El siglo IV, la edad de oro de la literatura cristiana, nos ofrece en sus umbrales la figura gigantesca de Atanasio de Alejandría, el hombre cuyo genio contribuyó al engrandecimiento de la Iglesia mucho más que la benevolencia imperial de Constantino. Su nombre va indisolublemente unido al triunfo del Símbolo de Nicea; pero aunque no surgieran las polémicas del arrianismo, Atanasio hubiera sido grande. Cuando Arrio no había empezado aún a esparcir sus errores, él había medido ya las armas de su dialéctica en la lucha contra el paganismo. En sus venas hervía la sangre de los luchadores, y el ambiente mismo de su patria le llevaba a esa primera controversia. Era un egipcio; había nacido en Alejandría, donde las esencias paganas se conservaban más vivas que en ninguna parte. En aquella tierra de los Faraones, en que todo, la verdad y la mentira, los viejos monumentos y las viejas creencias, parecían gozar de una supervivencia inagotable, el politeísmo seguía procreando dioses, como reptiles los fangos del Nilo. A las genealogías autóctonas de Menfis se habían unido las importadas de Grecia y de Roma, y las graciosas divinidades de la imaginación teñían de luminosos reflejos los sagrados parques zoológicos, donde Isis y Osiris reinaban.
El aspecto de este extraño panteón es lo que inspiró al diácono Atanasio su Discurso contra los gentiles, obra maestra de lógica y argumentación, en que con método riguroso, con sagacísima habilidad, se echa por tierra el edificio de las fábulas paganas, asignando a cada error su origen y su verdadero alcance. Es pasmosa la penetración con que analiza el estado intelectual y moral de su tiempo, y sus consideraciones se elevan a veces a las cumbres de la psicología y de la filosofía. El politeísmo, hijo del orgullo y de la voluptuosidad, es, en su sentir, el principio de todos los errores que perturban el mundo romano. Desenmascara el origen ambiguo del culto idolátrico en todas sus formas; busca las razones psicológicas de la apoteosis del hombre y arremete contra la mitología, cantada por los poetas y protegida por los emperadores, despojándola de los adornos con que la habían revestido los imitadores de Homero, poniendo en evidencia la inanidad de sus ridículos consejos, y cubriéndola de oprobio con la acerada ironía de los antiguos apologistas y con los sarcasmos de los mismos gentiles. No olvida tampoco que allí, a su lado, en su misma ciudad natal, la idolatría ha tomado un aspecto más etéreo y sutil en las teorías neoplatónicas del demiurgo, equívoco mediador entre Dios y el mundo; de los eones, innumerables como estrellas, que adivinaban los discípulos de Plotino en los poderes escalonados entre la divinidad y la naturaleza. ¿Qué es todo esto, pregunta el joven atleta, sino pura idolatría, menos grosera en apariencia que el politeísmo helénico, pero no menos irracional ni menos corruptora?
A este caos de ideas y de imágenes opone Atanasio su doctrina de un Dios supremo, cuya existencia explica el orden soberano, la perfecta armonía de la naturaleza, a pesar de todos los choques y contrastes y del juego complicado de las fuerzas que en ella se entrecruzan. La unidad de Dios y la inmortalidad del alma son las dos columnas sobre las cuales se levanta el castillo de su filosofía. «El alma no muere—dice el discípulo de Platón y del Evangelio—; muere el cuerpo cuando el alma se aleja. El alma es su propio motor. Sus movimientos es su vida. Aunque el cuerpo yazga inmóvil y como inanimado, ella permanece despierta, por su propia virtud; y, saliendo de la materia, aunque esté unida a ella todavía, concibe y contempla las existencias ultraterrestres. Cuando esté completamente separada, ¿no es natural que tenga una visión más clara de su naturaleza inmortal? Porque es inmortal, comprende, y abarca las ideas de lo eterno y lo infinito. Viendo y meditando las cosas inmortales, necesariamente debe vivir para siempre, pues esos pensamientos y esas imágenes, de que no puede prescindir, son como el foco donde se enciende y alimenta su inmortalidad.
Estas altas especulaciones nos revelan al alejandrino auténtico. Atanasio había crecido junto a aquellas dos escuelas famosas, cuya rivalidad no podían encubrir los puntos de contacto y la comunidad de su inspiración: a un lado, el neoplatonismo del Museum, con su eclecticismo filosófico; a otro, la enseñanza cristiana del Didascaleum, en que seguía predominando el espíritu de Orígenes, modificado por las influencias asiáticas. Educado en este ambiente, Atanasio se inclina desde ahora ante el prestigio de los maestros: el «gran Platón», como él decía, inspira muchas de sus páginas filosóficas; Orígenes será su mentor en las regiones de la teología. Sin embargo, no se encadena, no pierde la libertad de su espíritu, ni camina con los ojos cerrados. Se fía de Orígenes cuando define y afirma sin vacilación. «Entonces—dice—nos entrega su propio pensamiento; no cuando discute como buscando y ejercitándose.» Más tarde, Atanasio se encontrará en otros medios científicos y religiosos; aprenderá de sus amigos y sus adversarios; fijará con más precisión su terminología trinitaria y cristológica; su espíritu se hará más amplio y más flexible; y el Oriente lo mismo que el Occidente, contribuirá a enriquecer su poderosa inteligencia; pero jamás dejará de ser alejandrino. Su insistencia, en el curso de sus luchas religiosas, sobre la unión de las dos naturalezas y la unidad del Hombre-Dios, sobre el aspecto misterioso de la Encarnación y sobre la diferencia específica que existe entre la unión hipostática y la influencia puramente moral que Dios ejerce sobre el hombre, son rasgos característicos de la escuela de Alejandría.
Es en el campo de la teología donde se va a desarrollar, sobre todo, la actividad prodigiosa del doctor egipcio. El esfuerzo de su vida, su arte de persuadir, sus combates y sus sacrificios va a concentrarlos en la sublime metafísica del cristianismo, donde su intuición poderosa y al mismo tiempo su fe habían visto la base del porvenir religioso del mundo. Las sectas numerosas producidas en los primeros siglos cristianos por la ebullición del espíritu oriental, empezaban a esfumarse en el ambiente, cuando apareció otra más sutil, más metódica, más sencilla y mejor adaptada para conquistar aquella sociedad preparada por dos siglos de filosofía neoplatónica. El heresíarca, libio de nacimiento, dogmatizaba en aquella misma ciudad donde Atanasio combatía el paganismo. Se llamaba Arrio. Su sistema podía considerarse como un conato de fusión entre el paganismo filosófico y el cristianismo. Para él, la segunda Persona de la Trinidad no era más que la primera de las criaturas, el primogénito de los hombres creados, el logos de Filón, el demiurgo de Plotino. En consecuencia, la economía de la salvación quedaba aniquilada, los adorables misterios de un Dios hecho hombre y muerto por nosotros no eran más que vanas ilusiones, el mundo quedaba tan separado de Dios como antes de la predicación del Evangelio, el abismo observado por los filósofos paganos entre la humanidad miserable y la Divinidad inaccesible, se abría de nuevo con todas sus formidables perspectivas.
El patriarca de Alejandría, hombre bueno, dulce y amigo de la paz, no podía sospechar todo el alcance de aquel movimiento provocado por uno de sus sacerdotes. Fue el diácono Atanasio el primero en medir la magnitud del peligro. Arrio y él aparecen frente a frente desde los comienzos de la lucha. Todo parecía favorecer al hereje: estatura prócer, rigidez ascética, rostro enjuto, porte majestuoso, arte para la intriga, y tal habilidad dialéctica, que nadie le igualaba en el manejo del silogismo. Como más tarde Juliano el Apóstata, Arrio debió de reírse muchas veces del exterior de su adversario: era un hombrecillo bajo, raquítico y de mezquinas apariencias. Pero en aquel cuerpo desmedrado ha visto su obispo un espíritu fulminante, un carácter de acero. El patriarca condena al hereje; pero detrás del patriarca está su diácono, que es su secretario y su asesor. No obstante, la teoría del Verbo creador del mundo, y al mismo tiempo criatura, Hijo adoptivo de Dios, pero no engendrado por Dios, se propaga como un incendio. El ambiente alejandrino está preparado para recibirla, los sofistas del mundo romano la saludan con alborozo, muchos obispos se declaran en su favor, y la Iglesia queda dividida para mucho tiempo. Constantino desea restablecer la paz, y convoca el Concilio de Nicea (325).
"El primer Concilio ecuménico fue el triunfo completo del Verbo Hijo de Dios, el triunfo de la verdad y el triunfo de Atanasio. Atanasio era aún el simple diácono, el acompañante de su obispo; pero por la precisión de sus fórmulas, por la profundidad de su pensamiento, empezaba ya a brillar tan alto como Osio de Córdoba, presidente de la asamblea." Un estremecimiento de odio, dice San Gregorio de Nacianzo, cruzaba por las filas de los arrianos cuando el temible campeón de pequeña talla y de pálido aspecto se levantaba con aire intrépido y alta frente para tomar la palabra. Es probable que aun los representantes de la ortodoxia le disparasen miradas de indulgente desdén; pero era preciso dejarle hablar. Nadie mejor que él deshacía el nudo de una dificultad, nadie sabía exponer en la verdad atacada el punto central de que depende todo, haciendo brotar focos de luz que iluminan la fe al mismo tiempo que desenmascaran la herejía. Arrio se parapetaba en sus torreones de la unidad y la trascendencia divina; Atanasio lo miraba todo desde la atalaya del misterio de la Redención. «El fundamento de nuestra fe—decía—no es otro que el misterio del Verbo Encarnado para rescatar a los hombres y hacerlos hijos de Dios. Mas, ¿cómo podrá divinizarlos si él mismo no es Dios? ¿Cómo podrá comunicarles una filiación divina, aunque sea adoptiva, si él mismo no es Hijo de Dios por naturaleza?» Después, atacando de frente a su adversario, añadía: «Si el Verbo es una criatura, ¿cómo Dios, que le ha creado, no podía crear el mundo? Si el mundo ha sido creado por el Verbo, ¿por qué no habría sido creado por Dios?» Estas ideas, enriquecidas con aspectos nuevos, seguirán siendo la expresión fundamental de toda la polémica de Atanasio y de toda su teología.
El joven diácono entró triunfante en Alejandría, y tres años más tarde fue designado para suceder al viejo patriarca. La consagración se realizó entre las ovaciones delirantes del pueblo, que no se cansaba de repetir: « ¡Atanasio! ¡Atanasio! ¡ése es un buen cristiano! ¡ése es un asceta! ¡He ahí un verdadero obispo!» Tenía todas las cualidades del pastor perfecto; pero, además, Dios le había dado una inteligencia clara, una mirada vigilante sobre la tradición teológica, sobre los acontecimientos, sobre los hombres, y un temperamento indomable, templado con una exquisita corrección de modales, pero incapaz de doblegarse ante ninguna violencia. Debía ser el defensor de la ortodoxia nicena, que, amenazada ya poco después de dispersarse los trescientos Padres, no tardaría en atravesar crisis terribles. En algún momento pudo creerse que Atanasio era su único apoyo. Pero con él bastaba. Tuvo enfrente al Imperio, a la política, a la astucia, a la retórica pagana, a los Concilios, al episcopado; pero mientras este solo hombre se mantuviese en pie, las fuerzas continuarían equilibradas. Sus primeras instrucciones pastorales las encaminó a formar a su pueblo en la práctica de la fe y de la moral cristiana: «Oíd—decía en una de sus alocuciones pascuales—, oíd la trompeta sacerdotal que os llama. Vírgenes, ella os recuerda la continencia que habéis jurado; esposos, ella os impone la santidad del lecho conyugal; cristianos todos, ella lanza el grito de combate contra la carne y la sangre, de que nos habla San Pablo.»
Entre tanto, una oligarquía de obispos empezaba a conspirar en torno a Constantino. Al frente de ellos estaba Eusebio de Nicomedia, jefe del arrianismo, que había llegado a dominar el ánimo del emperador. Los príncipes que empezaban a desconfiar de la potencia del sacerdocio cristiano, se vieron naturalmente inclinados a rodearse de la minoría de obispos vencidos en Nicea, los más cortesanos, los más aduladores, los menos obispos. Era preferible proteger a los arrianos que obedecer a los católicos. Naturalmente, Atanasio debía ser el primer blanco de los odios heréticos, apoyados por los gobernadores imperiales. él lo sabía, pero había dado una orden terminante: la entrada de la Iglesia de Alejandría estaba cerrada para todos los amigos de Arrio. Eusebio de Nicomedia intercede en su favor. Es inútil. Entonces el patriarca recibe este despacho imperial: «Ya conoces mis deseos; si llego a saber que has excluído a alguien de la Iglesia, enviaré inmediatamente un comisario para que te deponga y te aleje de ahí.» Atanasio respondió altivamente «que no puede haber comunión alguna entre la Iglesia católica y una herejía que combate a Cristo». Obligado luego a presentarse en la corte, defendió su causa con tal fuerza de persuasión, que Constantino le devolvió al pueblo de Alejandría, al mismo tiempo que esta carta: «Os envío a vuestro obispo. Las malas gentes nada han podido contra él. Yo le he tratado como lo que es en realidad: un hombre de Dios.»
Por esta vez, Atanasio había vencido; pero sus adversarios no ceden. Eusebio de Nicomedia, que tiene el hilo de todas las intrigas, traza nuevos medios para perder al patriarca, sin olvidar nunca que la acusación más capaz de herir la imaginación popular y soliviantar la opinión contra un hombre no es la más verosímil, sino la más dramática y extraña. Se le acusa de errores, de crímenes, de violencias, de asesinatos. Una mano cortada es llevada de un lado a otro como pieza de convicción. Es, dicen los herejes, la mano de Arsenio, obispo de Hípsele, que ha sido muerto por Atanasio. Se abre una investigación oficial, se reúne un Concilio para juzgar al asesino, y en él se presenta el patriarca llevando de la mano al muerto, que, por desgracia para los sectarios, gozaba de buena salud. No obstante, Atanasio es condenado, degradado y desterrado (336). Y empieza sus peregrinaciones a través del Imperio. Vuelve a Egipto dos años después, al morir Constantino el Grande; pero su sino es luchar contra las tiranías, defender la fe, andar errante por la justicia. Cuatro emperadores, Constantino, Constancio, Juliano y Valente, intentan imponerle su credo; pero él resiste con tenacidad incansable. Ha calculado su fuerza, ha previsto el triunfo final, y prosigue impávido la realización de su obra, que es la fundación de la unidad en el campo del pensamiento cristiano. Hay en él un carácter nuevo, que no pertenece a los primeros tiempos del proselitismo cristiano. Imposible hallar en su vida un momento de reposo ni de flaqueza; pero no se expone inútilmente. Es un jefe que busca el triunfo de su idea más que el martirio. Conocedor de los hombres, maneja todos los resortes que le ofrece la política cristiana. Se esconde para reaparecer en el momento oportuno. Acude al poder de la elocuencia para defenderse, y ¡qué defensas las suyas! Se le acusa de estar en relaciones con Magencio, usurpador del trono y asesino de Constantino el Joven; y con este motivo escribe al emperador Constancio: « ¿Qué motivo podía inducirme a escribir a ese hombre? ¿Cómo pudiera haber empezado la carta? Tal vez en estos términos: Has hecho bien en matar al que me colmaba de honores. O bien así: Te amo porque degollaste a los que en Roma me acogieron con tanto amor.»
Constancio no supo comprender la grandeza de este lenguaje. Era en el año 356; una acción decisiva se preparaba contra Atanasio. Un Concilio de Antioquía le condena, otro de Alejandría le absuelve; nuevamente le condenan en Milán, y nuevamente le absuelven en Roma. Pero, además de sus obispos, el emperador tiene sus tribunos. Sabe que el pueblo de Alejandría se dejaría matar por él. Aquella multitud voluble y dispuesta al motín, que hoy se dejaba matar en las calles por los soldados romanos y mañana se levantaba contra un prefecto, o arrastraba por las plazas a un obispo arriano, o se ensangrentaba con la muerte de la ilustre Hipatia, jamás dudó un momento de Atanasio, jamás se cansó en su admiración, en su cariño, en su idolatría hacia el santo y sabio defensor de la fe de Nicea. Su arresto podía ser el estallido de una revolución. No obstante, cinco mil hombres rodean una noche la basílica donde el patriarca celebraba las vigilias. Entran con las espadas desnudas, los arcos tendidos y las lanzas enhiestas. Muchos fieles son heridos, otros asesinados. Atanasio, sentado en el trono episcopal, rehusa abandonar su puesto. «El pueblo y los sacerdotes—dice él mismo—me suplican que huya, y yo me niego a ello hasta ver a todos los míos en seguridad; hasta que un grupo de solitarios y de clérigos subió hasta donde yo estaba y me llevó a través de la noche.»
Esta era la cuarta proscripción. Otras veces Atanasio se había encaminado hacia Occidente: había vivido en las orillas del Rhin, en Tréveris, en Milán, en Roma. Ahora no quiso salir de Egipto. Durante seis años caminará de desierto en desierto, se ocultará en las pirámides y en las ruinas de las antiguas poblaciones, y se asociará a las falanges sagradas de los solitarios. Siempre fugitivo, siempre perseguido, podrá contar con la silenciosa e indefectible fidelidad de estos hombres, que son capaces de dejarse matar antes de traicionarle. él es también un asceta, ama aquella vida; desde su juventud, siempre que le ha sido posible; se ha internado en aquellas soledades para renovar las energías de su espíritu. Es amigo de los grandes anacoretas; Antonio, dice él mismo ingenuamente, le ha echado agua en las manos para lavarse; Pacomio le llama el padre de la fe ortodoxa y el hombre cristóforo, y al fin de su vida dirá con frecuencia a sus discípulos: «He conocido en este mundo tres cosas que han agradado a Dios y florecido en él: primero, el santo Padre Atanasio, que ha combatido por la fe ortodoxa hasta la muerte; segundo, el gran Antonio, que nos ha dejado el modelo de la vida anacorética, y tercero, esta comunidad, que sigue las huellas de estos dos Padres, bajo las órdenes de Dios.»
Agradecido a tanta fidelidad, Atanasio compartía la vida y las austeridades de sus huéspedes, les predicaba el amor de la vida interior y del estudio y les contaba las peripecias de viajes y de sus luchas en defensa de la fe, y recogía las noticias de la vida de San Antonio, que pronto transmitiría a las hojas del pergamino en una obra recibida con avidez por todo el mundo romano. Al mismo tiempo redactaba su Historia de los arrianos, sus Apologías, sus Exposiciones de la fe y otros libros polémicos, donde la profundidad teológica se junta al nerviosismo del luchador. Libros de circunstancias, redactados en la efervescencia de una lucha titánica, no hay que buscar en ellos un cuerpo de doctrina sistemáticamente dispuesto. Y, sin embargo, pocos espíritus han influido tan profundamente en la orientación y el desarrollo del dogma cristiano. Sólo un problema parece concentrar el vigor de aquella gran inteligencia, un problema central que tiene repercusiones en toda la teología: el problema del Verbo Encarnado, que Atanasio considera en todos sus aspectos, en el seno del Padre, en la obra de la creación, en la redención del género humano, en sus relaciones con el misterio de la Trinidad y en las maravillas de la Encarnación. El teólogo domina siempre sobre el moralista. Aquí y allá vemos de cuando en cuando la expresión admirable de la severidad cristiana, como él la entendía y la vivía; pero, más que nada, Atanasio fue un jefe religioso, y para el dominio, como para la resistencia, el dogma abstracto y sobrenatural es más operante que las prescripciones éticas. Es un teólogo amante de la tradición, es el eslabón de oro que une a los Padres apostólicos con los grandes doctores que descuellan después del primer Concilio ecuménico. Eslabón sólido, pues lo que ante todo obsesiona a aquel espíritu es la pureza de la fe. No le importan las filigranas lingüísticas, aunque es siempre dueño absoluto de su palabra. Su estilo, decía Focio, es claro, sobrio, preciso; pero al mismo tiempo nervioso y profundo. Es poderosa su dialéctica, prodigiosa su fecundidad. Argumenta a la manera de un maestro, con libertad, con magnificencia. Hay mucha escolástica en su lenguaje. Su elocuencia está en el acento enérgico de su inflexible voluntad, en la severa exactitud de sus expresiones. Su genio preciso e imperioso se complacía en la dialéctica de los misterios y en la gravedad inmutable de la lengua teológica. Fue un pensador más que un literato, y más todavía un luchador del pensamiento.
Sus luchas no habían terminado todavía. Por una ostentación de tolerancia, Juliano el Apóstata levantó el destierro a todos los proscritos de Constancio. Atanasio hizo su entrada en Alejandría el 21 de febrero del año 362. Fue un triunfo, de aquellos que el Imperio romano ya no conocía desde que los vencedores no subían al Capitolio. De todos los puntos de Egipto acudían las gentes para verle; la muchedumbre llenaba las orillas del Nilo; miles de barcas surcaban las aguas; focos potentes, instalados en las altas torres del Museum, iluminaban el puerto; los habitantes de la ciudad salieron en masa, ordenados según el sexo y la edad, y siguiendo los pendones de sus corporaciones. él, entre tanto, avanzaba montado en un asno. Su paso por las calles era señalado con aplausos inacabables, y tal era la veneración del pueblo, que todos querían ser tocados por su sombra, en la persuasión de que tenía virtudes milagrosas, como la de San Pedro. Quemábanse perfumes y se esparcían flores. Por la noche se iluminó la ciudad, se celebraron banquetes y hubo distribuciones de comidas en las plazas. Envidioso de esta popularidad, Juliano le excluyó de la amnistía; pero Atanasio, seguro de sus alejandrinos, no quiso hacer caso del edicto imperial, y empezó a gobernar tranquilamente su Iglesia. Reunía Concilios, predicaba, discutía y bautizaba. Los mismos paganos quedaban subyugados por la grandeza de su alma, y esto es lo que más irritó al emperador. «Por todos los dioses—escribía al prefecto de Egipto—, no sabré ningún hecho tuyo tan agradable como la expulsión de Atanasio, el miserable, que se ha atrevido, reinando yo, a bautizar mujeres griegas de rango distinguido. Proscríbele.» Temiendo que estallase una sedición, el patriarca abandonó la ciudad, diciendo a sus amigos: «No temáis; es un nublado que pasará pronto.» Una noche remontaba el Nilo, cuando oyó tras sí chasquido de remos en el agua. Era la galera de la policía imperial, que bogaba a toda prisa. «¿Habéis visto a Atanasio?»—preguntaron—. «Precisamente, río adelante camina — dijo él, fingiendo la voz—; remad fuerte.» La nave avanzó ligera. Atanasio mandó virar la suya, y de este modo escapó al peligro.
Unos meses más tarde, la muerte del apóstata en las llanuras de Mesopotamia; después, la restauración católica, con una nueva entrada triunfal; más tarde, con Valente, una nueva ofensiva del partido arriano, y como consecuencia el quinto destierro. Atanasio se oculta a las puertas de Alejandría, en el sepulcro de su padre; pero el pueblo le reclama, las manifestaciones populares toman un cariz alarmante, y es preciso ordenar que nadie inquiete al patriarca. Aquel hombre era demasiado grande para ser perseguido o protegido por el Imperio, y después de tantas luchas, después de tantas proscripciones, después de tantos peligros, según la ingenua expresión del martirologio, muere tranquilamente en su lecho. «En el carácter de Atanasio—ha dicho Bossuet—todo es grande.» Toda su vida es la revelación de una energía prodigiosa, que sólo encontramos en las épocas devisivas. Indiscutiblemente, su grandeza como hombre le coloca en la primera fila de los caracteres más admirables que ha producido el género humano. Como escritor y doctor, se le ha podido llamar el gran iluminador y columna fundamental de la Iglesia. Dios le confió la misión de defender una causa de soberana grandeza; y él mereció ser considerado como el campeón del Verbo divino. En cuanto a la grandeza de su santidad, basta recordar el comienzo del panegírico que hizo de él San Gregorio de Nacianzo: «Alabar a Atanasio, es alabar la misma virtud. ¿Acaso no celebra la virtud el que cuenta una vida que realizó todas sus virtudes?» Esa vida estuvo toda ella inflamada por una pasión: el amor al Verbo Encarnado. Ella explica la sobrenatural energía del atleta incorruptible, sus luchas y sus trabajos, sus amistades y sus cóleras, sus alegrías y sus pruebas, su prestigio entre los suyos y sus invectivas contra los obstáculos del error.
El aspecto de este extraño panteón es lo que inspiró al diácono Atanasio su Discurso contra los gentiles, obra maestra de lógica y argumentación, en que con método riguroso, con sagacísima habilidad, se echa por tierra el edificio de las fábulas paganas, asignando a cada error su origen y su verdadero alcance. Es pasmosa la penetración con que analiza el estado intelectual y moral de su tiempo, y sus consideraciones se elevan a veces a las cumbres de la psicología y de la filosofía. El politeísmo, hijo del orgullo y de la voluptuosidad, es, en su sentir, el principio de todos los errores que perturban el mundo romano. Desenmascara el origen ambiguo del culto idolátrico en todas sus formas; busca las razones psicológicas de la apoteosis del hombre y arremete contra la mitología, cantada por los poetas y protegida por los emperadores, despojándola de los adornos con que la habían revestido los imitadores de Homero, poniendo en evidencia la inanidad de sus ridículos consejos, y cubriéndola de oprobio con la acerada ironía de los antiguos apologistas y con los sarcasmos de los mismos gentiles. No olvida tampoco que allí, a su lado, en su misma ciudad natal, la idolatría ha tomado un aspecto más etéreo y sutil en las teorías neoplatónicas del demiurgo, equívoco mediador entre Dios y el mundo; de los eones, innumerables como estrellas, que adivinaban los discípulos de Plotino en los poderes escalonados entre la divinidad y la naturaleza. ¿Qué es todo esto, pregunta el joven atleta, sino pura idolatría, menos grosera en apariencia que el politeísmo helénico, pero no menos irracional ni menos corruptora?
A este caos de ideas y de imágenes opone Atanasio su doctrina de un Dios supremo, cuya existencia explica el orden soberano, la perfecta armonía de la naturaleza, a pesar de todos los choques y contrastes y del juego complicado de las fuerzas que en ella se entrecruzan. La unidad de Dios y la inmortalidad del alma son las dos columnas sobre las cuales se levanta el castillo de su filosofía. «El alma no muere—dice el discípulo de Platón y del Evangelio—; muere el cuerpo cuando el alma se aleja. El alma es su propio motor. Sus movimientos es su vida. Aunque el cuerpo yazga inmóvil y como inanimado, ella permanece despierta, por su propia virtud; y, saliendo de la materia, aunque esté unida a ella todavía, concibe y contempla las existencias ultraterrestres. Cuando esté completamente separada, ¿no es natural que tenga una visión más clara de su naturaleza inmortal? Porque es inmortal, comprende, y abarca las ideas de lo eterno y lo infinito. Viendo y meditando las cosas inmortales, necesariamente debe vivir para siempre, pues esos pensamientos y esas imágenes, de que no puede prescindir, son como el foco donde se enciende y alimenta su inmortalidad.
Estas altas especulaciones nos revelan al alejandrino auténtico. Atanasio había crecido junto a aquellas dos escuelas famosas, cuya rivalidad no podían encubrir los puntos de contacto y la comunidad de su inspiración: a un lado, el neoplatonismo del Museum, con su eclecticismo filosófico; a otro, la enseñanza cristiana del Didascaleum, en que seguía predominando el espíritu de Orígenes, modificado por las influencias asiáticas. Educado en este ambiente, Atanasio se inclina desde ahora ante el prestigio de los maestros: el «gran Platón», como él decía, inspira muchas de sus páginas filosóficas; Orígenes será su mentor en las regiones de la teología. Sin embargo, no se encadena, no pierde la libertad de su espíritu, ni camina con los ojos cerrados. Se fía de Orígenes cuando define y afirma sin vacilación. «Entonces—dice—nos entrega su propio pensamiento; no cuando discute como buscando y ejercitándose.» Más tarde, Atanasio se encontrará en otros medios científicos y religiosos; aprenderá de sus amigos y sus adversarios; fijará con más precisión su terminología trinitaria y cristológica; su espíritu se hará más amplio y más flexible; y el Oriente lo mismo que el Occidente, contribuirá a enriquecer su poderosa inteligencia; pero jamás dejará de ser alejandrino. Su insistencia, en el curso de sus luchas religiosas, sobre la unión de las dos naturalezas y la unidad del Hombre-Dios, sobre el aspecto misterioso de la Encarnación y sobre la diferencia específica que existe entre la unión hipostática y la influencia puramente moral que Dios ejerce sobre el hombre, son rasgos característicos de la escuela de Alejandría.
Es en el campo de la teología donde se va a desarrollar, sobre todo, la actividad prodigiosa del doctor egipcio. El esfuerzo de su vida, su arte de persuadir, sus combates y sus sacrificios va a concentrarlos en la sublime metafísica del cristianismo, donde su intuición poderosa y al mismo tiempo su fe habían visto la base del porvenir religioso del mundo. Las sectas numerosas producidas en los primeros siglos cristianos por la ebullición del espíritu oriental, empezaban a esfumarse en el ambiente, cuando apareció otra más sutil, más metódica, más sencilla y mejor adaptada para conquistar aquella sociedad preparada por dos siglos de filosofía neoplatónica. El heresíarca, libio de nacimiento, dogmatizaba en aquella misma ciudad donde Atanasio combatía el paganismo. Se llamaba Arrio. Su sistema podía considerarse como un conato de fusión entre el paganismo filosófico y el cristianismo. Para él, la segunda Persona de la Trinidad no era más que la primera de las criaturas, el primogénito de los hombres creados, el logos de Filón, el demiurgo de Plotino. En consecuencia, la economía de la salvación quedaba aniquilada, los adorables misterios de un Dios hecho hombre y muerto por nosotros no eran más que vanas ilusiones, el mundo quedaba tan separado de Dios como antes de la predicación del Evangelio, el abismo observado por los filósofos paganos entre la humanidad miserable y la Divinidad inaccesible, se abría de nuevo con todas sus formidables perspectivas.
El patriarca de Alejandría, hombre bueno, dulce y amigo de la paz, no podía sospechar todo el alcance de aquel movimiento provocado por uno de sus sacerdotes. Fue el diácono Atanasio el primero en medir la magnitud del peligro. Arrio y él aparecen frente a frente desde los comienzos de la lucha. Todo parecía favorecer al hereje: estatura prócer, rigidez ascética, rostro enjuto, porte majestuoso, arte para la intriga, y tal habilidad dialéctica, que nadie le igualaba en el manejo del silogismo. Como más tarde Juliano el Apóstata, Arrio debió de reírse muchas veces del exterior de su adversario: era un hombrecillo bajo, raquítico y de mezquinas apariencias. Pero en aquel cuerpo desmedrado ha visto su obispo un espíritu fulminante, un carácter de acero. El patriarca condena al hereje; pero detrás del patriarca está su diácono, que es su secretario y su asesor. No obstante, la teoría del Verbo creador del mundo, y al mismo tiempo criatura, Hijo adoptivo de Dios, pero no engendrado por Dios, se propaga como un incendio. El ambiente alejandrino está preparado para recibirla, los sofistas del mundo romano la saludan con alborozo, muchos obispos se declaran en su favor, y la Iglesia queda dividida para mucho tiempo. Constantino desea restablecer la paz, y convoca el Concilio de Nicea (325).
"El primer Concilio ecuménico fue el triunfo completo del Verbo Hijo de Dios, el triunfo de la verdad y el triunfo de Atanasio. Atanasio era aún el simple diácono, el acompañante de su obispo; pero por la precisión de sus fórmulas, por la profundidad de su pensamiento, empezaba ya a brillar tan alto como Osio de Córdoba, presidente de la asamblea." Un estremecimiento de odio, dice San Gregorio de Nacianzo, cruzaba por las filas de los arrianos cuando el temible campeón de pequeña talla y de pálido aspecto se levantaba con aire intrépido y alta frente para tomar la palabra. Es probable que aun los representantes de la ortodoxia le disparasen miradas de indulgente desdén; pero era preciso dejarle hablar. Nadie mejor que él deshacía el nudo de una dificultad, nadie sabía exponer en la verdad atacada el punto central de que depende todo, haciendo brotar focos de luz que iluminan la fe al mismo tiempo que desenmascaran la herejía. Arrio se parapetaba en sus torreones de la unidad y la trascendencia divina; Atanasio lo miraba todo desde la atalaya del misterio de la Redención. «El fundamento de nuestra fe—decía—no es otro que el misterio del Verbo Encarnado para rescatar a los hombres y hacerlos hijos de Dios. Mas, ¿cómo podrá divinizarlos si él mismo no es Dios? ¿Cómo podrá comunicarles una filiación divina, aunque sea adoptiva, si él mismo no es Hijo de Dios por naturaleza?» Después, atacando de frente a su adversario, añadía: «Si el Verbo es una criatura, ¿cómo Dios, que le ha creado, no podía crear el mundo? Si el mundo ha sido creado por el Verbo, ¿por qué no habría sido creado por Dios?» Estas ideas, enriquecidas con aspectos nuevos, seguirán siendo la expresión fundamental de toda la polémica de Atanasio y de toda su teología.
El joven diácono entró triunfante en Alejandría, y tres años más tarde fue designado para suceder al viejo patriarca. La consagración se realizó entre las ovaciones delirantes del pueblo, que no se cansaba de repetir: « ¡Atanasio! ¡Atanasio! ¡ése es un buen cristiano! ¡ése es un asceta! ¡He ahí un verdadero obispo!» Tenía todas las cualidades del pastor perfecto; pero, además, Dios le había dado una inteligencia clara, una mirada vigilante sobre la tradición teológica, sobre los acontecimientos, sobre los hombres, y un temperamento indomable, templado con una exquisita corrección de modales, pero incapaz de doblegarse ante ninguna violencia. Debía ser el defensor de la ortodoxia nicena, que, amenazada ya poco después de dispersarse los trescientos Padres, no tardaría en atravesar crisis terribles. En algún momento pudo creerse que Atanasio era su único apoyo. Pero con él bastaba. Tuvo enfrente al Imperio, a la política, a la astucia, a la retórica pagana, a los Concilios, al episcopado; pero mientras este solo hombre se mantuviese en pie, las fuerzas continuarían equilibradas. Sus primeras instrucciones pastorales las encaminó a formar a su pueblo en la práctica de la fe y de la moral cristiana: «Oíd—decía en una de sus alocuciones pascuales—, oíd la trompeta sacerdotal que os llama. Vírgenes, ella os recuerda la continencia que habéis jurado; esposos, ella os impone la santidad del lecho conyugal; cristianos todos, ella lanza el grito de combate contra la carne y la sangre, de que nos habla San Pablo.»
Entre tanto, una oligarquía de obispos empezaba a conspirar en torno a Constantino. Al frente de ellos estaba Eusebio de Nicomedia, jefe del arrianismo, que había llegado a dominar el ánimo del emperador. Los príncipes que empezaban a desconfiar de la potencia del sacerdocio cristiano, se vieron naturalmente inclinados a rodearse de la minoría de obispos vencidos en Nicea, los más cortesanos, los más aduladores, los menos obispos. Era preferible proteger a los arrianos que obedecer a los católicos. Naturalmente, Atanasio debía ser el primer blanco de los odios heréticos, apoyados por los gobernadores imperiales. él lo sabía, pero había dado una orden terminante: la entrada de la Iglesia de Alejandría estaba cerrada para todos los amigos de Arrio. Eusebio de Nicomedia intercede en su favor. Es inútil. Entonces el patriarca recibe este despacho imperial: «Ya conoces mis deseos; si llego a saber que has excluído a alguien de la Iglesia, enviaré inmediatamente un comisario para que te deponga y te aleje de ahí.» Atanasio respondió altivamente «que no puede haber comunión alguna entre la Iglesia católica y una herejía que combate a Cristo». Obligado luego a presentarse en la corte, defendió su causa con tal fuerza de persuasión, que Constantino le devolvió al pueblo de Alejandría, al mismo tiempo que esta carta: «Os envío a vuestro obispo. Las malas gentes nada han podido contra él. Yo le he tratado como lo que es en realidad: un hombre de Dios.»
Por esta vez, Atanasio había vencido; pero sus adversarios no ceden. Eusebio de Nicomedia, que tiene el hilo de todas las intrigas, traza nuevos medios para perder al patriarca, sin olvidar nunca que la acusación más capaz de herir la imaginación popular y soliviantar la opinión contra un hombre no es la más verosímil, sino la más dramática y extraña. Se le acusa de errores, de crímenes, de violencias, de asesinatos. Una mano cortada es llevada de un lado a otro como pieza de convicción. Es, dicen los herejes, la mano de Arsenio, obispo de Hípsele, que ha sido muerto por Atanasio. Se abre una investigación oficial, se reúne un Concilio para juzgar al asesino, y en él se presenta el patriarca llevando de la mano al muerto, que, por desgracia para los sectarios, gozaba de buena salud. No obstante, Atanasio es condenado, degradado y desterrado (336). Y empieza sus peregrinaciones a través del Imperio. Vuelve a Egipto dos años después, al morir Constantino el Grande; pero su sino es luchar contra las tiranías, defender la fe, andar errante por la justicia. Cuatro emperadores, Constantino, Constancio, Juliano y Valente, intentan imponerle su credo; pero él resiste con tenacidad incansable. Ha calculado su fuerza, ha previsto el triunfo final, y prosigue impávido la realización de su obra, que es la fundación de la unidad en el campo del pensamiento cristiano. Hay en él un carácter nuevo, que no pertenece a los primeros tiempos del proselitismo cristiano. Imposible hallar en su vida un momento de reposo ni de flaqueza; pero no se expone inútilmente. Es un jefe que busca el triunfo de su idea más que el martirio. Conocedor de los hombres, maneja todos los resortes que le ofrece la política cristiana. Se esconde para reaparecer en el momento oportuno. Acude al poder de la elocuencia para defenderse, y ¡qué defensas las suyas! Se le acusa de estar en relaciones con Magencio, usurpador del trono y asesino de Constantino el Joven; y con este motivo escribe al emperador Constancio: « ¿Qué motivo podía inducirme a escribir a ese hombre? ¿Cómo pudiera haber empezado la carta? Tal vez en estos términos: Has hecho bien en matar al que me colmaba de honores. O bien así: Te amo porque degollaste a los que en Roma me acogieron con tanto amor.»
Constancio no supo comprender la grandeza de este lenguaje. Era en el año 356; una acción decisiva se preparaba contra Atanasio. Un Concilio de Antioquía le condena, otro de Alejandría le absuelve; nuevamente le condenan en Milán, y nuevamente le absuelven en Roma. Pero, además de sus obispos, el emperador tiene sus tribunos. Sabe que el pueblo de Alejandría se dejaría matar por él. Aquella multitud voluble y dispuesta al motín, que hoy se dejaba matar en las calles por los soldados romanos y mañana se levantaba contra un prefecto, o arrastraba por las plazas a un obispo arriano, o se ensangrentaba con la muerte de la ilustre Hipatia, jamás dudó un momento de Atanasio, jamás se cansó en su admiración, en su cariño, en su idolatría hacia el santo y sabio defensor de la fe de Nicea. Su arresto podía ser el estallido de una revolución. No obstante, cinco mil hombres rodean una noche la basílica donde el patriarca celebraba las vigilias. Entran con las espadas desnudas, los arcos tendidos y las lanzas enhiestas. Muchos fieles son heridos, otros asesinados. Atanasio, sentado en el trono episcopal, rehusa abandonar su puesto. «El pueblo y los sacerdotes—dice él mismo—me suplican que huya, y yo me niego a ello hasta ver a todos los míos en seguridad; hasta que un grupo de solitarios y de clérigos subió hasta donde yo estaba y me llevó a través de la noche.»
Esta era la cuarta proscripción. Otras veces Atanasio se había encaminado hacia Occidente: había vivido en las orillas del Rhin, en Tréveris, en Milán, en Roma. Ahora no quiso salir de Egipto. Durante seis años caminará de desierto en desierto, se ocultará en las pirámides y en las ruinas de las antiguas poblaciones, y se asociará a las falanges sagradas de los solitarios. Siempre fugitivo, siempre perseguido, podrá contar con la silenciosa e indefectible fidelidad de estos hombres, que son capaces de dejarse matar antes de traicionarle. él es también un asceta, ama aquella vida; desde su juventud, siempre que le ha sido posible; se ha internado en aquellas soledades para renovar las energías de su espíritu. Es amigo de los grandes anacoretas; Antonio, dice él mismo ingenuamente, le ha echado agua en las manos para lavarse; Pacomio le llama el padre de la fe ortodoxa y el hombre cristóforo, y al fin de su vida dirá con frecuencia a sus discípulos: «He conocido en este mundo tres cosas que han agradado a Dios y florecido en él: primero, el santo Padre Atanasio, que ha combatido por la fe ortodoxa hasta la muerte; segundo, el gran Antonio, que nos ha dejado el modelo de la vida anacorética, y tercero, esta comunidad, que sigue las huellas de estos dos Padres, bajo las órdenes de Dios.»
Agradecido a tanta fidelidad, Atanasio compartía la vida y las austeridades de sus huéspedes, les predicaba el amor de la vida interior y del estudio y les contaba las peripecias de viajes y de sus luchas en defensa de la fe, y recogía las noticias de la vida de San Antonio, que pronto transmitiría a las hojas del pergamino en una obra recibida con avidez por todo el mundo romano. Al mismo tiempo redactaba su Historia de los arrianos, sus Apologías, sus Exposiciones de la fe y otros libros polémicos, donde la profundidad teológica se junta al nerviosismo del luchador. Libros de circunstancias, redactados en la efervescencia de una lucha titánica, no hay que buscar en ellos un cuerpo de doctrina sistemáticamente dispuesto. Y, sin embargo, pocos espíritus han influido tan profundamente en la orientación y el desarrollo del dogma cristiano. Sólo un problema parece concentrar el vigor de aquella gran inteligencia, un problema central que tiene repercusiones en toda la teología: el problema del Verbo Encarnado, que Atanasio considera en todos sus aspectos, en el seno del Padre, en la obra de la creación, en la redención del género humano, en sus relaciones con el misterio de la Trinidad y en las maravillas de la Encarnación. El teólogo domina siempre sobre el moralista. Aquí y allá vemos de cuando en cuando la expresión admirable de la severidad cristiana, como él la entendía y la vivía; pero, más que nada, Atanasio fue un jefe religioso, y para el dominio, como para la resistencia, el dogma abstracto y sobrenatural es más operante que las prescripciones éticas. Es un teólogo amante de la tradición, es el eslabón de oro que une a los Padres apostólicos con los grandes doctores que descuellan después del primer Concilio ecuménico. Eslabón sólido, pues lo que ante todo obsesiona a aquel espíritu es la pureza de la fe. No le importan las filigranas lingüísticas, aunque es siempre dueño absoluto de su palabra. Su estilo, decía Focio, es claro, sobrio, preciso; pero al mismo tiempo nervioso y profundo. Es poderosa su dialéctica, prodigiosa su fecundidad. Argumenta a la manera de un maestro, con libertad, con magnificencia. Hay mucha escolástica en su lenguaje. Su elocuencia está en el acento enérgico de su inflexible voluntad, en la severa exactitud de sus expresiones. Su genio preciso e imperioso se complacía en la dialéctica de los misterios y en la gravedad inmutable de la lengua teológica. Fue un pensador más que un literato, y más todavía un luchador del pensamiento.
Sus luchas no habían terminado todavía. Por una ostentación de tolerancia, Juliano el Apóstata levantó el destierro a todos los proscritos de Constancio. Atanasio hizo su entrada en Alejandría el 21 de febrero del año 362. Fue un triunfo, de aquellos que el Imperio romano ya no conocía desde que los vencedores no subían al Capitolio. De todos los puntos de Egipto acudían las gentes para verle; la muchedumbre llenaba las orillas del Nilo; miles de barcas surcaban las aguas; focos potentes, instalados en las altas torres del Museum, iluminaban el puerto; los habitantes de la ciudad salieron en masa, ordenados según el sexo y la edad, y siguiendo los pendones de sus corporaciones. él, entre tanto, avanzaba montado en un asno. Su paso por las calles era señalado con aplausos inacabables, y tal era la veneración del pueblo, que todos querían ser tocados por su sombra, en la persuasión de que tenía virtudes milagrosas, como la de San Pedro. Quemábanse perfumes y se esparcían flores. Por la noche se iluminó la ciudad, se celebraron banquetes y hubo distribuciones de comidas en las plazas. Envidioso de esta popularidad, Juliano le excluyó de la amnistía; pero Atanasio, seguro de sus alejandrinos, no quiso hacer caso del edicto imperial, y empezó a gobernar tranquilamente su Iglesia. Reunía Concilios, predicaba, discutía y bautizaba. Los mismos paganos quedaban subyugados por la grandeza de su alma, y esto es lo que más irritó al emperador. «Por todos los dioses—escribía al prefecto de Egipto—, no sabré ningún hecho tuyo tan agradable como la expulsión de Atanasio, el miserable, que se ha atrevido, reinando yo, a bautizar mujeres griegas de rango distinguido. Proscríbele.» Temiendo que estallase una sedición, el patriarca abandonó la ciudad, diciendo a sus amigos: «No temáis; es un nublado que pasará pronto.» Una noche remontaba el Nilo, cuando oyó tras sí chasquido de remos en el agua. Era la galera de la policía imperial, que bogaba a toda prisa. «¿Habéis visto a Atanasio?»—preguntaron—. «Precisamente, río adelante camina — dijo él, fingiendo la voz—; remad fuerte.» La nave avanzó ligera. Atanasio mandó virar la suya, y de este modo escapó al peligro.
Unos meses más tarde, la muerte del apóstata en las llanuras de Mesopotamia; después, la restauración católica, con una nueva entrada triunfal; más tarde, con Valente, una nueva ofensiva del partido arriano, y como consecuencia el quinto destierro. Atanasio se oculta a las puertas de Alejandría, en el sepulcro de su padre; pero el pueblo le reclama, las manifestaciones populares toman un cariz alarmante, y es preciso ordenar que nadie inquiete al patriarca. Aquel hombre era demasiado grande para ser perseguido o protegido por el Imperio, y después de tantas luchas, después de tantas proscripciones, después de tantos peligros, según la ingenua expresión del martirologio, muere tranquilamente en su lecho. «En el carácter de Atanasio—ha dicho Bossuet—todo es grande.» Toda su vida es la revelación de una energía prodigiosa, que sólo encontramos en las épocas devisivas. Indiscutiblemente, su grandeza como hombre le coloca en la primera fila de los caracteres más admirables que ha producido el género humano. Como escritor y doctor, se le ha podido llamar el gran iluminador y columna fundamental de la Iglesia. Dios le confió la misión de defender una causa de soberana grandeza; y él mereció ser considerado como el campeón del Verbo divino. En cuanto a la grandeza de su santidad, basta recordar el comienzo del panegírico que hizo de él San Gregorio de Nacianzo: «Alabar a Atanasio, es alabar la misma virtud. ¿Acaso no celebra la virtud el que cuenta una vida que realizó todas sus virtudes?» Esa vida estuvo toda ella inflamada por una pasión: el amor al Verbo Encarnado. Ella explica la sobrenatural energía del atleta incorruptible, sus luchas y sus trabajos, sus amistades y sus cóleras, sus alegrías y sus pruebas, su prestigio entre los suyos y sus invectivas contra los obstáculos del error.
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