Fue, dice Dante, como un sol que Dios puso encima de las montañas de Umbría para comunicar a la tierra luz y calor. Hijo de un rico mercader de Asís, el edén de la península itálica, creció entre las telas provenzales y los paños toscanos de la tienda paterna, en medio de la abundancia que proporciona una gran fortuna. Pronto se reveló como un hombre hábil para el negocio, «más ladino aún que su padre»; pero, despreciador del ahorro, empezó a llamar la atención por su prodigalidad, Por sus venas corría la sangre provenzal de su madre. ávido de goces y placeres, era el mozo más jaranero de la ciudad. Era más bajo que alto, moreno y no muy hermoso, pero con una simpatía irresistible, que le dio el cetro de la elegancia en medio de una juventud inquieta, que consumía el tiempo entre el juego de los torneos caballerescos y los sutiles goces de la gaya ciencia de los trovadores.
Pero ya en este tiempo, con el de los festines tenía otros dos amores: el de los pobres y el de la Naturaleza. No era de los disipadores que no tienen un cuarto para un pordiosero, pero sí cien florines para una fiesta. Por eso le dolió como si le atravesaran el corazón cuando, una vez, estando la tienda llena de parroquianos y él ocupado en servirlos, se despidió sin limosna a un mendigo que venía a pedirla. Desde entonces decidió socorrer a todo el que viniera a pedirle alguna cosa por amor de Dios. Instintivamente, este amor de Dios le veía como diluido en todas las cosas, y por eso, dice Tomás de Celano, «causábale honda alegría la hermosura de los campos, la belleza de los viñedos, todo lo que es recreo y apacentamiento de los ojos».
A los veinte años cayó prisionero por defender a su patria contra Perusa. En la cárcel asombraba a sus compañeros con sus cantos desbordantes de alegría: «¿No sabéis—exclamaba—que a mí me espera un gran porvenir?» Era entonces un discípulo del entusiasmo caballeresco, embargado de visiones doradas de guerras, triunfos y principados. A veces, sus compañeros le despertaban de su ensimismamiento con expresiones como ésta:
—¡Eh! ¡Francisco! ¿Cavilas en tomar esposa?
—Efectivamente—respondía él—; pero la señora de mis pensamientos es más noble, más rica, más hermosa que todas las doncellas que conocéis vosotros.
Estas palabras tenían ya un sentido que aquellos muchachos no podían comprender. A los veintidós años, Francisco tuvo una enfermedad que le puso en las fronteras de la muerte. Pronto empezó a observarse en él un cambio extraño. Desaparecía de casa, pero no para andar con sus amigos, sino para ocultarse en los yermos; andaba inquieto por conocer la voluntad de Dios; de pródigo, se había convertido en menospreciador del dinero. Cuando no le quedaba ninguna moneda en el bolso, daba a los pobres la capa, el sombrero, el cinto y hasta la camisa. Quiso saber también lo que era pedir limosna, y habiendo ido en peregrinación a Roma, cambió sus vestidos por los harapos de un mendigo, y empezó a pedir en francés. Dicen que hablaba en francés cuando se sentía dichoso. Esto era poco todavía. Iba una vez a caballo, absorto en sus meditaciones, cuando a pocos pasos descubrió un leproso. Era la cosa que más le horrorizaba en el mundo. Sintió impulsos de volver atrás, pero no tardó en dominarse. Rápidamente descendió del caballo, se acercó al gafo, cuyas narices y labios, roídos, despedían terrible hediondez; depositó su limosna en la mano consumida, y, disimulando la náusea, besó los dedos cuajados de úlceras.
Los habitantes de Asís le veían con frecuencia rezando en San Damián, una pobre iglesia de las afueras de la ciudad, rodeada de amarillos alubiares y campos de olivos. A Francisco le gustaba por su soledad y también por el gran Cristo bizantino que en ella había. Un día, este Cristo abrió los labios y el joven oyó estas palabras: «Francisco, repara mi casa.» Pronto a obedecer el mandato divino, Francisco sale, coge su mula, la carga de lienzos y se fue camino de Foligno. En breve tiempo encontró quien le comprara los paños y la caballería. Después, presentándose al clérigo encargado de la iglesia, le presentó el importe. Este proceder no podía ser muy del agrado de su padre. Además, el viejo mercader se sentía humillado por las que él llamaba extravagancias de su hijo. Un día aquel hijo, para quien había soñado tan bello porvenir, llegó a casa pálido, extenuado, mal vestido, sangrante, sucio y desgreñado. Turbas de niños y de ociosos le rodeaban diciendo:
— ¡Eh, Bernardone!, aquí está tu hermoso caballero, que viene de conquistar a la princesa.
Lleno de rabia y de vergüenza, le encerró en un oscuro sótano, del cual no volvió a salir hasta que le soltó su madre, en ausencia del mercader. Pero después de la venta de Foligno ya no fue posible resistir más. Pedro Bernardone se presentó en la casa episcopal, querellándose de su hijo y pidiendo sus dineros. Padre e hijo comparecieron delante de la primera autoridad espiritual de la ciudad. El mozo escuchó la demanda de su padre, y después, ¡maravilla única en el mundo!, retirándose a un lado, con brillantes ojos, llevando únicamente una faja de cerdas a la cintura, volvió a aparecer, diciendo:
—Hasta ahora llamé padre a Pedro Bernardone; mas en este momento le entrego todo el dinero y los vestidos que de él tenía; así que en adelante no tendré que decir: ¡Padre Pedro Bernardone!, sino ¡Padre nuestro que estás en los Cielos!
Y salió del palacio, cubierto con un tabardo del jardinero del obispo.
Entonces empieza una vida nueva para el magnánimo mancebo. Está finalmente convencido de que la dama de sus pensamientos no puede ser otra que la pobreza. Con ella vive en las cavernas y en los desiertos, y de allí sale para hacer sus elogios en los poblados. Es un predicador de la penitencia, de la paz y de la sencillez y pobreza de Cristo.
—¿Quién va?—le preguntaron unos ladrones.
—El heraldo del gran Rey—contesta él.
Un día de febrero de 1209, mientras toda la cristiandad gemía por el escandaloso espectáculo de la cuarta cruzada, en la que el demonio de las riquezas y la ambición había desviado completamente de su finalidad a los caballeros armados para libertar el sepulcro de Cristo, Francisco penetró con más claridad su destino al oír durante la misa aquellas palabras del Salvador: «No tengáis ni oro ni plata en vuestras bolsas, ni saco para el viaje, ni sandalias, ni bastón.» «Eso es lo que yo quiero con todas mis fuerzas», exclamó; y desde entonces se le vio practicar literalmente ese consejo, recorriendo pueblos y ciudades, radiante de alegría, vestido de la túnica de pesado paño gris, con una cuerda por ceñidor.
Las burlas del principio se habían transformado en admiración. El poverello, como se le llamaba, empezó a tener discípulos. Fue el primero un antiguo compañero suyo, mercader también, llamado Bernardo de Quintaval. Bernardo recibió un día en su casa a Francisco, y para observarle mejor, le hizo dormir en su misma habitación. Tan pronto como entró en ella, Francisco se echó en el lecho, fingiendo que dormía. Poco después se acostó Bernardo y comenzó a roncar como si estuviese en un profundo sueño, engañando así a San Francisco, el cual se levantó del lecho, y, puesto en fervorosa oración, no pudo reprimir aquella su exclamación favorita: «¡Dios mío y todas mis cosas!» A Bernardo siguieron otros compañeros, y en menos de un año ya eran una docena. Muy pronto, Francisco escribió para ellos una regla muy breve y sencilla, que fue aprobada por Inocencio III en 1210, y cuyos principales rasgos eran la pobreza y la humildad, reflejadas también en el título de Frailes Menores, con que quiso que se distinguiesen sus discípulos. En 1212 una noble joven de Asís, llamada Clara, se puso bajo su dirección con algunas compañeras, y así nació la Orden de las Pobres Clarisas. Más tarde se encontró con muchas almas buenas que deseaban imitar aquel espíritu de pobreza y de penitencia en medio del mundo, y para ellas organizó su Orden Tercera.
Entre tanto, el número de sus imitadores aumentaba con tal rapidez, que en el capítulo famoso «de las esteras» se reunieron en las afueras de Asís de tres a cinco mil frailes. Francisco los abrazaba, los bendecía y después los mandaba a predicar por todas las naciones cristianas y mahometanas. Él era también predicador infatigable de penitencia. No negaba o aborrecía la vida, sino que la amaba en toda su pureza, en su áurea bondad, en su dulzura secreta y profunda, en su plenitud divina. No poseía un espíritu crítico y negativo, como otros falsos reformadores de aquel tiempo, que se llamaban orgullosamente «los puros, los perfectos, los elegidos», sino que se presentaba como el nuncio del amor de Cristo y de una vida de bienaventuranza, sin censurar a nadie. No atacaba a la riqueza, pero amaba con frenesí y elogiaba la pobreza. Era un moralizador inexorable, que encaminaba siempre sus discursos a la reforma moral. Su palabra atravesaba los corazones, y contaban los contemporáneos que debía parecerse a la de San Juan Bautista. Tenía un lenguaje popular y pintoresco, inspirado en la observación de la naturaleza y de la vida. Miraba con especial ojeriza la erudición libresca, como si presintiese aquello que Celano expresaba más tarde con estas palabras: «París ha matado a Asís.» Nada podía resistirse a aquella elocuencia, acompañada de una vida santísima y de la más noble sinceridad. Por curiosidad, fue una vez a escucharle en Ancona el trovador Guillermo Divini, a quien se llamaba el rey de los versos. Pronto su curiosidad se convirtió en atención, y al fin le parecía que todas las palabras del orador eran flechas dirigidas a su corazón. Cuando terminó la plática, aquel poeta, que había sido coronado de laurel en el Capitolio, se echó a los pies de Francisco, y desde entonces se llamó fray Pacífico. Predicaba también a los animales, y al escuchar su voz los pájaros guardaban entre el ramaje religioso silencio. Hablando una vez en la plaza de Alviano se vio obligado a hablar de este modo a las golondrinas que cruzaban el aire chirriando:
—Hermanas golondrinas, me parece que ya es tiempo de que me dejéis a mí la palabra. Escuchad ahora vosotras y callad mientras predico.
Es difícil pintar el jubiloso entusiasmo que el hijo del mercader de Asís despertaba en los pueblos: «Los hombres y las mujeres—dice Tomás de Celano—corrían para oírle. Los religiosos descendían de los monasterios de la montaña. Los hombres más versados en el cultivo de las letras quedaban admirados. Hubiérase dicho que una luz nueva irradiaba del Cielo a la tierra.»
Así atravesó la tierra aquel hombre, que apareció a sus contemporáneos como una reencarnación de Cristo. Donde él llegaba, llegaba la paz, la alegría y el amor. Amaba a Dios, y para sellar ese amor con el martirio, se fue a Tierra Santa a predicar el Evangelio a los musulmanes; y si no pudo conseguir su objeto, fue prodigiosamente marcado en su carne con las dolorosas llagas de Jesucristo, que fueron para él un verdadero martirio durante los dos últimos años de su vida. Amó a los hombres como a sus hermanos, y este sentimiento hacía que considerase a todos los frailes menores «como trovadores y juglares de Dios, encargados de elevar los corazones y fortalecerlos con la sana humildad y la santa caridad y la santa alegría, tres hermanas que hacen al alma buena y feliz». La naturaleza entera estaba comprendida en la plenitud de aquel amor. Cantaba a su hermano el sol y a su hermana la luna, al viento, al mar, a las nubes y a toda criatura de Dios, en estrofas armoniosas, que hacen de él uno de los más grandes espíritus poéticos que han existido. Hasta el lobo comprendía aquel amor, y se amansaba—¡oh lobo milagroso de Gubbio!—al oír el acento de su voz. Cuanto más los corderos, que libertaba de la muerte a cambio de su manto cuando los llevaban al matadero, y las aves, que comprendían su lenguaje, y la alondra, la triguera jubilosa, «que tiene capucha como el fraile menor y lleva vestidos pardos y humildes de coloide tierra, y va por el borde de los caminos en busca de un grano de trigo, y, contenta con él, se lanza a los Cielos, cantando alegremente las alabanzas de Dios». Así era el amor de aquel hombre, a quien Bossuet llamó «el más ardiente, el más arrebatado, y si es lícito hablar así, el más desesperado amante de la pobreza que haya existido en la Iglesia». Pero cuando apuntaba en sus labios el nombre del Salvador Jesús, su voz se conmovía, según la expresión de San Buenaventura, como si hubiera oído una melodía interior cuyas notas hubiera querido recobrar.
A los cuarenta años, Francisco era un hombre completamente gastado. No era el suyo un organismo resistente. Desde su juventud tenía con frecuencia accesos febriles, que se complicaron después con hemorragias continuas. Durante su estancia en Oriente había contraído la enfermedad de la vista, en forma que a veces estaba casi ciego del todo. Por lo demás, su vida, desde que dejó la casa de su padre, había sido muy dura. Supo siempre entender la penitencia con la libertad propia de su grande espíritu. Prohibió entre sus frailes los cilicios y otros instrumentos de maceración. Gustaba sin escrúpulos los exquisitos manjares que le preparaba aquella su amiga de Roma a quien él llamaba fray Jacoba, y en especial las tartas de almendras, de que aún se acordó durante su última enfermedad, deseando probarlas de nuevo. Sin embargo, rara vez comía viandas guisadas, y con frecuencia derramaba ceniza en los alimentos, diciendo que la hermana ceniza es casta. Dormía muy poco y habitualmente sentado o con un madero por cabezal. Al fin parecía arrepentirse de tanta dureza, y decía muy donosamente:
—Perdóname, hermano cuerpo, que en adelante estoy dispuesto a acceder a tus deseos.
Era ya tarde. A fines de septiembre de 1226 su médico le dijo que sólo le quedaban algunos días de vida. Aún pudo trasladarse a Asís, deseando morir en la Porciúncula, donde había comenzado su Orden. De su interior brotaba una alegría incontenible. Repetía el himno al sol, cantaba a la hermana muerte y mandaba que le leyesen algunos pasajes evangélicos. Como algunos quedasen poco edificados de aquellas canciones, les dijo: «Por la gracia del Espíritu Santo, estoy tan íntimamente unido a mi Dios, que bien puedo regocijarme en Él.» Sus últimas palabras fueron estas del salmo: «Saca mi alma de la cárcel para que alabe tu nombre eternamente.»
Pero ya en este tiempo, con el de los festines tenía otros dos amores: el de los pobres y el de la Naturaleza. No era de los disipadores que no tienen un cuarto para un pordiosero, pero sí cien florines para una fiesta. Por eso le dolió como si le atravesaran el corazón cuando, una vez, estando la tienda llena de parroquianos y él ocupado en servirlos, se despidió sin limosna a un mendigo que venía a pedirla. Desde entonces decidió socorrer a todo el que viniera a pedirle alguna cosa por amor de Dios. Instintivamente, este amor de Dios le veía como diluido en todas las cosas, y por eso, dice Tomás de Celano, «causábale honda alegría la hermosura de los campos, la belleza de los viñedos, todo lo que es recreo y apacentamiento de los ojos».
A los veinte años cayó prisionero por defender a su patria contra Perusa. En la cárcel asombraba a sus compañeros con sus cantos desbordantes de alegría: «¿No sabéis—exclamaba—que a mí me espera un gran porvenir?» Era entonces un discípulo del entusiasmo caballeresco, embargado de visiones doradas de guerras, triunfos y principados. A veces, sus compañeros le despertaban de su ensimismamiento con expresiones como ésta:
—¡Eh! ¡Francisco! ¿Cavilas en tomar esposa?
—Efectivamente—respondía él—; pero la señora de mis pensamientos es más noble, más rica, más hermosa que todas las doncellas que conocéis vosotros.
Estas palabras tenían ya un sentido que aquellos muchachos no podían comprender. A los veintidós años, Francisco tuvo una enfermedad que le puso en las fronteras de la muerte. Pronto empezó a observarse en él un cambio extraño. Desaparecía de casa, pero no para andar con sus amigos, sino para ocultarse en los yermos; andaba inquieto por conocer la voluntad de Dios; de pródigo, se había convertido en menospreciador del dinero. Cuando no le quedaba ninguna moneda en el bolso, daba a los pobres la capa, el sombrero, el cinto y hasta la camisa. Quiso saber también lo que era pedir limosna, y habiendo ido en peregrinación a Roma, cambió sus vestidos por los harapos de un mendigo, y empezó a pedir en francés. Dicen que hablaba en francés cuando se sentía dichoso. Esto era poco todavía. Iba una vez a caballo, absorto en sus meditaciones, cuando a pocos pasos descubrió un leproso. Era la cosa que más le horrorizaba en el mundo. Sintió impulsos de volver atrás, pero no tardó en dominarse. Rápidamente descendió del caballo, se acercó al gafo, cuyas narices y labios, roídos, despedían terrible hediondez; depositó su limosna en la mano consumida, y, disimulando la náusea, besó los dedos cuajados de úlceras.
Los habitantes de Asís le veían con frecuencia rezando en San Damián, una pobre iglesia de las afueras de la ciudad, rodeada de amarillos alubiares y campos de olivos. A Francisco le gustaba por su soledad y también por el gran Cristo bizantino que en ella había. Un día, este Cristo abrió los labios y el joven oyó estas palabras: «Francisco, repara mi casa.» Pronto a obedecer el mandato divino, Francisco sale, coge su mula, la carga de lienzos y se fue camino de Foligno. En breve tiempo encontró quien le comprara los paños y la caballería. Después, presentándose al clérigo encargado de la iglesia, le presentó el importe. Este proceder no podía ser muy del agrado de su padre. Además, el viejo mercader se sentía humillado por las que él llamaba extravagancias de su hijo. Un día aquel hijo, para quien había soñado tan bello porvenir, llegó a casa pálido, extenuado, mal vestido, sangrante, sucio y desgreñado. Turbas de niños y de ociosos le rodeaban diciendo:
— ¡Eh, Bernardone!, aquí está tu hermoso caballero, que viene de conquistar a la princesa.
Lleno de rabia y de vergüenza, le encerró en un oscuro sótano, del cual no volvió a salir hasta que le soltó su madre, en ausencia del mercader. Pero después de la venta de Foligno ya no fue posible resistir más. Pedro Bernardone se presentó en la casa episcopal, querellándose de su hijo y pidiendo sus dineros. Padre e hijo comparecieron delante de la primera autoridad espiritual de la ciudad. El mozo escuchó la demanda de su padre, y después, ¡maravilla única en el mundo!, retirándose a un lado, con brillantes ojos, llevando únicamente una faja de cerdas a la cintura, volvió a aparecer, diciendo:
—Hasta ahora llamé padre a Pedro Bernardone; mas en este momento le entrego todo el dinero y los vestidos que de él tenía; así que en adelante no tendré que decir: ¡Padre Pedro Bernardone!, sino ¡Padre nuestro que estás en los Cielos!
Y salió del palacio, cubierto con un tabardo del jardinero del obispo.
Entonces empieza una vida nueva para el magnánimo mancebo. Está finalmente convencido de que la dama de sus pensamientos no puede ser otra que la pobreza. Con ella vive en las cavernas y en los desiertos, y de allí sale para hacer sus elogios en los poblados. Es un predicador de la penitencia, de la paz y de la sencillez y pobreza de Cristo.
—¿Quién va?—le preguntaron unos ladrones.
—El heraldo del gran Rey—contesta él.
Un día de febrero de 1209, mientras toda la cristiandad gemía por el escandaloso espectáculo de la cuarta cruzada, en la que el demonio de las riquezas y la ambición había desviado completamente de su finalidad a los caballeros armados para libertar el sepulcro de Cristo, Francisco penetró con más claridad su destino al oír durante la misa aquellas palabras del Salvador: «No tengáis ni oro ni plata en vuestras bolsas, ni saco para el viaje, ni sandalias, ni bastón.» «Eso es lo que yo quiero con todas mis fuerzas», exclamó; y desde entonces se le vio practicar literalmente ese consejo, recorriendo pueblos y ciudades, radiante de alegría, vestido de la túnica de pesado paño gris, con una cuerda por ceñidor.
Las burlas del principio se habían transformado en admiración. El poverello, como se le llamaba, empezó a tener discípulos. Fue el primero un antiguo compañero suyo, mercader también, llamado Bernardo de Quintaval. Bernardo recibió un día en su casa a Francisco, y para observarle mejor, le hizo dormir en su misma habitación. Tan pronto como entró en ella, Francisco se echó en el lecho, fingiendo que dormía. Poco después se acostó Bernardo y comenzó a roncar como si estuviese en un profundo sueño, engañando así a San Francisco, el cual se levantó del lecho, y, puesto en fervorosa oración, no pudo reprimir aquella su exclamación favorita: «¡Dios mío y todas mis cosas!» A Bernardo siguieron otros compañeros, y en menos de un año ya eran una docena. Muy pronto, Francisco escribió para ellos una regla muy breve y sencilla, que fue aprobada por Inocencio III en 1210, y cuyos principales rasgos eran la pobreza y la humildad, reflejadas también en el título de Frailes Menores, con que quiso que se distinguiesen sus discípulos. En 1212 una noble joven de Asís, llamada Clara, se puso bajo su dirección con algunas compañeras, y así nació la Orden de las Pobres Clarisas. Más tarde se encontró con muchas almas buenas que deseaban imitar aquel espíritu de pobreza y de penitencia en medio del mundo, y para ellas organizó su Orden Tercera.
Entre tanto, el número de sus imitadores aumentaba con tal rapidez, que en el capítulo famoso «de las esteras» se reunieron en las afueras de Asís de tres a cinco mil frailes. Francisco los abrazaba, los bendecía y después los mandaba a predicar por todas las naciones cristianas y mahometanas. Él era también predicador infatigable de penitencia. No negaba o aborrecía la vida, sino que la amaba en toda su pureza, en su áurea bondad, en su dulzura secreta y profunda, en su plenitud divina. No poseía un espíritu crítico y negativo, como otros falsos reformadores de aquel tiempo, que se llamaban orgullosamente «los puros, los perfectos, los elegidos», sino que se presentaba como el nuncio del amor de Cristo y de una vida de bienaventuranza, sin censurar a nadie. No atacaba a la riqueza, pero amaba con frenesí y elogiaba la pobreza. Era un moralizador inexorable, que encaminaba siempre sus discursos a la reforma moral. Su palabra atravesaba los corazones, y contaban los contemporáneos que debía parecerse a la de San Juan Bautista. Tenía un lenguaje popular y pintoresco, inspirado en la observación de la naturaleza y de la vida. Miraba con especial ojeriza la erudición libresca, como si presintiese aquello que Celano expresaba más tarde con estas palabras: «París ha matado a Asís.» Nada podía resistirse a aquella elocuencia, acompañada de una vida santísima y de la más noble sinceridad. Por curiosidad, fue una vez a escucharle en Ancona el trovador Guillermo Divini, a quien se llamaba el rey de los versos. Pronto su curiosidad se convirtió en atención, y al fin le parecía que todas las palabras del orador eran flechas dirigidas a su corazón. Cuando terminó la plática, aquel poeta, que había sido coronado de laurel en el Capitolio, se echó a los pies de Francisco, y desde entonces se llamó fray Pacífico. Predicaba también a los animales, y al escuchar su voz los pájaros guardaban entre el ramaje religioso silencio. Hablando una vez en la plaza de Alviano se vio obligado a hablar de este modo a las golondrinas que cruzaban el aire chirriando:
—Hermanas golondrinas, me parece que ya es tiempo de que me dejéis a mí la palabra. Escuchad ahora vosotras y callad mientras predico.
Es difícil pintar el jubiloso entusiasmo que el hijo del mercader de Asís despertaba en los pueblos: «Los hombres y las mujeres—dice Tomás de Celano—corrían para oírle. Los religiosos descendían de los monasterios de la montaña. Los hombres más versados en el cultivo de las letras quedaban admirados. Hubiérase dicho que una luz nueva irradiaba del Cielo a la tierra.»
Así atravesó la tierra aquel hombre, que apareció a sus contemporáneos como una reencarnación de Cristo. Donde él llegaba, llegaba la paz, la alegría y el amor. Amaba a Dios, y para sellar ese amor con el martirio, se fue a Tierra Santa a predicar el Evangelio a los musulmanes; y si no pudo conseguir su objeto, fue prodigiosamente marcado en su carne con las dolorosas llagas de Jesucristo, que fueron para él un verdadero martirio durante los dos últimos años de su vida. Amó a los hombres como a sus hermanos, y este sentimiento hacía que considerase a todos los frailes menores «como trovadores y juglares de Dios, encargados de elevar los corazones y fortalecerlos con la sana humildad y la santa caridad y la santa alegría, tres hermanas que hacen al alma buena y feliz». La naturaleza entera estaba comprendida en la plenitud de aquel amor. Cantaba a su hermano el sol y a su hermana la luna, al viento, al mar, a las nubes y a toda criatura de Dios, en estrofas armoniosas, que hacen de él uno de los más grandes espíritus poéticos que han existido. Hasta el lobo comprendía aquel amor, y se amansaba—¡oh lobo milagroso de Gubbio!—al oír el acento de su voz. Cuanto más los corderos, que libertaba de la muerte a cambio de su manto cuando los llevaban al matadero, y las aves, que comprendían su lenguaje, y la alondra, la triguera jubilosa, «que tiene capucha como el fraile menor y lleva vestidos pardos y humildes de coloide tierra, y va por el borde de los caminos en busca de un grano de trigo, y, contenta con él, se lanza a los Cielos, cantando alegremente las alabanzas de Dios». Así era el amor de aquel hombre, a quien Bossuet llamó «el más ardiente, el más arrebatado, y si es lícito hablar así, el más desesperado amante de la pobreza que haya existido en la Iglesia». Pero cuando apuntaba en sus labios el nombre del Salvador Jesús, su voz se conmovía, según la expresión de San Buenaventura, como si hubiera oído una melodía interior cuyas notas hubiera querido recobrar.
A los cuarenta años, Francisco era un hombre completamente gastado. No era el suyo un organismo resistente. Desde su juventud tenía con frecuencia accesos febriles, que se complicaron después con hemorragias continuas. Durante su estancia en Oriente había contraído la enfermedad de la vista, en forma que a veces estaba casi ciego del todo. Por lo demás, su vida, desde que dejó la casa de su padre, había sido muy dura. Supo siempre entender la penitencia con la libertad propia de su grande espíritu. Prohibió entre sus frailes los cilicios y otros instrumentos de maceración. Gustaba sin escrúpulos los exquisitos manjares que le preparaba aquella su amiga de Roma a quien él llamaba fray Jacoba, y en especial las tartas de almendras, de que aún se acordó durante su última enfermedad, deseando probarlas de nuevo. Sin embargo, rara vez comía viandas guisadas, y con frecuencia derramaba ceniza en los alimentos, diciendo que la hermana ceniza es casta. Dormía muy poco y habitualmente sentado o con un madero por cabezal. Al fin parecía arrepentirse de tanta dureza, y decía muy donosamente:
—Perdóname, hermano cuerpo, que en adelante estoy dispuesto a acceder a tus deseos.
Era ya tarde. A fines de septiembre de 1226 su médico le dijo que sólo le quedaban algunos días de vida. Aún pudo trasladarse a Asís, deseando morir en la Porciúncula, donde había comenzado su Orden. De su interior brotaba una alegría incontenible. Repetía el himno al sol, cantaba a la hermana muerte y mandaba que le leyesen algunos pasajes evangélicos. Como algunos quedasen poco edificados de aquellas canciones, les dijo: «Por la gracia del Espíritu Santo, estoy tan íntimamente unido a mi Dios, que bien puedo regocijarme en Él.» Sus últimas palabras fueron estas del salmo: «Saca mi alma de la cárcel para que alabe tu nombre eternamente.»
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