Tipo perfecto de aquellos grandes prelados de la Edad Media, que a la vez que padres de las almas eran defensores y educadores de los pueblos. Bernwardo nos muestra en su vida las más variadas actividades. Fue obispo, sabio, artista, santo, político y guerrero, y todo lo fue en un grado eminente.
Nacido en el seno de una de las más ricas familias de Sajonia, deja, niño todavía, su castillo de Sommerschenburg, para consagrarse apasionadamente al estudio de la filosofía. Había pasado el siglo de hierro; la sociedad empezaba a reorganizarse, resurgía el saber antiguo y florecían de nuevo las escuelas episcopales y monasteriales, únicas universidades de aquel tiempo. Una de las más importantes y completas era la que en Hildesheim, ciudad de Sajonia, dirigía el primicerio Tangmaro. Había en ella, dice un texto de aquel tiempo, buenos músicos y dialécticos hábiles, eruditos gramáticos y retóricos experimentados. Entre los numerosos discípulos, unos estudiaban el Trivio—gramática, dialéctica y retórica—; otros preferían conocer las ciencias del Cuatrivio—música, aritmética, geometría y astronomía—; muchos eran eminentes en el conocimiento de la medicina y de las ciencias naturales; reinaba Horacio el Grande, y con él Virgilio, Crispo, Salustio y Estacio, el exquisito; algunos se entregaban con pasión a la pintura, otros a copiar libros, y todos luchaban para alcanzar el primer premio en las composiciones poéticas, en las narraciones en prosa y en la armonía de los cantos. El maestro Tangmaro era tan riguroso, que los parientes no podían ver a los colegiales sino en las horas consagradas a la recreación.
Tal es la escuela en que el pequeño sajón alcanzó sus primeros triunfos literarios y artísticos. Su maestro se ha encargado de contarnos la impresión que el niño hizo sobre él. «Vi que en todas las cosas mostraba una inteligencia diez veces mayor que sus compañeros. Pasmábame del ardor que ponía en penetrar los más sutiles problemas de la divina filosofía. Terminadas las lecciones, buscaba a aquellos que veía más asiduos en la santa meditación y les interrogaba sobre las cuestiones que le habían parecido algo oscuras, o bien se le veía rodeado de otros compañeros que, conocedores de su penetración, venían a proponerle sus dificultades. En las aulas estaba casi siempre solo, lejos del maestro, pero escuchando sin pestañear sus explicaciones.»
«Yo—continúa diciendo Tangmaro—, convencido de su extraordinaria capacidad, trataba de alimentarle con la leche más exquisita de las Sagradas Escrituras. Cuando, por atender a algún servicio de la mitra, tenía que salir del monasterio, llevábale conmigo de viaje, a fin de discutir con el más profundamente aquellas verdades que en la clase era imposible profundizar. Con frecuencia, cabalgábamos todo el día sin dejar de estudiar, ahora leyendo con larga porfía, ahora aguzando el espíritu con el juego de las composiciones poéticas, después ocupándonos en los ejercicios de la oración en prosa, o bien enriqueciendo la inteligencia con las disputas silogísticas. Aun en casa, muchas veces se me presentaba el muchacho, siempre algo turbado, pidiendo que le resolviese las más altas cuestiones de la ciencia, y bien puedo decir que nunca descansaba, ni siquiera comiendo.»
Más aunque en todas las artes liberales manifestaba el poder de su ingenio vivo y ardiente, pronto empezó a distinguirse, particularmente en las artes mecánicas. Escribía muy bien, pintaba primorosamente, hacía maravillas en el repujado y en el esmalte, era habilísimo para engastar en oro piedras preciosas, y de sus conocimientos arquitectónicos son prueba los edificios que construyó más tarde. De estos ejercicios le sacó una orden de su abuelo Adalberón, conde palatino, que le mandaba volver a su lado. Los últimos días del viejo magnate se iluminan con la gracia primaveral de su nieto. Bernwardo le cuida en el obligado reposo de su castillo, se sienta junto a su lecho, le cuenta cosas que había aprendido en la escuela, le lee la Escritura o las homilías de San Gregorio Magno; cuando el anciano se duerme, el joven busca su cincel, sus pinturas, su compás, su escuadra, y se entrega con pasión a aquella afición artística que hizo de él uno de los más ilustres iniciadores del arte románico. Así perfecciona sus primeros estudios y aprende lo que es la enfermedad, el dolor y la muerte.
Al morir el conde palatino, su nieto entra en la corte como preceptor del emperador Otón III. Otón II acaba de morir (983). En la corte imperial, cuatro personas se disputaban el gobierno del Imperio y la influencia sobre el nuevo emperador, un niño de siete años: su madre, Teofanía; Enrique, duque de Baviera; Wiligiso, arzobispo de Maguncia, y Gerberto. El duque se contentaba con su ascendiente entre los guerreros, Wiligiso era el amo del palacio, Gerberto pasaba por el maestro indiscutible, el hombre de tan profundos conocimientos filosóficos, matemáticos y astronómicos, que sus enemigos pudieron hacerle pasar por hechicero. A su influencia se iba a juntar ahora la de Bernwardo. Su sistema educativo era rígido, como el de su maestro Tangmaro: mientras otros se congraciaban con el discípulo imperial adulado y consintiendo todos sus caprichos, él no conocía más norma que el cumplimiento del deber. La emperatriz, aunque no se atrevía a llevar con rigor la formación de su hijo, temiendo perder su ascendiente sobre él, aprobaba la conducta de Bernwardo.
El niño, en cambio, no razonaba tanto, y a su lado había una mujer que con sus intrigas sembró varias veces la discordia entre los maestros. Era Sofía, hermana del emperador. Monja en el monasterio de Gandersheim, donde Roswita escribía entonces sus dramas y sus poemas, Sofía había dejado el monasterio para volverse al palacio. Su hermano quería tenerla junto a sí; Wiligiso aprobaba; Gerberto, más atento a sus libros que a los negocios, se desentendía de estas cosas; sólo Bernwardo tenía valor para recordar a la monja que su puesto estaba en el claustro. Este carácter enérgico le atrajo muchas enemistades entre los cortesanos; y acaso para alejarle, le dieron el episcopado de Hildesheim (993).
La nueva dignidad le obligaba a una vida nueva, y le permitía desarrollar mejor sus grandes iniciativas. El obispado ponía en sus manos un vasto señorío personal. Debía defender a sus diocesanos espiritual y temporalmente, debía trabajar porque entre ellos reinase la virtud, la paz y la cultura. En su vida particular hubo pocos cambios. Leía hasta el canto del gallo, rezaba hasta el amanecer y después dormía tres o cuatro horas. Como en otras muchas catedrales de aquel tiempo, también en la de Hildesheim el clero vivía monásticamente, y en cuanto le era posible. Bernwardo seguía el horario de la comunidad. Por la mañana se reunía en capítulo con los hermanos, hacía leer los nombres de los monjes difuntos y rezaba por ellos. Después de misa comenzaba sus tareas episcopales, recibía visitas, examinaba y resolvía con rapidez los litigios que el pueblo le presentaba; repartía la limosna a los pobres delante de la basílica, daba su bendición a los enfermos, recorría la sala de los copistas y los pintores, visitaba a los orfebres, entraba en los talleres de fundición, examinaba las obras y objetos artísticos, daba las órdenes necesarias, y a eso de las tres de la tarde volvía al monasterio, donde le aguardaba una comida frugal, pero sabrosa, según él solía decir, porque tenía como compañeros el silencio y la lectura.
El arte era de nuevo su obsesión. Para enriquecer la librería, había instalado un escritorio que él mismo dirigía, y del cual salieron códices magníficamente iluminados. Al mismo tiempo funcionaban escuelas de escultores y repujadores. Los más bellos objetos que venían de Oriente o de la España musulmana, eran allí imitados y aun superados. El obispo dirigía, planeaba, enseñaba y perfeccionaba, no desdeñándose de manejar con sus manos aristocráticas y sacerdotales la gubia y el cincel. De aquella actividad quedan todavía joyas insignes en la historia del arte: cruces, cálices, candelabros y estatuas. Son famosas una columna de bronce, decorada de episodios evangélicos, que recuerda las de Antonino y Trajano en Roma, y las maravillosas puertas de la catedral de Hildesheim, donde el artista reprodujo sobre el metal los más bellos pasajes de la vida de Cristo.
De cuando en cuando, el obispo arrinconaba el báculo, el artista tiraba el pincel, y aparecía el guerrero armado de la espada; y lo que le movía era siempre el amor de su pueblo. Los esclavos y los piratas penetraban por tierras de Sajonia robando e incendiando; el emperador estaba allá lejos, enamorado del sol de Italia, y los pueblos, indefensos, eran llevados en cautividad. Entonces el obispo de Hildesheim armó a sus gentes, salió al campo y escarmentó a sus enemigos. Acordándose luego de sus aficiones arquitectónicas, levantó castillos, los llenó de soldados y de víveres, los rodeó de fosos y de cauces profundos, y así devolvió la paz a su tierra. La misma ciudad de Hildesheim quedó adornada con tan bellos edificios, y tan bien defendida con muros y torreones, que en todo el norte de Alemania ninguna se le podía comparar.
La gran contrariedad le vino, también ahora, de Sofía, la monja princesa, que había vuelto a su convento. Gandersheim estaba en la diócesis de Bernwardo; pero, rehusando acatar su autoridad, Sofía puso el monasterio bajo la jurisdicción del arzobispo de Maguncia. De esta suerte nació un proceso famoso, que tomó proporciones gigantescas y que dividió la aristocracia laica y eclesiástica de Alemania. Bernwardo fue a Roma para pedir justicia (1000). Allí se encontró con su antiguo discípulo, convertido en un joven visionario y ambicioso que soñaba con reconstruir el antiguo Imperio de Trajano. Allí vio también a su antiguo colega en la formación del príncipe, Gerberto, que ahora se llamaba Silvestre II.
Nuevamente le acosan los cuidados de la vida cortesana. Ni el emperador ni el Papa quieren dejarle marchar. Uno y otro atraviesan días difíciles en que parece que van a desmoronarse sus sueños imperiales. Tívoli, la más próspera entonces de las ciudades italianas, se había revelado. El conflicto podía ser terrible, pero Gerberto y Bernwardo median entre Otón y la ciudad rebelde. Entonces se revolucionan los romanos, que hubieran querido aniquilar para siempre a sus rivales. Cierran las puertas de la ciudad y obstruyen las calles con barricadas. Un ejército va contra ellos, pero delante camina Bernwardo de Hildesheim. Lleva la lanza que atravesó el pecho del Salvador, pero tiene una misión de paz, y también esta vez logra deshacer la furia popular. Entonces fue cuando Otón, desde lo alto de una torre, pronunció estas amargas palabras: « ¿No erais vosotros mis romanos? Por amor vuestro he renunciado a mis sajones, a todos los alemanes, a mi sangre. Os he adoptado por hijos, y esta preferencia a excitado contra mí el rencor de todos mis súbditos, y ¡he aquí que habéis rechazado a vuestro padre!» Dicho esto, se alejó de Roma, llevando consigo al Papa y al obispo.
Bernwardo se volvió a su diócesis, donde continuó consolando a los pobres, predicando el amor y la justicia, construyendo iglesias y dirigiendo a sus artistas. Quiso dejar un foco de virtud, de arte y de ciencia, y para eso levantó el monasterio benedictino de San Miguel de Hildesheim, enriqueciéndole con tierra, oro, joyas y libros. Uno de ellos, que trataba de la combinación de los metales, llevaba este título: «Secreto muy secreto que, bajo pena de condenación eterna, dejo a mis sucesores.» Quería que el fruto de sus experiencias fuese propiedad exclusiva de sus monjes. Con ellos vivió sus últimos días vestido de su mismo hábito, y junto a ellos quiso descansar después de muerto. En su sepulcro mandó poner estas palabras: «Fui la parte corruptible de un hombre que se llamó Bernwardo; ahora, dentro de este frío sarcófago, soy sólo vil ceniza. Aunque negligente, ¡ay!, en mi alta dignidad, pido la paz para mi alma, y tú que lees añade: Amén.»
Nacido en el seno de una de las más ricas familias de Sajonia, deja, niño todavía, su castillo de Sommerschenburg, para consagrarse apasionadamente al estudio de la filosofía. Había pasado el siglo de hierro; la sociedad empezaba a reorganizarse, resurgía el saber antiguo y florecían de nuevo las escuelas episcopales y monasteriales, únicas universidades de aquel tiempo. Una de las más importantes y completas era la que en Hildesheim, ciudad de Sajonia, dirigía el primicerio Tangmaro. Había en ella, dice un texto de aquel tiempo, buenos músicos y dialécticos hábiles, eruditos gramáticos y retóricos experimentados. Entre los numerosos discípulos, unos estudiaban el Trivio—gramática, dialéctica y retórica—; otros preferían conocer las ciencias del Cuatrivio—música, aritmética, geometría y astronomía—; muchos eran eminentes en el conocimiento de la medicina y de las ciencias naturales; reinaba Horacio el Grande, y con él Virgilio, Crispo, Salustio y Estacio, el exquisito; algunos se entregaban con pasión a la pintura, otros a copiar libros, y todos luchaban para alcanzar el primer premio en las composiciones poéticas, en las narraciones en prosa y en la armonía de los cantos. El maestro Tangmaro era tan riguroso, que los parientes no podían ver a los colegiales sino en las horas consagradas a la recreación.
Tal es la escuela en que el pequeño sajón alcanzó sus primeros triunfos literarios y artísticos. Su maestro se ha encargado de contarnos la impresión que el niño hizo sobre él. «Vi que en todas las cosas mostraba una inteligencia diez veces mayor que sus compañeros. Pasmábame del ardor que ponía en penetrar los más sutiles problemas de la divina filosofía. Terminadas las lecciones, buscaba a aquellos que veía más asiduos en la santa meditación y les interrogaba sobre las cuestiones que le habían parecido algo oscuras, o bien se le veía rodeado de otros compañeros que, conocedores de su penetración, venían a proponerle sus dificultades. En las aulas estaba casi siempre solo, lejos del maestro, pero escuchando sin pestañear sus explicaciones.»
«Yo—continúa diciendo Tangmaro—, convencido de su extraordinaria capacidad, trataba de alimentarle con la leche más exquisita de las Sagradas Escrituras. Cuando, por atender a algún servicio de la mitra, tenía que salir del monasterio, llevábale conmigo de viaje, a fin de discutir con el más profundamente aquellas verdades que en la clase era imposible profundizar. Con frecuencia, cabalgábamos todo el día sin dejar de estudiar, ahora leyendo con larga porfía, ahora aguzando el espíritu con el juego de las composiciones poéticas, después ocupándonos en los ejercicios de la oración en prosa, o bien enriqueciendo la inteligencia con las disputas silogísticas. Aun en casa, muchas veces se me presentaba el muchacho, siempre algo turbado, pidiendo que le resolviese las más altas cuestiones de la ciencia, y bien puedo decir que nunca descansaba, ni siquiera comiendo.»
Más aunque en todas las artes liberales manifestaba el poder de su ingenio vivo y ardiente, pronto empezó a distinguirse, particularmente en las artes mecánicas. Escribía muy bien, pintaba primorosamente, hacía maravillas en el repujado y en el esmalte, era habilísimo para engastar en oro piedras preciosas, y de sus conocimientos arquitectónicos son prueba los edificios que construyó más tarde. De estos ejercicios le sacó una orden de su abuelo Adalberón, conde palatino, que le mandaba volver a su lado. Los últimos días del viejo magnate se iluminan con la gracia primaveral de su nieto. Bernwardo le cuida en el obligado reposo de su castillo, se sienta junto a su lecho, le cuenta cosas que había aprendido en la escuela, le lee la Escritura o las homilías de San Gregorio Magno; cuando el anciano se duerme, el joven busca su cincel, sus pinturas, su compás, su escuadra, y se entrega con pasión a aquella afición artística que hizo de él uno de los más ilustres iniciadores del arte románico. Así perfecciona sus primeros estudios y aprende lo que es la enfermedad, el dolor y la muerte.
Al morir el conde palatino, su nieto entra en la corte como preceptor del emperador Otón III. Otón II acaba de morir (983). En la corte imperial, cuatro personas se disputaban el gobierno del Imperio y la influencia sobre el nuevo emperador, un niño de siete años: su madre, Teofanía; Enrique, duque de Baviera; Wiligiso, arzobispo de Maguncia, y Gerberto. El duque se contentaba con su ascendiente entre los guerreros, Wiligiso era el amo del palacio, Gerberto pasaba por el maestro indiscutible, el hombre de tan profundos conocimientos filosóficos, matemáticos y astronómicos, que sus enemigos pudieron hacerle pasar por hechicero. A su influencia se iba a juntar ahora la de Bernwardo. Su sistema educativo era rígido, como el de su maestro Tangmaro: mientras otros se congraciaban con el discípulo imperial adulado y consintiendo todos sus caprichos, él no conocía más norma que el cumplimiento del deber. La emperatriz, aunque no se atrevía a llevar con rigor la formación de su hijo, temiendo perder su ascendiente sobre él, aprobaba la conducta de Bernwardo.
El niño, en cambio, no razonaba tanto, y a su lado había una mujer que con sus intrigas sembró varias veces la discordia entre los maestros. Era Sofía, hermana del emperador. Monja en el monasterio de Gandersheim, donde Roswita escribía entonces sus dramas y sus poemas, Sofía había dejado el monasterio para volverse al palacio. Su hermano quería tenerla junto a sí; Wiligiso aprobaba; Gerberto, más atento a sus libros que a los negocios, se desentendía de estas cosas; sólo Bernwardo tenía valor para recordar a la monja que su puesto estaba en el claustro. Este carácter enérgico le atrajo muchas enemistades entre los cortesanos; y acaso para alejarle, le dieron el episcopado de Hildesheim (993).
La nueva dignidad le obligaba a una vida nueva, y le permitía desarrollar mejor sus grandes iniciativas. El obispado ponía en sus manos un vasto señorío personal. Debía defender a sus diocesanos espiritual y temporalmente, debía trabajar porque entre ellos reinase la virtud, la paz y la cultura. En su vida particular hubo pocos cambios. Leía hasta el canto del gallo, rezaba hasta el amanecer y después dormía tres o cuatro horas. Como en otras muchas catedrales de aquel tiempo, también en la de Hildesheim el clero vivía monásticamente, y en cuanto le era posible. Bernwardo seguía el horario de la comunidad. Por la mañana se reunía en capítulo con los hermanos, hacía leer los nombres de los monjes difuntos y rezaba por ellos. Después de misa comenzaba sus tareas episcopales, recibía visitas, examinaba y resolvía con rapidez los litigios que el pueblo le presentaba; repartía la limosna a los pobres delante de la basílica, daba su bendición a los enfermos, recorría la sala de los copistas y los pintores, visitaba a los orfebres, entraba en los talleres de fundición, examinaba las obras y objetos artísticos, daba las órdenes necesarias, y a eso de las tres de la tarde volvía al monasterio, donde le aguardaba una comida frugal, pero sabrosa, según él solía decir, porque tenía como compañeros el silencio y la lectura.
El arte era de nuevo su obsesión. Para enriquecer la librería, había instalado un escritorio que él mismo dirigía, y del cual salieron códices magníficamente iluminados. Al mismo tiempo funcionaban escuelas de escultores y repujadores. Los más bellos objetos que venían de Oriente o de la España musulmana, eran allí imitados y aun superados. El obispo dirigía, planeaba, enseñaba y perfeccionaba, no desdeñándose de manejar con sus manos aristocráticas y sacerdotales la gubia y el cincel. De aquella actividad quedan todavía joyas insignes en la historia del arte: cruces, cálices, candelabros y estatuas. Son famosas una columna de bronce, decorada de episodios evangélicos, que recuerda las de Antonino y Trajano en Roma, y las maravillosas puertas de la catedral de Hildesheim, donde el artista reprodujo sobre el metal los más bellos pasajes de la vida de Cristo.
De cuando en cuando, el obispo arrinconaba el báculo, el artista tiraba el pincel, y aparecía el guerrero armado de la espada; y lo que le movía era siempre el amor de su pueblo. Los esclavos y los piratas penetraban por tierras de Sajonia robando e incendiando; el emperador estaba allá lejos, enamorado del sol de Italia, y los pueblos, indefensos, eran llevados en cautividad. Entonces el obispo de Hildesheim armó a sus gentes, salió al campo y escarmentó a sus enemigos. Acordándose luego de sus aficiones arquitectónicas, levantó castillos, los llenó de soldados y de víveres, los rodeó de fosos y de cauces profundos, y así devolvió la paz a su tierra. La misma ciudad de Hildesheim quedó adornada con tan bellos edificios, y tan bien defendida con muros y torreones, que en todo el norte de Alemania ninguna se le podía comparar.
La gran contrariedad le vino, también ahora, de Sofía, la monja princesa, que había vuelto a su convento. Gandersheim estaba en la diócesis de Bernwardo; pero, rehusando acatar su autoridad, Sofía puso el monasterio bajo la jurisdicción del arzobispo de Maguncia. De esta suerte nació un proceso famoso, que tomó proporciones gigantescas y que dividió la aristocracia laica y eclesiástica de Alemania. Bernwardo fue a Roma para pedir justicia (1000). Allí se encontró con su antiguo discípulo, convertido en un joven visionario y ambicioso que soñaba con reconstruir el antiguo Imperio de Trajano. Allí vio también a su antiguo colega en la formación del príncipe, Gerberto, que ahora se llamaba Silvestre II.
Nuevamente le acosan los cuidados de la vida cortesana. Ni el emperador ni el Papa quieren dejarle marchar. Uno y otro atraviesan días difíciles en que parece que van a desmoronarse sus sueños imperiales. Tívoli, la más próspera entonces de las ciudades italianas, se había revelado. El conflicto podía ser terrible, pero Gerberto y Bernwardo median entre Otón y la ciudad rebelde. Entonces se revolucionan los romanos, que hubieran querido aniquilar para siempre a sus rivales. Cierran las puertas de la ciudad y obstruyen las calles con barricadas. Un ejército va contra ellos, pero delante camina Bernwardo de Hildesheim. Lleva la lanza que atravesó el pecho del Salvador, pero tiene una misión de paz, y también esta vez logra deshacer la furia popular. Entonces fue cuando Otón, desde lo alto de una torre, pronunció estas amargas palabras: « ¿No erais vosotros mis romanos? Por amor vuestro he renunciado a mis sajones, a todos los alemanes, a mi sangre. Os he adoptado por hijos, y esta preferencia a excitado contra mí el rencor de todos mis súbditos, y ¡he aquí que habéis rechazado a vuestro padre!» Dicho esto, se alejó de Roma, llevando consigo al Papa y al obispo.
Bernwardo se volvió a su diócesis, donde continuó consolando a los pobres, predicando el amor y la justicia, construyendo iglesias y dirigiendo a sus artistas. Quiso dejar un foco de virtud, de arte y de ciencia, y para eso levantó el monasterio benedictino de San Miguel de Hildesheim, enriqueciéndole con tierra, oro, joyas y libros. Uno de ellos, que trataba de la combinación de los metales, llevaba este título: «Secreto muy secreto que, bajo pena de condenación eterna, dejo a mis sucesores.» Quería que el fruto de sus experiencias fuese propiedad exclusiva de sus monjes. Con ellos vivió sus últimos días vestido de su mismo hábito, y junto a ellos quiso descansar después de muerto. En su sepulcro mandó poner estas palabras: «Fui la parte corruptible de un hombre que se llamó Bernwardo; ahora, dentro de este frío sarcófago, soy sólo vil ceniza. Aunque negligente, ¡ay!, en mi alta dignidad, pido la paz para mi alma, y tú que lees añade: Amén.»
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