Esta dulce palabra trae a los oídos del creyente ecos de esperanza y de consolación. Es como si hubiéramos entrado en un ameno jardín después de recorrer un largo camino árido, polvoriento y seco. Y eso es el Rosario: un jardín delicioso, un descanso del espíritu después de los rudos trabajos y las punzadoras preocupaciones que formar las piedras y los abrojos de nuestro áspero caminar. El mismo significado del nombre lo está delatando: Rosario; es decir, criadero, vergel de rosas. ¡Ay, y cómo sonríe el alma, cómo se embriaga, cómo se fortalece con la fragancia de estas místicas flores!
El Rosario, dice la sagrada liturgia, es cierta manera de oración en la cual decimos quince decenas de Avemarías, precedidas de un Padrenuestro, meditando en cada una de ellas uno de los misterios de nuestra Redención. Es la devoción de la Edad Moderna. Su fundamento está en el Evangelio mismo, pero su práctica es relativamente reciente, aunque existiese desde la más remota antigüedad como medio de contar cierto número de oraciones. En la vieja Nínive, del tiempo de los patriarcas, se han encontrado esculturas de mujeres que tienen en la mano izquierda un rosario y extienden la diestra en actitud de rezar. Los sufíes mahometanos tienen también sus tasbih, de noventa y nueve nudos, para contar las veces que pronuncian el nombre de Alah. Marco Polo, que viajó por todo el Oriente a fines del siglo XIII, quedó sorprendido al ver que el rey de Malabar usaba un collar de ciento cuatro piedras preciosas para llevar la cuenta de sus devociones, y no fue menor la extrañeza de San Francisco Javier cuando observó que los bonzos del Japón se servían también de ese medio para contar sus oraciones. Los monjes griegos llevan desde época muy remota, como parte de su hábito, el kombologuio, una cuerda de cien nudos, que utilizan para conocer el número de veces que se arrodillan y hacen la señal de la cruz. Thais, la famosa penitente de Antinoé, usaba ya en el siglo IV un instrumento de bolitas horadadas que se han encontrado en su sepulcro. Menos prácticos algunos eremitas de esta época, reunían cierto número de guijarros y los iban tirando según decían sus oraciones. Ya en los últimos años del siglo XI, uno dama inglesa, la condesa Godiva de Coventry, regaló, para adornar una estatua de la Virgen, «un gran número de perlas, que ella había ensartado en un hilo de oro a fin de contar con exactitud las oraciones que hacía».
Pero por este tiempo los rosarios no servían aún para contar Avemarías, sino otra suerte de oraciones, como salmos, misereres y, sobre todo, Padrenuestros. Por eso las cuentas se llamaban paternóster. La práctica de saludar a la Virgen con las palabras del ángel y de Santa Isabel no era corriente todavía. Ya en el Oriente de San Juan Crisóstomo y de San Cirilo se habían juntado en la liturgia las dos salutaciones. En la España visigoda, dice su biógrafo, San Ildefonso solía repetirlas muchas veces puesto de rodillas. Pero este caso del arzobispo de Toledo es aislado. Hay que aguardar hasta fines del siglo XI para encontrar otros semejantes. En el siglo XII, que es el de San Bernardo, y en el XIII, que es el de Santo Domingo de Guzmán, la devoción al Avemaría se extiende, y su rezo repetido se hace general entre las gentes piadosas del pueblo. Es el tiempo en que aparece la Salve. Solían rezarse cincuenta, ciento y ciento cincuenta Avemarías en sustitución de los ciento cincuenta salmos de David. Al salterio de los letrados reemplazaba el del vulgo. Llamábasele también breviario del pueblo, y, en sentido simbólico, Rosario. El origen de este nombre va unido a una hermosa leyenda, muy conocida en el siglo XIll. Según ella, en un monasterio había un joven religioso muy devoto de la salutación angélica. Y sucedía que cada vez que la rezaba delante de una imagen de la Virgen, caía de sus labios una rosa, que la Virgen recogía, formando una guirnalda, que después colocaba en la cabeza de su devoto. Algo más tarde aparece la división en decenas, y a fines del siglo XV se introduce la práctica de mezclar en ellas la meditación de los grandes misterios del cristianismo. Sin embargo, faltaba algo todavía: era la segunda parte de la salutación, que no se hizo general hasta la segunda mitad del siglo XVI.
Así se formó esa bella plegaria, en que el alma popular ha condensado lo más dulce, lo más tierno, lo más hondo de su amor a María. No hay devoción más poética, ni más eficaz. Las cuentas del rosario, dice el cantar conocido, son escaleras para subir al Cielo las almas buenas; son rosas místicas que guardan el perfume, la música y la ternura de los Cielos; son luces llenas de suavidad y de gracia que van brotando en el camino oscuro de nuestra vida. De plata o de nácar, de tosca madera o de huesos de aceituna, su efecto es siempre el mismo en el alma del hombre creyente: alivio, confianza, fortaleza y consuelo. Fortalecen la fe, endulzan las lágrimas, multiplican la alegría, fecundan la devoción, inflaman la caridad, son remedios en los males, prenda de seguridad en los peligros y perenne surtidor de inefables dulcedumbres. Ese místico rosal es el blasón más precioso de una casa cristiana. A su sombra han crecido reyes y labriegos, magnates y pastores; niños y ancianos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, se han deleitado aspirando el efluvio de sus hojas perfumadas. Desgranando las aves, ha subido el santo a la cumbre de su virtud; y repasando esas cuentas maravillosas se ha sentido el pecador purificado. Los labios las besan, hallando en ellas exquisitas dulzuras y su rumor es como el eco que levanta la lluvia de la gracia.
Cuando en el seno de la familia, padres e hijos, amos y criados, se reúnen en democrática hermandad para responder a los Padrenuestros y Avemarías que con voz balbuciente entona el jefe de la casa; cuando en el interior del templo o a través de las calles del pueblo resuena el canto de la multitud, estruendo sublime de hirvientes oleadas humanas que quieren llegar hasta el Cielo para depositar a los pies de María la blanca espuma de su saludo admirativo, el Cielo se abre de una manera invisible, y en cataratas impetuosas descienden las bendiciones divinas, y los corazones se llenan de paz, de fortaleza y de amor.
Mil veces las misericordias de Dios han bajado sobre los hombres, como una réplica de ese murmullo amoroso que los hombres dirigen a María. Acordémonos de Lepanto, «de aquella ocasión, la más grande que vieron los siglos». Selim, el amor del Oriente, ha decidido la conquista de Chipre. El Occidente tiembla ante la amenaza del sultán. Felipe II echa mano de todo su poderío; con él se unen Venecia y el Papa. Las flotas surcan el Mediterráneo al mando de don Juan de Austria. No hay pompa comparable al desfile de aquellos bajeles majestuosos, tripulados por guerreros heroicos, en cuyas frentes brilla la fe, en cuyas almas arde el entusiasmo. Las trescientas galeras mahometanas salen a su encuentro en el golfo de Lepanto. La armada cristiana se prepara para el choque formidable. Allí están Doria Barbarigo. Alvaro de Bazán, Juan de Austria, y también, examinando solícito su mosquete..., Miguel de Cervantes Saavedra. En la capitana ondea la bandera de la Santa Cruz, y entre sus pliegues brilla el Santo Rosario. Truena el cañón, las gabarras descargan su metralla, las naves se embisten, el humo ciega y oscurece casi el sol, las aguas se tiñen de sangre, flotan los mástiles rotos, gimen los heridos y sube hasta los Cielos el grito ensordecedor de los combatientes... Pero, allá lejos, miles de voces dirigen también su plegaria suplicante hacia la Madre de las misericordias. Una de ellas nace en las galerías austeras del Vaticano. Pío V, asomado a una ventana, contempla misteriosamente la trágica escena que se desarrolla en el mar helénico, y al mismo tiempo sus manos acarician las cuentas aladas del místico sartal… Entre tanto, el poder del Islam se hundía para siempre, y España unía un nuevo nombre a la cadena de nombres gloriosos que ennoblecen su historia. Y en conmemoración de esta victoria famosa se instituyó la festividad del Santo Rosario.
Hoy, como entonces, el Rosario sigue siendo un arma invencible. Mientras haya dolores y miserias, tendremos necesidad de acudir al bálsamo de esas flores; mientras existan conciencias turbadas por el remordimiento, será preciso iluminar la vida con esa luz, y mientras arda el amor divino en los corazones, tendrán que echar mano de la graciosa ofrenda de ese ramillete. Los incrédulos sonríen burlones; pero, mientras tanto, el condestable de Montmorency reza el Rosario al frente de sus ejércitos; Miguel ángel, en medio de sus labores artísticas; Enrique IV, antes de empezar las tareas de la jornada, y todos los católicos fervientes le aman y ven en él un compendio del Evangelio, una historia abreviada de las glorias y sufrimientos del Hombre-Dios, y un resumen de las alegrías, privilegios y dolores de su santa Madre.
El Rosario, dice la sagrada liturgia, es cierta manera de oración en la cual decimos quince decenas de Avemarías, precedidas de un Padrenuestro, meditando en cada una de ellas uno de los misterios de nuestra Redención. Es la devoción de la Edad Moderna. Su fundamento está en el Evangelio mismo, pero su práctica es relativamente reciente, aunque existiese desde la más remota antigüedad como medio de contar cierto número de oraciones. En la vieja Nínive, del tiempo de los patriarcas, se han encontrado esculturas de mujeres que tienen en la mano izquierda un rosario y extienden la diestra en actitud de rezar. Los sufíes mahometanos tienen también sus tasbih, de noventa y nueve nudos, para contar las veces que pronuncian el nombre de Alah. Marco Polo, que viajó por todo el Oriente a fines del siglo XIII, quedó sorprendido al ver que el rey de Malabar usaba un collar de ciento cuatro piedras preciosas para llevar la cuenta de sus devociones, y no fue menor la extrañeza de San Francisco Javier cuando observó que los bonzos del Japón se servían también de ese medio para contar sus oraciones. Los monjes griegos llevan desde época muy remota, como parte de su hábito, el kombologuio, una cuerda de cien nudos, que utilizan para conocer el número de veces que se arrodillan y hacen la señal de la cruz. Thais, la famosa penitente de Antinoé, usaba ya en el siglo IV un instrumento de bolitas horadadas que se han encontrado en su sepulcro. Menos prácticos algunos eremitas de esta época, reunían cierto número de guijarros y los iban tirando según decían sus oraciones. Ya en los últimos años del siglo XI, uno dama inglesa, la condesa Godiva de Coventry, regaló, para adornar una estatua de la Virgen, «un gran número de perlas, que ella había ensartado en un hilo de oro a fin de contar con exactitud las oraciones que hacía».
Pero por este tiempo los rosarios no servían aún para contar Avemarías, sino otra suerte de oraciones, como salmos, misereres y, sobre todo, Padrenuestros. Por eso las cuentas se llamaban paternóster. La práctica de saludar a la Virgen con las palabras del ángel y de Santa Isabel no era corriente todavía. Ya en el Oriente de San Juan Crisóstomo y de San Cirilo se habían juntado en la liturgia las dos salutaciones. En la España visigoda, dice su biógrafo, San Ildefonso solía repetirlas muchas veces puesto de rodillas. Pero este caso del arzobispo de Toledo es aislado. Hay que aguardar hasta fines del siglo XI para encontrar otros semejantes. En el siglo XII, que es el de San Bernardo, y en el XIII, que es el de Santo Domingo de Guzmán, la devoción al Avemaría se extiende, y su rezo repetido se hace general entre las gentes piadosas del pueblo. Es el tiempo en que aparece la Salve. Solían rezarse cincuenta, ciento y ciento cincuenta Avemarías en sustitución de los ciento cincuenta salmos de David. Al salterio de los letrados reemplazaba el del vulgo. Llamábasele también breviario del pueblo, y, en sentido simbólico, Rosario. El origen de este nombre va unido a una hermosa leyenda, muy conocida en el siglo XIll. Según ella, en un monasterio había un joven religioso muy devoto de la salutación angélica. Y sucedía que cada vez que la rezaba delante de una imagen de la Virgen, caía de sus labios una rosa, que la Virgen recogía, formando una guirnalda, que después colocaba en la cabeza de su devoto. Algo más tarde aparece la división en decenas, y a fines del siglo XV se introduce la práctica de mezclar en ellas la meditación de los grandes misterios del cristianismo. Sin embargo, faltaba algo todavía: era la segunda parte de la salutación, que no se hizo general hasta la segunda mitad del siglo XVI.
Así se formó esa bella plegaria, en que el alma popular ha condensado lo más dulce, lo más tierno, lo más hondo de su amor a María. No hay devoción más poética, ni más eficaz. Las cuentas del rosario, dice el cantar conocido, son escaleras para subir al Cielo las almas buenas; son rosas místicas que guardan el perfume, la música y la ternura de los Cielos; son luces llenas de suavidad y de gracia que van brotando en el camino oscuro de nuestra vida. De plata o de nácar, de tosca madera o de huesos de aceituna, su efecto es siempre el mismo en el alma del hombre creyente: alivio, confianza, fortaleza y consuelo. Fortalecen la fe, endulzan las lágrimas, multiplican la alegría, fecundan la devoción, inflaman la caridad, son remedios en los males, prenda de seguridad en los peligros y perenne surtidor de inefables dulcedumbres. Ese místico rosal es el blasón más precioso de una casa cristiana. A su sombra han crecido reyes y labriegos, magnates y pastores; niños y ancianos, ricos y pobres, sabios e ignorantes, se han deleitado aspirando el efluvio de sus hojas perfumadas. Desgranando las aves, ha subido el santo a la cumbre de su virtud; y repasando esas cuentas maravillosas se ha sentido el pecador purificado. Los labios las besan, hallando en ellas exquisitas dulzuras y su rumor es como el eco que levanta la lluvia de la gracia.
Cuando en el seno de la familia, padres e hijos, amos y criados, se reúnen en democrática hermandad para responder a los Padrenuestros y Avemarías que con voz balbuciente entona el jefe de la casa; cuando en el interior del templo o a través de las calles del pueblo resuena el canto de la multitud, estruendo sublime de hirvientes oleadas humanas que quieren llegar hasta el Cielo para depositar a los pies de María la blanca espuma de su saludo admirativo, el Cielo se abre de una manera invisible, y en cataratas impetuosas descienden las bendiciones divinas, y los corazones se llenan de paz, de fortaleza y de amor.
Mil veces las misericordias de Dios han bajado sobre los hombres, como una réplica de ese murmullo amoroso que los hombres dirigen a María. Acordémonos de Lepanto, «de aquella ocasión, la más grande que vieron los siglos». Selim, el amor del Oriente, ha decidido la conquista de Chipre. El Occidente tiembla ante la amenaza del sultán. Felipe II echa mano de todo su poderío; con él se unen Venecia y el Papa. Las flotas surcan el Mediterráneo al mando de don Juan de Austria. No hay pompa comparable al desfile de aquellos bajeles majestuosos, tripulados por guerreros heroicos, en cuyas frentes brilla la fe, en cuyas almas arde el entusiasmo. Las trescientas galeras mahometanas salen a su encuentro en el golfo de Lepanto. La armada cristiana se prepara para el choque formidable. Allí están Doria Barbarigo. Alvaro de Bazán, Juan de Austria, y también, examinando solícito su mosquete..., Miguel de Cervantes Saavedra. En la capitana ondea la bandera de la Santa Cruz, y entre sus pliegues brilla el Santo Rosario. Truena el cañón, las gabarras descargan su metralla, las naves se embisten, el humo ciega y oscurece casi el sol, las aguas se tiñen de sangre, flotan los mástiles rotos, gimen los heridos y sube hasta los Cielos el grito ensordecedor de los combatientes... Pero, allá lejos, miles de voces dirigen también su plegaria suplicante hacia la Madre de las misericordias. Una de ellas nace en las galerías austeras del Vaticano. Pío V, asomado a una ventana, contempla misteriosamente la trágica escena que se desarrolla en el mar helénico, y al mismo tiempo sus manos acarician las cuentas aladas del místico sartal… Entre tanto, el poder del Islam se hundía para siempre, y España unía un nuevo nombre a la cadena de nombres gloriosos que ennoblecen su historia. Y en conmemoración de esta victoria famosa se instituyó la festividad del Santo Rosario.
Hoy, como entonces, el Rosario sigue siendo un arma invencible. Mientras haya dolores y miserias, tendremos necesidad de acudir al bálsamo de esas flores; mientras existan conciencias turbadas por el remordimiento, será preciso iluminar la vida con esa luz, y mientras arda el amor divino en los corazones, tendrán que echar mano de la graciosa ofrenda de ese ramillete. Los incrédulos sonríen burlones; pero, mientras tanto, el condestable de Montmorency reza el Rosario al frente de sus ejércitos; Miguel ángel, en medio de sus labores artísticas; Enrique IV, antes de empezar las tareas de la jornada, y todos los católicos fervientes le aman y ven en él un compendio del Evangelio, una historia abreviada de las glorias y sufrimientos del Hombre-Dios, y un resumen de las alegrías, privilegios y dolores de su santa Madre.
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