El grito de reforma había resonado entre la embriaguez profana del Renacimiento; había resonado en el Norte, pero era en el Sur donde aparecían los verdaderos reformadores y donde la reforma se realizaba. La obra de Teresa de Jesús y Pedro de Alcántara, de Felipe de Neri y Carlos Borromeo, valía mucho más que los gestos teatrales de Lutero y los rítmicos períodos de Melanchton; y otro tanto puede decirse de Cayetano Tiene, el noble ciudadano de Vicenza, que rezando el rosario mojaba el suelo con sus lágrimas, y cuyo ideal «era reformar el mundo sin que el mundo advirtiese su presencia». La Orden por él fundada, los teatinos, debía consagrarse a cuidar de los enfermos, de los encarcelados, de los condenados a muerte, y al mismo tiempo a restablecer el culto antiguo, a vigilar por la observancia de los ritos antiguos, a convencer a los fieles de la frecuencia de los sacramentos, a predicar sencillamente el catecismo, a convertir a los herejes y a luchar contra la ignorancia y la superstición. Este fue también el programa de Andrés Avelino, el discípulo más ilustre de Cayetano.
Este grave reformador llevaba en el alma la alegría de las campiñas napolitanas y el fuego de los soles meridionales. Había nacido en Castronuovo, una villa risueña de la región que se extiende entre las costas del mar Tirreno y las sinuosidades del golfo de Otranto. De niño, empezaba ya a manifestar su vocación futura:
—Oye, Lanceloto—le decían los chicuelos y rapazas de su edad—; tú, que sabes hablar, dinos alguna cosa para pasar el rato.
Entonces Lanceloto, así se llamaba entonces, se subía a una piedra y empezaba a predicar. Unas veces explicaba el catecismo, otras contaba la vida de un santo, o bien exhortaba a sus oyentes a rezar el rosario, a no enredar en la iglesia, a obedecer a sus padres, y a no registrar sus bolsillos para ver si encontraban algún escudo. Y el bullicioso auditorio, las niñas muy particularmente, escuchaba emocionado al predicador precoz.
Ya adolescente, estudia latín, humanidades, derecho; termina brillantemente la carrera y se hace un abogado famoso; pero, en medio de sus triunfos, jamás pierde de vista el ideal de la perfección cristiana. Atraviesa incólume los peligros de la Universidad, huye del libertinaje de los hombres de letras y lucha contra las seducciones de aquella sociedad, que parecía próxima a caer en el paganismo. Las deserciones escandalosas de Vergerio y Ochino le infunden un saludable terror, y su actitud es la mejor réplica a la conducta de los Aretino y los Vermigli. Se necesitaba una fortaleza heroica para defenderse del ambiente que se respiraba en la Italia del siglo XVI, y Lanceloto conoció por experiencia cuán difícil era sostenerse en el combate. Su brillante porvenir le exponía a importunas solicitudes. A esto se juntaba su juventud espléndida, su porte distinguido, la gracia de su semblante, y, sobre todo, llenos de vida, unos maravillosos ojos negros, cuyos encantos aumentaba la inocencia de su alma. Ellos tuvieron la culpa de muchas batallas, pero fueron la causa de hermosas victorias. Ni de joven estudiante, ni de abogado experto, hacía caso el valiente Lanceloto de miradas inflamadas ni de palabras procaces. Más de una vez, como José en el palacio de la egipcia, tuvo que huir dejando la capa en manos atrevidas. Al fin para buscar un nuevo apoyo en aquella lucha tenaz, decidió ordenarse de sacerdote. Un acontecimiento, al parecer insignificante, acabó por apartarle completamente del mundo. Cierto día, aún no había cumplido los treinta años, perorando en la curia, arrastrado por el calor de la defensa, dejóse decir una afirmación inexacta. Al darse cuenta, sintió profundo pesar, pero su dolor no tuvo límites cuando, al abrir poco después la Sagrada Escritura, se encontró con aquella sentencia de la Sabiduría: «La boca que miente mata el alma.» Inmediatamente se despidió de sus compañeros del foro, y algún tiempo después cambiaba la toga por la sotana de los clérigos regulares teatinos. Tan grande era su anhelo de santidad, que hizo los dos votos dificilísimos de negarse en todo a su propia voluntad y de subir cada día un nuevo grado de perfección.
El abogado había muerto, y con él el joven Lanceloto de las brillantes esperanzas mundanas. Ahora sólo queda el catequista de los primeros años. Su nuevo nombre. Andrés, es indicador de cruz y de mortificación. Nadie como él va a realizar el ideal de Cayetano Tiene. Toda su vida es un comentario de la doctrina del fundador. Dos palabras la resumen: reforma y caridad. Predica en las ciudades, predica en el campo, camina a lo largo de Italia desde Nápoles hasta Venecia, visitando las casas de su Orden, fundando otras nuevas, llevando los hombres a Cristo, formando discípulos y continuadores, como aquel Lorenzo Scupoli, autor del famoso libro que se llama El combate espiritual. Corría entonces un adagio que decía: «Si quieres ir al infierno, hazte clérigo.» Así se explica el interés especial de San Cayetano por los sacerdotes, interés que hereda San Andrés Avelino, y que hace de la reforma del clero uno de los principales objetivos de su vida. Trabaja también por corregir los desórdenes de los monasterios, sin detenerse ni ante la calumnia, ni ante las amenazas. Su energía levanta contra él la cólera de los libertinos: una vez escapa como por milagro al puñal del asesino; otra recibe tres cuchilladas en la cara. Lejos de quejarse, perdona a sus enemigos y los manda poner en libertad.
La caridad es el rasgo distintivo de esta reforma católica. Todos los reformadores son hombres abrasados de amor por sus semejantes: todo lo contrario de lo que pasaba al otro lado del Rhin: «Al menos, bajo el régimen papal, las personas eran caritativas y no se dejaban tirar de la oreja para dar limosnas; ahora, bajo el régimen evangélico, en lugar de dar limosna, se roba todo lo que se puede, y si creen sacar» alguna utilidad, llegarán a despellejarte vivo.» Así decía Lulero; y un compañero suyo, Múscino, añadía: «Hemos cambiado de naturaleza. Tenemos unos con otros la bondad de las bestias feroces. ¿Quién se interesa ahora por el prójimo? Cada cual se ama a sí mismo, sin preocuparse por los demás; y podemos preguntarnos si queda en nuestras venas una gota de sangre humana.» Esto, entre los secuaces de la nueva doctrina; bajo el régimen papal era siempre lo mismo. Andrés Avelino tenía las mismas entrañas de piedad que Vicente de Paúl, Felipe de Neri y Carlos Borromeo. Como no podía dar dinero, se daba a sí mismo, o bien daba la salud a los enfermos con su oración. Esto sucedió muchas veces en la peste de Milán de 1576. Fue entonces el mejor auxiliar del arzobispo, el más tierno amigo de los pobres, el servidor más abnegado de los enfermos. Lloraba por los que no tenían que comer, por los que se hundían en las tristezas del vicio, por los que el pecado arrastraba al infierno, y los cincuenta años de su vida apostólica fueron una cadena maravillosa de obras de caridad. Súbitamente, cuando tenía ya ochenta y ocho, llámale Dios a recibir el galardón de sus trabajos. Preparábase a decir la misa y estaba ya al pie del altar, cuando al pronunciar las palabras: Introibo ad altare Dei, le derribó al suelo un ataque de apoplejía, que sólo le dio tiempo para recibir el Viático.
Insistentemente rechazó la dignidad episcopal; pero desde su humilde estado, lo mismo en los claustros que en las parroquias y en el consejo de los grandes, trabajó sin descanso en acelerar el movimiento iniciado por los Padres de Trento, y tuvo el consuelo de ver el fruto de aquellos esfuerzos. Sin duda, la reforma católica no desarraigó el vicio y la corrupción, pero la sociedad había cambiado. Si cuando él nació todo parecía haberse vuelto pagano, en las artes, en el gobierno del Estado y en la Iglesia, a su muerte el interés religioso era el único móvil de las acciones. Se combatía, se escribía, se enseñaba, y hasta se mataba, en nombre de Cristo; austeros personajes dirigían los negocios políticos y eclesiásticos, y el espíritu, cristiano parecía haber recobrado su vigor antiguo.
Este grave reformador llevaba en el alma la alegría de las campiñas napolitanas y el fuego de los soles meridionales. Había nacido en Castronuovo, una villa risueña de la región que se extiende entre las costas del mar Tirreno y las sinuosidades del golfo de Otranto. De niño, empezaba ya a manifestar su vocación futura:
—Oye, Lanceloto—le decían los chicuelos y rapazas de su edad—; tú, que sabes hablar, dinos alguna cosa para pasar el rato.
Entonces Lanceloto, así se llamaba entonces, se subía a una piedra y empezaba a predicar. Unas veces explicaba el catecismo, otras contaba la vida de un santo, o bien exhortaba a sus oyentes a rezar el rosario, a no enredar en la iglesia, a obedecer a sus padres, y a no registrar sus bolsillos para ver si encontraban algún escudo. Y el bullicioso auditorio, las niñas muy particularmente, escuchaba emocionado al predicador precoz.
Ya adolescente, estudia latín, humanidades, derecho; termina brillantemente la carrera y se hace un abogado famoso; pero, en medio de sus triunfos, jamás pierde de vista el ideal de la perfección cristiana. Atraviesa incólume los peligros de la Universidad, huye del libertinaje de los hombres de letras y lucha contra las seducciones de aquella sociedad, que parecía próxima a caer en el paganismo. Las deserciones escandalosas de Vergerio y Ochino le infunden un saludable terror, y su actitud es la mejor réplica a la conducta de los Aretino y los Vermigli. Se necesitaba una fortaleza heroica para defenderse del ambiente que se respiraba en la Italia del siglo XVI, y Lanceloto conoció por experiencia cuán difícil era sostenerse en el combate. Su brillante porvenir le exponía a importunas solicitudes. A esto se juntaba su juventud espléndida, su porte distinguido, la gracia de su semblante, y, sobre todo, llenos de vida, unos maravillosos ojos negros, cuyos encantos aumentaba la inocencia de su alma. Ellos tuvieron la culpa de muchas batallas, pero fueron la causa de hermosas victorias. Ni de joven estudiante, ni de abogado experto, hacía caso el valiente Lanceloto de miradas inflamadas ni de palabras procaces. Más de una vez, como José en el palacio de la egipcia, tuvo que huir dejando la capa en manos atrevidas. Al fin para buscar un nuevo apoyo en aquella lucha tenaz, decidió ordenarse de sacerdote. Un acontecimiento, al parecer insignificante, acabó por apartarle completamente del mundo. Cierto día, aún no había cumplido los treinta años, perorando en la curia, arrastrado por el calor de la defensa, dejóse decir una afirmación inexacta. Al darse cuenta, sintió profundo pesar, pero su dolor no tuvo límites cuando, al abrir poco después la Sagrada Escritura, se encontró con aquella sentencia de la Sabiduría: «La boca que miente mata el alma.» Inmediatamente se despidió de sus compañeros del foro, y algún tiempo después cambiaba la toga por la sotana de los clérigos regulares teatinos. Tan grande era su anhelo de santidad, que hizo los dos votos dificilísimos de negarse en todo a su propia voluntad y de subir cada día un nuevo grado de perfección.
El abogado había muerto, y con él el joven Lanceloto de las brillantes esperanzas mundanas. Ahora sólo queda el catequista de los primeros años. Su nuevo nombre. Andrés, es indicador de cruz y de mortificación. Nadie como él va a realizar el ideal de Cayetano Tiene. Toda su vida es un comentario de la doctrina del fundador. Dos palabras la resumen: reforma y caridad. Predica en las ciudades, predica en el campo, camina a lo largo de Italia desde Nápoles hasta Venecia, visitando las casas de su Orden, fundando otras nuevas, llevando los hombres a Cristo, formando discípulos y continuadores, como aquel Lorenzo Scupoli, autor del famoso libro que se llama El combate espiritual. Corría entonces un adagio que decía: «Si quieres ir al infierno, hazte clérigo.» Así se explica el interés especial de San Cayetano por los sacerdotes, interés que hereda San Andrés Avelino, y que hace de la reforma del clero uno de los principales objetivos de su vida. Trabaja también por corregir los desórdenes de los monasterios, sin detenerse ni ante la calumnia, ni ante las amenazas. Su energía levanta contra él la cólera de los libertinos: una vez escapa como por milagro al puñal del asesino; otra recibe tres cuchilladas en la cara. Lejos de quejarse, perdona a sus enemigos y los manda poner en libertad.
La caridad es el rasgo distintivo de esta reforma católica. Todos los reformadores son hombres abrasados de amor por sus semejantes: todo lo contrario de lo que pasaba al otro lado del Rhin: «Al menos, bajo el régimen papal, las personas eran caritativas y no se dejaban tirar de la oreja para dar limosnas; ahora, bajo el régimen evangélico, en lugar de dar limosna, se roba todo lo que se puede, y si creen sacar» alguna utilidad, llegarán a despellejarte vivo.» Así decía Lulero; y un compañero suyo, Múscino, añadía: «Hemos cambiado de naturaleza. Tenemos unos con otros la bondad de las bestias feroces. ¿Quién se interesa ahora por el prójimo? Cada cual se ama a sí mismo, sin preocuparse por los demás; y podemos preguntarnos si queda en nuestras venas una gota de sangre humana.» Esto, entre los secuaces de la nueva doctrina; bajo el régimen papal era siempre lo mismo. Andrés Avelino tenía las mismas entrañas de piedad que Vicente de Paúl, Felipe de Neri y Carlos Borromeo. Como no podía dar dinero, se daba a sí mismo, o bien daba la salud a los enfermos con su oración. Esto sucedió muchas veces en la peste de Milán de 1576. Fue entonces el mejor auxiliar del arzobispo, el más tierno amigo de los pobres, el servidor más abnegado de los enfermos. Lloraba por los que no tenían que comer, por los que se hundían en las tristezas del vicio, por los que el pecado arrastraba al infierno, y los cincuenta años de su vida apostólica fueron una cadena maravillosa de obras de caridad. Súbitamente, cuando tenía ya ochenta y ocho, llámale Dios a recibir el galardón de sus trabajos. Preparábase a decir la misa y estaba ya al pie del altar, cuando al pronunciar las palabras: Introibo ad altare Dei, le derribó al suelo un ataque de apoplejía, que sólo le dio tiempo para recibir el Viático.
Insistentemente rechazó la dignidad episcopal; pero desde su humilde estado, lo mismo en los claustros que en las parroquias y en el consejo de los grandes, trabajó sin descanso en acelerar el movimiento iniciado por los Padres de Trento, y tuvo el consuelo de ver el fruto de aquellos esfuerzos. Sin duda, la reforma católica no desarraigó el vicio y la corrupción, pero la sociedad había cambiado. Si cuando él nació todo parecía haberse vuelto pagano, en las artes, en el gobierno del Estado y en la Iglesia, a su muerte el interés religioso era el único móvil de las acciones. Se combatía, se escribía, se enseñaba, y hasta se mataba, en nombre de Cristo; austeros personajes dirigían los negocios políticos y eclesiásticos, y el espíritu, cristiano parecía haber recobrado su vigor antiguo.
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