Las fuertes pisadas de los bárbaros recorrían ya todas las vías del Imperio. La capital del orbe, sobre cuyo cautiverio lloró San Jerónimo lágrimas de sangre cuando la tomó Alarico (410), había sufrido otro terrible saqueo de los alanos y de su rey Genserico (455), llamado por la misma Eudoxia, esposa del emperador Máximo. Ahora, acaba de ser depuesto Rómulo Augústulo, verdadero diminutivo de los augustos césares, por el rey de los hérulos, Odoacro (476). Los pueblos germanos se derramaban en aluvión por Italia, las Galias, Hispania y Africa. Godos, visigodos y ostrogodos, vándalos, suevos, sajones, alanos, imponían su paganismo o su arrianismo, mientras el Oriente se enredaba en la herejía cutiquiana. ¡Qué solo iba quedando el Vicario de Cristo, San Simplicio (468~83), sucesor de San León Magno, el gran papa que, al dejarlo pasar humildemente, contuvo al "azote de Dios"...
Cruel es la labor del arado que levanta y vuelca la tierra, pero ella orea los gérmenes fecundos que al fuego del sol florecerán espléndidamente. Así, de esta tierra imperial desbaratada, arada por las lanzas de pueblos jóvenes, brotaría con renovado vigor la fuerza oculta de las antiguas razas. Santa Clotilde convertiría a Clodoveo y al pueblo franco; Leandro e Isidoro se harían dueños del alma visigoda; San Patricio ganaría a Irlanda; San Gregorio el Grande, por medio de San Agustín, evangelizaría a los anglosajones... Y para ser los precursores de la Edad Media, la de las catedrales góticas, la de las abadías insuperables, focos del Espíritu Santo, nacieron en Italia, cerca de la Umbría, en esa "frígida Nursia" que canta Virgilio (Eneida, 1.8 v.715) y de un mismo tallo: Benito y Escolástica.
Se dice que sus padres fueron Eutropio y Abundancia y es seguro que pertenecían a la aristocracia de aquel país montaraz, de costumbres austeras, símbolo de la fortaleza romana, que aun bajo el paganismo había dado varones como Vespasiano, el emperador, y Sertorio, el héroe de la libertad. Si por el fruto se conoce el árbol, grande debió ser el temple puro y el cristianismo de los padres que dieron el ser y la educación a tales hijos. Del varoncito, Benedictus, dijo el gran San Gregorio, su biógrafo, que fue "bendito por la gracia y por el nombre"; de su hermana sabemos, por la misma fuente, que fue dedicada al Señor desde su infancia.
¿Quién influyó en quién? Benito, descendiente de los antiguos sabinos que tuvieron en jaque a los romanos, maduró su carácter cuando todavía era niño. Sin duda, dominó a su hermana, que miraría con admiración al joven, prematuramente grave, llamado a ser padre y director de almas. La ternura, la delicadeza que revela la regla benedictina, la atribuyen, sin embargo, sus comentaristas a la dulce y temprana influencia de su hermanita y condiscípula, Escolástica, en el alma del futuro patriarca.
Como en jardín de infancia, vivieron y se espigaron juntos en la finca paterna, una de esas "villas" romanas, mezcla de corte y cortijo, esbozo familiar de futuros monasterios. Según la moda del día, velaba sobre ellos Cirila, una nodriza griega, que les enseñó a balbucear la lengua helénica. ¡Qué contraste con ese doble sello de Roma y Grecia —toda la cultura antigua impresa en sus primeros años—, no haría esa invasión de los ostrogodos, que en 493 entregaría de nuevo la urbe por excelencia a las tropas de Teodorico!
Con todo, se decidió que Benito iría a Roma ya adolescente, para perfeccionarse en los estudios liberales. ¡Qué dura la separación para estos gemelos, unidos antes de nacer! Escolástica, consagrada a Dios desde su infancia, llevaba, quizá, el velo de las vírgenes; ¡cuánto oraría por el joven estudiante preso de esa Roma fascinadora que, pese a todos los saqueos y a las divisiones del cisma, seguía señoreando al mundo por su arte, por su lujo, por sus escuelas!
Sujeto también a grandes peligros, en ambiente difícil, exclamaba otro hermano de la que esto escribe, héroe de la religión y de la patria: "Nos han imbuido tanto tradicionalismo y catolicismo, que no puedo faltar a lo que tengo dentro. Donde quiera que esté, llevo, como el caracol mi casa a cuestas". Fue el caso de Benito, amparado por su educación y por el incienso de las oraciones de Escolástica, qué cruzó ileso la edad de las pasiones y cuando podía ingresar en un mundo de corrupción, decidió despreciarlo
Tendría cerca de veinte años, que es cuando se coronaban los estudios. Empapado de romanidad y de jurisprudencia, dueño de un lenguaje firme y sobrio, que la gracia castigaría aún más, pues con razón se ha escrito que "el decir conciso es don del Espíritu Santo", Benito se dispuso a imitar a los eremitas del Oriente, que San Atanasio primero, San Jerónimo después, habían dado a conocer a Roma. Buscando una sabiduría más alta que la de los retóricos, acordó dejar sus libros, su familia y su patrimonio, prueba de que su padre había muerto y de que era dueño de sí.
Los santos no llegan de repente al despojo absoluto. Es enternecedor, para nuestra flaqueza, el ver que Benito, desprendido por la distancia del amor fraterno, aún sé dejó escoltar por su "chacha" griega, en el éxodo que le apartaba de Roma y siguiendo la vía Tiburtina le llevaba hacia las montañas sabinas para fijar su tienda en la aldea de Eufide, al amparo de una montaña y de la iglesia de San Pedro. ¿Cómo iba a prescindir él de sus cuidados maternales, tan necesarios para dedicarse, olvidado de sí, a la oración y al apostolado? ¡La quería tanto! Como que lloró con ella cuando la pobre mujer, consternada, vino a mostrarle los dos pedazos en que se partió el cedazo de barro para cernir el trigo que le había prestado una vecina. Benito se puso en oración hasta que los dos trozos se juntaron y floreció el milagro. "¡Es un santo, es un santo!" clamó la vecindad electrizada al enterarse del hecho, merced al entusiasmo de esta nueva samaritana. Y Benito, que huyó siempre de ser canonizado en vida, comprendió el peligro de la vanidad y del cariño, lo urgente que era romper con este último lazo de filial ternura que, aún le ligaba al mundo.
¡Oh qué dramática debió ser la llegada de Cirila a Nursia, refiriendo entre sollozos a Escolástica virgen, y tal vez a su madre viuda, cómo se le había fugado, sin despedirse siquiera, el hijo de su alma! Hacia dónde, Señor, ¡sólo Dios lo sabia! Seguramente hacia una soledad abrupta, donde, lejos de los hombres, trataría a solas con Él.
Los años pasaron. Moriría Abundancia. Escolástica, en su orfandad, se uniría a otras vírgenes compartiendo su vida de oración, de recogimiento y de trabajo. No olvidaba al desaparecido, ni desfallecía, más tenaz que el tiempo, su esperanza.
Nada supo de sus tres años de soledad y penitencia extrema, vestido de la túnica que le impuso el monje Román, en la gruta asperísima de Subiaco, en lucha consigo mismo y con ese tentador que persigue los anacoretas. Ni de que un día le descubrieron los monjes de Vicovaro Y le obligaron a regir su multitud indisciplinada. ¡Cómo hubiera sufrido sabiendo que su hermano estaba en manos de falsos hijos, capaces de servirle una copa envenenada! ¡Y cómo hubiera gozado viéndole huir de nuevo a la soledad y acoger en ella a los hijos de bendición que venían a pedirle normas de vida, en tal número, que hubo de construir doce pequeños monasterios en las márgenes del lago formado por el Anio.
La luz no estaba ya bajo el celemín. Nobles patricios confiaban sus hijos, Mauro y Plácido, al abad de Subiaco; bajo su cayado, trabajaban romanos y godos y habitaban juntos el león y el cordero. Su fama voló hasta Roma, llegó a la Nursia. El padre Benito no podía ser otro que aquel santo joven que huyó de Eufide, dejando una estela milagrosa. Las lágrimas que arranca la noticia del hermano recuperado y que parecía para siempre desaparecido, debieron rodar por las mejillas de Escolástica.
Hubo, sin embargo (la persecución escolta a los santos), un clérigo envidioso, Florencio, capaz de enviar también al santo abad un pan envenenado y un coro de bailarinas que invadiera su recinto santo. Benito había aprendido la lección evangélica de no resistir. Por amor de sus hijos, a los que dejó en buenas manos, desamparó con un grupito fiel la gruta de sus amores y, como otro Moisés camino del Sinal, se dirigió a lo largo de los Abruzos hacia el mediodía, llegó a la fértil Campania y encontró su pedestal soñado, siguiendo la vía latina de Roma a Nápoles. Era el monte Casino, magnífica altura, vestida de bosques y aislada, como palco presidencial, en el gran anfiteatro que forman las cadenas desprendidas de los Apeninos.
Allí, con más de cuarenta y cinco años, el varón de Dios, en la plenitud de su doctrina espiritual, escribió la ley de la vida monástica, ese código inmortal de su santa regla. A poca distancia del gran cenobio, que iba surgiendo como una ciudad fortificada, tuvo la dicha de recobrar en Dios lo que por Él había dejado. Escolástica, madre de vírgenes, volvió a ser la discípula de sus años maduros. No aparecía, se ocultaba; podía decir como el Bautista: "Conviene que Él crezca y que yo disminuya". El santo patriarca, "Ileno del espíritu de todos los justos", florecía como la palma y se multiplicaba como el cedro del Libano. Sus palabras, sus obras, sus milagros, esparcían el buen olor de Cristo sobre el mundo bárbaro. El era el tronco del árbol de vida, cuyas ramas se extenderían sobre Europa para cobijar a innumerables pájaros del cielo. Escondida a su sombra, con raíz vivificante, como manantial oculto que corre por las venas de la tierra, Escolástica, aún más hija del espíritu que de la letra, daba a la religión naciente esa oración virginal, esa santidad acrisolada, esa inmolación fecunda llamada a reproducirse en las exquisitas flores del árbol benedictino: Hildegarda, Matilde, Gertrudis...
Hay que pasar bruscamente del primero al último acto para comprender lo que fue la unión tan humana y divina entre aquel a quien ella llamaba frater y aquella a quien él, respondía soror.
Una vez al año (no es mucho conceder al espíritu y a la sangre), nos cuenta San Gregorio con sencillez evangélica, que se encontraban ambos en una posesión, no muy distante, de Montecasino. Aquel año, ya en el umbral de la senectud, acompañaban al padre abad varios de sus hijos, a Escolástica no le faltaría su compañera. ¡Oh, cuán bueno habitar los hermanos en uno! En el gozo de aquella reunión alternaron divinas alabanzas y santos coloquios, que se acendraron en la intimidad de la refección, al caer las sombras de la noche. Era quizá la hora de completas, cuando canta el coro monástico el Te lucis ante terminum, pero en el calor de la conversación, se había hecho tarde y Escolástica creyó poder rogar:
—Te suplico que esta noche no me dejes, a fin de que, toda ella, la dediquemos a la conversación sobre los goces celestiales.
—¿Qué dices, oh hermana? ¿Pasar yo una noche fuera del monasterio? ¡Cierto que no puedo hacerlo!
Y al conjuro de la observancia, el Santo miraba la serenidad del cielo y se disponía a marchar. Escolástica, que conocía su firmeza, optó por dirigirse a la suprema Autoridad. Decía su santa regla: "Tengamos entendido que el ser oídos no consiste en muchas palabras, sino en la pureza de corazón y en compunción de lágrimas" (c.20). Sus manos cruzadas para suplicar cayeron sobre la mesa y, apoyando la frente entre sus, palmas, comenzó a llorar en la divina presencia.
Benito la miraba sobrecogido, dispuesto a no ceder, cuando ella alzó la cabeza y un trueno retumbó en el firmamento, Corrían las lágrimas por el rostro de Escolástica y un aluvión de agua se derrumbaba desde el cielo, repentinamente encapotado.
—El Dios omnipotente te perdone, oh hermana. ¿Qué has hecho?
Ella respondió:
—He aquí que te he rogado y no has querido oírme; he rogado a mi Dios y me ha oído —y añadió, con una gracia triunfal, plenamente femenina—: Sal ahora, si puedes, déjame y vuelve al monasterio.
Y, pese a su contrariedad, se vió precisado el Santo a pasar toda la noche en vela, fuera de su claustro, satisfaciendo la sed de su hermana con santos coloquios.
Al día siguiente se despidieron los dos hermanos, regresando a sus monasterios. Sólo tres días habían pasado cuando, orando San Benito junto a la ventana de su celda, víó el alma de su hermana que en forma de blanquísima paloma "salía de su cuerpo y, hendiendo el aire, se perdía entre los celajes del cielo". Lleno de gozo, a vista de tanta gloria, cantó su acción de gracias y llamando a sus hijos les comunicó el vuelo de Escolástica, suplicándoles fueran inmediatamente en busca de su cuerpo para trasladarle al sepulcro que para sí tenía preparado.
Hace catorce siglos que las reliquias de ambos hermanos, fundidas en el seno de la tierra madre, germinan incesantemente en frutos de santidad. Porque "todo lo que nace de Dios vence al mundo", sobrevive San Benito, en su monasterio y en su Orden, a todas las injurias de los tiempos. La vida oculta de Santa Escolástica tiene el valor de un símbolo. Ella encarna el poder de la oración contemplativa, "razón de ser de nuestros claustros", la que, en alas de un corazón virginal, lleno de fe, arrebata a los cielos su gracia y la derrama a torrentes sobre esta tierra estéril, pero rica en potencia, que con el sudor de su frente labran los apóstoles y que fue prometida a los patriarcas...
Cruel es la labor del arado que levanta y vuelca la tierra, pero ella orea los gérmenes fecundos que al fuego del sol florecerán espléndidamente. Así, de esta tierra imperial desbaratada, arada por las lanzas de pueblos jóvenes, brotaría con renovado vigor la fuerza oculta de las antiguas razas. Santa Clotilde convertiría a Clodoveo y al pueblo franco; Leandro e Isidoro se harían dueños del alma visigoda; San Patricio ganaría a Irlanda; San Gregorio el Grande, por medio de San Agustín, evangelizaría a los anglosajones... Y para ser los precursores de la Edad Media, la de las catedrales góticas, la de las abadías insuperables, focos del Espíritu Santo, nacieron en Italia, cerca de la Umbría, en esa "frígida Nursia" que canta Virgilio (Eneida, 1.8 v.715) y de un mismo tallo: Benito y Escolástica.
Se dice que sus padres fueron Eutropio y Abundancia y es seguro que pertenecían a la aristocracia de aquel país montaraz, de costumbres austeras, símbolo de la fortaleza romana, que aun bajo el paganismo había dado varones como Vespasiano, el emperador, y Sertorio, el héroe de la libertad. Si por el fruto se conoce el árbol, grande debió ser el temple puro y el cristianismo de los padres que dieron el ser y la educación a tales hijos. Del varoncito, Benedictus, dijo el gran San Gregorio, su biógrafo, que fue "bendito por la gracia y por el nombre"; de su hermana sabemos, por la misma fuente, que fue dedicada al Señor desde su infancia.
¿Quién influyó en quién? Benito, descendiente de los antiguos sabinos que tuvieron en jaque a los romanos, maduró su carácter cuando todavía era niño. Sin duda, dominó a su hermana, que miraría con admiración al joven, prematuramente grave, llamado a ser padre y director de almas. La ternura, la delicadeza que revela la regla benedictina, la atribuyen, sin embargo, sus comentaristas a la dulce y temprana influencia de su hermanita y condiscípula, Escolástica, en el alma del futuro patriarca.
Como en jardín de infancia, vivieron y se espigaron juntos en la finca paterna, una de esas "villas" romanas, mezcla de corte y cortijo, esbozo familiar de futuros monasterios. Según la moda del día, velaba sobre ellos Cirila, una nodriza griega, que les enseñó a balbucear la lengua helénica. ¡Qué contraste con ese doble sello de Roma y Grecia —toda la cultura antigua impresa en sus primeros años—, no haría esa invasión de los ostrogodos, que en 493 entregaría de nuevo la urbe por excelencia a las tropas de Teodorico!
Con todo, se decidió que Benito iría a Roma ya adolescente, para perfeccionarse en los estudios liberales. ¡Qué dura la separación para estos gemelos, unidos antes de nacer! Escolástica, consagrada a Dios desde su infancia, llevaba, quizá, el velo de las vírgenes; ¡cuánto oraría por el joven estudiante preso de esa Roma fascinadora que, pese a todos los saqueos y a las divisiones del cisma, seguía señoreando al mundo por su arte, por su lujo, por sus escuelas!
Sujeto también a grandes peligros, en ambiente difícil, exclamaba otro hermano de la que esto escribe, héroe de la religión y de la patria: "Nos han imbuido tanto tradicionalismo y catolicismo, que no puedo faltar a lo que tengo dentro. Donde quiera que esté, llevo, como el caracol mi casa a cuestas". Fue el caso de Benito, amparado por su educación y por el incienso de las oraciones de Escolástica, qué cruzó ileso la edad de las pasiones y cuando podía ingresar en un mundo de corrupción, decidió despreciarlo
Tendría cerca de veinte años, que es cuando se coronaban los estudios. Empapado de romanidad y de jurisprudencia, dueño de un lenguaje firme y sobrio, que la gracia castigaría aún más, pues con razón se ha escrito que "el decir conciso es don del Espíritu Santo", Benito se dispuso a imitar a los eremitas del Oriente, que San Atanasio primero, San Jerónimo después, habían dado a conocer a Roma. Buscando una sabiduría más alta que la de los retóricos, acordó dejar sus libros, su familia y su patrimonio, prueba de que su padre había muerto y de que era dueño de sí.
Los santos no llegan de repente al despojo absoluto. Es enternecedor, para nuestra flaqueza, el ver que Benito, desprendido por la distancia del amor fraterno, aún sé dejó escoltar por su "chacha" griega, en el éxodo que le apartaba de Roma y siguiendo la vía Tiburtina le llevaba hacia las montañas sabinas para fijar su tienda en la aldea de Eufide, al amparo de una montaña y de la iglesia de San Pedro. ¿Cómo iba a prescindir él de sus cuidados maternales, tan necesarios para dedicarse, olvidado de sí, a la oración y al apostolado? ¡La quería tanto! Como que lloró con ella cuando la pobre mujer, consternada, vino a mostrarle los dos pedazos en que se partió el cedazo de barro para cernir el trigo que le había prestado una vecina. Benito se puso en oración hasta que los dos trozos se juntaron y floreció el milagro. "¡Es un santo, es un santo!" clamó la vecindad electrizada al enterarse del hecho, merced al entusiasmo de esta nueva samaritana. Y Benito, que huyó siempre de ser canonizado en vida, comprendió el peligro de la vanidad y del cariño, lo urgente que era romper con este último lazo de filial ternura que, aún le ligaba al mundo.
¡Oh qué dramática debió ser la llegada de Cirila a Nursia, refiriendo entre sollozos a Escolástica virgen, y tal vez a su madre viuda, cómo se le había fugado, sin despedirse siquiera, el hijo de su alma! Hacia dónde, Señor, ¡sólo Dios lo sabia! Seguramente hacia una soledad abrupta, donde, lejos de los hombres, trataría a solas con Él.
Los años pasaron. Moriría Abundancia. Escolástica, en su orfandad, se uniría a otras vírgenes compartiendo su vida de oración, de recogimiento y de trabajo. No olvidaba al desaparecido, ni desfallecía, más tenaz que el tiempo, su esperanza.
Nada supo de sus tres años de soledad y penitencia extrema, vestido de la túnica que le impuso el monje Román, en la gruta asperísima de Subiaco, en lucha consigo mismo y con ese tentador que persigue los anacoretas. Ni de que un día le descubrieron los monjes de Vicovaro Y le obligaron a regir su multitud indisciplinada. ¡Cómo hubiera sufrido sabiendo que su hermano estaba en manos de falsos hijos, capaces de servirle una copa envenenada! ¡Y cómo hubiera gozado viéndole huir de nuevo a la soledad y acoger en ella a los hijos de bendición que venían a pedirle normas de vida, en tal número, que hubo de construir doce pequeños monasterios en las márgenes del lago formado por el Anio.
La luz no estaba ya bajo el celemín. Nobles patricios confiaban sus hijos, Mauro y Plácido, al abad de Subiaco; bajo su cayado, trabajaban romanos y godos y habitaban juntos el león y el cordero. Su fama voló hasta Roma, llegó a la Nursia. El padre Benito no podía ser otro que aquel santo joven que huyó de Eufide, dejando una estela milagrosa. Las lágrimas que arranca la noticia del hermano recuperado y que parecía para siempre desaparecido, debieron rodar por las mejillas de Escolástica.
Hubo, sin embargo (la persecución escolta a los santos), un clérigo envidioso, Florencio, capaz de enviar también al santo abad un pan envenenado y un coro de bailarinas que invadiera su recinto santo. Benito había aprendido la lección evangélica de no resistir. Por amor de sus hijos, a los que dejó en buenas manos, desamparó con un grupito fiel la gruta de sus amores y, como otro Moisés camino del Sinal, se dirigió a lo largo de los Abruzos hacia el mediodía, llegó a la fértil Campania y encontró su pedestal soñado, siguiendo la vía latina de Roma a Nápoles. Era el monte Casino, magnífica altura, vestida de bosques y aislada, como palco presidencial, en el gran anfiteatro que forman las cadenas desprendidas de los Apeninos.
Allí, con más de cuarenta y cinco años, el varón de Dios, en la plenitud de su doctrina espiritual, escribió la ley de la vida monástica, ese código inmortal de su santa regla. A poca distancia del gran cenobio, que iba surgiendo como una ciudad fortificada, tuvo la dicha de recobrar en Dios lo que por Él había dejado. Escolástica, madre de vírgenes, volvió a ser la discípula de sus años maduros. No aparecía, se ocultaba; podía decir como el Bautista: "Conviene que Él crezca y que yo disminuya". El santo patriarca, "Ileno del espíritu de todos los justos", florecía como la palma y se multiplicaba como el cedro del Libano. Sus palabras, sus obras, sus milagros, esparcían el buen olor de Cristo sobre el mundo bárbaro. El era el tronco del árbol de vida, cuyas ramas se extenderían sobre Europa para cobijar a innumerables pájaros del cielo. Escondida a su sombra, con raíz vivificante, como manantial oculto que corre por las venas de la tierra, Escolástica, aún más hija del espíritu que de la letra, daba a la religión naciente esa oración virginal, esa santidad acrisolada, esa inmolación fecunda llamada a reproducirse en las exquisitas flores del árbol benedictino: Hildegarda, Matilde, Gertrudis...
Hay que pasar bruscamente del primero al último acto para comprender lo que fue la unión tan humana y divina entre aquel a quien ella llamaba frater y aquella a quien él, respondía soror.
Una vez al año (no es mucho conceder al espíritu y a la sangre), nos cuenta San Gregorio con sencillez evangélica, que se encontraban ambos en una posesión, no muy distante, de Montecasino. Aquel año, ya en el umbral de la senectud, acompañaban al padre abad varios de sus hijos, a Escolástica no le faltaría su compañera. ¡Oh, cuán bueno habitar los hermanos en uno! En el gozo de aquella reunión alternaron divinas alabanzas y santos coloquios, que se acendraron en la intimidad de la refección, al caer las sombras de la noche. Era quizá la hora de completas, cuando canta el coro monástico el Te lucis ante terminum, pero en el calor de la conversación, se había hecho tarde y Escolástica creyó poder rogar:
—Te suplico que esta noche no me dejes, a fin de que, toda ella, la dediquemos a la conversación sobre los goces celestiales.
—¿Qué dices, oh hermana? ¿Pasar yo una noche fuera del monasterio? ¡Cierto que no puedo hacerlo!
Y al conjuro de la observancia, el Santo miraba la serenidad del cielo y se disponía a marchar. Escolástica, que conocía su firmeza, optó por dirigirse a la suprema Autoridad. Decía su santa regla: "Tengamos entendido que el ser oídos no consiste en muchas palabras, sino en la pureza de corazón y en compunción de lágrimas" (c.20). Sus manos cruzadas para suplicar cayeron sobre la mesa y, apoyando la frente entre sus, palmas, comenzó a llorar en la divina presencia.
Benito la miraba sobrecogido, dispuesto a no ceder, cuando ella alzó la cabeza y un trueno retumbó en el firmamento, Corrían las lágrimas por el rostro de Escolástica y un aluvión de agua se derrumbaba desde el cielo, repentinamente encapotado.
—El Dios omnipotente te perdone, oh hermana. ¿Qué has hecho?
Ella respondió:
—He aquí que te he rogado y no has querido oírme; he rogado a mi Dios y me ha oído —y añadió, con una gracia triunfal, plenamente femenina—: Sal ahora, si puedes, déjame y vuelve al monasterio.
Y, pese a su contrariedad, se vió precisado el Santo a pasar toda la noche en vela, fuera de su claustro, satisfaciendo la sed de su hermana con santos coloquios.
Al día siguiente se despidieron los dos hermanos, regresando a sus monasterios. Sólo tres días habían pasado cuando, orando San Benito junto a la ventana de su celda, víó el alma de su hermana que en forma de blanquísima paloma "salía de su cuerpo y, hendiendo el aire, se perdía entre los celajes del cielo". Lleno de gozo, a vista de tanta gloria, cantó su acción de gracias y llamando a sus hijos les comunicó el vuelo de Escolástica, suplicándoles fueran inmediatamente en busca de su cuerpo para trasladarle al sepulcro que para sí tenía preparado.
Hace catorce siglos que las reliquias de ambos hermanos, fundidas en el seno de la tierra madre, germinan incesantemente en frutos de santidad. Porque "todo lo que nace de Dios vence al mundo", sobrevive San Benito, en su monasterio y en su Orden, a todas las injurias de los tiempos. La vida oculta de Santa Escolástica tiene el valor de un símbolo. Ella encarna el poder de la oración contemplativa, "razón de ser de nuestros claustros", la que, en alas de un corazón virginal, lleno de fe, arrebata a los cielos su gracia y la derrama a torrentes sobre esta tierra estéril, pero rica en potencia, que con el sudor de su frente labran los apóstoles y que fue prometida a los patriarcas...
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