Es uno de los grandes caracteres del gran siglo español. No brilló en el campo de la literatura, ni en el de las armas, ni en el de la política, pero en la santidad fue un gigante, y en la penitencia es único dentro de los fastos de la Iglesia. Su vida fue rectilínea, su voluntad firme, sin titubeos ni vacilaciones, aunque no sin grandes combates interiores. Hijo de una familia noble y pudiente, mimado y querido por todos en su villa de Alcántara, estudiante de indiscutible porvenir en Salamanca, este extremeño tenía el temple férreo de los conquistadores americanos. Con el nombre de Pedro de Garavito y Villela de Sanabria hubiera podido brillar al lado de sus paisanos y contemporáneos Pizarro, Cortés o Arias Montano. Pero el campo de sus hazañas iba a ser mucho más alto. A los dieciséis años abandona el rumor de la Universidad, arrincona los libros de Derecho y se hace franciscano en un convento de Valencia de Alcántara, cerca de su pueblo natal, dispuesto, sencillamente, a ser santo.
Tal era su modestia, que a los tres años no conocía a ningún fraile del convento; algo más tarde aún no sabía si su celda tenía techo de vigas o de cielo raso. A los veinticinco años empieza su vida apostólica por tierras de Extremadura, y casi al mismo tiempo da a conocer sus aptitudes para los distintos cargos de la Orden. Este hombre, que parece vivir en un mundo distinto, es un superior ideal, caritativo, humilde, vigilante, atento a los intereses materiales y espirituales, primero como guardián de diversas casas, después, como definidor, provincial, visitador y comisario general. Funda conventos en España y Portugal, viaja constantemente, predica con vehemencia, es gran director y conocedor de espíritus, despierta el fervor de sus hermanos y crea dentro de la Orden franciscana una rama nueva, cuya austeridad hubiera llenado de admiración al mismo San Francisco.
Es uno de los grandes promotores del fervor religioso en la sociedad española del siglo XVI. Los pueblos escuchan con lágrimas sus discursos austeros, los nobles se ponen bajo su dirección, y muchos que le han oído una vez se van en pos de él al claustro. Su fama llega hasta la corte de Portugal; Juan III le llama a Lisboa, y el reino entero queda embalsamado con el hálito de sus virtudes. Otro tanto sucede en España. Fray Luis de Granada le trata familiarmente. San Francisco de Borja es su amigo y corresponsal, las hermanas de Felipe II quieren tenerle a su lado para seguridad de sus conciencias, y en 1557 Carlos V, retirado en Yuste, tiene con él este diálogo:
—Padre, mi intención y voluntad es que os encarguéis de mi alma y seáis mi confesor.
—Señor—responde el franciscano—, para ese oficio otro debe buscar vuestra majestad más digno, que yo no podría soportar las obligaciones de él.
—Haced vos lo que os mando, que yo sé lo que me conviene—replicó el cesar con aire contrariado.
Pedro, humilde y enérgico a la vez, cayó de rodillas ante el emperador, le besó la mano, y se contentó con decir estas palabras:
—Señor, vuestra majestad tenga por bien y se sirva que en este negocio se haga la voluntad de Dios. Si no vuelvo, tenga vuestra majestad por respuesta que no se sirve de ello.
Pedro de Alcántara no volvió a aparecer delante del césar.
Algo de aquel atractivo que ejercía el gran asceta de Alcántara sobre sus contemporáneos se debía a la fascinación de sus penitencias. Su pobreza y su mortificación eran ya proverbiales antes de su muerte. Parecía hecho de raíces de árboles, dice Santa Teresa de él, y muchos no comprendían cómo podía conservar la vida.
En sus fundaciones odiaba todo alarde de arquitectura y grandiosidad. El ideal era aquel convento de Pedroso, cuyos planos él mismo diseñó: treinta y dos pies de largo y veintiocho de ancho; iglesia para contener ocho personas: claustro tan pequeño, que cuatro religiosos le abarcaban; celdas en que sólo cabía una tarima de dos tablas para dormir; puertas tan bajas y angostas, que era preciso entrar ladeado y bajando la cabeza. Hay que reconocer que San Pedro de Alcántara no dejó mucho que admirar a los arqueólogos y arquitectos en sus numerosas fundaciones; pero, como él decía, más estrecha es la puerta del Cielo que la de sus conventos. De su celda, dice su amiga Santa Teresa: «Lo que dormía era sentado, la cabeza arrimada a un maderillo, que tenía hincado en la pared; echado, aunque quisiera, no podía, porque su celda, como se sabe, no era más larga que cuatro pies y medio.»
Tenía verdadero horror al sueño, mucho peor que la muerte, decía, porque ésta no nos quita la presencia de Dios. A fuerza de luchar llegó casi a suprimirle, y durante muchos años no empleó en él más que hora y media cada día. Comía cada tres días un poco de pan mojado en agua, y a veces se pasaba toda una semana sin probar bocado. Su vestido era la túnica y el manto, y bajo la túnica, dice Santa Teresa, «veinte años trajo silicio de hoja de lata continuo». Que nevase o hiciese sol, siempre llevaba desnudos los pies y la cabeza descubierta. «Si los que están en presencia de los reyes—decía—no se cubren, ni en presencia de Dios es bien hacerlo.» Cuando el frío era más intenso, abría la puerta y ventana de su celda y se quitaba el manto; después, con diversos intervalos, volvía a ponerse el manto, a entornar la puerta y a cerrar la ventana, diciendo al mismo tiempo: «Ahora, hermano cuerpo, no tendrás por qué quejarte.» A veces esto era un remedio contra la violencia del amor, que le obligó en más de una ocasión a sumergirse en el agua o a revolcarse en la nieve.
La ascesis, dentro del cristianismo, no es más que un medio para evitar los tropiezos que la carne puede ofrecer a los vuelos del espíritu, y así lo entendía San Pedro de Alcántara. Su fin verdadero estaba en la unión con Dios, y aunque se le conoce, sobre todo, por sus proverbiales penitencias, el contemplativo es en él más admirable aún que el asceta. Oraba sin cesar y en todas partes. A veces, una sola palabra le arrebataba de tal modo, que empezaba a lanzar gritos ininteligibles, salía fuera de sí y quedaba suspenso en el aire. Un día fue el principio del evangelio de San Juan, cuyo canto ensayaba un joven en el jardín del convento. Aquellas palabras: el Verbo se hizo carne, le impresionaron de tal manera, que, hecho un ovillo, empezó a volar, levantando un codo sobre el suelo, y de esta suerte pasó por cuatro puertas, sin recibir daño alguno, hasta llegar al altar mayor, donde quedó en éxtasis mucho tiempo. En otra ocasión, no pudiendo sufrir los ardores que le abrasaban interiormente, salió a la puerta, y allí, de rodillas, quedó suspendido en el aire delante de una cruz.
Dios quería preparar de esta manera a San Pedro para iluminar el espíritu de Santa Teresa de Jesús. Los dos santos se vieron por primera vez en 1560, cuando la mística abulense se hallaba en las mayores turbaciones. Del efecto que esta primera visita hizo a su alma, nos habla ella misma con estas palabras: «Fue el Señor servido remediar gran parte de mi trabajo, y por entonces todo, con traer a este lugar al bendito fray Pedro de Alcántara. Es autor de unos libros pequeños de oración, que ahora se tratan mucho, de romance, porque como bien la había ejercitado, escribió harto provechosamente para los que la tienen.»
Al año siguiente volvieron a verse de nuevo en Toledo, y el 14 de abril de 1562, con motivo de las dificultades que la santa encontraba para establecer su convento de San José en pobreza absoluta, le escribía San Pedro una carta, que es el mejor retrato de su espíritu: ardiente, altivo, impetuoso, arrebatado, más atento a seguir las palabras de Cristo que las observaciones de la experiencia humana, desconfiado de la razón, algo despectivo de la ciencia y de los argumentos teológicos, irritado contra los teólogos que traspasan los límites de su campo. «En seguir los consejos evangélicos es infidelidad tomar consejo. El consejo de Dios no puede dejar de ser bueno.» En casos de conciencia y de pleitos, bien están los juristas y los teólogos; «mas en la perfección de la vida, no se ha de tratar sino con los que la viven». Y añade, con un poco de ironía: «Si quiere tomar consejo de letrados sin espíritu, busque harta renta, a ver si le valen ellos, ni ella, más que el carecer de ella por seguir el consejo de Cristo. Creo más a Dios que a mi experiencia. No crea a los que la dijeren lo contrario por falta de luz, o por incredulidad, o por no haber gustado cuan suave es el Señor.»
Estas pocas frases son la clave de aquella vida extraordinaria. Si llegaron a oídos de los teólogos y las autoridades de ávila, lo que se puede dudar, dada la fina diplomacia de Santa Teresa, debieron entorpecer más que ayudar la obra de la reforma carmelitana. El obispo se mostraba contrario en absoluto a ella. Pedro de Alcántara le escribió, sin conseguir nada; pero logró al fin su consentimiento en una nueva visita que hizo a ávila para preparar la fundación del convento de San José.
En esta jornada le sucedió un percance que nos revela hasta qué punto había llegado a poseer el dominio de sí mismo. Era en la venta del Puerto del Pico. El santo se echó a descansar en el campo contiguo, con el manto colocado sobre la piedra que le servía de cabecera, mientras su acompañante rezaba el breviario lejos de él. En esto sale la ventera, gritando con gestos amenazadores: «¡Ladrones, granujas, ribaldos!» Era que el asnillo que llevaban para el camino estaba en el huerto comiéndose las coles. El santo escuchaba las injurias sin decir palabra, lo cual irritó a la pobre mujer de tal modo, que, llegándose a él, le quitó con tal fuerza el manto, que le hizo dar con la cabeza en la piedra y le descalabró. Apareció en esto un caballero de ávila que conocía al franciscano, y hubiera pegado fuego a la venta si el santo no le apaciguara, rogándole además que pagase los daños causados por el pollino.
Esto era el último año de la vida de Pedro de Alcántara. Estaba ya agotado y deshecho. La fiebre iba arruinando lo que había dejado en pie. Alto, huesudo, enhilado, parecía el tipo ideal de las figuras que por aquellos días pintaba el Greco en Toledo. La resistencia de aquel organismo era milagrosa, y un milagro toda su vida; atravesaba los ríos caminando sobre las aguas; leía los secretos de los corazones; salvaba las distancias con la velocidad del rayo; plantaba su bastón en el suelo y quedaba transformado en una higuera. Como él la voz de Dios, los elementos obedecían la suya.
Hacía un año que Santa Teresa le había avisado de la proximidad de su muerte, lo cual no le impidió seguir vigilando la observancia y visitando los conventos en calidad de comisario general de los reformados. La última enfermedad le sorprendió en Arenas, villa de la provincia de ávila. Llevado al hospital público, no cesaba de repetir: «Señor, lávame más todavía de mi iniquidad.» Al llegar el médico, preguntó: «Señor doctor, ¿cuándo hemos de caminar?» «Muy presto Padre», fue la respuesta, y el santo, lleno de gozo, recordó aquel verso del salmo: «Iremos a la casa del Señor.» «Cuando expiró—dice Santa Teresa—me apareció y dijo como se iba a descansar y qué bienaventurada penitencia, que tanto premio le había merecido. Hela aquí acabada la aspereza de vida con tan gran gloria.»
Tal era su modestia, que a los tres años no conocía a ningún fraile del convento; algo más tarde aún no sabía si su celda tenía techo de vigas o de cielo raso. A los veinticinco años empieza su vida apostólica por tierras de Extremadura, y casi al mismo tiempo da a conocer sus aptitudes para los distintos cargos de la Orden. Este hombre, que parece vivir en un mundo distinto, es un superior ideal, caritativo, humilde, vigilante, atento a los intereses materiales y espirituales, primero como guardián de diversas casas, después, como definidor, provincial, visitador y comisario general. Funda conventos en España y Portugal, viaja constantemente, predica con vehemencia, es gran director y conocedor de espíritus, despierta el fervor de sus hermanos y crea dentro de la Orden franciscana una rama nueva, cuya austeridad hubiera llenado de admiración al mismo San Francisco.
Es uno de los grandes promotores del fervor religioso en la sociedad española del siglo XVI. Los pueblos escuchan con lágrimas sus discursos austeros, los nobles se ponen bajo su dirección, y muchos que le han oído una vez se van en pos de él al claustro. Su fama llega hasta la corte de Portugal; Juan III le llama a Lisboa, y el reino entero queda embalsamado con el hálito de sus virtudes. Otro tanto sucede en España. Fray Luis de Granada le trata familiarmente. San Francisco de Borja es su amigo y corresponsal, las hermanas de Felipe II quieren tenerle a su lado para seguridad de sus conciencias, y en 1557 Carlos V, retirado en Yuste, tiene con él este diálogo:
—Padre, mi intención y voluntad es que os encarguéis de mi alma y seáis mi confesor.
—Señor—responde el franciscano—, para ese oficio otro debe buscar vuestra majestad más digno, que yo no podría soportar las obligaciones de él.
—Haced vos lo que os mando, que yo sé lo que me conviene—replicó el cesar con aire contrariado.
Pedro, humilde y enérgico a la vez, cayó de rodillas ante el emperador, le besó la mano, y se contentó con decir estas palabras:
—Señor, vuestra majestad tenga por bien y se sirva que en este negocio se haga la voluntad de Dios. Si no vuelvo, tenga vuestra majestad por respuesta que no se sirve de ello.
Pedro de Alcántara no volvió a aparecer delante del césar.
Algo de aquel atractivo que ejercía el gran asceta de Alcántara sobre sus contemporáneos se debía a la fascinación de sus penitencias. Su pobreza y su mortificación eran ya proverbiales antes de su muerte. Parecía hecho de raíces de árboles, dice Santa Teresa de él, y muchos no comprendían cómo podía conservar la vida.
En sus fundaciones odiaba todo alarde de arquitectura y grandiosidad. El ideal era aquel convento de Pedroso, cuyos planos él mismo diseñó: treinta y dos pies de largo y veintiocho de ancho; iglesia para contener ocho personas: claustro tan pequeño, que cuatro religiosos le abarcaban; celdas en que sólo cabía una tarima de dos tablas para dormir; puertas tan bajas y angostas, que era preciso entrar ladeado y bajando la cabeza. Hay que reconocer que San Pedro de Alcántara no dejó mucho que admirar a los arqueólogos y arquitectos en sus numerosas fundaciones; pero, como él decía, más estrecha es la puerta del Cielo que la de sus conventos. De su celda, dice su amiga Santa Teresa: «Lo que dormía era sentado, la cabeza arrimada a un maderillo, que tenía hincado en la pared; echado, aunque quisiera, no podía, porque su celda, como se sabe, no era más larga que cuatro pies y medio.»
Tenía verdadero horror al sueño, mucho peor que la muerte, decía, porque ésta no nos quita la presencia de Dios. A fuerza de luchar llegó casi a suprimirle, y durante muchos años no empleó en él más que hora y media cada día. Comía cada tres días un poco de pan mojado en agua, y a veces se pasaba toda una semana sin probar bocado. Su vestido era la túnica y el manto, y bajo la túnica, dice Santa Teresa, «veinte años trajo silicio de hoja de lata continuo». Que nevase o hiciese sol, siempre llevaba desnudos los pies y la cabeza descubierta. «Si los que están en presencia de los reyes—decía—no se cubren, ni en presencia de Dios es bien hacerlo.» Cuando el frío era más intenso, abría la puerta y ventana de su celda y se quitaba el manto; después, con diversos intervalos, volvía a ponerse el manto, a entornar la puerta y a cerrar la ventana, diciendo al mismo tiempo: «Ahora, hermano cuerpo, no tendrás por qué quejarte.» A veces esto era un remedio contra la violencia del amor, que le obligó en más de una ocasión a sumergirse en el agua o a revolcarse en la nieve.
La ascesis, dentro del cristianismo, no es más que un medio para evitar los tropiezos que la carne puede ofrecer a los vuelos del espíritu, y así lo entendía San Pedro de Alcántara. Su fin verdadero estaba en la unión con Dios, y aunque se le conoce, sobre todo, por sus proverbiales penitencias, el contemplativo es en él más admirable aún que el asceta. Oraba sin cesar y en todas partes. A veces, una sola palabra le arrebataba de tal modo, que empezaba a lanzar gritos ininteligibles, salía fuera de sí y quedaba suspenso en el aire. Un día fue el principio del evangelio de San Juan, cuyo canto ensayaba un joven en el jardín del convento. Aquellas palabras: el Verbo se hizo carne, le impresionaron de tal manera, que, hecho un ovillo, empezó a volar, levantando un codo sobre el suelo, y de esta suerte pasó por cuatro puertas, sin recibir daño alguno, hasta llegar al altar mayor, donde quedó en éxtasis mucho tiempo. En otra ocasión, no pudiendo sufrir los ardores que le abrasaban interiormente, salió a la puerta, y allí, de rodillas, quedó suspendido en el aire delante de una cruz.
Dios quería preparar de esta manera a San Pedro para iluminar el espíritu de Santa Teresa de Jesús. Los dos santos se vieron por primera vez en 1560, cuando la mística abulense se hallaba en las mayores turbaciones. Del efecto que esta primera visita hizo a su alma, nos habla ella misma con estas palabras: «Fue el Señor servido remediar gran parte de mi trabajo, y por entonces todo, con traer a este lugar al bendito fray Pedro de Alcántara. Es autor de unos libros pequeños de oración, que ahora se tratan mucho, de romance, porque como bien la había ejercitado, escribió harto provechosamente para los que la tienen.»
Al año siguiente volvieron a verse de nuevo en Toledo, y el 14 de abril de 1562, con motivo de las dificultades que la santa encontraba para establecer su convento de San José en pobreza absoluta, le escribía San Pedro una carta, que es el mejor retrato de su espíritu: ardiente, altivo, impetuoso, arrebatado, más atento a seguir las palabras de Cristo que las observaciones de la experiencia humana, desconfiado de la razón, algo despectivo de la ciencia y de los argumentos teológicos, irritado contra los teólogos que traspasan los límites de su campo. «En seguir los consejos evangélicos es infidelidad tomar consejo. El consejo de Dios no puede dejar de ser bueno.» En casos de conciencia y de pleitos, bien están los juristas y los teólogos; «mas en la perfección de la vida, no se ha de tratar sino con los que la viven». Y añade, con un poco de ironía: «Si quiere tomar consejo de letrados sin espíritu, busque harta renta, a ver si le valen ellos, ni ella, más que el carecer de ella por seguir el consejo de Cristo. Creo más a Dios que a mi experiencia. No crea a los que la dijeren lo contrario por falta de luz, o por incredulidad, o por no haber gustado cuan suave es el Señor.»
Estas pocas frases son la clave de aquella vida extraordinaria. Si llegaron a oídos de los teólogos y las autoridades de ávila, lo que se puede dudar, dada la fina diplomacia de Santa Teresa, debieron entorpecer más que ayudar la obra de la reforma carmelitana. El obispo se mostraba contrario en absoluto a ella. Pedro de Alcántara le escribió, sin conseguir nada; pero logró al fin su consentimiento en una nueva visita que hizo a ávila para preparar la fundación del convento de San José.
En esta jornada le sucedió un percance que nos revela hasta qué punto había llegado a poseer el dominio de sí mismo. Era en la venta del Puerto del Pico. El santo se echó a descansar en el campo contiguo, con el manto colocado sobre la piedra que le servía de cabecera, mientras su acompañante rezaba el breviario lejos de él. En esto sale la ventera, gritando con gestos amenazadores: «¡Ladrones, granujas, ribaldos!» Era que el asnillo que llevaban para el camino estaba en el huerto comiéndose las coles. El santo escuchaba las injurias sin decir palabra, lo cual irritó a la pobre mujer de tal modo, que, llegándose a él, le quitó con tal fuerza el manto, que le hizo dar con la cabeza en la piedra y le descalabró. Apareció en esto un caballero de ávila que conocía al franciscano, y hubiera pegado fuego a la venta si el santo no le apaciguara, rogándole además que pagase los daños causados por el pollino.
Esto era el último año de la vida de Pedro de Alcántara. Estaba ya agotado y deshecho. La fiebre iba arruinando lo que había dejado en pie. Alto, huesudo, enhilado, parecía el tipo ideal de las figuras que por aquellos días pintaba el Greco en Toledo. La resistencia de aquel organismo era milagrosa, y un milagro toda su vida; atravesaba los ríos caminando sobre las aguas; leía los secretos de los corazones; salvaba las distancias con la velocidad del rayo; plantaba su bastón en el suelo y quedaba transformado en una higuera. Como él la voz de Dios, los elementos obedecían la suya.
Hacía un año que Santa Teresa le había avisado de la proximidad de su muerte, lo cual no le impidió seguir vigilando la observancia y visitando los conventos en calidad de comisario general de los reformados. La última enfermedad le sorprendió en Arenas, villa de la provincia de ávila. Llevado al hospital público, no cesaba de repetir: «Señor, lávame más todavía de mi iniquidad.» Al llegar el médico, preguntó: «Señor doctor, ¿cuándo hemos de caminar?» «Muy presto Padre», fue la respuesta, y el santo, lleno de gozo, recordó aquel verso del salmo: «Iremos a la casa del Señor.» «Cuando expiró—dice Santa Teresa—me apareció y dijo como se iba a descansar y qué bienaventurada penitencia, que tanto premio le había merecido. Hela aquí acabada la aspereza de vida con tan gran gloria.»
Desde la infancia se presentan a sus ojos los inflamados torreones del castillo interior, y lánzase a su conquista armado de disciplinas y cilicios. En su casa de Castellazo, una villa de la república de Genova, Pablo ha descubierto un rincón entre los trastos del desván, y allí pasa las noches orando y azotándose. Su padre se acerca algunas veces a la puerta, y pregunta alarmado: « ¿Qué? ¿Quieres matarte?» Su padre, Lucas Danci, es un hombre piadoso, que vive administrando una pequeña tienda. Vive mal, porque los negocios andan torcidos y casi siempre está entrampado, aunque no por los gastos que haga su hijo primogénito. Pablo no solamente es sobrio, sino que vive ya como un penitente. Los viernes, su única bebida es hiél y vinagre. Cuando le es posible huir del mostrador, se va a la iglesia, y allí se queda horas y horas hablando con los santos, haciendo profundas inclinaciones o mirando al tabernáculo sin mover los labios. El cura le mira a él un poco extrañado y menea la cabeza. Para él todas aquellas cosas son mojigaterías. Sabe que en las vidas de santos se encuentra todo eso, pero piensa que los santos fueron de los tiempos antiguos. Pablo se confiesa con él y sufre resignado sus desaires, pero encuentra un director lejos de su pueblo. Para hablar con él, recorre varias veces al mes una distancia de veinte millas.
A los veinte años se alista en la milicia con la intención de ir a luchar contra los turcos y conquistar la Tierra Santa; mas pronto se da cuenta de que los soldados con quienes ha de convivir no son los cruzados que imaginara su santa ingenuidad. Deserta y vuelve al pueblo, donde prosigue sus penitencias y sus oraciones, mientras le llega la voz de Dios. Ha renunciado a la milicia y renuncia también al casamiento. En Castellazo se cuentan de él cosas extraordinarias, que ponen de mal humor al párroco: visiones, profecías, intuiciones misteriosas. Las beatas le observan curiosas en la iglesia; los niños le miran con un poco de terror, porque dicen que ha visto el infierno, y los algo descreídos se ríen de él y de sus cosas. No obstante, el obispo de Alejandría; su obispo, se ha fijado ya en él, ha admirado su virtud y le ha tomado en serio. Pablo tiene ya la idea confusa de que va a fundar una Orden. Aún no ha fijado ni el nombre, ni el carácter, ni la finalidad, pero siente que Dios le llama para eso, y el prelado le alienta vistiéndole un hábito de pobreza y mortificación. Tenía entonces veinticinco años.
Nuevo uniforme, vida nueva, debió decirse Pablo; y, dejando la casa de sus padres, se retiró a vivir en una estrecha y húmeda habitación que había bajo la escalera de una sacristía, sin más bagaje que algún libro, tinta, papel y la inseparable disciplina. Allí rezaba, ayunaba, luchaba contra Satanás y comía los mendrugos de pan que le llevaban almas compasivas. En sus largas vigilias se sintió movido a escribir las reglas del futuro instituto. Todo en ellas era penitencia, austeridad, ayunos, cilicios y cadenas. Así se le pasaron cuarenta días. Después anduvo de una ermita a otra. Pronto se supo por la comarca que Pablo buscaba compañeros, y algunos hombres de buena voluntad se asociaron a él, y él los llamó con un bello nombre: los Pobres de Jesús. Pero no tardó en verse otra vez solo. Nada le acobardaba, nada le hacía retroceder: ni la soledad, ni la pobreza, ni las burlas, ni el hambre. Piensa en dar un sentido práctico a su vida, y empieza a recoger a los niños por calles y plazas para enseñarles el catecismo. Sin embargo, su ocupación principal es la meditación de la Pasión de Cristo. Este ejercicio le estremece, le hace llorar y exhalar gritos horrorosos, le pone fuera de sí. Quiere ver los Santos Lugares, y, ardiendo en este deseo, sale de su ermita. Aún no sabe si va a ser un peregrino, un eremita o un misionero. Por de pronto, se lanza en busca de los santuarios famosos. Ha comprendido que tiene que renunciar a su viaje a Jerusalén, pero se dirige a Roma. Camina a pie, sin sombrero y sin alforja; mendiga el pan en los pueblos del tránsito, pide un pasaje por caridad en las barcas, reparte con otros pordioseros su pitanza, duerme en el campo, en las tenadas de los ganados o en los soportales de las ciudades. Después de visitar las grandes basílicas de la Ciudad Eterna, quiere ver al Papa; intenta entrar en el Vaticano, pero un portero le rechaza desdeñosamente. Se embarca después en el Tíber a la buena aventura, y se detiene, cerca de Civitavecchia, en una alta y hermosa eminencia que se interna en las aguas del mar. Es el monte Argentaro. Hay allí bosques de castaños, frescos manantiales, rocas imponentes entre cuyas grietas asoman el mirto y el espliego y una ermita devota y solitaria. El lugar encanta al peregrino y le retiene algún tiempo; pero los santuarios le atraen más. Dos sentimientos contrarios luchan en su interior: la afición a la vida recogida y el amor a las almas. Aún no ha hallado la manera de establecer entre ellos una perfecta armonía. Sale otra vez para continuar sus peregrinaciones, y a poco se le junta un hermano suyo. Van de pueblo en pueblo predicando la penitencia con el ejemplo y con las palabras. A veces se ve a Pablo atravesando las calles con una pesada cruz, flagelándose y convocando a las gentes al catecismo. De cuando en cuando se recogen en una ermita para empezar de nuevo sus aventuras, donde se les juntan otros penitentes, que no tardan en abandonarlos. Pablo no pierde nunca de vista su instituto. Creyendo que el primer fracaso estaba en .el nombre, llama desde ahora a sus compañeros Hermanos de la Cruz y de la Pasión de Cristo. Sin embargo, todavía no ha comprendido plenamente su misión. Se le ve un día sirviendo a los enfermos en un hospital; otro, lanzarse entre el fuego de las batallas para ayudar a los heridos en sus últimos momentos; otro, misionando a través de la campiña romana. Después de un lustro de correrías, vuelve a acordarse del monte Argentaro, y a él se dirige para establecer definitivamente su instituto. Es el año 1728.
Casi diez años han pasado en tanteos, rodeos e incertidumbres. Pero no han sido años inútiles. Dios lo ha querido para formar a su apóstol, para darle el conocimiento de los hombres y de la vida, para acostumbrarle a la fatiga y al sufrimiento. Ahora los discípulos afluyen. Son tantos, que hay que pensar en emigrar. Surgen nuevas colonias en diversas partes de Italia, y el instituto tanto tiempo presentido está ya en pie. Los nuevos religiosos se llamarán definitivamente Sacerdotes de la Cruz y de la Pasión. El mismo fundador acaba de ordenarse y ahora estudia teología con todo entusiasmo. Al fin, ve con claridad. El y sus discípulos se consagrarán a salvar almas: dentro de la casa, por la penitencia, y fuera, por la predicación. Sus fundaciones son cuarteles de misioneros. En ellas se prepara el predicador por medio de la oración, de la predicación y del estudio, para lanzarse a la conquista espiritual. Por eso se les da el nombre de retiros.
El más grande de los misioneros es el mismo fundador. Recorre las provincias de Italia con los pies descalzos y la cabeza descubierta; lleva una cuerda al cuello, sube a los pulpitos coronado de espinas, que hacen correr surcos de sangre por su rostro; se flagela implacablemente durante los sermones; tiembla de pies a cabeza cuando habla de los dolores de Cristo, y palidece como un muerto cuando llega a describir las tristezas del pecado. Nada de la humana elegancia brillaba en aquella elocuencia, y, sin embargo, arrastraba a las multitudes, conmovía, transformaba, hacía estallar al auditorio en sollozos y gritos de penitencia. Sólo su presencia impresionaba los corazones; alto, demacrado, pálido, porte lleno de distinción y majestad, voz vibrante, acción arrebatada, sensibilidad exquisita y penetrante mirada, era el hombre a propósito para transformar un pueblo en una sola misión. Y lo que comenzaba con la palabra, lo terminaba con el milagro o con la penitencia, que es acaso el mayor milagro de su vida. Los instrumentos del suplicio iban siempre con él; disciplinas con bolas dé hierro, cadenas con garfios, cruces de madera erizadas de puntas, para el pecho y para arrodillarse sobre ellas, chapas metálicas, túnicas guarnecidas de navajas afiladas. Ningún tirano empleó tan terribles instrumentos para atormentar a su mayor enemigo.
Embargado siempre en el sentimiento de la Pasión y muerte de Cristo, el mayor sufrimiento suyo no tenía para él la menor importancia. Toda su vida era una mezcla misteriosa de dolor profundo y de amor inefable. El mismo decía con el alto lenguaje de los místicos: «El alma envuelta toda en el puro amor, sin imágenes, en fe pura y desnuda, llega un momento en que se ve, si a Dios le place, anegada en el océano de los dolores del Salvador, y con la sola mirada de la fe los ve todos sin ninguna operación del entendimiento, porque la Pasión de Jesucristo es toda una obra de amor.» El amor era la brújula de aquella vida, y al mismo tiempo el norte y el viento que la lanzaba con fieros ímpetus hacia las playas eternas. Abrasado por su fuego, Pablo de la Cruz prorrumpía en voces lastimeras, derramaba torrentes de lágrimas, se agitaba como un poseso, temblaba y se levantaba en éxtasis que eran hornos de tormentos y manantiales de delicias. El amor le hacía desmayar, le abrasaba materialmente, hasta dejar chamuscado su manto; le dilataba el pecho hasta levantar las costillas, y le secaba de tal modo las entrañas, que nada hubiera podido saciar su sed; «¡Necesito un océano—decía en los arrebatos de su delirio amoroso—; quiero sumergirme en un océano de fuego y de amor; quiero convertirme en rescoldo de amor; quiero poder cantar en la hoguera del amor increado, precipitarme en la magnificencia de sus llamas, perderme en su silencio, abismarme en el todo divino!»
El terrible martirio del anhelo nunca saciado le llenaba de turbación y de espanto. Le parecía ser un monstruo en medio de la belleza del mundo, una voz que desentona entre las infinitas armonías de un cántico maravilloso. Un terror cósmico le sobrecogía al contemplar las bellezas de la creación. Apenas se atrevía a levantar los ojos hacia los cielos estrellados, y cuando atravesaba los huertos napolitanos y las praderas piamontesas, su rostro se sonrojaba, su alma se llenaba de pena y, en el transporte de sus frenéticos deseos, desmochaba las flores con su bastón, y decía sollozando: «Callaos, callaos.» Y si alguno de sus discípulos se maravillaba de aquellos excesos, se excusaba diciendo: « ¿No veis que nos avergüenzan? ¿No oís lo que están pregonando? Mirad esa rosa; pero yo no soy una rosa, nos dice ella; yo soy una voz, yo soy un himno, yo canto el poder, la sabiduría, la bondad, la magnificencia de nuestro Dios.» «Todas las cosas alaban a Dios», pensaba aquel hombre admirable; él sólo era un monstruo de ingratitud, de iniquidad y de egoísmo. Cuando, al fin de su vida, algunos de sus discípulos le dijeron que les dejase su corazón en herencia, él, deshecho en lágrimas y oprimiéndose el pecho con las manos, exclamó: « ¡Mi corazón! ¡Si merece que le despedacen, que le echen a los buitres, que le abrasen y le vuelvan cenizas y lo arrojen al viento! ¡Miserable corazón que no ha aprendido aún a amar a su Dios!»
Hubo un momento en que aquel hombre, cuya alma era un ascua, se creyó arrebatado por todas las tempestades del odio. Apenas acertamos a comprenderlo; la psicología de los santos nos desconcierta con frecuencia; lo divino y lo humano se mezcla en ellos de una manera tan misteriosa, que, para los que les contemplamos desde nuestra pobre y triste realidad, resultan verdaderos enigmas. Pablo pudo creerse muchas veces en su vida entregado al poder de las tinieblas. Tuvo grandes consuelos; aquel, por ejemplo, en que, según cuentan sus biógrafos, el brazo de Cristo ge desclavó para abrazarle y acercarle a la herida de su Corazón; pero siempre fueron pasajeros. Lo permanente en su vida son la aridez, la oscuridad, la lucha, la incertidumbre. Para los demonios era como un juguete: lo azotaban, lo arrastraban, le estorbaban de mil maneras en medio de sus trabajos y oraciones, y después de estas visitas, que se repetían diariamente, el santo quedaba lívido, llagado, magullado. Pero hay otro tormento más terrible: es la prueba que viene de Dios, la pena del abandono. Ese Dios, buscado con gemidos inenarrables, se ha retirado, se ha escondido. Ni se le ve en el alma, ni se le siente en el corazón. No hay paz, ni luz, ni amor: sólo una noche profunda y un silencio de muerte. Esta es la angustia de Pablo, esta su agonía suprema. Ante sus ojos horrorizados, se abre el abismo de la blasfemia y de la desesperación; se siente empujado al suicidio; le viene la idea de tirarse por la ventana, y una voz machacona le dice sin cesar: estás condenado. «Hasta en el sueño me persigue la tormenta—escribía—; me despierto temblando, y años hace que me encuentro a menudo en este estado. Una cruz terrible pesa sobre mí». La comparo al granizo, que lo destroza todo. Soy como un pobre náufrago asido a una tabla: cada ola, cada empuje del viento le llena de terror, y ya se ve sumergido. Soy como un miserable condenado a la horca: su corazón palpita y se estremece bajo el peso de continuas angustias. ¡Oh terrible espera! Cada momento es para él el que le va a llevar al suplicio. Así está mi alma.» ¡Cosa extraña! En estos momentos de aridez es cuando salían de aquel corazón los acentos más vivos de amor y de ternura, y, llegando hasta amar el suplicio, exclamaba: «Hacéis muy bien en huir, oh Dios, pero yo os seguiré y os perseguiré mientras me quede un hálito de vida.» Otras veces levantando la cabeza sobre las olas, prorrumpía en cánticos arrebatados, en que resplandecía la belleza de aquella alma prodigiosa, blanca de inocencia y roja de caridad; o bien salía de sus labios una exclamación, y de día quedaba colgado horas y horas sin acordarse de comer ni de dormir. « ¡Mi amor crucificado!», solía decir, y esta sola palabra le hacía palidecer.
Entre tanto, aquel cuerpo devorado por el amor y triturado por el dolor seguía desafiando a la vejez. Era una vejez gloriosa: escuadrones de discípulos, aplausos de los pontífices, veneración de los pueblos, favores de los grandes de la tierra, una obra que prosperaba y fructificaba, veneración, amor y agradecimiento. Las muchedumbres le rodeaban tumultuosamente como al hombre del día, y él exclamaba sollozando; « ¡Oh miserable de mí! Menester será que me guarde bajo cerrojos, porque estoy engañando al mundo.»
A los veinte años se alista en la milicia con la intención de ir a luchar contra los turcos y conquistar la Tierra Santa; mas pronto se da cuenta de que los soldados con quienes ha de convivir no son los cruzados que imaginara su santa ingenuidad. Deserta y vuelve al pueblo, donde prosigue sus penitencias y sus oraciones, mientras le llega la voz de Dios. Ha renunciado a la milicia y renuncia también al casamiento. En Castellazo se cuentan de él cosas extraordinarias, que ponen de mal humor al párroco: visiones, profecías, intuiciones misteriosas. Las beatas le observan curiosas en la iglesia; los niños le miran con un poco de terror, porque dicen que ha visto el infierno, y los algo descreídos se ríen de él y de sus cosas. No obstante, el obispo de Alejandría; su obispo, se ha fijado ya en él, ha admirado su virtud y le ha tomado en serio. Pablo tiene ya la idea confusa de que va a fundar una Orden. Aún no ha fijado ni el nombre, ni el carácter, ni la finalidad, pero siente que Dios le llama para eso, y el prelado le alienta vistiéndole un hábito de pobreza y mortificación. Tenía entonces veinticinco años.
Nuevo uniforme, vida nueva, debió decirse Pablo; y, dejando la casa de sus padres, se retiró a vivir en una estrecha y húmeda habitación que había bajo la escalera de una sacristía, sin más bagaje que algún libro, tinta, papel y la inseparable disciplina. Allí rezaba, ayunaba, luchaba contra Satanás y comía los mendrugos de pan que le llevaban almas compasivas. En sus largas vigilias se sintió movido a escribir las reglas del futuro instituto. Todo en ellas era penitencia, austeridad, ayunos, cilicios y cadenas. Así se le pasaron cuarenta días. Después anduvo de una ermita a otra. Pronto se supo por la comarca que Pablo buscaba compañeros, y algunos hombres de buena voluntad se asociaron a él, y él los llamó con un bello nombre: los Pobres de Jesús. Pero no tardó en verse otra vez solo. Nada le acobardaba, nada le hacía retroceder: ni la soledad, ni la pobreza, ni las burlas, ni el hambre. Piensa en dar un sentido práctico a su vida, y empieza a recoger a los niños por calles y plazas para enseñarles el catecismo. Sin embargo, su ocupación principal es la meditación de la Pasión de Cristo. Este ejercicio le estremece, le hace llorar y exhalar gritos horrorosos, le pone fuera de sí. Quiere ver los Santos Lugares, y, ardiendo en este deseo, sale de su ermita. Aún no sabe si va a ser un peregrino, un eremita o un misionero. Por de pronto, se lanza en busca de los santuarios famosos. Ha comprendido que tiene que renunciar a su viaje a Jerusalén, pero se dirige a Roma. Camina a pie, sin sombrero y sin alforja; mendiga el pan en los pueblos del tránsito, pide un pasaje por caridad en las barcas, reparte con otros pordioseros su pitanza, duerme en el campo, en las tenadas de los ganados o en los soportales de las ciudades. Después de visitar las grandes basílicas de la Ciudad Eterna, quiere ver al Papa; intenta entrar en el Vaticano, pero un portero le rechaza desdeñosamente. Se embarca después en el Tíber a la buena aventura, y se detiene, cerca de Civitavecchia, en una alta y hermosa eminencia que se interna en las aguas del mar. Es el monte Argentaro. Hay allí bosques de castaños, frescos manantiales, rocas imponentes entre cuyas grietas asoman el mirto y el espliego y una ermita devota y solitaria. El lugar encanta al peregrino y le retiene algún tiempo; pero los santuarios le atraen más. Dos sentimientos contrarios luchan en su interior: la afición a la vida recogida y el amor a las almas. Aún no ha hallado la manera de establecer entre ellos una perfecta armonía. Sale otra vez para continuar sus peregrinaciones, y a poco se le junta un hermano suyo. Van de pueblo en pueblo predicando la penitencia con el ejemplo y con las palabras. A veces se ve a Pablo atravesando las calles con una pesada cruz, flagelándose y convocando a las gentes al catecismo. De cuando en cuando se recogen en una ermita para empezar de nuevo sus aventuras, donde se les juntan otros penitentes, que no tardan en abandonarlos. Pablo no pierde nunca de vista su instituto. Creyendo que el primer fracaso estaba en .el nombre, llama desde ahora a sus compañeros Hermanos de la Cruz y de la Pasión de Cristo. Sin embargo, todavía no ha comprendido plenamente su misión. Se le ve un día sirviendo a los enfermos en un hospital; otro, lanzarse entre el fuego de las batallas para ayudar a los heridos en sus últimos momentos; otro, misionando a través de la campiña romana. Después de un lustro de correrías, vuelve a acordarse del monte Argentaro, y a él se dirige para establecer definitivamente su instituto. Es el año 1728.
Casi diez años han pasado en tanteos, rodeos e incertidumbres. Pero no han sido años inútiles. Dios lo ha querido para formar a su apóstol, para darle el conocimiento de los hombres y de la vida, para acostumbrarle a la fatiga y al sufrimiento. Ahora los discípulos afluyen. Son tantos, que hay que pensar en emigrar. Surgen nuevas colonias en diversas partes de Italia, y el instituto tanto tiempo presentido está ya en pie. Los nuevos religiosos se llamarán definitivamente Sacerdotes de la Cruz y de la Pasión. El mismo fundador acaba de ordenarse y ahora estudia teología con todo entusiasmo. Al fin, ve con claridad. El y sus discípulos se consagrarán a salvar almas: dentro de la casa, por la penitencia, y fuera, por la predicación. Sus fundaciones son cuarteles de misioneros. En ellas se prepara el predicador por medio de la oración, de la predicación y del estudio, para lanzarse a la conquista espiritual. Por eso se les da el nombre de retiros.
El más grande de los misioneros es el mismo fundador. Recorre las provincias de Italia con los pies descalzos y la cabeza descubierta; lleva una cuerda al cuello, sube a los pulpitos coronado de espinas, que hacen correr surcos de sangre por su rostro; se flagela implacablemente durante los sermones; tiembla de pies a cabeza cuando habla de los dolores de Cristo, y palidece como un muerto cuando llega a describir las tristezas del pecado. Nada de la humana elegancia brillaba en aquella elocuencia, y, sin embargo, arrastraba a las multitudes, conmovía, transformaba, hacía estallar al auditorio en sollozos y gritos de penitencia. Sólo su presencia impresionaba los corazones; alto, demacrado, pálido, porte lleno de distinción y majestad, voz vibrante, acción arrebatada, sensibilidad exquisita y penetrante mirada, era el hombre a propósito para transformar un pueblo en una sola misión. Y lo que comenzaba con la palabra, lo terminaba con el milagro o con la penitencia, que es acaso el mayor milagro de su vida. Los instrumentos del suplicio iban siempre con él; disciplinas con bolas dé hierro, cadenas con garfios, cruces de madera erizadas de puntas, para el pecho y para arrodillarse sobre ellas, chapas metálicas, túnicas guarnecidas de navajas afiladas. Ningún tirano empleó tan terribles instrumentos para atormentar a su mayor enemigo.
Embargado siempre en el sentimiento de la Pasión y muerte de Cristo, el mayor sufrimiento suyo no tenía para él la menor importancia. Toda su vida era una mezcla misteriosa de dolor profundo y de amor inefable. El mismo decía con el alto lenguaje de los místicos: «El alma envuelta toda en el puro amor, sin imágenes, en fe pura y desnuda, llega un momento en que se ve, si a Dios le place, anegada en el océano de los dolores del Salvador, y con la sola mirada de la fe los ve todos sin ninguna operación del entendimiento, porque la Pasión de Jesucristo es toda una obra de amor.» El amor era la brújula de aquella vida, y al mismo tiempo el norte y el viento que la lanzaba con fieros ímpetus hacia las playas eternas. Abrasado por su fuego, Pablo de la Cruz prorrumpía en voces lastimeras, derramaba torrentes de lágrimas, se agitaba como un poseso, temblaba y se levantaba en éxtasis que eran hornos de tormentos y manantiales de delicias. El amor le hacía desmayar, le abrasaba materialmente, hasta dejar chamuscado su manto; le dilataba el pecho hasta levantar las costillas, y le secaba de tal modo las entrañas, que nada hubiera podido saciar su sed; «¡Necesito un océano—decía en los arrebatos de su delirio amoroso—; quiero sumergirme en un océano de fuego y de amor; quiero convertirme en rescoldo de amor; quiero poder cantar en la hoguera del amor increado, precipitarme en la magnificencia de sus llamas, perderme en su silencio, abismarme en el todo divino!»
El terrible martirio del anhelo nunca saciado le llenaba de turbación y de espanto. Le parecía ser un monstruo en medio de la belleza del mundo, una voz que desentona entre las infinitas armonías de un cántico maravilloso. Un terror cósmico le sobrecogía al contemplar las bellezas de la creación. Apenas se atrevía a levantar los ojos hacia los cielos estrellados, y cuando atravesaba los huertos napolitanos y las praderas piamontesas, su rostro se sonrojaba, su alma se llenaba de pena y, en el transporte de sus frenéticos deseos, desmochaba las flores con su bastón, y decía sollozando: «Callaos, callaos.» Y si alguno de sus discípulos se maravillaba de aquellos excesos, se excusaba diciendo: « ¿No veis que nos avergüenzan? ¿No oís lo que están pregonando? Mirad esa rosa; pero yo no soy una rosa, nos dice ella; yo soy una voz, yo soy un himno, yo canto el poder, la sabiduría, la bondad, la magnificencia de nuestro Dios.» «Todas las cosas alaban a Dios», pensaba aquel hombre admirable; él sólo era un monstruo de ingratitud, de iniquidad y de egoísmo. Cuando, al fin de su vida, algunos de sus discípulos le dijeron que les dejase su corazón en herencia, él, deshecho en lágrimas y oprimiéndose el pecho con las manos, exclamó: « ¡Mi corazón! ¡Si merece que le despedacen, que le echen a los buitres, que le abrasen y le vuelvan cenizas y lo arrojen al viento! ¡Miserable corazón que no ha aprendido aún a amar a su Dios!»
Hubo un momento en que aquel hombre, cuya alma era un ascua, se creyó arrebatado por todas las tempestades del odio. Apenas acertamos a comprenderlo; la psicología de los santos nos desconcierta con frecuencia; lo divino y lo humano se mezcla en ellos de una manera tan misteriosa, que, para los que les contemplamos desde nuestra pobre y triste realidad, resultan verdaderos enigmas. Pablo pudo creerse muchas veces en su vida entregado al poder de las tinieblas. Tuvo grandes consuelos; aquel, por ejemplo, en que, según cuentan sus biógrafos, el brazo de Cristo ge desclavó para abrazarle y acercarle a la herida de su Corazón; pero siempre fueron pasajeros. Lo permanente en su vida son la aridez, la oscuridad, la lucha, la incertidumbre. Para los demonios era como un juguete: lo azotaban, lo arrastraban, le estorbaban de mil maneras en medio de sus trabajos y oraciones, y después de estas visitas, que se repetían diariamente, el santo quedaba lívido, llagado, magullado. Pero hay otro tormento más terrible: es la prueba que viene de Dios, la pena del abandono. Ese Dios, buscado con gemidos inenarrables, se ha retirado, se ha escondido. Ni se le ve en el alma, ni se le siente en el corazón. No hay paz, ni luz, ni amor: sólo una noche profunda y un silencio de muerte. Esta es la angustia de Pablo, esta su agonía suprema. Ante sus ojos horrorizados, se abre el abismo de la blasfemia y de la desesperación; se siente empujado al suicidio; le viene la idea de tirarse por la ventana, y una voz machacona le dice sin cesar: estás condenado. «Hasta en el sueño me persigue la tormenta—escribía—; me despierto temblando, y años hace que me encuentro a menudo en este estado. Una cruz terrible pesa sobre mí». La comparo al granizo, que lo destroza todo. Soy como un pobre náufrago asido a una tabla: cada ola, cada empuje del viento le llena de terror, y ya se ve sumergido. Soy como un miserable condenado a la horca: su corazón palpita y se estremece bajo el peso de continuas angustias. ¡Oh terrible espera! Cada momento es para él el que le va a llevar al suplicio. Así está mi alma.» ¡Cosa extraña! En estos momentos de aridez es cuando salían de aquel corazón los acentos más vivos de amor y de ternura, y, llegando hasta amar el suplicio, exclamaba: «Hacéis muy bien en huir, oh Dios, pero yo os seguiré y os perseguiré mientras me quede un hálito de vida.» Otras veces levantando la cabeza sobre las olas, prorrumpía en cánticos arrebatados, en que resplandecía la belleza de aquella alma prodigiosa, blanca de inocencia y roja de caridad; o bien salía de sus labios una exclamación, y de día quedaba colgado horas y horas sin acordarse de comer ni de dormir. « ¡Mi amor crucificado!», solía decir, y esta sola palabra le hacía palidecer.
Entre tanto, aquel cuerpo devorado por el amor y triturado por el dolor seguía desafiando a la vejez. Era una vejez gloriosa: escuadrones de discípulos, aplausos de los pontífices, veneración de los pueblos, favores de los grandes de la tierra, una obra que prosperaba y fructificaba, veneración, amor y agradecimiento. Las muchedumbres le rodeaban tumultuosamente como al hombre del día, y él exclamaba sollozando; « ¡Oh miserable de mí! Menester será que me guarde bajo cerrojos, porque estoy engañando al mundo.»
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