Figura amable y admirable, cuyo perfume flota todavía en el ambiente. Sor Teresita, como se decía cuando éramos pequeños, nació en Alençon, la ciudad de los duques, como la llaman los franceses. Era una niña de cuatro años cuando ya se podía adivinar, bajo sus apariencias endebles y melancólicas, una de esas almas que no saben mirar atrás. Su madre nos habla en una carta de su obstinación casi invencible. «Cuando ella dice no, nada puede hacerle ceder. Se la encerraría un día entero en el sótano, sin conseguir un sí, y allí pasaría la noche.» Ella misma nos dice que tenía muy desarrollado el amor propio.
—Teresita—le dijo un día su madre—, si besas el suelo te doy una perra. —No, mamá—respondió ella—; me quedaré sin la perra, pero no beso el suelo.
Era, ciertamente, caprichosa e imperiosa, pero desde la más tierna edad aprendió a conocerse y dominarse. «Con una naturaleza como la mía—decía más tarde—, si no hubiera sido educada por padres virtuosos, habría llegado a ser muy mala, y tal vez a perderme eternamente.»
A través de la naturaleza, la vida se presentó a su espíritu infantil llena de encantos. Sus primeros años se doran con las sonrisas de los jardines y las gracias de las praderas. Más tarde nos reveló aquellas primeras sensaciones con estas hermosas palabras: «Aún siento los goces profundos y poéticos que nacían en mi corazón a la vista de los campos de trigo esmaltados de amapolas, de azulinos y margaritas. Ya entonces amaba yo las lejanías, el espacio, los grandes árboles; en una palabra, toda la bella naturaleza arrebataba y transportaba mi alma a los Cielos.» Afectuosa, tierna, soñadora hasta el llanto, conocía esa exaltación imprecisa y soberana de la cual han sido poseídos todos los verdaderos amantes de la naturaleza. De un día de lluvia y de tormenta, en que se paseaba por las afueras de la ciudad, escribía: «Ya la hierba y las grandes margaritas, más altas que yo, centelleaban de piedras preciosas.» Su padre iba con frecuencia a pescar, llevando consigo a su reinecita, como él decía; pero mientras el pescador sostenía la caña sin cansarse, la niña enmudecía envuelta en el ensueño, «escuchando los ruidos lejanos y el murmullo del viento, y recogiendo las notas indecisas de la música militar que llegaba de la ciudad, y que envolvían su alma en un velo de melancolía.»
Aún no había cumplido cinco años, cuando la muerte de su madre vino a ensombrecer el cuadro risueño de su infancia. No se acuerda de haber llorado mucho, pero todo cuanto vio entonces la impresionó vivamente. Un momento se encontró «sola delante del ataúd, puesto en pie en el corredor.» Mirólo de arriba abajo, levantando la cabeza para ver mejor. «Jamás había visto ataúdes, pero me di cuenta de lo que significaban. Parecíame muy grande.» Muy grande le pareció también la muerte a través de toda su vida, pero nunca tuvo miedo de ella. Sin embargo, desde este momento se abre un nuevo período en su existencia. Su carácter cambia por completo. De expansiva y vivaracha, se hizo tímida y sensible hasta el exceso. Una mirada bastaba para hacerla llorar. Huía de personas extrañas y no encontraba contento más que en la intimidad de la familia. Esto la hizo sufrir mucho en el trato con sus compañeras de colegio, aunque, afortunadamente, dice ella, al llegar a los catorce años volvió a recobrar su alegría infantil. Los misterios de la vida interior empezaban a abrirse a los ojos de su espíritu. «Recuerdo—dice—que la palabra Cielo fue la primera que, supe leer sola.» Un día el Cielo claro de la campiña se cubrió de nubes, la tormenta estalló, y Teresa vio caer un rayo en un campo cercano. «Lejos de aterrarme, aquello me encantó; parecíame que el buen Dios estaba más cerca de mí.» Después de comer, salía de paseo con su padre, y a la vuelta siempre entraban en alguna iglesia. Una tarde, cuando ya la familia se había trasladado a vivir a Lisieux, entraron en la capilla del Carmen.
—Mira, dulce reinecita—dijo el anciano—; detrás de esa reja las santas religiosas rezan sin cesar al buen Dios.
Esta frase hizo nacer en la niña el ideal de una vida consagrada enteramente a Dios. Algo más tarde, tres de sus hermanas se encerraban, una tras otra, detrás de aquella reja. Ella no quiso ser menos. Tenía la ambición de lo mejor. Un día, su hermana Leonila vino a su encuentro con una muñeca y un canastillo de bagatelas.
—Elegid—dijo a sus hermanas.
Celina, una de ellas, tomó un ovillo de alambres. Teresa, después de un momento de reflexión, se apoderó de la muñeca y el canastillo, diciendo:
—Yo lo elijo todo.
Recordando esta anécdota, decía más tarde:
—Sí, Dios mío; yo lo elijo todo; yo no quiero ser santa a medias.
La idea de entrar en el Carmen de Lisieux se hizo en ella una obsesión. Pero era demasiado joven, y una grave enfermedad vino a poner otro estorbo delante de ella. Era un mal extraño. Deliraba con frecuencia, lanzaba gritos horrorosos, por todas partes veía precipicios y apariciones terroríficas. Un día, en los trances de la muerte, dirigió su mirada a una estatua de la Virgen que había en su habitación. Súbitamente la estatua se animó, «tomando una expresión tan bella, que jamás se podría encarecer aquella belleza divina. Su rostro respiraba una dulzura, una bondad, una ternura inefables; pero lo que me llegó hasta el fondo del alma fue su arrobadora sonrisa». Desde este momento desapareció su mal, y nuevamente comenzó a pensar en el convento, pero todo el mundo le daba la misma respuesta:
—Eres demasiado joven.
Tenía catorce años, pero catorce años llenos y floridos. Conservamos un retrato de esta época. Era realmente hermosa. Todos los testigos insisten sobre la dignidad y la gracia de su andar. Su frente combada, la boca algo grande, el mentón fuerte, pero los trazos eran finos, la nariz recta y bien dibujada. Tenía una cabellera espléndida, cuyo oro brillante hacía más profunda la mirada de sus ojos garzos y grandes. La niña se había transformado en una mujercita, cuyos encantos levantaban un murmullo admirativo. En el transcurso de su viaje a Italia se vio cortejada por un joven, y no fue insensible a este homenaje. Siempre verídica, dijo más tarde a este respecto: «Fue preciso que yo me marchara, porque no hubiera tenido ánimo para resistir largo tiempo.» Tierna y ardiente, no desdeñaba el cariño humano, antes bien, le buscaba con avidez, cuando era santo. Estando en el colegio, una muchacha por quien sentía viva amistad, se retiró repentinamente de ella. «Yo lo sentí mucho—dice Teresa—; pero no mendigué más una afección tan inconstante. Sin embargo, el buen Dios me ha dado un corazón tan fiel, que cuando ama, ama para siempre; y así yo continúo rogando por aquella compañera, y la quiero todavía.» Tal vez por eso una de las cosas que más sentía era la inconstancia humana en los sentimientos de amistad. Nos confiesa que en este punto ella no sacó más que amarguras, lo cual le parecía providencial, y de ello daba gracias a Dios. «Con un corazón como el mío, yo me hubiera dejado prender y cortar las alas.»
Su viaje a Roma en 1887, en compañía de una caravana de peregrinos, tenía como objeto conseguir del Pontífice su pronta entrada en el Carmelo. Vio a León XIII, pero en compañía de los peregrinos. Éstos debían desfilar delante del Padre Santo y besarle la mano, pero de ningún modo hablarle. Cuando le llegó la vez a Teresa, se arrodilló llena de angustia a los pies del Papa, los ojos bañados de lágrimas, y haciendo un supremo esfuerzo, imploró:
—Santísimo Padre, tengo que pediros una gracia muy grande.
«Entonces—dice ella—el Pontífice inclinó su cabeza hasta mí, tocando casi su rostro con el mío. Hubiérase dicho que sus negros y profundos ojos querían penetrar hasta lo más íntimo de mi alma.» León XIII habló a la niña cariñosamente; pero en lo que se refiere al asunto que a Teresa más le interesaba, sus palabras más explícitas fueron éstas:
—Vamos, vamos... Entrarás, si lo quiere el buen Dios.
Teresa quiso insistir; pero dos guardias nobles la cogieron por los brazos y fue preciso continuar las solicitudes en Francia. El obstáculo era siempre su corta edad, aunque tal vez se pensaba, sin decirlo, en la sensibilidad exquisita de aquella que, estando en el colegio, recogía llorando, en las mañanas de invierno, los pajarillos muertos de frío, y los enterraba piadosamente.
Sus deseos se vieron, finalmente, cumplidos el 9 de abril de 1888. Aquel día dio el último adiós al jardín de la casa paterna y al vasto mundo, que le había parecido tan bello entre los esplendores de las tierras italianas. Delante del cielo de Italia, había dicho: «Cuando, encerrada en el Carmelo, no pueda ver más que un trocito de cielo, me acordaré del día de hoy.» No es que empezase una nueva vida. Toda la vida de Teresa nos sorprende por su unidad. Lisa, recta, es la obra maestra de una voluntad que corresponde a la gracia sin titubeos. Pero ahora la va a vivir con más intensidad. Era la vida cotidiana de un convento carmelitano llevada con amor y con valor, sin estridencias ni actitudes excepcionales; una pequeña vida ordinaria, como decía la joven novicia. Ahora podía repetirse lo que había dicho una maestra suya aludiendo a su estancia en el colegio: «No hizo ninguna cosa extraordinaria, pero todo lo hizo extraordinariamente bien.»
Lo extraordinario se escondía dentro de su alma, era su amor. «Ahora—escribía—no tengo más que un deseo: amar a Jesús hasta la locura.» Este amor producía en ella un grande amor al prójimo, dándole a entender que su vida debía ser un sacrificio continuo por la salvación de las almas. Rezaba y ofrecía sus dolores por los misioneros, y no podía leer, sin conmoverse, la vida del bienaventurado Teófanes Vénard, que acababa de morir martirizado en el Tonquín. «Le amo—decía—, porque es un pequeño santo, lleno de sencillez, que amaba a la Virgen y quería mucho a su familia, y vivía en un amoroso abandono en las manos de Dios.» Y añadía: «Se lee en la vida de ciertos santos que eran graves y austeros, aun en las horas de recreo. Estos me atraen menos que Teófanes Vénard, el cual aparecía siempre más alegre.»
Amaba la alegría y la derramaba en torno suyo, pero su alma era un buen brasero que crepitaba y despedía llamas dolorosas. La enfermedad la minaba y atormentaba; Dios la probaba con la tortura terrible de las arideces continuas, y sus hermanas con los alfilerazos de la incomprensión, muy duros para un alma exquisita como la suya. «¡Ah! —exclamaba—, nadie piensa en las almas sino para herirlas. Muchas son enfermas, otras débiles, todas pacientes. ¡Qué ternura debiéramos guardar para ellas!» Su priora tratábala con particular dureza. «No podía encontrarla—dice Teresa—sin ser objeto de algún reproche.» Así, un día en que Teresa iba, por orden de su maestra, a arrancar hierba del jardín, díjola en tono desabrido: «Esta niña no hace absolutamente nada. Todos los días hay que mandarla de paseo.» Poco antes de morir, Teresa podía decirle estas palabras: «Madre mía, mucho os agradezco el no haberme guardado jamás ningún miramiento.» Y sonreía amablemente. Todo lo que sabemos de sus relaciones con las compañeras es de la misma calidad, reflejo de un dominio heroico de sí misma. Como San Bernardo, pudiera haber dicho que su mayor penitencia era la vida común.
Así pasó sus diez años de clausura, siguiendo la regla con estricta puntualidad, aunque con tal suavidad y discreción, que hasta después de su muerte las Hermanas no se dieron cuenta de que habían vivido con una santa. Pero su alma de fuego se consumía bajo aquellas apariencias de regularidad y dulzura. El amor debilitaba su organismo, menos fuerte que su voluntad. El Viernes Santo de 1897, después de haber prolongado la oración hasta medianoche, se acostó muy fatigada. Al poco rato sintió subir una oleada de su pecho y hervir en su garganta. Por mortificación, no encendió la bujía, pero al día siguiente observó que su pañuelo estaba lleno de sangre, muy alegre al considerar que aquello era «el dulce y lejano murmullo de la llegada de Cristo». «Ya nada me impide volar—decía entonces—, porque no tengo otro deseo que amar, hasta morir de amor.» Por aquellos días empezó a hablar también de la lluvia de rosas que haría caer sobre la tierra después de su muerte. Hablaba con una abundancia maravillosa, como si al acercarse el cumplimiento de su misión se la libertase del silencio por una sobrenatural consigna.
Al llegar los días de otoño sintió que se acababan sus fuerzas. No podía dormir. La enfermera solía encontrarla con las manos juntas y los ojos clavados en el Cielo.
—¿Qué haces así?
—le preguntaba.
—Conversar con Jesús—respondía ella.
—¿Y qué le dices?
—No le digo nada; le amo.
—¿No tienes temor de condenarte?
—Los niños pequeños no se condenan.
Su agonía se prolongaba días enteros. «No voy a saber morir nunca—decía ella en medio de los más terribles sufrimientos—. No creí que fuese posible sufrir tanto, pero no me arrepiento de haberme entregado al amor.» De repente, un grito de amor, el último:
—¡Oh, yo le amo!.... ¡Yo os amo, Dios mío!
En este momento se sintió un rumor de alas. Una tortolina venía del jardín y se posaba en el borde de la ventana, desgranando su líquido arrullo. La cabeza de Teresa, que parecía inclinada para siempre, se irguió. Su tez se puso fresca y rosada; sus ojos parecían mirar con arrobamiento una cosa lejana. Después se cerraron para siempre. Era el día 30 de septiembre.
La lluvia de rosas empezó inmediatamente. La pequeña vida, desgranada en el silencio del claustro, fue la admiración de todo el mundo. Las maravillas se multiplicaron y se dio comienzo a las peregrinaciones. Los hombres recogieron con amor todos los recuerdos y reliquias de la santa, y entre ellos sus escritos. Sin darse cuenta, había escrito cosas muy bellas. Es cierto que no tienen gran valor literario sus poesías, ni tampoco se puede dar importancia a algunas pinturas que dejó. Ella tampoco se la daba. En cambio, su prosa, la Historia de un alma, tiene un sello profundamente personal. Es una bella prosa, amplia, armoniosa, vibrante, de una fluida elegancia. Es su mismo ser espontáneo y natural como el agua que mana de la fuente.
—Teresita—le dijo un día su madre—, si besas el suelo te doy una perra. —No, mamá—respondió ella—; me quedaré sin la perra, pero no beso el suelo.
Era, ciertamente, caprichosa e imperiosa, pero desde la más tierna edad aprendió a conocerse y dominarse. «Con una naturaleza como la mía—decía más tarde—, si no hubiera sido educada por padres virtuosos, habría llegado a ser muy mala, y tal vez a perderme eternamente.»
A través de la naturaleza, la vida se presentó a su espíritu infantil llena de encantos. Sus primeros años se doran con las sonrisas de los jardines y las gracias de las praderas. Más tarde nos reveló aquellas primeras sensaciones con estas hermosas palabras: «Aún siento los goces profundos y poéticos que nacían en mi corazón a la vista de los campos de trigo esmaltados de amapolas, de azulinos y margaritas. Ya entonces amaba yo las lejanías, el espacio, los grandes árboles; en una palabra, toda la bella naturaleza arrebataba y transportaba mi alma a los Cielos.» Afectuosa, tierna, soñadora hasta el llanto, conocía esa exaltación imprecisa y soberana de la cual han sido poseídos todos los verdaderos amantes de la naturaleza. De un día de lluvia y de tormenta, en que se paseaba por las afueras de la ciudad, escribía: «Ya la hierba y las grandes margaritas, más altas que yo, centelleaban de piedras preciosas.» Su padre iba con frecuencia a pescar, llevando consigo a su reinecita, como él decía; pero mientras el pescador sostenía la caña sin cansarse, la niña enmudecía envuelta en el ensueño, «escuchando los ruidos lejanos y el murmullo del viento, y recogiendo las notas indecisas de la música militar que llegaba de la ciudad, y que envolvían su alma en un velo de melancolía.»
Aún no había cumplido cinco años, cuando la muerte de su madre vino a ensombrecer el cuadro risueño de su infancia. No se acuerda de haber llorado mucho, pero todo cuanto vio entonces la impresionó vivamente. Un momento se encontró «sola delante del ataúd, puesto en pie en el corredor.» Mirólo de arriba abajo, levantando la cabeza para ver mejor. «Jamás había visto ataúdes, pero me di cuenta de lo que significaban. Parecíame muy grande.» Muy grande le pareció también la muerte a través de toda su vida, pero nunca tuvo miedo de ella. Sin embargo, desde este momento se abre un nuevo período en su existencia. Su carácter cambia por completo. De expansiva y vivaracha, se hizo tímida y sensible hasta el exceso. Una mirada bastaba para hacerla llorar. Huía de personas extrañas y no encontraba contento más que en la intimidad de la familia. Esto la hizo sufrir mucho en el trato con sus compañeras de colegio, aunque, afortunadamente, dice ella, al llegar a los catorce años volvió a recobrar su alegría infantil. Los misterios de la vida interior empezaban a abrirse a los ojos de su espíritu. «Recuerdo—dice—que la palabra Cielo fue la primera que, supe leer sola.» Un día el Cielo claro de la campiña se cubrió de nubes, la tormenta estalló, y Teresa vio caer un rayo en un campo cercano. «Lejos de aterrarme, aquello me encantó; parecíame que el buen Dios estaba más cerca de mí.» Después de comer, salía de paseo con su padre, y a la vuelta siempre entraban en alguna iglesia. Una tarde, cuando ya la familia se había trasladado a vivir a Lisieux, entraron en la capilla del Carmen.
—Mira, dulce reinecita—dijo el anciano—; detrás de esa reja las santas religiosas rezan sin cesar al buen Dios.
Esta frase hizo nacer en la niña el ideal de una vida consagrada enteramente a Dios. Algo más tarde, tres de sus hermanas se encerraban, una tras otra, detrás de aquella reja. Ella no quiso ser menos. Tenía la ambición de lo mejor. Un día, su hermana Leonila vino a su encuentro con una muñeca y un canastillo de bagatelas.
—Elegid—dijo a sus hermanas.
Celina, una de ellas, tomó un ovillo de alambres. Teresa, después de un momento de reflexión, se apoderó de la muñeca y el canastillo, diciendo:
—Yo lo elijo todo.
Recordando esta anécdota, decía más tarde:
—Sí, Dios mío; yo lo elijo todo; yo no quiero ser santa a medias.
La idea de entrar en el Carmen de Lisieux se hizo en ella una obsesión. Pero era demasiado joven, y una grave enfermedad vino a poner otro estorbo delante de ella. Era un mal extraño. Deliraba con frecuencia, lanzaba gritos horrorosos, por todas partes veía precipicios y apariciones terroríficas. Un día, en los trances de la muerte, dirigió su mirada a una estatua de la Virgen que había en su habitación. Súbitamente la estatua se animó, «tomando una expresión tan bella, que jamás se podría encarecer aquella belleza divina. Su rostro respiraba una dulzura, una bondad, una ternura inefables; pero lo que me llegó hasta el fondo del alma fue su arrobadora sonrisa». Desde este momento desapareció su mal, y nuevamente comenzó a pensar en el convento, pero todo el mundo le daba la misma respuesta:
—Eres demasiado joven.
Tenía catorce años, pero catorce años llenos y floridos. Conservamos un retrato de esta época. Era realmente hermosa. Todos los testigos insisten sobre la dignidad y la gracia de su andar. Su frente combada, la boca algo grande, el mentón fuerte, pero los trazos eran finos, la nariz recta y bien dibujada. Tenía una cabellera espléndida, cuyo oro brillante hacía más profunda la mirada de sus ojos garzos y grandes. La niña se había transformado en una mujercita, cuyos encantos levantaban un murmullo admirativo. En el transcurso de su viaje a Italia se vio cortejada por un joven, y no fue insensible a este homenaje. Siempre verídica, dijo más tarde a este respecto: «Fue preciso que yo me marchara, porque no hubiera tenido ánimo para resistir largo tiempo.» Tierna y ardiente, no desdeñaba el cariño humano, antes bien, le buscaba con avidez, cuando era santo. Estando en el colegio, una muchacha por quien sentía viva amistad, se retiró repentinamente de ella. «Yo lo sentí mucho—dice Teresa—; pero no mendigué más una afección tan inconstante. Sin embargo, el buen Dios me ha dado un corazón tan fiel, que cuando ama, ama para siempre; y así yo continúo rogando por aquella compañera, y la quiero todavía.» Tal vez por eso una de las cosas que más sentía era la inconstancia humana en los sentimientos de amistad. Nos confiesa que en este punto ella no sacó más que amarguras, lo cual le parecía providencial, y de ello daba gracias a Dios. «Con un corazón como el mío, yo me hubiera dejado prender y cortar las alas.»
Su viaje a Roma en 1887, en compañía de una caravana de peregrinos, tenía como objeto conseguir del Pontífice su pronta entrada en el Carmelo. Vio a León XIII, pero en compañía de los peregrinos. Éstos debían desfilar delante del Padre Santo y besarle la mano, pero de ningún modo hablarle. Cuando le llegó la vez a Teresa, se arrodilló llena de angustia a los pies del Papa, los ojos bañados de lágrimas, y haciendo un supremo esfuerzo, imploró:
—Santísimo Padre, tengo que pediros una gracia muy grande.
«Entonces—dice ella—el Pontífice inclinó su cabeza hasta mí, tocando casi su rostro con el mío. Hubiérase dicho que sus negros y profundos ojos querían penetrar hasta lo más íntimo de mi alma.» León XIII habló a la niña cariñosamente; pero en lo que se refiere al asunto que a Teresa más le interesaba, sus palabras más explícitas fueron éstas:
—Vamos, vamos... Entrarás, si lo quiere el buen Dios.
Teresa quiso insistir; pero dos guardias nobles la cogieron por los brazos y fue preciso continuar las solicitudes en Francia. El obstáculo era siempre su corta edad, aunque tal vez se pensaba, sin decirlo, en la sensibilidad exquisita de aquella que, estando en el colegio, recogía llorando, en las mañanas de invierno, los pajarillos muertos de frío, y los enterraba piadosamente.
Sus deseos se vieron, finalmente, cumplidos el 9 de abril de 1888. Aquel día dio el último adiós al jardín de la casa paterna y al vasto mundo, que le había parecido tan bello entre los esplendores de las tierras italianas. Delante del cielo de Italia, había dicho: «Cuando, encerrada en el Carmelo, no pueda ver más que un trocito de cielo, me acordaré del día de hoy.» No es que empezase una nueva vida. Toda la vida de Teresa nos sorprende por su unidad. Lisa, recta, es la obra maestra de una voluntad que corresponde a la gracia sin titubeos. Pero ahora la va a vivir con más intensidad. Era la vida cotidiana de un convento carmelitano llevada con amor y con valor, sin estridencias ni actitudes excepcionales; una pequeña vida ordinaria, como decía la joven novicia. Ahora podía repetirse lo que había dicho una maestra suya aludiendo a su estancia en el colegio: «No hizo ninguna cosa extraordinaria, pero todo lo hizo extraordinariamente bien.»
Lo extraordinario se escondía dentro de su alma, era su amor. «Ahora—escribía—no tengo más que un deseo: amar a Jesús hasta la locura.» Este amor producía en ella un grande amor al prójimo, dándole a entender que su vida debía ser un sacrificio continuo por la salvación de las almas. Rezaba y ofrecía sus dolores por los misioneros, y no podía leer, sin conmoverse, la vida del bienaventurado Teófanes Vénard, que acababa de morir martirizado en el Tonquín. «Le amo—decía—, porque es un pequeño santo, lleno de sencillez, que amaba a la Virgen y quería mucho a su familia, y vivía en un amoroso abandono en las manos de Dios.» Y añadía: «Se lee en la vida de ciertos santos que eran graves y austeros, aun en las horas de recreo. Estos me atraen menos que Teófanes Vénard, el cual aparecía siempre más alegre.»
Amaba la alegría y la derramaba en torno suyo, pero su alma era un buen brasero que crepitaba y despedía llamas dolorosas. La enfermedad la minaba y atormentaba; Dios la probaba con la tortura terrible de las arideces continuas, y sus hermanas con los alfilerazos de la incomprensión, muy duros para un alma exquisita como la suya. «¡Ah! —exclamaba—, nadie piensa en las almas sino para herirlas. Muchas son enfermas, otras débiles, todas pacientes. ¡Qué ternura debiéramos guardar para ellas!» Su priora tratábala con particular dureza. «No podía encontrarla—dice Teresa—sin ser objeto de algún reproche.» Así, un día en que Teresa iba, por orden de su maestra, a arrancar hierba del jardín, díjola en tono desabrido: «Esta niña no hace absolutamente nada. Todos los días hay que mandarla de paseo.» Poco antes de morir, Teresa podía decirle estas palabras: «Madre mía, mucho os agradezco el no haberme guardado jamás ningún miramiento.» Y sonreía amablemente. Todo lo que sabemos de sus relaciones con las compañeras es de la misma calidad, reflejo de un dominio heroico de sí misma. Como San Bernardo, pudiera haber dicho que su mayor penitencia era la vida común.
Así pasó sus diez años de clausura, siguiendo la regla con estricta puntualidad, aunque con tal suavidad y discreción, que hasta después de su muerte las Hermanas no se dieron cuenta de que habían vivido con una santa. Pero su alma de fuego se consumía bajo aquellas apariencias de regularidad y dulzura. El amor debilitaba su organismo, menos fuerte que su voluntad. El Viernes Santo de 1897, después de haber prolongado la oración hasta medianoche, se acostó muy fatigada. Al poco rato sintió subir una oleada de su pecho y hervir en su garganta. Por mortificación, no encendió la bujía, pero al día siguiente observó que su pañuelo estaba lleno de sangre, muy alegre al considerar que aquello era «el dulce y lejano murmullo de la llegada de Cristo». «Ya nada me impide volar—decía entonces—, porque no tengo otro deseo que amar, hasta morir de amor.» Por aquellos días empezó a hablar también de la lluvia de rosas que haría caer sobre la tierra después de su muerte. Hablaba con una abundancia maravillosa, como si al acercarse el cumplimiento de su misión se la libertase del silencio por una sobrenatural consigna.
Al llegar los días de otoño sintió que se acababan sus fuerzas. No podía dormir. La enfermera solía encontrarla con las manos juntas y los ojos clavados en el Cielo.
—¿Qué haces así?
—le preguntaba.
—Conversar con Jesús—respondía ella.
—¿Y qué le dices?
—No le digo nada; le amo.
—¿No tienes temor de condenarte?
—Los niños pequeños no se condenan.
Su agonía se prolongaba días enteros. «No voy a saber morir nunca—decía ella en medio de los más terribles sufrimientos—. No creí que fuese posible sufrir tanto, pero no me arrepiento de haberme entregado al amor.» De repente, un grito de amor, el último:
—¡Oh, yo le amo!.... ¡Yo os amo, Dios mío!
En este momento se sintió un rumor de alas. Una tortolina venía del jardín y se posaba en el borde de la ventana, desgranando su líquido arrullo. La cabeza de Teresa, que parecía inclinada para siempre, se irguió. Su tez se puso fresca y rosada; sus ojos parecían mirar con arrobamiento una cosa lejana. Después se cerraron para siempre. Era el día 30 de septiembre.
La lluvia de rosas empezó inmediatamente. La pequeña vida, desgranada en el silencio del claustro, fue la admiración de todo el mundo. Las maravillas se multiplicaron y se dio comienzo a las peregrinaciones. Los hombres recogieron con amor todos los recuerdos y reliquias de la santa, y entre ellos sus escritos. Sin darse cuenta, había escrito cosas muy bellas. Es cierto que no tienen gran valor literario sus poesías, ni tampoco se puede dar importancia a algunas pinturas que dejó. Ella tampoco se la daba. En cambio, su prosa, la Historia de un alma, tiene un sello profundamente personal. Es una bella prosa, amplia, armoniosa, vibrante, de una fluida elegancia. Es su mismo ser espontáneo y natural como el agua que mana de la fuente.
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