Terminaba la era de las persecuciones, la Iglesia salía de las catacumbas, la liturgia se rodeaba de arte y de magnificencia, los templos de los ídolos se transformaban en iglesias, y el cristianismo se adornaba con los brillantes despojos de la vieja religión de Roma, que le había perseguido durante trescientos años. Los que vivían en aquel siglo IV, el siglo de los grandes triunfos sobre los mares y el de las figuras inmortales de los Padres, creían ver una imagen anticipada de la entrada en el reino de la paz inalterable, y repetían el grito triunfal de San Jerónimo al terminar su historia de la Iglesia: « ¡Gloria al Todopoderoso, gloria al Redentor de nuestras almas!» Y las palabras del historiador repercutían en los versos entusiastas del poeta. «Las oleadas tumultuosas del pueblo romano corren hacia la basílica de Letrán, de donde se torna con el signo sagrado en la frente y la unción del cisma real. ¡Y hay quien duda, oh Cristo, que Roma es tuya!»
Las muchedumbres corrían a Letrán. Letrán era ya el palacio de los Papas, el baptisterio de los romanos, la catedral de Roma. Aula Dei, basílica de oro, reina y señora de todas las iglesias, nuevo Sinaí, desde donde se notificarían al mundo los oráculos apostólicos y las decisiones de los concilios. La pompa imperial había abandonado a la Ciudad Eterna, pero Roma era la residencia del vicario de Cristo. Cuando parecía próximo a sucumbir el prestigio de aquella ciudad que había conquistado el mundo, renace transformado. San Pedro ocupa el puesto de Rómulo. La realeza, la república, el imperio, el papado, parecían formar como los eslabones de una cadena misteriosa destinada a prolongarse a través de los siglos. Letrán reemplazaría al Palatino, como el Palatino había reemplazado al Capitolio. En Letrán se ventilarán durante muchos siglos los grandes intereses religiosos, que en aquella época llevan consigo los intereses políticos y sociales, y el patriarchum, allí instalado, será a la vez basílica religiosa, residencia pontificia, administración espiritual; organización burocrática, asilo de caridad, claustro monástico, biblioteca y archivo y tesoro de la Iglesia. El Papa Silvestre debió de haber comprendido los grandes destinos de esta institución; el fijar allí la morada de los sucesores de Pedro, era señalar los amplios horizontes que aparecerán más claramente bajo el gobierno de los grandes Pontífices medievales, como Gregorio Magno y Gregorio VII. Lo que dio siempre su fuerza a la Roma cristiana y pontificia fue el sentido de continuidad, el instinto superior de la perseverancia, que sabe lo que quiere conseguir y a dónde debe llegar. Esta clara intuición, esta voluntad robusta, que unas veces es genio, otras prudencia y experiencia, norma siempre presente y casi siempre vencedora de los obstáculos, que domina, que aparta o que suprime, y de los cuales al fin triunfa, hará inmortal la acción desarrollada en esa casa de Letrán desde que entra en ella el sucesor de Pedro.
Antes estuvo allí el asiento de la gens Laterana, la primera familia plebeya que alcanzó la dignidad consular. En el siglo I era aquél uno de los palacios más espléndidos del monte Celio. Moradas regias los llama Juvenal. Allí vivió Plaucio Laterano, varón consular, que, como dice Tácito, conspiró contra Nerón por amor a la patria. Naturalmente, el conspirador fue decapitado, y su palacio pasó a poder del emperador. A principios del siglo IV era propiedad de Fausta, la mujer de Constantino el Grande; y de las manos imperiales fue a parar a las del Papa Silvestre. La basílica fue consagrada el 9 de noviembre del año 324, con el título del Salvador. Su historia se confunde en adelante con la historia de Roma: concilios, embajadas, pompas litúrgicas, entronizaciones de Pontífices, coronaciones imperiales, robos, saqueos, incendios, intrigas, ambiciones y anatemas. Después de mil años vienen el silencio y la ruina. Los Pontífices habían dejado su mansión secular para trasladarse a Aviñón. A uno de ellos escribía el Petrarca en 1350: «Padre misericordioso, ¿con qué sosiego puedes dormir muellemente en las riberas del Ródano, bajo los techos tranquilos de tus doradas habitaciones, en tanto que Letrán se desmorona y la madre de todas las iglesias, falta de techo, está entregada a las lluvias y a los vendavales?»
Los Papas volvieron a Roma, pero desde entonces el Vaticano suplantó al Celio. Letrán perdió su prestigio político y dejó de ser el centro de la administración eclesiástica. Sin embargo, en su fachada se lee todavía una inscripción que dice: «Por decreto pontificio y declaración imperial, yo soy la madre y cabeza de todas las iglesias del orbe.» Es como la parroquia de todos los cristianos. Desgraciadamente, del antiguo edificio queda muy poco. El siglo XVII le restauró, quitándole su carácter antiguo. Las antiguas columnas de serpentina quedaron sepultadas bajo los macizos pilares renacentistas del Borromini, y las pinturas desaparecieron. Pero allí está el altar sobre el cual celebraba el primer obispo de Roma, y allí están también, en lo alto del gracioso baldaquino del siglo XIV, las cabezas de San Pedro y San Pablo, y, separado de la basílica, el antiguo baptisterio de Roma, consagrado a San Juan Bautista, San Juan de Letrán. El, sí, guarda su forma primitiva. Ocho columnas de pórfido sostienen la cúpula octógona; en el centro se abre la piscina de basalto verde; hay pinturas y mosaicos antiguos; pero ya no existen los ciervos de plata, símbolos del alma sedienta de la gracia, que arrojaban el agua en las fuentes, ni las estatuas argénteas del Bautista y del Salvador, ni las lámparas de oro que quemaban el bálsamo el día de Sábado Santo, ni otros muchos objetos que recordaban la munificencia del primer emperador cristiano.
Las muchedumbres corrían a Letrán. Letrán era ya el palacio de los Papas, el baptisterio de los romanos, la catedral de Roma. Aula Dei, basílica de oro, reina y señora de todas las iglesias, nuevo Sinaí, desde donde se notificarían al mundo los oráculos apostólicos y las decisiones de los concilios. La pompa imperial había abandonado a la Ciudad Eterna, pero Roma era la residencia del vicario de Cristo. Cuando parecía próximo a sucumbir el prestigio de aquella ciudad que había conquistado el mundo, renace transformado. San Pedro ocupa el puesto de Rómulo. La realeza, la república, el imperio, el papado, parecían formar como los eslabones de una cadena misteriosa destinada a prolongarse a través de los siglos. Letrán reemplazaría al Palatino, como el Palatino había reemplazado al Capitolio. En Letrán se ventilarán durante muchos siglos los grandes intereses religiosos, que en aquella época llevan consigo los intereses políticos y sociales, y el patriarchum, allí instalado, será a la vez basílica religiosa, residencia pontificia, administración espiritual; organización burocrática, asilo de caridad, claustro monástico, biblioteca y archivo y tesoro de la Iglesia. El Papa Silvestre debió de haber comprendido los grandes destinos de esta institución; el fijar allí la morada de los sucesores de Pedro, era señalar los amplios horizontes que aparecerán más claramente bajo el gobierno de los grandes Pontífices medievales, como Gregorio Magno y Gregorio VII. Lo que dio siempre su fuerza a la Roma cristiana y pontificia fue el sentido de continuidad, el instinto superior de la perseverancia, que sabe lo que quiere conseguir y a dónde debe llegar. Esta clara intuición, esta voluntad robusta, que unas veces es genio, otras prudencia y experiencia, norma siempre presente y casi siempre vencedora de los obstáculos, que domina, que aparta o que suprime, y de los cuales al fin triunfa, hará inmortal la acción desarrollada en esa casa de Letrán desde que entra en ella el sucesor de Pedro.
Antes estuvo allí el asiento de la gens Laterana, la primera familia plebeya que alcanzó la dignidad consular. En el siglo I era aquél uno de los palacios más espléndidos del monte Celio. Moradas regias los llama Juvenal. Allí vivió Plaucio Laterano, varón consular, que, como dice Tácito, conspiró contra Nerón por amor a la patria. Naturalmente, el conspirador fue decapitado, y su palacio pasó a poder del emperador. A principios del siglo IV era propiedad de Fausta, la mujer de Constantino el Grande; y de las manos imperiales fue a parar a las del Papa Silvestre. La basílica fue consagrada el 9 de noviembre del año 324, con el título del Salvador. Su historia se confunde en adelante con la historia de Roma: concilios, embajadas, pompas litúrgicas, entronizaciones de Pontífices, coronaciones imperiales, robos, saqueos, incendios, intrigas, ambiciones y anatemas. Después de mil años vienen el silencio y la ruina. Los Pontífices habían dejado su mansión secular para trasladarse a Aviñón. A uno de ellos escribía el Petrarca en 1350: «Padre misericordioso, ¿con qué sosiego puedes dormir muellemente en las riberas del Ródano, bajo los techos tranquilos de tus doradas habitaciones, en tanto que Letrán se desmorona y la madre de todas las iglesias, falta de techo, está entregada a las lluvias y a los vendavales?»
Los Papas volvieron a Roma, pero desde entonces el Vaticano suplantó al Celio. Letrán perdió su prestigio político y dejó de ser el centro de la administración eclesiástica. Sin embargo, en su fachada se lee todavía una inscripción que dice: «Por decreto pontificio y declaración imperial, yo soy la madre y cabeza de todas las iglesias del orbe.» Es como la parroquia de todos los cristianos. Desgraciadamente, del antiguo edificio queda muy poco. El siglo XVII le restauró, quitándole su carácter antiguo. Las antiguas columnas de serpentina quedaron sepultadas bajo los macizos pilares renacentistas del Borromini, y las pinturas desaparecieron. Pero allí está el altar sobre el cual celebraba el primer obispo de Roma, y allí están también, en lo alto del gracioso baldaquino del siglo XIV, las cabezas de San Pedro y San Pablo, y, separado de la basílica, el antiguo baptisterio de Roma, consagrado a San Juan Bautista, San Juan de Letrán. El, sí, guarda su forma primitiva. Ocho columnas de pórfido sostienen la cúpula octógona; en el centro se abre la piscina de basalto verde; hay pinturas y mosaicos antiguos; pero ya no existen los ciervos de plata, símbolos del alma sedienta de la gracia, que arrojaban el agua en las fuentes, ni las estatuas argénteas del Bautista y del Salvador, ni las lámparas de oro que quemaban el bálsamo el día de Sábado Santo, ni otros muchos objetos que recordaban la munificencia del primer emperador cristiano.
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