Recorría los caminos con la alforja al hombro, mendigaba el pan, se sentaba para comerlo a la orilla de una fuente, aparecía en las romerías, y, sentado sobre su capa, escuchaba al predicador con las lágrimas en los ojos. Siempre alegre, parecía el retrato de la felicidad. Muchas veces se mezclaba con los demás mendigos en los pórticos de las iglesias y bajo los soportales de las plazas. Y hablaba tan bellamente, que los demás le rodeaban ávidos de recoger su doctrina. Exhortaba, consolaba, reprendía y curaba los vicios del alma y las congojas del corazón. Cuando ensalzaba las alegrías de la pobreza, su rostro se iluminaba, llameaban sus palabras, y todo su ser quedaba transformado. Era aquél un mendigo extraño: la vida más miserable se juntaba en él con un aire noble y majestuoso. Cuando extendía la mano para recibir una moneda de cobre, era imposible no sospechar bajo el sayo raído y mugriento al hombre de alcurnia. Unos le llamaban loco; otros, un noble arruinado, y los que mejor le conocían no dudaban en llamarle santo.
Él se llamaba Jerónimo Emiliano, nombre que reunía un pasado de gloria y de grandeza. Los Emiliani tenían su palacio de bronce y mármoles en la ciudad de Venecia, cerca de la plaza de San Marcos. Allí había nacido este mendigo, allí había crecido, y allí había conocido los días de la ambición y del placer. Fue un aristócrata del Renacimiento, un digno contemporáneo de César Borgia, amigo de fiestas, duelista, jugador y jaranero. Sirvió a la República en los Consejos y la defendió en los campos de batalla. A los quince años era soldado; a los veinticinco vestía la hopalanda de seda propia de los senadores. Ardiente en los juegos de amor, impetuoso en las luchas guerreras, espléndido en las diversiones y en los banquetes, derrochaba la vida en aventuras juveniles. Amaba apasionadamente su espada, acariciaba su caballo blanco, perfumaba su cabellera, leía los versos del Petrarca y los cuentos de Boccaccio, cuidaba del cinturón y el ferreruelo, y buscaba la gloria con delirio. De repente, un vuelco completo en aquella existencia mundana. Deshecho en llanto, solía él mismo contar aquella conversión prodigiosa, y para recuerdo de las generaciones futuras, la mandó representar en el lienzo por los mejores artistas de su patria. Fue la guerra entre la república veneciana y Luis XII de Francia. Jerónimo Emiliani, que tenía entonces veintiocho años, pagó generosamente con su dinero y con su sangre. Sitiado en la plaza de Castelnuovo con un puñado de valientes, opuso una resistencia heróica a las baterías enemigas. Los víveres faltaban, se cuarteaban los muros, y el gobernador, desesperado de salvar la ciudad, abandonó su puesto a favor de la noche. Emiliani se pone entonces al frente de la guarnición, hasta que la fortaleza queda convertida en un montón de ruinas. Cayó preso, fue recluído en un oscuro calabozo, y en el silencio de la reclusión empezó a meditar por vez primera en el gran problema de la salvación de su alma. Y una tarde, cuando menos se le esperaba, apareció en Treviso, llevando sus cadenas y las llaves de su prisión, y allí, delante del altar de la Madre de Dios, confiesa sus pecados y cuenta una historia emosionante: la noche anterior, su calabozo se había iluminado, una mujer de belleza maravillosa había aparecido delante de él, había quebrantado sus hierros y había abierto las puertas.
Desde entonces el patricio quedó transformado en pordiosero. La república le ofreció dignidades y tendencias en recompensa de su valor, pero la ambición había muerto en él. Dejó los ferreruelos de seda, las cadenas de oro y los birretes adornados de pluma de faisán; se despidió también, y éste fue su mayor sacrificio, de la espada que había heredado de sus mayores; y un día se le vio atravesar las calles de Venecia míseramente vestido, rodeado de la turba bulliciosa de los muchachos y perseguido por las burlas de sus antiguos compañeros. Iba de iglesia en iglesia y de hospital en hospital; entraba en las casas de los pobres para dejar la limosna y el consuelo, y volvía a la suya acompañado de rapazuelos que no tenían padre, ni madre, ni maestro, ni hogar. Cada día encontraba nuevos grupos de huérfanos para aumentar su grey del día anterior. Jerónimo se hizo el padre, la madre y el maestro de todos ellos. Los alimentaba, los instruía, los vestía y los preparaba para la vida enseñándoles un oficio y desarrollando las habilidades de cada uno. Jerónimo Emiliano fue un precursor de San Juan Bosco. Los dos tenían la misma paciencia, la misma abnegación, el mismo amor incansable a la infancia. A la fundación de Venecia siguieron otras en todo el norte de Italia. El fundador iba de ciudad en ciudad mendigando por las casas y predicando a sus compañeros de viaje; de Venecia a Bérgamo, a Brescia, a Como, a Somasca. En Somasca estableció la casa central, y allí pasó los últimos años de su vida, paseando sonriente entre el batallón algarero de los niños a quienes enseñaba a leer y a rezar. El joven impetuoso, arrogante y pendenciero de antaño, era ahora un maestro de benigna mirada y de cara bondadosa, iluminada por la oración y consumida por la penitencia.
Él se llamaba Jerónimo Emiliano, nombre que reunía un pasado de gloria y de grandeza. Los Emiliani tenían su palacio de bronce y mármoles en la ciudad de Venecia, cerca de la plaza de San Marcos. Allí había nacido este mendigo, allí había crecido, y allí había conocido los días de la ambición y del placer. Fue un aristócrata del Renacimiento, un digno contemporáneo de César Borgia, amigo de fiestas, duelista, jugador y jaranero. Sirvió a la República en los Consejos y la defendió en los campos de batalla. A los quince años era soldado; a los veinticinco vestía la hopalanda de seda propia de los senadores. Ardiente en los juegos de amor, impetuoso en las luchas guerreras, espléndido en las diversiones y en los banquetes, derrochaba la vida en aventuras juveniles. Amaba apasionadamente su espada, acariciaba su caballo blanco, perfumaba su cabellera, leía los versos del Petrarca y los cuentos de Boccaccio, cuidaba del cinturón y el ferreruelo, y buscaba la gloria con delirio. De repente, un vuelco completo en aquella existencia mundana. Deshecho en llanto, solía él mismo contar aquella conversión prodigiosa, y para recuerdo de las generaciones futuras, la mandó representar en el lienzo por los mejores artistas de su patria. Fue la guerra entre la república veneciana y Luis XII de Francia. Jerónimo Emiliani, que tenía entonces veintiocho años, pagó generosamente con su dinero y con su sangre. Sitiado en la plaza de Castelnuovo con un puñado de valientes, opuso una resistencia heróica a las baterías enemigas. Los víveres faltaban, se cuarteaban los muros, y el gobernador, desesperado de salvar la ciudad, abandonó su puesto a favor de la noche. Emiliani se pone entonces al frente de la guarnición, hasta que la fortaleza queda convertida en un montón de ruinas. Cayó preso, fue recluído en un oscuro calabozo, y en el silencio de la reclusión empezó a meditar por vez primera en el gran problema de la salvación de su alma. Y una tarde, cuando menos se le esperaba, apareció en Treviso, llevando sus cadenas y las llaves de su prisión, y allí, delante del altar de la Madre de Dios, confiesa sus pecados y cuenta una historia emosionante: la noche anterior, su calabozo se había iluminado, una mujer de belleza maravillosa había aparecido delante de él, había quebrantado sus hierros y había abierto las puertas.
Desde entonces el patricio quedó transformado en pordiosero. La república le ofreció dignidades y tendencias en recompensa de su valor, pero la ambición había muerto en él. Dejó los ferreruelos de seda, las cadenas de oro y los birretes adornados de pluma de faisán; se despidió también, y éste fue su mayor sacrificio, de la espada que había heredado de sus mayores; y un día se le vio atravesar las calles de Venecia míseramente vestido, rodeado de la turba bulliciosa de los muchachos y perseguido por las burlas de sus antiguos compañeros. Iba de iglesia en iglesia y de hospital en hospital; entraba en las casas de los pobres para dejar la limosna y el consuelo, y volvía a la suya acompañado de rapazuelos que no tenían padre, ni madre, ni maestro, ni hogar. Cada día encontraba nuevos grupos de huérfanos para aumentar su grey del día anterior. Jerónimo se hizo el padre, la madre y el maestro de todos ellos. Los alimentaba, los instruía, los vestía y los preparaba para la vida enseñándoles un oficio y desarrollando las habilidades de cada uno. Jerónimo Emiliano fue un precursor de San Juan Bosco. Los dos tenían la misma paciencia, la misma abnegación, el mismo amor incansable a la infancia. A la fundación de Venecia siguieron otras en todo el norte de Italia. El fundador iba de ciudad en ciudad mendigando por las casas y predicando a sus compañeros de viaje; de Venecia a Bérgamo, a Brescia, a Como, a Somasca. En Somasca estableció la casa central, y allí pasó los últimos años de su vida, paseando sonriente entre el batallón algarero de los niños a quienes enseñaba a leer y a rezar. El joven impetuoso, arrogante y pendenciero de antaño, era ahora un maestro de benigna mirada y de cara bondadosa, iluminada por la oración y consumida por la penitencia.
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