La casona de los Cepeda, en los confines de la parroquia de Santo Domingo de Silos, era una de las de más viso de ávila. En ella había limpieza de sangre, recuerdos de valor antiguo, sueños de futuras hazañas, hidalguía, honradez netamente cristiana y mesa bien abastecida. Es el hogar donde nació Teresa, unos años después de la muerte de Isabel la Católica. De niña, busca con avidez la amenidad y alegría del jardín, y empieza ya a descifrar el enigma de las cosas con aquel sentido poético que le hará decir más tarde: «Creo que en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque sea una hormiguita.» Ama, sobre todo, el agua, en la que verá siempre un sentido maravilloso. Entre sus hermanos hay uno algo mayor que ella, por el cual tiene especial predilección. «Vamos, Rodrigo», dice, cogiéndole del brazo con una mueca graciosa. Rodrigo se deja llevar, se sienta con su hermana en un ángulo del jardín, y allí el uno junto al otro se pasan largos ratos leyendo vidas de santos. Después comentan lo que han leído, se deciden a practicarlo, y un día la niña dice a su hermano: «Vamos a tierras de moros.» Y marchan animosos camino del martirio, descendiendo la colina avilesa, cuando un tío suyo los sorprendió en su fuga y los devolvió al hogar.
La hija de hidalgos siente los ímpetus heroicos. Su madre, Beatriz de Ahumada, buena, dulce, hermosa y algo sentimental, le muestra otro camino más sencillo. Háblala de la devoción a la Virgen, la exhorta a la virtud y la enseña a rezar. Cuando Dios la llama a otra vida mejor, joven todavía, la niña siente una de las más fuertes impresiones de la infancia. El cadáver, los funerales, la desolación de la familia, hieren su sensibilidad infantil; empieza a sentir la seriedad de la vida, llora largamente, y cae de rodillas al pie de una estatua de la Virgen, pidiendo a María que sea su madre. En la habitación vacía encuentra un tesoro: son los libros que leía la difunta durante sus frecuentes enfermedades, libros de caballería, cuyos relatos van a llenar algún tiempo la imaginación de Teresa.
Siempre en compañía de Rodrigo, pero huyendo las miradas de su padre, que no puede ver aquellas cosas, pasa días enteros con Amadís, el pastor Darinel y la reina Pintiquiniestra. Si no tenía un libro nuevo no quedaba contenta, y frecuentemente la lectura continuaba hasta bien avanzada la noche. El tocado de las flores de Oriana le hace pensar en el suyo; empiezan los perfumes y las cintas, advierte que tiene «unas manos muy lindas, aunque pequeñas», y su sensibilidad toma un aspecto nuevo: es un sentimiento confuso, que no deja de angustiarla un poco cuando se encuentra en presencia de un primo suyo, con el cual, sobre todo, gusta de trabar conversación, oyendo sucesos «de sus aficiones y niñerías no nada buenas». Sin embargo, ni un momento pensó marchar con este primo suyo en busca de aventuras caballerescas, como pensara antes con su hermano Rodrigo emigrar a tierra de moros para que les descabezasen. Su imaginación, orientada impetuosamente a la acción, contentóse ahora con planear y aun empezar a escribir un libro como aquellos que le apasionaban.
A los dieciséis años entra de colegiala en las Agustinas de la ciudad. Como antes en su casa, en el convento es el ídolo de las monjas. Y así sucederá dondequiera que vaya. Ella lo ve, y no acierta a explicárselo. «No sé cómo me quieren tanto.» Nosotros nos lo explicamos mejor. Uno que la conoció, decía: «Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa, y hasta su última edad mostraba serlo.» Un rostro inefablemente límpido, un cutis fino, un tinte suave y dorado, iluminado por el brillo de aquellos ojos negros que tanto gustaban a su padre, Alonso de Cepeda, ojos ahora serios y profundos, ahora alegres y comunicativos, como cuando reía descubriendo los dientes deslumbrantes; un corazón franco y ardiente, que parece no pedía más «que aficionarse»; una gracia natural en el hablar, y otras muchas cualidades que enumeran los biógrafos al describir su «maravillosa belleza», nos explican suficientemente lo que ella no se podía explicar.
En el colegio, Teresa conversaba sobre todo con una santa monja, María Briceño, cuya influencia fue decisiva en su existencia. Hasta entonces había sido «enemiguísima» de ser religiosa; ahora empezó a mirar la vocación sin recelo. Veía llorar en su oración a las religiosas y ella quería llorar también; «pero mi corazón era muy duro». Al año, Dios le envía su primera enfermedad. Sus hermanos la ven de nuevo en la casona con su vestido de color naranja, adornado con galones de terciopelo negro, pero casi no la conocen.
Una estancia en casa de su tío Pedro, en Ortigosa, va a acentuar aquella transformación. Allí cae por vez primera en sus manos un libro que dejará hondas huellas en su alma y en sus escritos: El tercer Abecedario, de Osuna. La joven lee, el viejo filósofo escucha, comenta y aplica la lectura a las necesidades de su sobrina. Teresa atravesaba aquellos días un mar revuelto de tentaciones; el anciano comprende a su raza; guía la nave como buen piloto, y la nave llega incólume al puerto. El puerto es el convento de la Encarnación, de ávila.
Alonso de Cepeda se ha negado al principio, «pero como en el carácter de su hija está el desear ardientemente», ha conseguido el consentimiento paterno, y en 1536 viste el hábito del Carmen. La fascinación inconsciente de la hazaña la movía, como a sus hermanos, camino de América. Quería ser santa «a fuerza de brazos». Los principios de su vida religiosa son abundantes en espirituales delicias, aunque ella misma nos dice que aún no tenía el amor. En el convento hay una hermana con una enfermedad contagiosa; las monjas se apartan de ella; Teresa se consagra a su servicio.
No contenta con esto, pide en su oración la enfermedad, «decidida a conseguir a todo precio los bienes que no se acaban». Y vino aquella enfermedad que Teresa nos pinta con su talento prodigioso de las descripciones: excitación nerviosa; crisis de lágrimas, profunda melancolía, inquietudes y espantos, que la hacían temblar por cualquier cosa, desmayos, dolores terribles, gritos lastimeros, que dieron motivos para pensar si aquello sería rabia, y aquel ataque postrero que la hizo estar cuatro días hecha un ovillo, y del cual salió con la lengua destrozada, la garganta ardiendo, la cabeza delirante, los huesos dislocados y con una nerviosidad tal, que no se atrevía a estar sola ni aun a plena luz. Fue una crisis que duró casi un año y que enriqueció su alma con la inteligencia del sufrimiento, con aquel sentido de la compasión que es una de las ideas-fuerza de su vida.
La enfermedad ha hecho olvidar a Teresa sus primeros fervores. Nuevamente ha vivido algunos días en casa del hidalgo de Ortigosa, y de allí trae profundamente arraigada la gran verdad de que «todo era nada», principio fundamental de su vida. Rodrigo muere en el Paraguay (1538), y esta noticia parece confirmar el pensamiento de la vanidad de todas las cosas, renovado nuevamente con motivo de la muerte de su padre (1544), puesto que las últimas palabras de Alonso a sus hijos fue aquel severo «que se acaba todo». Sin embargo, ahora vienen los dieciocho años de relajación: las lecturas inútiles, según su manera de ver, la tibieza espiritual, las largas horas de locutorio.
Teresa tenía el arte y el gusto de la conversación. «Yo no soy para más de parlar», decía ella misma, y añade: «Siempre tuve esta falta, de no saberme dar a entender sino a costa de muchas palabras.» Cuando sus primos le hablaban de amores y de gestas guerreras, ella «los sustentaba plática». Así será hasta el fin; sus últimas cartas son tan verbosas y abundantes como las que escribe al comenzar sus fundaciones; y al leer sus escritos parece que estamos oyendo la charla fina, elegante, jovial y movediza de la monja detrás de la reja. A su modo, aquellos largos años forman un período de preparación. La universidad de Teresa, de Doña Teresa de Ahumada, como firmaba entonces sus cartas, fue la conversación. Su espíritu curioso sacaba partido de todo, y es mucho lo que pudo aprender durante aquellas charlas interminables, pues, como dice Bañes, «por su gracia y gentileza, eran muchas las personas de toda condición que venían a visitarla».
Efectivamente; si abrimos cualquier biografía de la santa, veremos en ella los nombres más ilustres de la España de aquel tiempo: el rey, las grandes familias del reino, los doctores de Salamanca, los santos y los escritores famosos. Poco a poco su emotividad ha ido evolucionando hacia un equilibrio perfecto; se ha ido enriqueciendo y afinando su inteligencia, aquella soberana inteligencia que hacía decir a un doctor famoso: «Prefiero discutir con todos los teólogos del mundo antes que con la Madre Teresa.» Ha aprendido ya mucho de la vida y de los hombres. El mundo se le presenta tal cual es: «no parece sino una comedia»; y en adelante podrá ver sin sorpresa, con benevolencia, las actitudes más desconcertantes del corazón humano. Más tarde dirá, no sin malicia: «De joven me decían que era hermosa, y yo me lo creí; más tarde encontraron que tenía inteligencia, y me lo creí también; hoy me dicen que soy santa, pero estoy demasiado escarmentada para hacerme ilusiones.»
Estamos en 1555. Teresa acaba de cumplir cuarenta años. De repente, su vida toma una dirección nueva, que guardará hasta el fin. Una estatua de Cristo atado a la columna, en que otras veces no había parado mientes, operó en ella la transformación. Ahora su alma estaba preparada por la lectura reciente de las Confesiones de San Agustín, y tal vez por algún sermón de los jesuitas, que acababan de establecerse en ávila. El año siguiente tiene ya oración de recogimiento, de quietud y de unión. Siguen a esto las visiones intelectuales de Cristo, con audición frecuente de palabras divinas, y de 1558 es la visión total de la humanidad del Salvador y el primer arrobamiento.
Es el tiempo en que la santa se ve privada de sus lecturas, pues un decreto de la Inquisición ha mandado retirar gran parte de los libros místicos que corrían por España. Cristo se le aparece y la consuela con estas palabras: «No temas, hija mía; Yo te mostraré un libro divino.» Algo después se presenta el serafín que atraviesa su corazón con el dardo encendido: es la transverberación (1560). A éstos suceden otros muchos favores. Teresa ha sido arrebatada a las más altas regiones de la contemplación; siente éxtasis continuos; vive en ese misterio divino de la mística. Y, ¡cosa extraña!, al mismo tiempo empieza su vida de acción. La mística va en ella a la par de la fundadora y de la escritora.
Acababa de pronunciar su impetuoso «muero porque no muero», y esto, al parecer, debiera haber paralizado en ella toda actividad. Es, precisamente, todo lo contrario. A veces, sí, sentía un ansia mortal al verse en la precisión de dejar el recogimiento para lanzarse «a esa farsa de la vida tan mal concertada». Pero no era precisamente la acción lo que la atraía; era «el morir o padecer», era «el querer vivir para servirle», la visión de Cristo paciente, el recuerdo de aquella estatua que un día había conmovido su alma, la visión del estado de la Iglesia, la rebeldía luterana, la necesidad de reforma, la fuerza del paganismo y de la herejía. «Estáse el mundo ardiendo—escribía a sus hijas—; quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios; quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el Cielo?» Esta es la idea que le mueve; Cristo sangrando y agonizando la inspira la reforma del Carmelo y la lanza a su vida de apostolado y de doctorado.
Entre las reliquias de su santa Madre que enseñan las carmelitas de Burgos, hay una alpargata, una sandalia de un tejido grosero de fibras leñosas. Este vil calzado oprimió el pie aristocrático de doña Teresa de Ahumada, aquel pie tan fino, tan delicado, que aun después de su muerte, lo dice uno que le vio, era transparente como el nácar. Según una leyenda, era tan pequeño, que no se le vio bien más que una vez. Un gentilhombre quedó admirado de él y se lo dijo a Teresa: «Mírele bien vuestra merced—respondió ella donosamente—; porque ya no lo volverá a ver.» Desde entonces, las feas alpargatas reemplazaron a los ligeros chapines. ¡Pobres pies de Teresa! Ellos recorrieron todos los caminos de España, los de la estepa arenosa y la abrasada llanura, los caminos cubiertos de barro y las sendas inundadas de agua y endurecidas del hielo, humildes instrumentos del alma de fuego que los movía.
En 1561 planea Teresa su primera fundación: San José de ávila, y con ella sienta el fundamento de la reforma carmelitana, en la cual va a desplegar sus dotes, prodigiosas de voluntad, de organización, de tenacidad. La oposición es terrible, los mitigados se oponen con toda suerte de armas; el mismo Nuncio del Papa la llama «fémina inquieta y andariega»; pero nada puede acobardarla. Sobre su alma de mujer, fama y delicada, viste la coraza de una energía varonil capaz de resistir todas las dificultades. Un fraile que llega a conocerla, exclama con admiración: «Me habían dicho que era una mujer; pero es un hombre, y uno de los hombres mas viriles que he visto jamás.» Es el tiempo en que repite con frecuencia: «Obras, que no palabras»; cuando escribe aquella enérgica frase de su Camino de perfección, que parece una orden del Gran Capitán: «Acá esta hambre no la puede haber, que baste a que se rindan; a morir, sí, mas no a quedar vencidos.» Con resolución heroica, Teresa recorre las sierras y las llanuras; va de ávila a Medina, de Valladolid a Córdoba, de Sevilla a Burgos, dejando en todas partes ciudadelas de oraciones y penitencias; realiza la ascensión de aquel calvario cuyas principales estaciones se llaman Medina, Malagón, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba, Segovia, Beas, Sevilla, Villanueva, Falencia, Soria y, finalmente, Burgos, donde, anciana ya, enferma, agotada por las intemperies y las contradicciones, recibe, según expresión de uno de sus biógrafos, la corona de espinas y de rosas.
No obstante, quiere seguir trabajando, sin pensar ya en aquella sed intolerable de morir que antes la atormentaba. Los transportes de antaño se han apaciguado en una certidumbre inefable; han cesado las visiones imaginativas y sólo quedan las intelectuales; una paz serena la envuelve; la víctima aguarda serena el momento de la entrega definitiva. De Burgos, Teresa quiere regresar a ávila, pero no puede llegar. A las seis de la tarde del 20 de septiembre llega a Alba de Tormes, tan deshecha, que tiene que guardar cama. «¡Válgame Dios—dice a sus monjas—, qué cansada me siento! Más ha de veinte anos que nunca me acosté tan temprano.» El 4 de octubre, aquella alma gigantesca dejaba este mundo, pequeño para ella, después de catorce horas de éxtasis.
Increíble parece que Santa Teresa haya podido llevar aquella baraúnda de cosas, como ella decía, juntamente con aquellas experiencias místicas, que parecían alejarla de todo lo criado. Apenas concebimos que pueda haber un alma capaz de desdoblarse hasta ese punto, y, sin embargo, los cuatro lustros de las ascensiones y de las fundaciones son también los de su prodigiosa labor literaria. En 1562 termina su Vida y empieza el Camino de perfección; en 1563 redacta las Constituciones de la reforma, y escribe la Relación espiritual a su confesor; a estas obras siguen las Exclamaciones (1568); las Fundaciones (1573); los Conceptos (1574); el Modo de visitar (1575) y las Relaciones (1576). En 1577, inmovilizada en Toledo por orden del Nuncio entre arrobamientos y apariciones, entre luchas con los demonios y contradicciones de los hombres, acaba en seis meses el libro de Las Moradas.
Entre tanto, lleva adelante la dirección de la reforma y el trabajo abrumador de la correspondencia. «Estas cartas me matan», decía, y con frecuencia están firmadas a las tres de la mañana; y todo en ellas es serenidad y mesura; nada que revele impaciencia ni desequilibrio interior, ni depresión ni exaltación excesiva. En aquellos últimos años de su vida; todas las facultades de Teresa parecen prodigiosamente armonizadas para formar un tipo psíquico perfecto, delante del cual sentimos esa admiración profunda que despiertan los más grandes genios de la Humanidad. Sensibilidad fina, delicada, abierta a todas las emociones humanas, sostenida por una imaginación sobria y obediente a la razón; corazón que se conmueve a la vista de la naturaleza, y se derrama en las más tiernas efusiones de la amistad; emotividad rica y profunda, pero dócil a la primera insinuación de un temple de acero; voluntad ardiente, arraigada en el amor de Dios, taladrada por el sentido de la compasión hacia Cristo sufriente y hacia las almas; orientada al cumplimiento del bien, sin asomo de vacilación; colocada por el dominio de sí misma en una región límpida de serenidad y de independencia; inteligencia penetrante y certera, con todos los caracteres de un temperamento de mujer y con las más raras cualidades, exacta, precisa, escrupulosa, excepto en las fechas—detalle muy femenino—, cortante como un acero de Toledo, clara como el cielo de Castilla, realista y práctica, acrisolada en el choque de las duras realidades de la vida, y, no obstante, irreductiblemente optimista, con una jovialidad que plega graciosamente los labios en una sonrisa irónica y salta de la pluma con donaire juguetón.
El «todo nada» no frunce un instante el ceño de Teresa, ni pone en su estilo la menor huella de pedantería. Diríase que Dios había querido realizar este ideal humano para llenarle de su espíritu y revelar a los hombres aquella ciencia trascendente de la vida espiritual, que, en frase de Luís de León, «es la más generosa filosofía que nunca imaginaron los hombres». «Mujer de genio, ha dicho un moderno, ella descubrió las leyes de la gravitación de las almas, como Kepler, su contemporáneo, la de los cuerpos», y Menéndez y Pelayo ha podido declarar que ni Malebranche ni Leibnitz descubrieron tan poderosa ontología. Otros nos aseguran que ningún país puede presentarnos un escritor que le iguale en penetración de análisis psicológico, y que su sensibilidad estaba a la altura de los más grandes poetas. Sin darse ella cuenta, jugando casi, movida sólo por su deseo de obedecer, Teresa no sólo enriqueció el patrimonio de la humanidad, sino que le amplió extraordinariamente, trayendo del Cielo tesoros maravillosos de verdad divina, envueltos en el manto de oro de la belleza.
La hija de hidalgos siente los ímpetus heroicos. Su madre, Beatriz de Ahumada, buena, dulce, hermosa y algo sentimental, le muestra otro camino más sencillo. Háblala de la devoción a la Virgen, la exhorta a la virtud y la enseña a rezar. Cuando Dios la llama a otra vida mejor, joven todavía, la niña siente una de las más fuertes impresiones de la infancia. El cadáver, los funerales, la desolación de la familia, hieren su sensibilidad infantil; empieza a sentir la seriedad de la vida, llora largamente, y cae de rodillas al pie de una estatua de la Virgen, pidiendo a María que sea su madre. En la habitación vacía encuentra un tesoro: son los libros que leía la difunta durante sus frecuentes enfermedades, libros de caballería, cuyos relatos van a llenar algún tiempo la imaginación de Teresa.
Siempre en compañía de Rodrigo, pero huyendo las miradas de su padre, que no puede ver aquellas cosas, pasa días enteros con Amadís, el pastor Darinel y la reina Pintiquiniestra. Si no tenía un libro nuevo no quedaba contenta, y frecuentemente la lectura continuaba hasta bien avanzada la noche. El tocado de las flores de Oriana le hace pensar en el suyo; empiezan los perfumes y las cintas, advierte que tiene «unas manos muy lindas, aunque pequeñas», y su sensibilidad toma un aspecto nuevo: es un sentimiento confuso, que no deja de angustiarla un poco cuando se encuentra en presencia de un primo suyo, con el cual, sobre todo, gusta de trabar conversación, oyendo sucesos «de sus aficiones y niñerías no nada buenas». Sin embargo, ni un momento pensó marchar con este primo suyo en busca de aventuras caballerescas, como pensara antes con su hermano Rodrigo emigrar a tierra de moros para que les descabezasen. Su imaginación, orientada impetuosamente a la acción, contentóse ahora con planear y aun empezar a escribir un libro como aquellos que le apasionaban.
A los dieciséis años entra de colegiala en las Agustinas de la ciudad. Como antes en su casa, en el convento es el ídolo de las monjas. Y así sucederá dondequiera que vaya. Ella lo ve, y no acierta a explicárselo. «No sé cómo me quieren tanto.» Nosotros nos lo explicamos mejor. Uno que la conoció, decía: «Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa, y hasta su última edad mostraba serlo.» Un rostro inefablemente límpido, un cutis fino, un tinte suave y dorado, iluminado por el brillo de aquellos ojos negros que tanto gustaban a su padre, Alonso de Cepeda, ojos ahora serios y profundos, ahora alegres y comunicativos, como cuando reía descubriendo los dientes deslumbrantes; un corazón franco y ardiente, que parece no pedía más «que aficionarse»; una gracia natural en el hablar, y otras muchas cualidades que enumeran los biógrafos al describir su «maravillosa belleza», nos explican suficientemente lo que ella no se podía explicar.
En el colegio, Teresa conversaba sobre todo con una santa monja, María Briceño, cuya influencia fue decisiva en su existencia. Hasta entonces había sido «enemiguísima» de ser religiosa; ahora empezó a mirar la vocación sin recelo. Veía llorar en su oración a las religiosas y ella quería llorar también; «pero mi corazón era muy duro». Al año, Dios le envía su primera enfermedad. Sus hermanos la ven de nuevo en la casona con su vestido de color naranja, adornado con galones de terciopelo negro, pero casi no la conocen.
Una estancia en casa de su tío Pedro, en Ortigosa, va a acentuar aquella transformación. Allí cae por vez primera en sus manos un libro que dejará hondas huellas en su alma y en sus escritos: El tercer Abecedario, de Osuna. La joven lee, el viejo filósofo escucha, comenta y aplica la lectura a las necesidades de su sobrina. Teresa atravesaba aquellos días un mar revuelto de tentaciones; el anciano comprende a su raza; guía la nave como buen piloto, y la nave llega incólume al puerto. El puerto es el convento de la Encarnación, de ávila.
Alonso de Cepeda se ha negado al principio, «pero como en el carácter de su hija está el desear ardientemente», ha conseguido el consentimiento paterno, y en 1536 viste el hábito del Carmen. La fascinación inconsciente de la hazaña la movía, como a sus hermanos, camino de América. Quería ser santa «a fuerza de brazos». Los principios de su vida religiosa son abundantes en espirituales delicias, aunque ella misma nos dice que aún no tenía el amor. En el convento hay una hermana con una enfermedad contagiosa; las monjas se apartan de ella; Teresa se consagra a su servicio.
No contenta con esto, pide en su oración la enfermedad, «decidida a conseguir a todo precio los bienes que no se acaban». Y vino aquella enfermedad que Teresa nos pinta con su talento prodigioso de las descripciones: excitación nerviosa; crisis de lágrimas, profunda melancolía, inquietudes y espantos, que la hacían temblar por cualquier cosa, desmayos, dolores terribles, gritos lastimeros, que dieron motivos para pensar si aquello sería rabia, y aquel ataque postrero que la hizo estar cuatro días hecha un ovillo, y del cual salió con la lengua destrozada, la garganta ardiendo, la cabeza delirante, los huesos dislocados y con una nerviosidad tal, que no se atrevía a estar sola ni aun a plena luz. Fue una crisis que duró casi un año y que enriqueció su alma con la inteligencia del sufrimiento, con aquel sentido de la compasión que es una de las ideas-fuerza de su vida.
La enfermedad ha hecho olvidar a Teresa sus primeros fervores. Nuevamente ha vivido algunos días en casa del hidalgo de Ortigosa, y de allí trae profundamente arraigada la gran verdad de que «todo era nada», principio fundamental de su vida. Rodrigo muere en el Paraguay (1538), y esta noticia parece confirmar el pensamiento de la vanidad de todas las cosas, renovado nuevamente con motivo de la muerte de su padre (1544), puesto que las últimas palabras de Alonso a sus hijos fue aquel severo «que se acaba todo». Sin embargo, ahora vienen los dieciocho años de relajación: las lecturas inútiles, según su manera de ver, la tibieza espiritual, las largas horas de locutorio.
Teresa tenía el arte y el gusto de la conversación. «Yo no soy para más de parlar», decía ella misma, y añade: «Siempre tuve esta falta, de no saberme dar a entender sino a costa de muchas palabras.» Cuando sus primos le hablaban de amores y de gestas guerreras, ella «los sustentaba plática». Así será hasta el fin; sus últimas cartas son tan verbosas y abundantes como las que escribe al comenzar sus fundaciones; y al leer sus escritos parece que estamos oyendo la charla fina, elegante, jovial y movediza de la monja detrás de la reja. A su modo, aquellos largos años forman un período de preparación. La universidad de Teresa, de Doña Teresa de Ahumada, como firmaba entonces sus cartas, fue la conversación. Su espíritu curioso sacaba partido de todo, y es mucho lo que pudo aprender durante aquellas charlas interminables, pues, como dice Bañes, «por su gracia y gentileza, eran muchas las personas de toda condición que venían a visitarla».
Efectivamente; si abrimos cualquier biografía de la santa, veremos en ella los nombres más ilustres de la España de aquel tiempo: el rey, las grandes familias del reino, los doctores de Salamanca, los santos y los escritores famosos. Poco a poco su emotividad ha ido evolucionando hacia un equilibrio perfecto; se ha ido enriqueciendo y afinando su inteligencia, aquella soberana inteligencia que hacía decir a un doctor famoso: «Prefiero discutir con todos los teólogos del mundo antes que con la Madre Teresa.» Ha aprendido ya mucho de la vida y de los hombres. El mundo se le presenta tal cual es: «no parece sino una comedia»; y en adelante podrá ver sin sorpresa, con benevolencia, las actitudes más desconcertantes del corazón humano. Más tarde dirá, no sin malicia: «De joven me decían que era hermosa, y yo me lo creí; más tarde encontraron que tenía inteligencia, y me lo creí también; hoy me dicen que soy santa, pero estoy demasiado escarmentada para hacerme ilusiones.»
Estamos en 1555. Teresa acaba de cumplir cuarenta años. De repente, su vida toma una dirección nueva, que guardará hasta el fin. Una estatua de Cristo atado a la columna, en que otras veces no había parado mientes, operó en ella la transformación. Ahora su alma estaba preparada por la lectura reciente de las Confesiones de San Agustín, y tal vez por algún sermón de los jesuitas, que acababan de establecerse en ávila. El año siguiente tiene ya oración de recogimiento, de quietud y de unión. Siguen a esto las visiones intelectuales de Cristo, con audición frecuente de palabras divinas, y de 1558 es la visión total de la humanidad del Salvador y el primer arrobamiento.
Es el tiempo en que la santa se ve privada de sus lecturas, pues un decreto de la Inquisición ha mandado retirar gran parte de los libros místicos que corrían por España. Cristo se le aparece y la consuela con estas palabras: «No temas, hija mía; Yo te mostraré un libro divino.» Algo después se presenta el serafín que atraviesa su corazón con el dardo encendido: es la transverberación (1560). A éstos suceden otros muchos favores. Teresa ha sido arrebatada a las más altas regiones de la contemplación; siente éxtasis continuos; vive en ese misterio divino de la mística. Y, ¡cosa extraña!, al mismo tiempo empieza su vida de acción. La mística va en ella a la par de la fundadora y de la escritora.
Acababa de pronunciar su impetuoso «muero porque no muero», y esto, al parecer, debiera haber paralizado en ella toda actividad. Es, precisamente, todo lo contrario. A veces, sí, sentía un ansia mortal al verse en la precisión de dejar el recogimiento para lanzarse «a esa farsa de la vida tan mal concertada». Pero no era precisamente la acción lo que la atraía; era «el morir o padecer», era «el querer vivir para servirle», la visión de Cristo paciente, el recuerdo de aquella estatua que un día había conmovido su alma, la visión del estado de la Iglesia, la rebeldía luterana, la necesidad de reforma, la fuerza del paganismo y de la herejía. «Estáse el mundo ardiendo—escribía a sus hijas—; quieren tornar a sentenciar a Cristo, como dicen, pues le levantan mil testimonios; quieren poner su Iglesia por el suelo, ¿y hemos de gastar tiempo en cosas que por ventura, si Dios se las diese, tendríamos un alma menos en el Cielo?» Esta es la idea que le mueve; Cristo sangrando y agonizando la inspira la reforma del Carmelo y la lanza a su vida de apostolado y de doctorado.
Entre las reliquias de su santa Madre que enseñan las carmelitas de Burgos, hay una alpargata, una sandalia de un tejido grosero de fibras leñosas. Este vil calzado oprimió el pie aristocrático de doña Teresa de Ahumada, aquel pie tan fino, tan delicado, que aun después de su muerte, lo dice uno que le vio, era transparente como el nácar. Según una leyenda, era tan pequeño, que no se le vio bien más que una vez. Un gentilhombre quedó admirado de él y se lo dijo a Teresa: «Mírele bien vuestra merced—respondió ella donosamente—; porque ya no lo volverá a ver.» Desde entonces, las feas alpargatas reemplazaron a los ligeros chapines. ¡Pobres pies de Teresa! Ellos recorrieron todos los caminos de España, los de la estepa arenosa y la abrasada llanura, los caminos cubiertos de barro y las sendas inundadas de agua y endurecidas del hielo, humildes instrumentos del alma de fuego que los movía.
En 1561 planea Teresa su primera fundación: San José de ávila, y con ella sienta el fundamento de la reforma carmelitana, en la cual va a desplegar sus dotes, prodigiosas de voluntad, de organización, de tenacidad. La oposición es terrible, los mitigados se oponen con toda suerte de armas; el mismo Nuncio del Papa la llama «fémina inquieta y andariega»; pero nada puede acobardarla. Sobre su alma de mujer, fama y delicada, viste la coraza de una energía varonil capaz de resistir todas las dificultades. Un fraile que llega a conocerla, exclama con admiración: «Me habían dicho que era una mujer; pero es un hombre, y uno de los hombres mas viriles que he visto jamás.» Es el tiempo en que repite con frecuencia: «Obras, que no palabras»; cuando escribe aquella enérgica frase de su Camino de perfección, que parece una orden del Gran Capitán: «Acá esta hambre no la puede haber, que baste a que se rindan; a morir, sí, mas no a quedar vencidos.» Con resolución heroica, Teresa recorre las sierras y las llanuras; va de ávila a Medina, de Valladolid a Córdoba, de Sevilla a Burgos, dejando en todas partes ciudadelas de oraciones y penitencias; realiza la ascensión de aquel calvario cuyas principales estaciones se llaman Medina, Malagón, Toledo, Pastrana, Salamanca, Alba, Segovia, Beas, Sevilla, Villanueva, Falencia, Soria y, finalmente, Burgos, donde, anciana ya, enferma, agotada por las intemperies y las contradicciones, recibe, según expresión de uno de sus biógrafos, la corona de espinas y de rosas.
No obstante, quiere seguir trabajando, sin pensar ya en aquella sed intolerable de morir que antes la atormentaba. Los transportes de antaño se han apaciguado en una certidumbre inefable; han cesado las visiones imaginativas y sólo quedan las intelectuales; una paz serena la envuelve; la víctima aguarda serena el momento de la entrega definitiva. De Burgos, Teresa quiere regresar a ávila, pero no puede llegar. A las seis de la tarde del 20 de septiembre llega a Alba de Tormes, tan deshecha, que tiene que guardar cama. «¡Válgame Dios—dice a sus monjas—, qué cansada me siento! Más ha de veinte anos que nunca me acosté tan temprano.» El 4 de octubre, aquella alma gigantesca dejaba este mundo, pequeño para ella, después de catorce horas de éxtasis.
Increíble parece que Santa Teresa haya podido llevar aquella baraúnda de cosas, como ella decía, juntamente con aquellas experiencias místicas, que parecían alejarla de todo lo criado. Apenas concebimos que pueda haber un alma capaz de desdoblarse hasta ese punto, y, sin embargo, los cuatro lustros de las ascensiones y de las fundaciones son también los de su prodigiosa labor literaria. En 1562 termina su Vida y empieza el Camino de perfección; en 1563 redacta las Constituciones de la reforma, y escribe la Relación espiritual a su confesor; a estas obras siguen las Exclamaciones (1568); las Fundaciones (1573); los Conceptos (1574); el Modo de visitar (1575) y las Relaciones (1576). En 1577, inmovilizada en Toledo por orden del Nuncio entre arrobamientos y apariciones, entre luchas con los demonios y contradicciones de los hombres, acaba en seis meses el libro de Las Moradas.
Entre tanto, lleva adelante la dirección de la reforma y el trabajo abrumador de la correspondencia. «Estas cartas me matan», decía, y con frecuencia están firmadas a las tres de la mañana; y todo en ellas es serenidad y mesura; nada que revele impaciencia ni desequilibrio interior, ni depresión ni exaltación excesiva. En aquellos últimos años de su vida; todas las facultades de Teresa parecen prodigiosamente armonizadas para formar un tipo psíquico perfecto, delante del cual sentimos esa admiración profunda que despiertan los más grandes genios de la Humanidad. Sensibilidad fina, delicada, abierta a todas las emociones humanas, sostenida por una imaginación sobria y obediente a la razón; corazón que se conmueve a la vista de la naturaleza, y se derrama en las más tiernas efusiones de la amistad; emotividad rica y profunda, pero dócil a la primera insinuación de un temple de acero; voluntad ardiente, arraigada en el amor de Dios, taladrada por el sentido de la compasión hacia Cristo sufriente y hacia las almas; orientada al cumplimiento del bien, sin asomo de vacilación; colocada por el dominio de sí misma en una región límpida de serenidad y de independencia; inteligencia penetrante y certera, con todos los caracteres de un temperamento de mujer y con las más raras cualidades, exacta, precisa, escrupulosa, excepto en las fechas—detalle muy femenino—, cortante como un acero de Toledo, clara como el cielo de Castilla, realista y práctica, acrisolada en el choque de las duras realidades de la vida, y, no obstante, irreductiblemente optimista, con una jovialidad que plega graciosamente los labios en una sonrisa irónica y salta de la pluma con donaire juguetón.
El «todo nada» no frunce un instante el ceño de Teresa, ni pone en su estilo la menor huella de pedantería. Diríase que Dios había querido realizar este ideal humano para llenarle de su espíritu y revelar a los hombres aquella ciencia trascendente de la vida espiritual, que, en frase de Luís de León, «es la más generosa filosofía que nunca imaginaron los hombres». «Mujer de genio, ha dicho un moderno, ella descubrió las leyes de la gravitación de las almas, como Kepler, su contemporáneo, la de los cuerpos», y Menéndez y Pelayo ha podido declarar que ni Malebranche ni Leibnitz descubrieron tan poderosa ontología. Otros nos aseguran que ningún país puede presentarnos un escritor que le iguale en penetración de análisis psicológico, y que su sensibilidad estaba a la altura de los más grandes poetas. Sin darse ella cuenta, jugando casi, movida sólo por su deseo de obedecer, Teresa no sólo enriqueció el patrimonio de la humanidad, sino que le amplió extraordinariamente, trayendo del Cielo tesoros maravillosos de verdad divina, envueltos en el manto de oro de la belleza.
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