domingo, 7 de octubre de 2012

Homília



Este primer libro de la Biblia se hace eco de una preocupación latente en los hombres y mujeres de todos los tiempos: la soledad. “No es bueno que el hombre esté solo” (Gen.2,18) Hemos sido creados para amar y ser amados. Por ello, cuando la persona no encuentra respuesta a su afecto se siente deprimida y desmotivada. Necesitamos que alguien forme parte de nuestra vida para compartir afectos, ilusiones, esperanzas, aficiones, juegos... La presencia de la persona amada da fortaleza de ánimo y potencia las razones para seguir viviendo.

Por desgracia, la sociedad de “progreso” en la que nos desenvolvemos, las ocupaciones laborales, las prisas y los escasos momentos para una buena comunicación, van generando bolsas de soledad, sobre todo en los ancianos y los enfermos. Por muchos centros geriátricos que se creen, nada puede sustituir el cuidado afectivo. Es cruel e inhumano dejar que cualquier persona consuma en soledad los últimos años de su vida. Esta misma semana me sentí conmovido al contemplar un reportaje televisivo sobre uno de los hospitales de la Madre Teresa en Calcuta. Un voluntario español, ya anciano, decidió hace unos años dedicar su vida a los enfermos, algunos terminales, de este hospital. Ver la sonrisa de los enfermos ante el estímulo, las caricias y el amor de su cuidador es un testimonio maravilloso y un toque de atención hacia la sociedad hedonista y materialista, que da la espalda a sus seres más indefensos.

Sobre la presencia y necesidad del amado, San Juan de la Cruz, ha escrito uno de los más bellos poemas de la literatura castellana:

“Pastores los que viereis allá por las majadas al otero, si por ventura viereis a aquel que yo más quiero decidle que adolezco, peno y muero” (Cántico Espiritual).


Los fariseos formulan a Jesús una pregunta malévola sobre el divorcio entre el hombre y su mujer apoyándose en una ley establecida por Moisés. La respuesta de Jesús va más allá de la ley mosaica, achacable a la “dureza de corazón”, para recuperar la validez originaria que Dios quiere para el hombre, al “crearle macho y hembra”, con la vocación de ser “una sola carne”. El amor y la fidelidad implican por igual al hombre y a la mujer.

En tiempos de Jesús era sólo el hombre el sujeto de derechos; podía repudiar a la mujer o lapidarla por adúltera. Las mismas acciones por parte del hombre carecían de castigo. Dentro de una sociedad de sangrantes desigualdades entre ambos sexos, contrasta la actitud de Jesús que perdona, ama y tiene misericordia hacia las mujeres, a quienes nunca negó una petición. Algo asombroso en un rabí judío..


Los cristianos debemos transparentar más que nunca, en los tiempos que nos toca vivir, la importancia y cultivo del amor conyugal como célula básica de comunicación. La familia ha sufrido últimamente graves agresiones desde el entorno político que gobierna: matrimonio homosexual, divorcio exprés, ley del aborto en tramitación, asignatura de Educación para la Ciudadanía, falta de apoyo institucional... tendentes a destruir lo que sigue siendo, a pesar de todo, el supremo valor de nuestra sociedad.

Vivimos en una vorágine de desestructuración familiar, cuyas consecuencias están afectando a millones de niños y jóvenes., con frecuentes desajustes sicológicas. No se pueden patentar estos “avances” en nombre de la libertad y de la modernidad, casi siempre planteados demagógicamente con fines políticos electorales, sin que se deteriore la convivencia. A la vista está: basta echar una mirada alrededor los fines de semana.

Si queremos, de verdad, una sociedad que conviva fraternalmente, hemos de cultivar la unidad familiar, empezando por el amor de los esposos. El amor es un arte, es como un jardín al que hay que cuidar con esmero, limpiarlo y regarlo con frecuencia para obtener los frutos deseados. El mejor riego es el diálogo y la comunicación diarios, aunque haya que prescindir de la tv y otras aficiones. Nada hay más importante que salvaguardar la mutua unión.

La expresión de los propios sentimientos, la escucha atenta y aceptar al otro en su singularidad, contribuye también al buen clima conyugal. Las crisis son inevitables, como lo son las discrepancias, pero el amor y el respeto pasan por encima cuando ha madurado la relación.

San Pablo, en la famosa apología del amor, de I Cor. 13 nos habla de la cualidades del auténtico amor: comprensión, servicio, disculpa, aguante, espera, ternura... El espíritu de sacrificio y la generosidad hacia el otro son detalles que confirman el crecimiento del amor.

Tirar por la calle de en medio cuando llegan los contratiempos y las peleas, sin que se sepa tener paciencia y apertura al diálogo, demuestra que no ha habido una base seria, que se ha edificado una casa sin cimientos, que se derrumbará inexorablemente. Conscientes de la gravedad del problema, la mayoría de las parroquias están promocionando los Cursillos de Novios como requisito necesario para preparar adecuadamente el matrimonio.

Aún así, el porcentaje de separaciones es altísimo. ¿Qué está ocurriendo realmente? ¿Será verdad, como piensan algunos, que el matrimonio es la suma de egoísmos, el resto de libertades, la multiplicación de problemas y la división de opiniones”? ¿Será verdad que “el buey suelto bien se lame”? La sociedad de hoy, con sus adelantos tecnológicos, nos prepara para vivir como casados- solteros, a picotear en el “árbol del amor” de los frutos que nos gustan y evitar los compromisos formales. Pero esto no garantiza la felicidad.

El ideal radica en volver a la bondad primigenia del Paraíso: hombre y mujer amándose, y ser todo el uno para el otro. Da envidia contemplar a parejas que han sabido mimar su amor, aquilatado con el paso de los años, y se necesitan y buscan, porque no pueden. vivir sin estar juntos.


Jesús, ante la mala fe de los fariseos, pone como ejemplo la sencillez de los niños, que son capaces de aceptar la autoridad, dejarse llevar con sencillez, aceptar de buen grado las enseñanzas recibidas y confiar en las personas que guían su caminar cotidiano. El Reino de Dios crece, se multiplica y ahonda cuando lo sembrado en el corazón se acoge con la humildad de un niño. Jesús nos da ejemplo, camino de Jerusalén, abandonándose a la voluntad de su Padre del cielo. También nosotros somos invitados en la Eucaristía a fortalecernos, con el alimento que Jesús nos regala, para avanzar con El por el camino que lleva a la vida eterna.

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