciones occidentales; tenía una rica literatura nacional, una legislación civil, el Forum judicum, que era el antiguo derecho romano-germánico, bautizado, cristianizado; una colección canónica, la Hispana, notable, tanto por la riqueza de su contenido, como por el método y disposición de las materias; una recensión bíblica que conservaba el texto de San Jerónimo en su primitiva pureza, y una liturgia, que si no nos impresiona por su sobriedad, como la roma, nos deslumbra por su opulencia literaria, por el sentido poético, por la profundidad teológica, por el vigor del pincel y por su cálida y efusiva sensibilidad. Con todo, aquella España visigótica no tenía el sentido ecuménico de la Historia que lanzó por el mundo a la España imperial del siglo XVI; ni pensaba en peregrinar por Cristo, como entonces Irlanda; ni sentía el ímpetu conquistador y la curiosidad geográfica de los francos, ni se veía sacudida por la ambición misionera y cosmopolita de la Iglesia romana.
Es el torbellino de la invasión el que lanza a los españoles fuera de su casa y de su tierra. Durante un siglo los vemos cruzar constantemente los Pirineos, y las huellas de su paso—códices españoles, costumbres litúrgicas, variantes bíblicas, rasgos de escritura visigótica, influencias canónicas y artísticas—permanecerán largo tiempo en todo el Occidente de Europa. En el aislamiento, los españoles eran mal mirados en Roma; tal vez Gregorio II, al decir que había que desconfiar de ellos, se acordaba de la actitud altiva de San Julián frente a su antecesor León II con motivo de las dos voluntades de Cristo. Ahora el mundo empezaba a conocer a España, y los sabios españoles eran los maestros del bien decir en la corte de los francos.
Uno de aquellos fugitivos, que puede considerarse a la vez como misionero del Evangelio y propagandista de la cultura isidoriana, fue el obispo Pirmino. Arrojado de la Península a raíz de la invasión, cruza la Galia, llevando las reliquias de su iglesia, los cincuenta códices de su librería y un grupo animoso de monjes y clérigos dispuestos a trabajar. Hacia el 720 se fija en el Luxemburgo, aprende la lengua del país y empieza a predicar. Su apostolado tropieza con las suspicacias de los prelados de la tierra, y entonces comprende que necesita la protección del Pontífice romano. Vuelve de Roma lleno de alientos y fuerte con la bendición de Gregorio II, y comienza de nuevo sus tareas apostólicas. Un siglo antes la austera figura de San Galo había aparecido en aquella misma región; dejando un recuerdo luminoso; pero los paganos eran muchos todavía, y la mayoría de los que se llamaban cristianos apenas tenían de su religión más que el bautismo. Es preciso instruirlos, transformarlos, civilizarlos, iluminar su inteligencia, y, lo que es más difícil, domar los instintos salvajes de su corazón. Galo destruía ídolos de errores; Pirmino levanta estatuas de verdades.
Recorre el país llevando por todas partes, en Luxemburgo, Suiza, Baviera y Aisacia, la elocuencia convincente de su vida pobre y evangélica, juntamente con la luz de su palabra llana, sencilla, sin profundidades teológicas y sin rebuscamientos de estilo. Los pueblos se van detrás de él y se transforman a su paso; pero Pirmino no es un gran orador que se preocupa de los períodos patéticos. Tiene el puñado de ideas que forman el contenido de la doctrina evangélica, y las expresa con claridad y con precisión, y las repite cien veces, hasta que penetren no sólo en la cabeza, sino también en los redaños de aquellas gentes bárbaras. Es, ante todo, catequista, un sencillo y sublime catequista popular. Su método y su doctrina pueden verse todavía en un libro, pequeño y sustancioso, que se titula Dichos del abad Pirmino, espigados en los santos libros. Es un resumen de la doctrina cristiana al alcance de los espíritus más humildes: un catecismo. Sus fuentes son las Sagradas Escrituras, y después de ellas. San Isidoro, San Martín Dumiense. San Cesáreo de Arlés. Primero, una exposición de las verdades fundamentales: la creación, la providencia, la redención, la vida de Cristo, la misión de los Apóstoles, los artículos de la fe, él Bautismo y la Eucaristía. Después, el programa moral: la pureza, la oración, el trabajo, la caridad, el perdón. «Que nadie se jacte de ser cristiano—decía Pirmino a las buenas gentes del Rhin—si tiene sólo el nombre y no los hechos de cristiano»; y frente a su moral pagana de la venganza y de la sangre, levantaba el ideal evangélico de la mansedumbre y de la paz. «Los contrarios se curan con los contrarios—añadía, recogiendo un aforismo antiguo—. Despojaos del hombre viejo y vestíos del hombre nuevo. Velad y orad, porque no sabéis el día ni la hora. ¿Qué es vuestra vida? Un vapor ligero, que oscila en el aire un momento y luego desaparece.»
Esto mismo debía decirse Pirmino pensando en la suya. ¿Qué era todo aquel ardor apostólico que le abrasaba? ¿Qué eran treinta años de enseñanza humilde y de oscuro sacrificio? Esto le movió a intentar otro medio de predicación, el que por aquellos mismos días seguía San Bonifacio, su amigo y compañero de tareas apostólicas en el corazón de Germania. Fundaría monasterios, depositarios de su hábito civilizador y de su ideal misionero. Las fundaciones monásticas brotan a su paso a uno y otro lado del Rhin; en 724, Reichenau; después, Hornbash, Murbach, AItaich, y tras éstas, otras muchas. De esta manera se completaría su obra, y la semilla arrojada por él y conservada luego por sus discípulos daría frutos maravillosos. El monasterio sería el foco de la vida religiosa, y al mismo tiempo el centro de toda cultura material e intelectual; el bárbaro llegaría a sus puertas a buscar pan y trabajo, y, sin darse cuenta, recibiría alimento de gracia y de doctrina. La savia evangélica penetraría poco a poco en su cabeza para bajar desde ella al corazón, y por medio de la predicación y el ejemplo, las virtudes cristianas más extrañas al mundo bárbaro, la humildad, la castidad, el amor al trabajo, el gusto del estudio, se aclimatarían poco a poco en las masas, realizando la transformación lenta y completa a que aspiraban los grandes misioneros. Tal fue la obra de los monasterios levantados en tierras germánicas por este ilustre español expulsado de su tierra por las armas de Taric. Reichenau, sobre todo, asilo de sabios, de poetas y de artistas, trae hasta nosotros algunos de los más bellos recuerdos de la historia religiosa y cultural durante la Edad Media.
El Señor Apostólico le mira también con extrañeza. Un día no puede contenerse; hace señas a su arcediano desde su trono adornado con incrustaciones de bronce y de marfil, y le dice:
—Infórmate de los antecedentes de ese monje tan devoto. El arcediano preguntó con diligencia, y al terminar el oficio pudo ya satisfacer la curiosidad del Pontífice:
—Por lo que he logrado saber—le dijo—, parece que es un obispo que viene de Occidente.
— ¡Bueno!—observó el Papa, dirigiéndose a sus clérigos—; tened mucho cuidado con estas gentes occidentales.
No tardó en averiguarse que en este juicio era algo precipitado. Gregorio II, así se llamaba el Pontífice, se convenció de que aquel extranjero era un santo varón, sobre todo cuando sus diáconos le contaron un extraño suceso. Una mañana, según costumbre, el peregrino de Occidente postróse de hinojos ante el altar de la Confesión, sin darse cuenta en su ensimismamiento de que el báculo se le desprende de la mano. Todos estaban ya adivinando el ruido que el báculo iba a levantar al caer sobre el pavimento de mosaico, cuando vieron con estupefacción que quedaba en pie como velando la oración de su dueño. Unos días después, cuando el cortejo pontificio abandonaba la basílica, el extranjero se acercó a besar la mano del Papa, junto con los demás fieles.
—Pareces un simple monje—le dijo el Pontífice—, pero debes ser algo más.
—Beatísimo Padre—respondió él—, soy monje y obispo.
— ¿Vienes de muy lejos?
—Ahora vengo de Alemania, pero mí .patria es la desventurada España.
— ¡Oh tierra de Isidoro digna de mejor suerte!—exclamó el Papa Gregorio.
—Señor—añadió el monje-obispo—, allí se ha perdido todo.
— ¡Juicios inescrutables de Dios!—dijo el Pontífice, y prosiguió, cortando el diálogo—: Bueno, necesito hablar contigo más despacio; no dejes de venir a verme. San Pirmino, abad y obispo
Precisamente, el español había ido a Roma para hablar con Gregorio II, pero antes de presentarse estaba aguardando la llegada de un amigo suyo, un magnate de tierras del Rhin, que venía detrás de él, con regalos y cartas de presentación. Entre tanto, satisfacía su devoción recorriendo las catacumbas y pasándose los días—y cuando podía las noches—en las basílicas de Roma. Su intención era pedir al Papa facultades para predicar el Evangelio en tierras de Germania y caminar de nuevo hacia el Norte.
Este español se llamaba Pirmino. Testigo de la catástrofe del Guadalete, había visto arrumarse aquella Iglesia floreciente de los Concilios toledanos. Perseguido en su diócesis, sin valor para presenciar bochornosos espectáculos de apostasía y de cobardía, salió de su país y sintió que en su alma brotaba la vocación misionera. En su repentina desgracia, España sentía la necesidad de volver los ojos en torno suyo. Durante dos siglos había vivido mirándose a sí misma, replegada en su interior. Orgullosa de su unidad religiosa y territorial, de sus grandes prelados y de sus Concilios, había olvidado que la cristiandad no terminaba en el peñón de Calpe ni en las aguas del Ródano. Había conservado los despojos de la antigua cultura clásica mejor que ningún otro pueblo, la había enriquecido con una espléndida cultura cristiana, había creado una organización eclesiástica, en que podían aprender mucho las demás naciones occidentales; tenía una rica literatura nacional, una legislación civil, el Forum judicum, que era el antiguo derecho romano-germánico, bautizado, cristianizado; una colección canónica, la Hispana, notable, tanto por la riqueza de su contenido, como por el método y disposición de las materias; una recensión bíblica que conservaba el texto de San Jerónimo en su primitiva pureza, y una liturgia, que si no nos impresiona por su sobriedad, como la roma, nos deslumbra por su opulencia literaria, por el sentido poético, por la profundidad teológica, por el vigor del pincel y por su cálida y efusiva sensibilidad. Con todo, aquella España visigótica no tenía el sentido ecuménico de la Historia que lanzó por el mundo a la España imperial del siglo XVI; ni pensaba en peregrinar por Cristo, como entonces Irlanda; ni sentía el ímpetu conquistador y la curiosidad geográfica de los francos, ni se veía sacudida por la ambición misionera y cosmopolita de la Iglesia romana.
Es el torbellino de la invasión el que lanza a los españoles fuera de su casa y de su tierra. Durante un siglo los vemos cruzar constantemente los Pirineos, y las huellas de su paso—códices españoles, costumbres litúrgicas, variantes bíblicas, rasgos de escritura visigótica, influencias canónicas y artísticas—permanecerán largo tiempo en todo el Occidente de Europa. En el aislamiento, los españoles eran mal mirados en Roma; tal vez Gregorio II, al decir que había que desconfiar de ellos, se acordaba de la actitud altiva de San Julián frente a su antecesor León II con motivo de las dos voluntades de Cristo. Ahora el mundo empezaba a conocer a España, y los sabios españoles eran los maestros del bien decir en la corte de los francos.
Uno de aquellos fugitivos, que puede considerarse a la vez como misionero del Evangelio y propagandista de la cultura isidoriana, fue el obispo Pirmino. Arrojado de la Península a raíz de la invasión, cruza la Galia, llevando las reliquias de su iglesia, los cincuenta códices de su librería y un grupo animoso de monjes y clérigos dispuestos a trabajar. Hacia el 720 se fija en el Luxemburgo, aprende la lengua del país y empieza a predicar. Su apostolado tropieza con las suspicacias de los prelados de la tierra, y entonces comprende que necesita la protección del Pontífice romano. Vuelve de Roma lleno de alientos y fuerte con la bendición de Gregorio II, y comienza de nuevo sus tareas apostólicas. Un siglo antes la austera figura de San Galo había aparecido en aquella misma región; dejando un recuerdo luminoso; pero los paganos eran muchos todavía, y la mayoría de los que se llamaban cristianos apenas tenían de su religión más que el bautismo. Es preciso instruirlos, transformarlos, civilizarlos, iluminar su inteligencia, y, lo que es más difícil, domar los instintos salvajes de su corazón. Galo destruía ídolos de errores; Pirmino levanta estatuas de verdades.
Recorre el país llevando por todas partes, en Luxemburgo, Suiza, Baviera y Aisacia, la elocuencia convincente de su vida pobre y evangélica, juntamente con la luz de su palabra llana, sencilla, sin profundidades teológicas y sin rebuscamientos de estilo. Los pueblos se van detrás de él y se transforman a su paso; pero Pirmino no es un gran orador que se preocupa de los períodos patéticos. Tiene el puñado de ideas que forman el contenido de la doctrina evangélica, y las expresa con claridad y con precisión, y las repite cien veces, hasta que penetren no sólo en la cabeza, sino también en los redaños de aquellas gentes bárbaras. Es, ante todo, catequista, un sencillo y sublime catequista popular. Su método y su doctrina pueden verse todavía en un libro, pequeño y sustancioso, que se titula Dichos del abad Pirmino, espigados en los santos libros. Es un resumen de la doctrina cristiana al alcance de los espíritus más humildes: un catecismo. Sus fuentes son las Sagradas Escrituras, y después de ellas. San Isidoro, San Martín Dumiense. San Cesáreo de Arlés. Primero, una exposición de las verdades fundamentales: la creación, la providencia, la redención, la vida de Cristo, la misión de los Apóstoles, los artículos de la fe, él Bautismo y la Eucaristía. Después, el programa moral: la pureza, la oración, el trabajo, la caridad, el perdón. «Que nadie se jacte de ser cristiano—decía Pirmino a las buenas gentes del Rhin—si tiene sólo el nombre y no los hechos de cristiano»; y frente a su moral pagana de la venganza y de la sangre, levantaba el ideal evangélico de la mansedumbre y de la paz. «Los contrarios se curan con los contrarios—añadía, recogiendo un aforismo antiguo—. Despojaos del hombre viejo y vestíos del hombre nuevo. Velad y orad, porque no sabéis el día ni la hora. ¿Qué es vuestra vida? Un vapor ligero, que oscila en el aire un momento y luego desaparece.»
Esto mismo debía decirse Pirmino pensando en la suya. ¿Qué era todo aquel ardor apostólico que le abrasaba? ¿Qué eran treinta años de enseñanza humilde y de oscuro sacrificio? Esto le movió a intentar otro medio de predicación, el que por aquellos mismos días seguía San Bonifacio, su amigo y compañero de tareas apostólicas en el corazón de Germania. Fundaría monasterios, depositarios de su hábito civilizador y de su ideal misionero. Las fundaciones monásticas brotan a su paso a uno y otro lado del Rhin; en 724, Reichenau; después, Hornbash, Murbach, AItaich, y tras éstas, otras muchas. De esta manera se completaría su obra, y la semilla arrojada por él y conservada luego por sus discípulos daría frutos maravillosos. El monasterio sería el foco de la vida religiosa, y al mismo tiempo el centro de toda cultura material e intelectual; el bárbaro llegaría a sus puertas a buscar pan y trabajo, y, sin darse cuenta, recibiría alimento de gracia y de doctrina. La savia evangélica penetraría poco a poco en su cabeza para bajar desde ella al corazón, y por medio de la predicación y el ejemplo, las virtudes cristianas más extrañas al mundo bárbaro, la humildad, la castidad, el amor al trabajo, el gusto del estudio, se aclimatarían poco a poco en las masas, realizando la transformación lenta y completa a que aspiraban los grandes misioneros. Tal fue la obra de los monasterios levantados en tierras germánicas por este ilustre español expulsado de su tierra por las armas de Taric. Reichenau, sobre todo, asilo de sabios, de poetas y de artistas, trae hasta nosotros algunos de los más bellos recuerdos de la historia religiosa y cultural durante la Edad Media.
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