Apreciaba en Córdoba la persecución musulmana. Los cristianos llenaban las cárceles, y uno de los primeros que habían entrado en ellas era el ilustre doctor Eulogio, que consolaba y alentaba a los demás. Entre las tinieblas del calabozo se encontró Eulogio con una joven medio sevillana, medio cordobesa, cuya imagen había quedado profundamente grabada en su alma desde que la vio por vez primera unos años antes. Se llamaba Flora, y era—nos dice él mismo—una virgen en quien habían florecido todos los encantos de la gracia y todas las gracias de la naturaleza. A la hermosura juntaba una extremada discreción, una voluntad decidida y una riqueza de ingenio muy andaluza. Pero tenía, sobre todo, una bellísima historia, capaz de emocionar al cantor de los mártires.
Su madre era una rica matrona de las montañas de Córdoba; su padre, un árabe influyente de Sevilla, que había fijado su residencia en la capital. Hija de un matrimonio mixto, estaba obligada por la ley a seguir la secta de Mahoma; pero, habiendo perdido a su padre en la más tierna edad, su madre la educó en la religión cristiana, desarrollando en ella un vivo amor a las prácticas ascéticas del cristianismo. Cuando sólo tenía doce años repartía todos los viernes a los pobres la comida que le daban. Pero el hermano mayor, musulmán fanático, espiaba todos sus pasos; y así Flora rara vez podía ir al templo de los cristianos, y con frecuencia se veía obligada a tomar parte en los ritos de las mezquitas. Su carácter, sin embargo, no era para andar mucho tiempo con actitudes simuladas. Su conducta le pareció insostenible desde un día en que leyó estas palabras evangélicas: «Al que me confesare delante de los hombres, Yo le confesaré delante de mi Padre, que está en los Cielos; mas al que me negare delante de los hombres. Yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los Cielos.»
Ya no titubeó. Un día, burlando toda vigilancia, sin decir siquiera una palabra a su madre, desapareció de casa, arrastrando consigo a su hermana Baldegotona. Su hermano dióse a buscarlas por todos los conventos de Córdoba, pero inútilmente. En vano hizo prender a los clérigos de quienes sospechaba que habían estado en relaciones con la desaparecida, porque les había visto entrar en su casa para llevarle diariamente la comunión; nada pudo conseguir con sus pesquisas, hasta que la magnánima doncella, viendo que otros sufrían por causa de ella, salió de su escondrijo, y presentándose en esa, dijo a su hermano: «Ya sé con qué afán me buscas y cuánto te preocupas por mí; pues bien: aquí me tienes. Vengo armada de la señal de la cruz. Ahora arráncame esta fe, sepárame de Cristo, si puedes; creo que será difícil, porque estoy dispuesta a sufrir por Él todos los suplicios. Esto es hablar reciamente, ¿verdad? Pues bien: en medio del martirio estaré más firme todavía.»
El mahometano llevó a su hermana a la presencia del cadí. Lo era entonces Moad ben Otmán el Xabaní, hombre bastante discreto y de carácter suave, dispuesto a pensar lo mejor de los reos que llegaban a su presencia. Pudo hacer degollar a la joven, pero se contentó con un escarmiento: dos hombres sujetaron sus brazos, y otro le desgarró la nuca a latigazos. Cuando la víctima estaba ya sin sentido, dijo el juez a su hermano:
—Ahora, cúrala e instrúyela en nuestra religión, y si no adelantas nada, tráemela de nuevo.
El musulmán la recogió, y llevándola a su casa, hízola cuidar y adoctrinar por las mujeres de su harén. A los pocos días Flora empezó a meditar la fuga. Vio que la vigilaban con cuidado; pero una noche, a favor de las tinieblas, subió a una habitación que daba sobre el patio; desde allí escaló rápidamente la pared, y, dando un salto temerario, llegó hasta el suelo felizmente. Caminó después durante algún tiempo, sin saber a dónde iba, hasta que su buena ventura la llevó a casa de un cristiano conocido. Allí vio a Eulogio por primera vez. El sacerdote sintió una fuerte sacudida ante aquella joven extraordinaria. Su belleza bravía, la seducción de su palabra animada y ardiente, la resolución de su espíritu, el entusiasmo de su fervor religioso, todo ejerció un poder casi magnético sobre la imaginación de Eulogio. Desde entonces una luz bella penetra su vida; es una luz perfectamente humana, aunque divinizada por su virtud y por aquella costumbre, que tanto le había costado, de dominarse y reprimirse. La imagen de Flora se clavará en su corazón como la de una mujer ideal, la heroína del cristianismo, el tipo de la mujer fuerte y discreta que había visto pintada en la Biblia. Concibió por ella una amistad espiritualizada, en que la admiración y el respeto se mezclaban al amor; un amor puro e intelectual, como debe sentirse en la mansión de los bienaventurados. Diez años después recordaba todavía con emoción esta primera entrevista como uno de los acontecimientos más venturosos de su vida. El recuerdo se había hecho más vivo, el amor, más sobrenatural y un martirio glorioso había venido no a romper, sino a coronar aquel anhelo amistoso de una más alta categoría que había germinado en el corazón de un santo: «Y yo, pecador—dirá, pensando en este día—; yo, rico sólo de iniquidades, que gocé su amistad desde el principio de su martirio, tuve la dicha de tocar, juntando mis manos, las cicatrices de aquella cabeza santísima y delicadísima, despojada de la cabellera virginal por la fuerza de los azotes.»
Después, mientras Eulogio seguía trabajando por su ideal espafiolista y cristiano, Flora sale de la capital y va a esconderse en Osera, un pueblo de la diócesis aceituna (Martos). Tal vez la había perdido de vista, más he aquí que ahora, estando en la prisión, oye pronunciar su nombre, y se estremece. Primero sólo pudo recoger noticias incompletas; más pronto le dijeron toda la verdad. Era una verdad hermosa, que inundó de alegría su alma.
Vivía en las montañas de Córdoba una familia piadosa que había dado ya un mártir a la fe, Walabonso. Walabonso tenía una hermana que no podía consolarse de su muerte. Era monja en el monasterio de Cuteclara, a unas leguas de Córdoba, y se llamaba María. Una profunda tristeza la devoraba, hasta que, un día, otra religiosa le contó que el mártir se le había aparecido y le había dicho estas palabras: «Di a mi hermana que cese de llorar por mí, y que pronto estará conmigo en el Cielo.» Desde entonces las lágrimas se trocaron en impaciente anhelo de morir por Cristo; y un día, dejando su convento, dirigiese a Córdoba para presentarse al cadí. De camino encontró la iglesia de San Acisclo, y en ella entró para encomendar a Dios su empresa. Arrodilló se al lado de otra joven, que parecía como arrebatada en el éxtasis de la contemplación, y en la cual creyó reconocer a Flora, la generosa virgen que había conmovido con su valor, cinco años antes, a los cristianos cordobeses. Era Flora, efectivamente. En la soledad de su retiro, había oído a Cristo, que le decía: «Otra vez vengo a ser crucificado»; y alentada por esta voz, acababa de llegar a Córdoba y se preparaba con la oración a morir. Fuera de sí María con aquel feliz encuentro, llevó a un lado a su compañera, la hizo conocer su resolución, y las dos jóvenes juraron, abrazándose, no separarse ni en la vida ni en la muerte. María se abrazaba en deseos de reunirse con su hermano; Flora pensaba en el abrazo eterno de Cristo, su esposo. Llenas de entusiasmo, salen de la iglesia, se presentan al juez, se declaran cristianas, y llaman a Mahoma malhechor, adúltero, mago y seudoprofeta.
El juez—lo era ahora Said ben Soleimán—quedó escandalizado al oír tales blasfemias, y en el acceso de su rabia no se le ocurrió más que prorrumpir en gritos descompasados, en gruesas injurias y en horribles amenazas, que las jóvenes oían con la mayor tranquilidad. Desahogada la cólera, mandó prender a las vírgenes y ponerlas en la cárcel juntamente con las mujeres de mala vida.
Esto es lo que supo Eulogio en el mes de octubre de 851. Su corazón se llenó de una alegría exaltada que le hizo olvidar las molestias de la reclusión. Pero, bien pronto, otras noticias vinieron a llenarle de angustia: «Flora—le dijeron—está a punto de abjurar la fe. Los emisarios de Recafredo, el obispo, los del cadí y los de su hermano, no la dejan un instante tranquila. Es difícil que pueda resistir este asedio constante. Otro tanto le sucede a su compañera.»
No era precisamente una abjuración de la fe lo que se las pedía; bastaba que se retractasen de las palabras que habían dicho contra Mahoma; y esto empezó a hacerlas vacilar. Vino después la amenaza de que las sacarían al mercado y las venderían como esclavas, y entonces su terror ya no tuvo límites. Antes oraban, ayunaban, meditaban, cantaban himnos de alegría; ahora no cesaban de llorar. De este desmayo vino a sacarlas un largo escrito en que se hacía la alabanza del martirio y se les aseguraba que la prostitución y la deshonra eran compatibles con la integridad del alma. La voz de Eulogio llegaba hasta ellas. Rápidamente, con la decisión heroica de quien se lanza al peligro para salvar a la persona amada, el ilustre doctor les enviaba desde el calabozo un bello y emocionante tratado, al cual había puesto por título «Documento martirial». Su elocuencia íntima y familiar tuvo el éxito más completo. Las dos jóvenes mostraron, después de leerle, una firmeza y un entusiasmo de que el mismo Eulogio estaba maravillado. El 13 de noviembre Flora compareció por última vez en la curia.
— ¿Cuál es tu última resolución?—preguntó el cadí.
—La misma de siempre—respondió ella—. Y si os empeñáis, vais a oír cosas más desagradables que otras veces.
Cuando volvió a la cárcel, Eulogio logró tener una entrevista con ella. Tal vez era un favor que no se podía negar a la que pronto subiría al cadalso. «Creía—nos dice el iluminado sacerdote—ver un ángel. Una claridad celestial la rodeaba; su rostro resplandecía de gozo; parecía gustar ya las alegrías de la celeste patria. Con la sonrisa en los labios, me dijo lo que el cadí le había preguntado y lo que ella respondió. Cuando hube escuchado este relato de aquella boca tan dulce como la miel, procuré confirmarla en su resolución, mostrándole la corona que la esperaba. Yo la adoré, me prosterné delante de su figura angelical, me encomendó a sus oraciones, y, reanimado por sus palabras, volví menos triste a mi oscura prisión.»
Las dos vírgenes subieron al patíbulo el 20 de noviembre. San Félix de Valois les cede galantemente su puesto en este libro, para ir él a juntarse con su amigo y colaborador San Juan de Mala.
Su madre era una rica matrona de las montañas de Córdoba; su padre, un árabe influyente de Sevilla, que había fijado su residencia en la capital. Hija de un matrimonio mixto, estaba obligada por la ley a seguir la secta de Mahoma; pero, habiendo perdido a su padre en la más tierna edad, su madre la educó en la religión cristiana, desarrollando en ella un vivo amor a las prácticas ascéticas del cristianismo. Cuando sólo tenía doce años repartía todos los viernes a los pobres la comida que le daban. Pero el hermano mayor, musulmán fanático, espiaba todos sus pasos; y así Flora rara vez podía ir al templo de los cristianos, y con frecuencia se veía obligada a tomar parte en los ritos de las mezquitas. Su carácter, sin embargo, no era para andar mucho tiempo con actitudes simuladas. Su conducta le pareció insostenible desde un día en que leyó estas palabras evangélicas: «Al que me confesare delante de los hombres, Yo le confesaré delante de mi Padre, que está en los Cielos; mas al que me negare delante de los hombres. Yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los Cielos.»
Ya no titubeó. Un día, burlando toda vigilancia, sin decir siquiera una palabra a su madre, desapareció de casa, arrastrando consigo a su hermana Baldegotona. Su hermano dióse a buscarlas por todos los conventos de Córdoba, pero inútilmente. En vano hizo prender a los clérigos de quienes sospechaba que habían estado en relaciones con la desaparecida, porque les había visto entrar en su casa para llevarle diariamente la comunión; nada pudo conseguir con sus pesquisas, hasta que la magnánima doncella, viendo que otros sufrían por causa de ella, salió de su escondrijo, y presentándose en esa, dijo a su hermano: «Ya sé con qué afán me buscas y cuánto te preocupas por mí; pues bien: aquí me tienes. Vengo armada de la señal de la cruz. Ahora arráncame esta fe, sepárame de Cristo, si puedes; creo que será difícil, porque estoy dispuesta a sufrir por Él todos los suplicios. Esto es hablar reciamente, ¿verdad? Pues bien: en medio del martirio estaré más firme todavía.»
El mahometano llevó a su hermana a la presencia del cadí. Lo era entonces Moad ben Otmán el Xabaní, hombre bastante discreto y de carácter suave, dispuesto a pensar lo mejor de los reos que llegaban a su presencia. Pudo hacer degollar a la joven, pero se contentó con un escarmiento: dos hombres sujetaron sus brazos, y otro le desgarró la nuca a latigazos. Cuando la víctima estaba ya sin sentido, dijo el juez a su hermano:
—Ahora, cúrala e instrúyela en nuestra religión, y si no adelantas nada, tráemela de nuevo.
El musulmán la recogió, y llevándola a su casa, hízola cuidar y adoctrinar por las mujeres de su harén. A los pocos días Flora empezó a meditar la fuga. Vio que la vigilaban con cuidado; pero una noche, a favor de las tinieblas, subió a una habitación que daba sobre el patio; desde allí escaló rápidamente la pared, y, dando un salto temerario, llegó hasta el suelo felizmente. Caminó después durante algún tiempo, sin saber a dónde iba, hasta que su buena ventura la llevó a casa de un cristiano conocido. Allí vio a Eulogio por primera vez. El sacerdote sintió una fuerte sacudida ante aquella joven extraordinaria. Su belleza bravía, la seducción de su palabra animada y ardiente, la resolución de su espíritu, el entusiasmo de su fervor religioso, todo ejerció un poder casi magnético sobre la imaginación de Eulogio. Desde entonces una luz bella penetra su vida; es una luz perfectamente humana, aunque divinizada por su virtud y por aquella costumbre, que tanto le había costado, de dominarse y reprimirse. La imagen de Flora se clavará en su corazón como la de una mujer ideal, la heroína del cristianismo, el tipo de la mujer fuerte y discreta que había visto pintada en la Biblia. Concibió por ella una amistad espiritualizada, en que la admiración y el respeto se mezclaban al amor; un amor puro e intelectual, como debe sentirse en la mansión de los bienaventurados. Diez años después recordaba todavía con emoción esta primera entrevista como uno de los acontecimientos más venturosos de su vida. El recuerdo se había hecho más vivo, el amor, más sobrenatural y un martirio glorioso había venido no a romper, sino a coronar aquel anhelo amistoso de una más alta categoría que había germinado en el corazón de un santo: «Y yo, pecador—dirá, pensando en este día—; yo, rico sólo de iniquidades, que gocé su amistad desde el principio de su martirio, tuve la dicha de tocar, juntando mis manos, las cicatrices de aquella cabeza santísima y delicadísima, despojada de la cabellera virginal por la fuerza de los azotes.»
Después, mientras Eulogio seguía trabajando por su ideal espafiolista y cristiano, Flora sale de la capital y va a esconderse en Osera, un pueblo de la diócesis aceituna (Martos). Tal vez la había perdido de vista, más he aquí que ahora, estando en la prisión, oye pronunciar su nombre, y se estremece. Primero sólo pudo recoger noticias incompletas; más pronto le dijeron toda la verdad. Era una verdad hermosa, que inundó de alegría su alma.
Vivía en las montañas de Córdoba una familia piadosa que había dado ya un mártir a la fe, Walabonso. Walabonso tenía una hermana que no podía consolarse de su muerte. Era monja en el monasterio de Cuteclara, a unas leguas de Córdoba, y se llamaba María. Una profunda tristeza la devoraba, hasta que, un día, otra religiosa le contó que el mártir se le había aparecido y le había dicho estas palabras: «Di a mi hermana que cese de llorar por mí, y que pronto estará conmigo en el Cielo.» Desde entonces las lágrimas se trocaron en impaciente anhelo de morir por Cristo; y un día, dejando su convento, dirigiese a Córdoba para presentarse al cadí. De camino encontró la iglesia de San Acisclo, y en ella entró para encomendar a Dios su empresa. Arrodilló se al lado de otra joven, que parecía como arrebatada en el éxtasis de la contemplación, y en la cual creyó reconocer a Flora, la generosa virgen que había conmovido con su valor, cinco años antes, a los cristianos cordobeses. Era Flora, efectivamente. En la soledad de su retiro, había oído a Cristo, que le decía: «Otra vez vengo a ser crucificado»; y alentada por esta voz, acababa de llegar a Córdoba y se preparaba con la oración a morir. Fuera de sí María con aquel feliz encuentro, llevó a un lado a su compañera, la hizo conocer su resolución, y las dos jóvenes juraron, abrazándose, no separarse ni en la vida ni en la muerte. María se abrazaba en deseos de reunirse con su hermano; Flora pensaba en el abrazo eterno de Cristo, su esposo. Llenas de entusiasmo, salen de la iglesia, se presentan al juez, se declaran cristianas, y llaman a Mahoma malhechor, adúltero, mago y seudoprofeta.
El juez—lo era ahora Said ben Soleimán—quedó escandalizado al oír tales blasfemias, y en el acceso de su rabia no se le ocurrió más que prorrumpir en gritos descompasados, en gruesas injurias y en horribles amenazas, que las jóvenes oían con la mayor tranquilidad. Desahogada la cólera, mandó prender a las vírgenes y ponerlas en la cárcel juntamente con las mujeres de mala vida.
Esto es lo que supo Eulogio en el mes de octubre de 851. Su corazón se llenó de una alegría exaltada que le hizo olvidar las molestias de la reclusión. Pero, bien pronto, otras noticias vinieron a llenarle de angustia: «Flora—le dijeron—está a punto de abjurar la fe. Los emisarios de Recafredo, el obispo, los del cadí y los de su hermano, no la dejan un instante tranquila. Es difícil que pueda resistir este asedio constante. Otro tanto le sucede a su compañera.»
No era precisamente una abjuración de la fe lo que se las pedía; bastaba que se retractasen de las palabras que habían dicho contra Mahoma; y esto empezó a hacerlas vacilar. Vino después la amenaza de que las sacarían al mercado y las venderían como esclavas, y entonces su terror ya no tuvo límites. Antes oraban, ayunaban, meditaban, cantaban himnos de alegría; ahora no cesaban de llorar. De este desmayo vino a sacarlas un largo escrito en que se hacía la alabanza del martirio y se les aseguraba que la prostitución y la deshonra eran compatibles con la integridad del alma. La voz de Eulogio llegaba hasta ellas. Rápidamente, con la decisión heroica de quien se lanza al peligro para salvar a la persona amada, el ilustre doctor les enviaba desde el calabozo un bello y emocionante tratado, al cual había puesto por título «Documento martirial». Su elocuencia íntima y familiar tuvo el éxito más completo. Las dos jóvenes mostraron, después de leerle, una firmeza y un entusiasmo de que el mismo Eulogio estaba maravillado. El 13 de noviembre Flora compareció por última vez en la curia.
— ¿Cuál es tu última resolución?—preguntó el cadí.
—La misma de siempre—respondió ella—. Y si os empeñáis, vais a oír cosas más desagradables que otras veces.
Cuando volvió a la cárcel, Eulogio logró tener una entrevista con ella. Tal vez era un favor que no se podía negar a la que pronto subiría al cadalso. «Creía—nos dice el iluminado sacerdote—ver un ángel. Una claridad celestial la rodeaba; su rostro resplandecía de gozo; parecía gustar ya las alegrías de la celeste patria. Con la sonrisa en los labios, me dijo lo que el cadí le había preguntado y lo que ella respondió. Cuando hube escuchado este relato de aquella boca tan dulce como la miel, procuré confirmarla en su resolución, mostrándole la corona que la esperaba. Yo la adoré, me prosterné delante de su figura angelical, me encomendó a sus oraciones, y, reanimado por sus palabras, volví menos triste a mi oscura prisión.»
Las dos vírgenes subieron al patíbulo el 20 de noviembre. San Félix de Valois les cede galantemente su puesto en este libro, para ir él a juntarse con su amigo y colaborador San Juan de Mala.
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