Constantinopla continuaba siempre enfrente de Alejandría; Juan de Antioquía, contra San Cirilo. La muerte de estos dos personajes hizo creer en la reconciliación definitiva. «El Oriente y Egipto quedan unidos en lo sucesivo», decía Teodoreto de Ciro, y añadía: «La envidia ha muerto y la herejía ha sido sepultada con ella.» Eran puras apariencias; cuatro años más tarde, la querella de Theotócos renacía de súbito, como la llama de un incendio mal extinguido.
El causante del mal fue un archimandrita, un abad septuagenario de la ciudad imperial, a quien trescientos monjes respetaban y obedecían; hombre austero, temperamento inflexible, cabeza estrecha y cuadrada, espíritu ayuno de toda cultura seria. Jactábase de no haber salido nunca del convento que le había recibido en su juventud. Había leído la Biblia, y ésa era toda su ciencia. Con la petulancia de los pedantes, solía decir que, siendo el libro de Dios, está en él todo lo que conviene saber. Si Nestorio tenía la hinchazón de la ciencia, de que habla San Pablo, Eutiques—asi se llamaba este archimandrita—tenía la hinchazón, todavía más terrible, de la ignorancia.
Frente a este monje fanático, aparece en la Historia la figura noble y serena de Flaviano, sacerdote de la ciudad imperial, sin ambiciones, pero también sin apocamientos. Tenía virtud y saber, pero nadie hubiera adivinado en su naturaleza, bondadosa y pacífica, que había de ser hombre de lucha. En 446 la sede patriarcal de Constantinopla está vacante. Dos candidatos son indicados para ocuparla: el archimandrita tiene el apoyo de la corte; el sacerdote triunfa por la aclamación del clero y el pueblo. Este fue el primer encuentro de Flaviano, el patriarca y de Eutiques, el heresiarca.
A pesar de su ignorancia, o tal vez a causa de ella, Eutiques era un dogmatizador empedernido. Admirador incondicional de San Cirilo, leía sus libros sin entenderlos, adoptaba sus fórmulas bastardeándolas. Cirilo había dicho que las dos naturalezas formaban un solo Cristo; Eutiques, comentándolo, decía que antes de la unión había dos naturalezas; después, una sola. Cirilo había dicho, siguiendo a San Pablo, que el primer hombre, salido de la tierra, era terrestre y el segundo, venido del Cielo, espiritual; Eutiques añadía que el cuerpo de Jesús había sido formado de una sustancia divina y eterna. Con pretexto de hacer resaltar todo lo posible la divinidad, le convertía en un ser completamente extraño a la humanidad. En consecuencia, María ya no era verdadera madre de Jesucristo; caía por tierra el misterio de la Redención y se desvanecía la realidad misma del Mesías.
El patriarca de Constantinopla se dio pronto cuenta de la gravedad del peligro. Comprendió que permitir continuar su obra al fogoso archimandrita era exponerse a ver muy luego, de un confín a otro del Imperio, inculcar una enseñanza en la que hubiese ido a pique la realidad histórica del Evangelio, comprometida frecuentemente por fantasías místicas. Sin embargo, por caridad y mansedumbre de corazón, se había limitado a suplicar al imprudente agitador que tuviese piedad de las iglesias de Dios, bastante probadas ya con las perturbaciones precedentes. A este ruego, el monje contestó orgullosamente: «No hemos condenado a Nestorio para dejar que se extienda su doctrina.» Más decidida fue la oposición que encontró Eutiques en un obispo asiático, Eusebio de Dorilea, que procedía de las filas de Cirilo. Este Eusebio, que, siendo simple laico, había interrumpido a Nestorio en un sermón, delató ahora a Eutiques como hereje en un sínodo de Constantinopla (448), pidiendo que compareciese delante de los obispos. Flaviano, que conocía la influencia del archimandrita, trató de calmarle, pero no era Eusebio hombre para retroceder ante las razones de la prudencia humana.
Cuando los delegados del concilio llegaron al monasterio, Eutiques les contestó: «Yo he entrado aquí para no salir jamás de mi santo encierro. Además, las divinas Escrituras, que estudio sin cesar, valen más que las definiciones de los Padres.» Eutiques era testarudo, necesitaba ganar tiempo, y además temía que, entre obispos avezados a todas las sutilezas teológicas, se descubriese su ignorancia. No obstante, después de dos semanas de prórroga, compareció roeado de monjes y soldados. Sus respuestas fueron contradictorias. Tan pronto hacía declaraciones de carácter ortodoxo, como se deslizaba por las pendientes del error. El debate se eternizaba, hasta que alguien pidió que el acusado aceptase explícitamente las dos naturalezas en Cristo después de la unión. «¡Eso nunca!», dijo él con calor, atrayendo sobre su cabeza la voz unánime del concilio: «Sea anatema.» Llorando y gimiendo por su pérdida, Flaviano declaró a Eutiques condenado, depuesto y excomulgado.
El monje dejó la asamblea pisando firme y lanzando altaneras miradas. Se sentía fuerte contra todos aquellos anatemas, En su monasterio, verdadera cindadela de la herejía, los trescientos monjes le recibieron como a un héroe. En la corte, el eunuco Crisafo le ofreció su apoyo incondicional. Crisafo era un antiguo esclavo, que por su aspecto noble y porte majestuoso había llegado a ser el amo del palacio y del emperador. Consideraba a Eutiques como su padre, porque era el que le había sostenido en la fuente bautismal. Flaviano, en cambio, era su enemigo. Un día, encontrándose en un corredor del palacio, le había dicho el favorito: «Es preciso que pongas el velo a esa mujer, de cualquier manera que sea.» Esa mujer era Pulquería, la hermana del emperador, cuya influencia seguía temiendo el eunuco. Flaviano salió sin decir una palabra, pero se guardó muy bien de cumplir la orden sacrilega.
Favorecido por el hombre más poderoso en la política, Eutiques logró también el apoyo del más alto prestigio de la Iglesia oirental: Dióscoro, patriarca de Alejandría. Dióscoro era el nuevo Faraón, como dijeron sus contemporáneos, el azote de Egipto, el lobo entre las ovejas. Codicioso, sus visitas episcopales eran temidas como una invasión de bárbaros. Nada podía saciar su cínica rapacidad ni su desaforada ambición. Sin tiempo para profundizar en los problemas de la teología, parecióle que Eutiques defendía la doctrina tradicional de su iglesia, y se hizo fanático del monofisismo, ganándose al mismo tiempo las simpatías del privado.
Eutiques, Crisafo y Dióscoro formaban un funiculus triplex, muy difícil de romper. Era evidente que el heresiarca caminara hacia el triunfo y el patriarca hacia la ruina. En 449 salió un decreto imperial que obligaba a los obispos orientales a reunirse en Éfeso para tratar la cuestión candente, bajo la presidencia del patriarca de Alejandría. Flaviano acudió también. Aunque preveía lo que iba a suceder, estaba tranquilo. Una carta de San León, obispo de Roma, acababa de aprobar su manera de proceder. El plan del concilio era bien claro: rehabilitar a Eutiques y deponer a Flaviano. El primer acto de la comedia transcurrió sin dificultades mayores: el archimandrita fue reintegrado a su cargo y celebrado como un confesor de la fe. Pero cuando el presidente anunció la segunda parte del programa, levantóse un alboroto general. Unos obispos se pusieron pálidos, otros quedaron paralizados de estupor, otros se opusieron abiertamente, y hubo algunos que, cayendo a los pies del tirano y abrazando sus rodillas, decían:
—No hay motivo para esto. Flaviano es inocente. Perdónale.
Insensible a los ruegos y a las lágrimas, Dióscoro se levantó furioso, y gritó:
—¡Qué! ¿Pretendéis amotinaros? Soldados, ¿dónde estáis?
A esta voz, una horda de pretorianos irrumpe en la basílica, y tras ellos entra una falange de monjes armados de palos, cadenas y lanzas. El tumulto fue horrible. Los legados del Papa se evadieron, lanzando el costradicitur sacramental. Los recalcitrantes cedieron a la coacción.
—Hacedles firmar—dijo Dióscoro a los soldados, entregándoles un pergamino.
En medio del desorden, Flaviano permanecía en pie, sereno, impasible. En esa actitud le encontró un oficial que, sin conocerle, le ofreció el papel para que firmase. Rechazólo él fríamente, y, volviéndose hacia el patriarca alejandrino, dijo solamente esta palabra:
—Apelo.
Ciego de cólera y perdiendo toda dignidad personal, Dióscoro bajó de su trono, se lanzó contra su rival, le arrojó en tierra de un golpe formidable y le pisoteó furioso. Algunos de sus partidarios imitaron su ejemplo, golpeando e injuriando al caído, y el jefe de aquellos monjes bandoleros hincó su lanza en el cuerpo del mártir. Cuando, unas horas más tarde, volvió en sí del desmayo provocado por los malos tratamientos, el santo patriarca se halló solo, en una prisión húmeda, envuelto en su propia sangre. Aquel mismo día le obligaron a salir para el destierro, pero aún no se había puesto el sol cuando él entraba en la patria verdadera.
Dos años después la justicia divina caía sobre sus asesinos. Eutiques marchaba desterrado. Dióscoro bajaba ignominiosamente de su silla, y los seiscientos Padres de Calcedonia coronaban de gloria inmortal a la víctima del Latrocinio de Éfeso.
El causante del mal fue un archimandrita, un abad septuagenario de la ciudad imperial, a quien trescientos monjes respetaban y obedecían; hombre austero, temperamento inflexible, cabeza estrecha y cuadrada, espíritu ayuno de toda cultura seria. Jactábase de no haber salido nunca del convento que le había recibido en su juventud. Había leído la Biblia, y ésa era toda su ciencia. Con la petulancia de los pedantes, solía decir que, siendo el libro de Dios, está en él todo lo que conviene saber. Si Nestorio tenía la hinchazón de la ciencia, de que habla San Pablo, Eutiques—asi se llamaba este archimandrita—tenía la hinchazón, todavía más terrible, de la ignorancia.
Frente a este monje fanático, aparece en la Historia la figura noble y serena de Flaviano, sacerdote de la ciudad imperial, sin ambiciones, pero también sin apocamientos. Tenía virtud y saber, pero nadie hubiera adivinado en su naturaleza, bondadosa y pacífica, que había de ser hombre de lucha. En 446 la sede patriarcal de Constantinopla está vacante. Dos candidatos son indicados para ocuparla: el archimandrita tiene el apoyo de la corte; el sacerdote triunfa por la aclamación del clero y el pueblo. Este fue el primer encuentro de Flaviano, el patriarca y de Eutiques, el heresiarca.
A pesar de su ignorancia, o tal vez a causa de ella, Eutiques era un dogmatizador empedernido. Admirador incondicional de San Cirilo, leía sus libros sin entenderlos, adoptaba sus fórmulas bastardeándolas. Cirilo había dicho que las dos naturalezas formaban un solo Cristo; Eutiques, comentándolo, decía que antes de la unión había dos naturalezas; después, una sola. Cirilo había dicho, siguiendo a San Pablo, que el primer hombre, salido de la tierra, era terrestre y el segundo, venido del Cielo, espiritual; Eutiques añadía que el cuerpo de Jesús había sido formado de una sustancia divina y eterna. Con pretexto de hacer resaltar todo lo posible la divinidad, le convertía en un ser completamente extraño a la humanidad. En consecuencia, María ya no era verdadera madre de Jesucristo; caía por tierra el misterio de la Redención y se desvanecía la realidad misma del Mesías.
El patriarca de Constantinopla se dio pronto cuenta de la gravedad del peligro. Comprendió que permitir continuar su obra al fogoso archimandrita era exponerse a ver muy luego, de un confín a otro del Imperio, inculcar una enseñanza en la que hubiese ido a pique la realidad histórica del Evangelio, comprometida frecuentemente por fantasías místicas. Sin embargo, por caridad y mansedumbre de corazón, se había limitado a suplicar al imprudente agitador que tuviese piedad de las iglesias de Dios, bastante probadas ya con las perturbaciones precedentes. A este ruego, el monje contestó orgullosamente: «No hemos condenado a Nestorio para dejar que se extienda su doctrina.» Más decidida fue la oposición que encontró Eutiques en un obispo asiático, Eusebio de Dorilea, que procedía de las filas de Cirilo. Este Eusebio, que, siendo simple laico, había interrumpido a Nestorio en un sermón, delató ahora a Eutiques como hereje en un sínodo de Constantinopla (448), pidiendo que compareciese delante de los obispos. Flaviano, que conocía la influencia del archimandrita, trató de calmarle, pero no era Eusebio hombre para retroceder ante las razones de la prudencia humana.
Cuando los delegados del concilio llegaron al monasterio, Eutiques les contestó: «Yo he entrado aquí para no salir jamás de mi santo encierro. Además, las divinas Escrituras, que estudio sin cesar, valen más que las definiciones de los Padres.» Eutiques era testarudo, necesitaba ganar tiempo, y además temía que, entre obispos avezados a todas las sutilezas teológicas, se descubriese su ignorancia. No obstante, después de dos semanas de prórroga, compareció roeado de monjes y soldados. Sus respuestas fueron contradictorias. Tan pronto hacía declaraciones de carácter ortodoxo, como se deslizaba por las pendientes del error. El debate se eternizaba, hasta que alguien pidió que el acusado aceptase explícitamente las dos naturalezas en Cristo después de la unión. «¡Eso nunca!», dijo él con calor, atrayendo sobre su cabeza la voz unánime del concilio: «Sea anatema.» Llorando y gimiendo por su pérdida, Flaviano declaró a Eutiques condenado, depuesto y excomulgado.
El monje dejó la asamblea pisando firme y lanzando altaneras miradas. Se sentía fuerte contra todos aquellos anatemas, En su monasterio, verdadera cindadela de la herejía, los trescientos monjes le recibieron como a un héroe. En la corte, el eunuco Crisafo le ofreció su apoyo incondicional. Crisafo era un antiguo esclavo, que por su aspecto noble y porte majestuoso había llegado a ser el amo del palacio y del emperador. Consideraba a Eutiques como su padre, porque era el que le había sostenido en la fuente bautismal. Flaviano, en cambio, era su enemigo. Un día, encontrándose en un corredor del palacio, le había dicho el favorito: «Es preciso que pongas el velo a esa mujer, de cualquier manera que sea.» Esa mujer era Pulquería, la hermana del emperador, cuya influencia seguía temiendo el eunuco. Flaviano salió sin decir una palabra, pero se guardó muy bien de cumplir la orden sacrilega.
Favorecido por el hombre más poderoso en la política, Eutiques logró también el apoyo del más alto prestigio de la Iglesia oirental: Dióscoro, patriarca de Alejandría. Dióscoro era el nuevo Faraón, como dijeron sus contemporáneos, el azote de Egipto, el lobo entre las ovejas. Codicioso, sus visitas episcopales eran temidas como una invasión de bárbaros. Nada podía saciar su cínica rapacidad ni su desaforada ambición. Sin tiempo para profundizar en los problemas de la teología, parecióle que Eutiques defendía la doctrina tradicional de su iglesia, y se hizo fanático del monofisismo, ganándose al mismo tiempo las simpatías del privado.
Eutiques, Crisafo y Dióscoro formaban un funiculus triplex, muy difícil de romper. Era evidente que el heresiarca caminara hacia el triunfo y el patriarca hacia la ruina. En 449 salió un decreto imperial que obligaba a los obispos orientales a reunirse en Éfeso para tratar la cuestión candente, bajo la presidencia del patriarca de Alejandría. Flaviano acudió también. Aunque preveía lo que iba a suceder, estaba tranquilo. Una carta de San León, obispo de Roma, acababa de aprobar su manera de proceder. El plan del concilio era bien claro: rehabilitar a Eutiques y deponer a Flaviano. El primer acto de la comedia transcurrió sin dificultades mayores: el archimandrita fue reintegrado a su cargo y celebrado como un confesor de la fe. Pero cuando el presidente anunció la segunda parte del programa, levantóse un alboroto general. Unos obispos se pusieron pálidos, otros quedaron paralizados de estupor, otros se opusieron abiertamente, y hubo algunos que, cayendo a los pies del tirano y abrazando sus rodillas, decían:
—No hay motivo para esto. Flaviano es inocente. Perdónale.
Insensible a los ruegos y a las lágrimas, Dióscoro se levantó furioso, y gritó:
—¡Qué! ¿Pretendéis amotinaros? Soldados, ¿dónde estáis?
A esta voz, una horda de pretorianos irrumpe en la basílica, y tras ellos entra una falange de monjes armados de palos, cadenas y lanzas. El tumulto fue horrible. Los legados del Papa se evadieron, lanzando el costradicitur sacramental. Los recalcitrantes cedieron a la coacción.
—Hacedles firmar—dijo Dióscoro a los soldados, entregándoles un pergamino.
En medio del desorden, Flaviano permanecía en pie, sereno, impasible. En esa actitud le encontró un oficial que, sin conocerle, le ofreció el papel para que firmase. Rechazólo él fríamente, y, volviéndose hacia el patriarca alejandrino, dijo solamente esta palabra:
—Apelo.
Ciego de cólera y perdiendo toda dignidad personal, Dióscoro bajó de su trono, se lanzó contra su rival, le arrojó en tierra de un golpe formidable y le pisoteó furioso. Algunos de sus partidarios imitaron su ejemplo, golpeando e injuriando al caído, y el jefe de aquellos monjes bandoleros hincó su lanza en el cuerpo del mártir. Cuando, unas horas más tarde, volvió en sí del desmayo provocado por los malos tratamientos, el santo patriarca se halló solo, en una prisión húmeda, envuelto en su propia sangre. Aquel mismo día le obligaron a salir para el destierro, pero aún no se había puesto el sol cuando él entraba en la patria verdadera.
Dos años después la justicia divina caía sobre sus asesinos. Eutiques marchaba desterrado. Dióscoro bajaba ignominiosamente de su silla, y los seiscientos Padres de Calcedonia coronaban de gloria inmortal a la víctima del Latrocinio de Éfeso.
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