domingo, 16 de febrero de 2014

Homilía



Los hombres de hoy, como los de antaño, nos preguntamos, a menudo, de dónde viene el mal y por qué ser bueno y no malo.

Vemos cómo muchos especuladores sin escrúpulos triunfan en los negocios, les sonríe la vida, disfrutan de palacios, de vacaciones, de suculentos manjares, y otros con más cualidades que ellos, pero con conciencia honrada, sobreviven a duras penas en el duro mercado de la competencia.

¿Merece la pena ser bueno?

Este es el interrogante de grandes masas de la sociedad, cansadas de injusticias, atropellos a la dignidad de las personas y burlas a las autoridades, que se callan por cobardía o por intereses creados.

En teoría todos somos iguales ante la ley, pero en la práctica siempre hay tratos de favor que enturbian las relaciones sociales y provocan la rebelión y el descontentos de los trabajadores de a pie, ajenos a estos turbios tejemanejes.

Los medios de comunicación social y la investigación de los jueces están destapando miles de casos de corrupción, que no son más que la punta del iceberg de un mal generalizado entre amplios sectores sociales, sin que los responsables sean castigados, mientras los más pobres, por delitos menores, acaban con sus huesos en la cárcel.

Todo esto no es nada nuevo. La mayor parte de los libros de la Biblia describen el aparente triunfo de los malvados y también las quejas dirigidas a Dios que “permite” sus fechorías.

¿Cuántas veces hemos escuchado protestas contra Dios de personas que han sufrido graves desgracias?

¿Por qué ha muerto mi hijo, que no ha hecho mal a nadie? ¿Por qué mueren los inocentes y no los asesinos?

Estos lamentos, frutos de la depresión, tienen, al menos, un lado favorable: la fe en Dios.

¿Qué pasa con los que, sufriendo las mismas desgracias, carecen de fe y de soportes morales para afrontarlas?

Muchos caen en la desesperación, otros se dejan atrapar por las garras de la violencia y algunos terminan en suicidio.

El mal está presente en la vida humana, pero ¿a quién atribuir la responsabilidad del mismo?

La clave nos la da el Génesis Al afirmar que todo lo creado por Dios es “bueno”, y sobre la creación del hombre añade: “vio que era muy bueno” (Génesis 1, 31).

También primera lectura de hoy insiste en la misma idea: “Dios no mandó pecar al hombre” (Eclesiástico 15, 21).

El pecado y el mal no son obra suya, sino consecuencia del mal uso de la libertad del hombre.

El hombre, creado libre, puede elegir entre “el fuego y el agua”, entre lo bueno y lo malo, entre “la muerte y la vida” (Eclesiástico 15,16).

La vida de los creyentes es una constante toma de postura ante Dios y ante los demás; una opción libremente asumida, que nos hace responsables de nuestros actos.

No caben medias tintas. Tenemos que “mojarnos” de una u otra forma y no permitir que la vida pase por nuestra puerta sin habernos agarrado a ella, sin hacer nada, o esperando que otros actúen. El Apocalipsis 3, 16-17 condena esta pasividad: “Porque no eres frío ni caliente, porque eres tibio, te escupiré de mi boca”.

Todos buscamos nuestro propio bien o el de los nuestros.

El ladrón pretende amasar riquezas, el difamador busca aprovecharse del mal del prójimo, el mentiroso intenta preservar su fama, el terrorista persigue desestabilizar la sociedad para acceder al poder, y así podríamos continuar enumerando actitudes.

Quienes, después de sus actos, son conscientes del daño ocasionado, rectifican y piden perdón, merecen respeto por reconocerse pecadores.

Hay, sin embargo, otros que nunca dan el brazo a torcer y se sienten en posesión de la verdad absoluta. Sucede con los integristas de todo tipo, denunciados ya por el profeta Amós, para los cuales el “día del Señor” que aguardan será de tinieblas, no de luz.

La fe ilumina nuestra libertad y nos alerta, a la luz de Dios, a evitar decisiones equivocadas.

A pesar de todo, corremos el riesgo, por nuestra condición débil y pecadora, de hacer el mal que no queremos, y el bien que deseamos dejamos de hacerlo.

Dos fuerzas antagónicas pugnan por dominarnos: la carne, el apego a lo fácil, a los bienes de la tierra, por un lado, y el espíritu, que nos impulsa hacia Dios, por otro.

La batalla final no la gana la sabiduría humana, que sólo entiende de glorias efímeras y es incapaz de comprender la realidad de un Mesías pobre, colocado en la caravana de los perdedores, sino la de Dios, que tiene preparado un paraíso para los que le aman.

El evangelio nos adentra en cuatro temas candentes en la sociedad entonces y también en la de ahora: el insulto, el adulterio, el divorcio y el juramento.

En todos ellos Jesús marca unas pautas de comportamiento, poniendo el “ por amor” como máxima ética.

Es importante comportarse con el prójimo y afrontar los problemas que tengamos con él por amor, no cegados por el afán de venganza, sino abriéndonos al perdón.

Ello comporta respetar a todos, hombres y mujeres, en su dignidad de hijos de Dios y hermanos nuestros y ser fieles a los compromisos adquiridos, sin argumentar excusas que condicionen nuestra entrega

Las críticas demoledoras de Jesús a los letrados y fariseos por interpretar las Escrituras a su antojo y en propio beneficio, tienen un denominador común: el espíritu de la Ley, hecha para favorecer y no obstaculizar la recta convivencia

Ellos, justificando el divorcio “a la carta”, habían rebajado a las mujeres al nivel de simples objetos de usar y tirar, sin prestar atención a sus derechos y a su dignidad.

Por la misma razón, se castigaba con la lapidación a las adúlteras., mientras se protegía a los adúlteros.

Estas distintas varas de medir habían dejado fraccionada la sociedad en dos grupos: el de los poderosos, que implantaban la justicia a su arbitrio y conveniencia, y el de los pobres, cuya única misión era pagar impuestos y aguantar todo el peso de la ley sobre sus dolientes espaldas. Gloria para unos, maldición para otros.

Casi nada parece haber variado en la sociedad actual. Miremos a nuestro alrededor.

Jesús sale al paso de estos abusos y, sin entrar en casuísticas particulares, establece unas normas de vida basadas en el respeto a los valores del otro y a su buena fama.

Las heridas causadas por el insulto y la difamación deben restañarse mediante el perdón y la satisfacción de obra. De lo contrario, lo que ofrecemos en el alta no es aceptado por Dios.

El amor de los esposos, signo del amor que Dios nos tiene, merece una consideración especial cuando es trivializado y son mancillados sus fines por el adulterio o el divorcio.

¿Qué hacer en esta circunstancias?

¿Cómo dar respuesta al relativismo moral que campa a sus anchas y se mete en los mismos tuétanos de la convivencia humana?

Los que defienden el amor preconizado por Jesús son vistos como carcas, anticuados o incluso enemigos de la sociedad, del `progreso y de la libertad.

En varios países existen debates parlamentarios sobre el aborto, que están igualmente presentes en la calle, donde se confrontan el derecho total de la madre para decidir sobre el feto con los derechos del no-nacido. Si faltan rectos criterios morales, el perjudicado siempre es el feto, al que se le priva del derecho a vivir. Éste no es una “cosa” que está en el vientre de la madre, sino un ser humano.

Volvemos aquí, de nuevo, a lo planteado por el Eclesiástico sobre la vida y la muerte.

Jesús nos pide apartar de nosotros lo que nos arrastra a la muerte y adherirnos con fe e ilusión a la vida y a todo el amor que la anima y fecunda..

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