Uno de los momentos más emocionantes de la historia de España es aquel en que el espíritu cristiano se agita en convulsiones heroicas, a punto de ser sofocado por la absorción creciente del islamismo. Los doctores de Córdoba, Eulogio y Álvaro sobre todo, han despertado entre sus correligionarios el entusiasmo por lo antiguo y lo tradicional. Es una generosa tendencia tradicionalista, un noble ardimiento orientado hacia la resurrección de las antiguas glorias, lo mismo literarias que religiosas; una magnífica exaltación en defensa del pasado contra la invasión y el dominio de un mundo de ideas exóticas importado por los invasores. En esta actitud no había intenciones violentas ni revolucionarias, pero su misma valentía debía traer necesariamente, primero, la suspicacia de los emires, y luego, la persecución declarada. La persecución estalló en 851, bajo el gobierno de Abderramán II. Fue Córdoba la que dio entonces el mayor número de mártires; pero no faltaron tampoco ilustres confesores de la fe en las regiones más apartadas de la capital.
Tales fueron las dos vírgenes Nunila y Alodia, «bellas rosas—dice Eulogio—que florecieron entre las espinas», cuyo aroma perdura hasta nuestros días en las montañas de Huesca. Habían nacido en el seno de una familia poderosa, en un pueblo cercano al Pirineo. Su madre era cristiana y su padre musulmán. Hijas de un matrimonio mixto, estaban condenadas por la ley a seguir la secta de Mahoma. Debían ser musulmanas, si no querían perder la vida; pero su madre las educó tan cristianamente, que no sólo se decidieron a ser cristianas, sino también vírgenes de Cristo. Su padre, que era un hombre tolerante, les dejaba hacer su voluntad; pero murió cuando estaban en la flor de su edad; y su madre les dio un padrastro, un padrastro que era celoso musulmán y espiaba los pasos de las niñas. Ya no podían ir al templo de los cristianos; y en casa, en vez de practicar las piadosas costumbres de su religión, tenían que acomodarse a los usos del Islam, rezar la oración prescrita cuando el almuédano gritaba desde la torre, hacer todos los viernes la purificación legal, ayunar cuando llegaba el mes santo del Ramadán, y empezar todos los días con la ablución litúrgica que la tradición alcoránica impone a los musulmanes.
Disimularon algún tiempo cuanto pudieron, hasta que en casa se habló de casamiento. Su padrastro había buscado para ellas dos jóvenes moros de los más distinguidos de la tierra. Era el momento de plantarse valientemente, y ellas no dudaron en cumplir con su deber.
—Somos cristianas—dijeron—, y, además de cristianas, esposas de Jesucristo.
Fueron inútiles las razones y las amenazas. Los golpes llenaban de cicatrices su cuerpo, pero no hacían mella en su alma. Entonces el mahometano cogió a las dos muchachas y las llevó al tribunal del cadí de Huesca:
—Juez—le dijo—, aquí tienes a estas dos hijas de mi mujer, que, educadas en el Islam, han sido pervertidas por los cristianos.
Este juez se llamaba Abensomail. No era hombre sanguinario, y quiso hacer todo lo posible para no aplicar la ley del Alcorán.
—¿Es verdad lo que dice vuestro padre?—preguntó a las jóvenes.
—No llaméis nuestro padre a ese impío—respondió Nunila, que era la mayor—. Todo cuanto ha dicho es mentira, pues desde nuestra infancia no hemos adorado a otro Dios que a Cristo.
Esta defensa no era suficiente ante la ley: la hija de un musulmán debía ser musulmana, o, de lo contrario, morir. Pero Abensomail, compadecido de la juventud y la belleza de las dos muchachas, hizo cuanto pudo por salvarlas. Para convencerlas, les habló de la dulzura de la vida, de la envidiable posición que se les preparaba, de la dicha que podrían gozar mostrándose algo más sensatas y condescendientes. A estas razones contestó Nunila con un bello discurso, que nos ha conservado su biógrafo, San Eulogio de Córdoba.
—¡Oh cadí!—fueron sus palabras—; no te empeñes en apartar del culto de Dios a dos vírgenes que por su gracia han llegado a conocer que no hay riqueza alguna fuera de Cristo, ni hay felicidad sino en la religión cristiana, por la cual viven los justos y los santos triunfaron de los reinos. Con Cristo está la vida, y sin Él la muerte; permanecer a su lado y vivir en Él es la verdadera alegría; separarse de Él, la perdición eterna. En cuanto a nosotras, tenemos el propósito de no abandonarle; le hemos consagrado la santidad de nuestro cuerpo, y esperamos ser admitidas en su tálamo nupcial. Las ventajas de esas cosas perecederas que nos propones, las despreciamos, porque sabemos que todo es vanidad bajo el sol. No nos acobardan los suplicios, que terminan pronto; y por lo que se refiere a la muerte con que nos amenazas, la recibiremos muy contentas, sabiendo que ella nos abre las puertas del Cielo y nos lleva a los brazos de Cristo.
Abensomail, encantado por la gracia de la doncella, la dejó decir cuanto quiso. Repugnábale tener que segar aquellas hermosas cabezas, y haciendo un último esfuerzo, puso a las dos muchachas en casa de unas devotas mujeres musulmanas; creyendo que llegarían a hacerlas cambiar de parecer.
Algunos días después las llamaba de nuevo a su presencia y les decía:
—¿Cuál es vuestra última resolución?
—La misma de siempre—respondió Nunila—; somos cristianas y debemos cumplir con nuestro deber; cumplid vos con el vuestro.
El cadí ordenó al verdugo:
—Toma la espada y acabemos de una vez.
Entonces se vio un espectáculo admirable.
—Extiende el cuello—dijo a Nunila el ejecutor.
Así lo hizo la virgen, mientras decía a la más pequeña:
—Haz hermana, lo que yo hiciere.
—No temas que obre de otra manera—respondió Alodia.
Después Nunila saltó al medio con alegría, echó mano a su cabellera, la pasó alrededor de su rostro, y dijo al verdugo:
—Hiere con rapidez.
El verdugo levantó la espada y la dejó caer, pero con tan mala suerte, que vino a dar en la mandíbula y dejó la cabeza colgando. El cuerpo de la mártir se desplomó, estremeciéndose con los últimos espasmos de la muerte. Alodia se acercó a él para extender con decoro el vestido, y aún pudo recoger la postrer mirada de aquellos ojos queridos. Después, impaciente de sufrir, extendió también ella su cabeza; pero se oyó la voz del juez que decía:
—Un instante, joven; puedes salvarte. Aún estás a tiempo; no seas tan loca como tu hermana.
—No, no—respondió la virgen con decisión—; yo también quiero morir. La espada... pronto. No quiero vivir sola.
Al decir estas palabras, vio cruzar el aire una paloma blanca. Pensó que era el alma de Nunila, y anadió:
—Aguárdame, hermana; sólo un momento.
Después, sujetando el vestido con el velo en torno de las piernas y cubriendo la faz con los cabellos, se arrodilló junto al cuerpo de su hermana y ofreció al verdugo la cabeza. Así, con esta gracia campestre, con esta sencillez hogareña, dieron su vida las dos nobles heroínas de las montañas de Huesca. Algo más tarde, sus cuerpos, lirios convertidos en rosas, fueron trasladados al monasterio más famoso de Navarra, San Salvador de Leyre, y allí, en una arqueta de marfil, obra maestra del arte hispanoárabe, adornada de ciervos, leones y follajes, descansarán durante siglos. En las ruinas de la abadía desierta, a uno y otro lado de la puerta románica, admira todavía el turista las imágenes de las vírgenes intrépidas, que, envueltas en sus amplias cicladas, pisotean la cabeza de la bestia que un día vencieron con su muerte.
Tales fueron las dos vírgenes Nunila y Alodia, «bellas rosas—dice Eulogio—que florecieron entre las espinas», cuyo aroma perdura hasta nuestros días en las montañas de Huesca. Habían nacido en el seno de una familia poderosa, en un pueblo cercano al Pirineo. Su madre era cristiana y su padre musulmán. Hijas de un matrimonio mixto, estaban condenadas por la ley a seguir la secta de Mahoma. Debían ser musulmanas, si no querían perder la vida; pero su madre las educó tan cristianamente, que no sólo se decidieron a ser cristianas, sino también vírgenes de Cristo. Su padre, que era un hombre tolerante, les dejaba hacer su voluntad; pero murió cuando estaban en la flor de su edad; y su madre les dio un padrastro, un padrastro que era celoso musulmán y espiaba los pasos de las niñas. Ya no podían ir al templo de los cristianos; y en casa, en vez de practicar las piadosas costumbres de su religión, tenían que acomodarse a los usos del Islam, rezar la oración prescrita cuando el almuédano gritaba desde la torre, hacer todos los viernes la purificación legal, ayunar cuando llegaba el mes santo del Ramadán, y empezar todos los días con la ablución litúrgica que la tradición alcoránica impone a los musulmanes.
Disimularon algún tiempo cuanto pudieron, hasta que en casa se habló de casamiento. Su padrastro había buscado para ellas dos jóvenes moros de los más distinguidos de la tierra. Era el momento de plantarse valientemente, y ellas no dudaron en cumplir con su deber.
—Somos cristianas—dijeron—, y, además de cristianas, esposas de Jesucristo.
Fueron inútiles las razones y las amenazas. Los golpes llenaban de cicatrices su cuerpo, pero no hacían mella en su alma. Entonces el mahometano cogió a las dos muchachas y las llevó al tribunal del cadí de Huesca:
—Juez—le dijo—, aquí tienes a estas dos hijas de mi mujer, que, educadas en el Islam, han sido pervertidas por los cristianos.
Este juez se llamaba Abensomail. No era hombre sanguinario, y quiso hacer todo lo posible para no aplicar la ley del Alcorán.
—¿Es verdad lo que dice vuestro padre?—preguntó a las jóvenes.
—No llaméis nuestro padre a ese impío—respondió Nunila, que era la mayor—. Todo cuanto ha dicho es mentira, pues desde nuestra infancia no hemos adorado a otro Dios que a Cristo.
Esta defensa no era suficiente ante la ley: la hija de un musulmán debía ser musulmana, o, de lo contrario, morir. Pero Abensomail, compadecido de la juventud y la belleza de las dos muchachas, hizo cuanto pudo por salvarlas. Para convencerlas, les habló de la dulzura de la vida, de la envidiable posición que se les preparaba, de la dicha que podrían gozar mostrándose algo más sensatas y condescendientes. A estas razones contestó Nunila con un bello discurso, que nos ha conservado su biógrafo, San Eulogio de Córdoba.
—¡Oh cadí!—fueron sus palabras—; no te empeñes en apartar del culto de Dios a dos vírgenes que por su gracia han llegado a conocer que no hay riqueza alguna fuera de Cristo, ni hay felicidad sino en la religión cristiana, por la cual viven los justos y los santos triunfaron de los reinos. Con Cristo está la vida, y sin Él la muerte; permanecer a su lado y vivir en Él es la verdadera alegría; separarse de Él, la perdición eterna. En cuanto a nosotras, tenemos el propósito de no abandonarle; le hemos consagrado la santidad de nuestro cuerpo, y esperamos ser admitidas en su tálamo nupcial. Las ventajas de esas cosas perecederas que nos propones, las despreciamos, porque sabemos que todo es vanidad bajo el sol. No nos acobardan los suplicios, que terminan pronto; y por lo que se refiere a la muerte con que nos amenazas, la recibiremos muy contentas, sabiendo que ella nos abre las puertas del Cielo y nos lleva a los brazos de Cristo.
Abensomail, encantado por la gracia de la doncella, la dejó decir cuanto quiso. Repugnábale tener que segar aquellas hermosas cabezas, y haciendo un último esfuerzo, puso a las dos muchachas en casa de unas devotas mujeres musulmanas; creyendo que llegarían a hacerlas cambiar de parecer.
Algunos días después las llamaba de nuevo a su presencia y les decía:
—¿Cuál es vuestra última resolución?
—La misma de siempre—respondió Nunila—; somos cristianas y debemos cumplir con nuestro deber; cumplid vos con el vuestro.
El cadí ordenó al verdugo:
—Toma la espada y acabemos de una vez.
Entonces se vio un espectáculo admirable.
—Extiende el cuello—dijo a Nunila el ejecutor.
Así lo hizo la virgen, mientras decía a la más pequeña:
—Haz hermana, lo que yo hiciere.
—No temas que obre de otra manera—respondió Alodia.
Después Nunila saltó al medio con alegría, echó mano a su cabellera, la pasó alrededor de su rostro, y dijo al verdugo:
—Hiere con rapidez.
El verdugo levantó la espada y la dejó caer, pero con tan mala suerte, que vino a dar en la mandíbula y dejó la cabeza colgando. El cuerpo de la mártir se desplomó, estremeciéndose con los últimos espasmos de la muerte. Alodia se acercó a él para extender con decoro el vestido, y aún pudo recoger la postrer mirada de aquellos ojos queridos. Después, impaciente de sufrir, extendió también ella su cabeza; pero se oyó la voz del juez que decía:
—Un instante, joven; puedes salvarte. Aún estás a tiempo; no seas tan loca como tu hermana.
—No, no—respondió la virgen con decisión—; yo también quiero morir. La espada... pronto. No quiero vivir sola.
Al decir estas palabras, vio cruzar el aire una paloma blanca. Pensó que era el alma de Nunila, y anadió:
—Aguárdame, hermana; sólo un momento.
Después, sujetando el vestido con el velo en torno de las piernas y cubriendo la faz con los cabellos, se arrodilló junto al cuerpo de su hermana y ofreció al verdugo la cabeza. Así, con esta gracia campestre, con esta sencillez hogareña, dieron su vida las dos nobles heroínas de las montañas de Huesca. Algo más tarde, sus cuerpos, lirios convertidos en rosas, fueron trasladados al monasterio más famoso de Navarra, San Salvador de Leyre, y allí, en una arqueta de marfil, obra maestra del arte hispanoárabe, adornada de ciervos, leones y follajes, descansarán durante siglos. En las ruinas de la abadía desierta, a uno y otro lado de la puerta románica, admira todavía el turista las imágenes de las vírgenes intrépidas, que, envueltas en sus amplias cicladas, pisotean la cabeza de la bestia que un día vencieron con su muerte.
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