viernes, 31 de agosto de 2012
Lecturas
Hermanos:
No me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.
El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación -para nosotros es fuerza de Dios.
Dice la Escritura: «Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces.»
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el sofista de nuestros tiempos? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?
Y como, en la sabiduría de Dios, el mundo no lo conoció por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación, para salvar a los creyentes.
Porque los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados a Cristo -judíos o griegos-, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.
Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
-«Se parecerá el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas.
Las necias, al tomar las lámparas, se dejaron el aceite; en cambio, las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz:
¡Que llega el esposo, salid a recibirlo!
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas:
“Dadnos un poco de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas.”
Pero las sensatas contestaron:
“Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis.”
Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras doncellas, diciendo:
“Señor, señor, ábrenos.”
Pero él respondió:
“Os lo aseguro: no os conozco.”
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora.»
Palabra del Señor.
SAN RAMÓN NONATO Religioso y Cardenal
Por obra de Pedro Nolasco, el espíritu mercantil de Cataluña había florecido en una institución admirable, en la Orden de la Merced, exportadora de misericordia. Su divisa era como la de Cristo: redimir, caminar de pueblo en pueblo con la alforja del mendigo, llamar en la choza del pastor y en el palacio del rey, implorar la caridad de los corazones cristianos en favor de los más desgraciados de todos los hombres, los que gemían y laceraban en las prisiones de los musulmanes, expuestos a todas las miserias del cautiverio y a todos los peligros de la apostasía.
Entre aquellos evangélicos redentores, entre aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad, al lado mismo del fundador, surge, humilde y fuerte a la vez, la figura de San Ramón Nonato. Desearíamos verla con más claridad, desearíamos penetrar más íntimamente en el alma generosa de este varón de misericordia; pero, poco afortunado con los alfaquíes, Ramón Nonato lo fue menos con los biógrafos. No nos dijeron si era rubio o moreno, alto o bajo, grave o sonriente, melancólilo o comunicativo. Su fisonomía física y espiritual aparece en plena penumbra, y es inútil que nos empeñemos en iluminarla, como hicieron sus biógrafos del siglo XVI, con sucesos milagrosos más o menos auténticos.
Su nombre hace alusión a las circunstancias peregrinas de su nacimiento. Nonato quiere decir no nacido. No nació, porque le sacaron violentamente del seno de su madre muerta. La daga de un cazador fue el instrumento de que Dios se sirvió para salvar la vida de la criatura. Fue esto en Portell, un lugarejo de la provincia de Lérida. De niño. Ramón guió un hato de ovejas entre robles y encinas, entre matorrales de zarzas y cascajas. La Segarra árida y montañosa fue el teatro de su vida de pastoreo. Llegó a conocer todas las fuentes y arroyuelos, sus bosques y sus hondonadas; y, en especial, sus ermitas, pues es fama que cuando entraba en alguna de ellas se olvidaba luego de salir, y la noche le sorprendía hablando unas veces con San Nicolás, otras con San Bartolomé, otras con Nuestra Señora. Entre tanto, el rebaño caminaba hacia el aprisco, y un pastor de oro y de fuego, con cayada fosforescente—un ángel—, le libraba del lobo y del ladrón.
Un día, Ramón oyó hablar de Pedro Nolasco, el rico provenzal, que buscaba corazones generosos para formar su Orden de los Caballeros de la Merced. Después le vio en Barcelona, le oyó hablar y quedó prendido en su misma llama. «Su caridad era incandescente—dice una vieja nota biográfica—. Amaba las letras y aprovechaba mucho en ellas; caminaba de concejo en concejo y predicaba. Todos los caballeros le amaban, todos los pobres seguían sus pisadas; era el consejo y el conhorte de todos.» Una y otra vez entró Nonato por tierra de moros en busca de cautivos cristianos. Rescató en Valencia, en las ciudades andaluzas v en las costas africanas; disputó con los rabinos en las sinagogas, predicó en los zocos bulliciosos y enemigos, regateó con los príncipes y sus consejeros. Dar oro por almas era su mayor felicidad; pero el oro no abundaba siempre, y a veces fue necesario fundir la plata de los cálices y las cruces, porque era mejor salvar un alma que adornar un altar.
En 1237 estaba Ramón en Argel; estaba cautivo, sufriendo los malos tratamientos de los cómitres y sirviendo en todos los trabajos de la esclavitud. Su compasión por los pobres presos le había llevado hasta la locura de entregarse por ellos. Al recorrer los baños, al entrar en las mazmorras, se le había oprimido el corazón viendo los rostros escuálidos, las miradas febriles, las espaldas llagadas de aquellos infelices. Unos estaban a punto de morir de hambre, otros corrían peligro de apostatar, y todos dirigían hacia él sus ojos suplicantes, abrasados en el deseo de ver pronto su patria. Más no había dinero para tantos: era preciso escoger a los más necesitados y dejar á los demás en aquel infierno. Y Ramón Nonato vio el gesto de desesperación de los que debían quedarse, sus llantos, sus ruegos, sus gritos angustiosos. Y entonces tuvo una inspiración heroica: «Saldréis—les dijo—, pero me quedaré yo; mis hermanos recogerán el precio de vuestro rescate, y yo saldré fiador de vuestra libertad.»
Desde aquel día Ramón quedó preso en Argel. Dormía en un sótano, comía pan de cebada, trabajaba en las murallas de la ciudad y compartia los sufrimientos de los demás cautivos. Cuando a uno le empalaban, a otro le ahorcaban, o le desorejaban, o le marcaban en la frente el signo de la servidumbre, él salía en defensa de sus hermanos, condenaba la crueldad de los verdugos, refutaba las doctrinas de los alfaquíes y defendía la verdad del Evangelio. Su palabra era firme, ardiente y acerada como un cuchillo. Hubo numerosas conversiones, pero más de una vez el animoso fraile se vio rodeado de una multitud rabiosa, que le hería y le pisoteaba y le arrojaba inmundicias y toda suerte de proyectiles. Por la noche tenían que volverle a la prisión malherido, exánime, despedazado y cubierto de sangre. Allí le ataban a un mármol, le cargaban de cadenas y le abandonaban a todos los terrores de la fiebre y de la oscuridad. Una tarde, dos hombres entraron en la prisión, le horadaron los labios con un hierro candente y por los agujeros le introdujeron un candado, y así cerraron la boca del intrépido predicador de Cristo.
Pasó casi un año. El martirio iba embelleciendo el alma del cautivo, los sufrimientos empezaban a destruir su cuerpo, cuando llegó a Argel el mercedario portador del rescate prometido, y Ramón Nonato, agotado por los azotes, el hambre y los trabajos forzados, fue a terminar sus días en la tierra que le había visto nacer. «Su nombre resonó por todo el mundo; tanto, que el Pontifice le dio el capelo de cardenal; y el santo lo dejó caer sobre la cabeza de un pordiosero que le pidió limosna. Llamado a Roma, quiso despedirse del vizconde de Cardona. Allí sintió el mal de la muerte, y como tardase en venir el Señor Sacramentado, unos ángeles se lo trajeron del Cielo. Cargado sobre un mulo, su cuerpo fue llevado a la ermita de San Nicolás. Allí hacen las gentes grandes plegarias y encienden muchas luces. Las parideras encuentran remedio en sus dolores, y cura todos los males. Él nos ayude y nos lleve al Cielo.»
Entre aquellos evangélicos redentores, entre aquellos nuevos y desusados cónsules de la libertad, al lado mismo del fundador, surge, humilde y fuerte a la vez, la figura de San Ramón Nonato. Desearíamos verla con más claridad, desearíamos penetrar más íntimamente en el alma generosa de este varón de misericordia; pero, poco afortunado con los alfaquíes, Ramón Nonato lo fue menos con los biógrafos. No nos dijeron si era rubio o moreno, alto o bajo, grave o sonriente, melancólilo o comunicativo. Su fisonomía física y espiritual aparece en plena penumbra, y es inútil que nos empeñemos en iluminarla, como hicieron sus biógrafos del siglo XVI, con sucesos milagrosos más o menos auténticos.
Su nombre hace alusión a las circunstancias peregrinas de su nacimiento. Nonato quiere decir no nacido. No nació, porque le sacaron violentamente del seno de su madre muerta. La daga de un cazador fue el instrumento de que Dios se sirvió para salvar la vida de la criatura. Fue esto en Portell, un lugarejo de la provincia de Lérida. De niño. Ramón guió un hato de ovejas entre robles y encinas, entre matorrales de zarzas y cascajas. La Segarra árida y montañosa fue el teatro de su vida de pastoreo. Llegó a conocer todas las fuentes y arroyuelos, sus bosques y sus hondonadas; y, en especial, sus ermitas, pues es fama que cuando entraba en alguna de ellas se olvidaba luego de salir, y la noche le sorprendía hablando unas veces con San Nicolás, otras con San Bartolomé, otras con Nuestra Señora. Entre tanto, el rebaño caminaba hacia el aprisco, y un pastor de oro y de fuego, con cayada fosforescente—un ángel—, le libraba del lobo y del ladrón.
Un día, Ramón oyó hablar de Pedro Nolasco, el rico provenzal, que buscaba corazones generosos para formar su Orden de los Caballeros de la Merced. Después le vio en Barcelona, le oyó hablar y quedó prendido en su misma llama. «Su caridad era incandescente—dice una vieja nota biográfica—. Amaba las letras y aprovechaba mucho en ellas; caminaba de concejo en concejo y predicaba. Todos los caballeros le amaban, todos los pobres seguían sus pisadas; era el consejo y el conhorte de todos.» Una y otra vez entró Nonato por tierra de moros en busca de cautivos cristianos. Rescató en Valencia, en las ciudades andaluzas v en las costas africanas; disputó con los rabinos en las sinagogas, predicó en los zocos bulliciosos y enemigos, regateó con los príncipes y sus consejeros. Dar oro por almas era su mayor felicidad; pero el oro no abundaba siempre, y a veces fue necesario fundir la plata de los cálices y las cruces, porque era mejor salvar un alma que adornar un altar.
En 1237 estaba Ramón en Argel; estaba cautivo, sufriendo los malos tratamientos de los cómitres y sirviendo en todos los trabajos de la esclavitud. Su compasión por los pobres presos le había llevado hasta la locura de entregarse por ellos. Al recorrer los baños, al entrar en las mazmorras, se le había oprimido el corazón viendo los rostros escuálidos, las miradas febriles, las espaldas llagadas de aquellos infelices. Unos estaban a punto de morir de hambre, otros corrían peligro de apostatar, y todos dirigían hacia él sus ojos suplicantes, abrasados en el deseo de ver pronto su patria. Más no había dinero para tantos: era preciso escoger a los más necesitados y dejar á los demás en aquel infierno. Y Ramón Nonato vio el gesto de desesperación de los que debían quedarse, sus llantos, sus ruegos, sus gritos angustiosos. Y entonces tuvo una inspiración heroica: «Saldréis—les dijo—, pero me quedaré yo; mis hermanos recogerán el precio de vuestro rescate, y yo saldré fiador de vuestra libertad.»
Desde aquel día Ramón quedó preso en Argel. Dormía en un sótano, comía pan de cebada, trabajaba en las murallas de la ciudad y compartia los sufrimientos de los demás cautivos. Cuando a uno le empalaban, a otro le ahorcaban, o le desorejaban, o le marcaban en la frente el signo de la servidumbre, él salía en defensa de sus hermanos, condenaba la crueldad de los verdugos, refutaba las doctrinas de los alfaquíes y defendía la verdad del Evangelio. Su palabra era firme, ardiente y acerada como un cuchillo. Hubo numerosas conversiones, pero más de una vez el animoso fraile se vio rodeado de una multitud rabiosa, que le hería y le pisoteaba y le arrojaba inmundicias y toda suerte de proyectiles. Por la noche tenían que volverle a la prisión malherido, exánime, despedazado y cubierto de sangre. Allí le ataban a un mármol, le cargaban de cadenas y le abandonaban a todos los terrores de la fiebre y de la oscuridad. Una tarde, dos hombres entraron en la prisión, le horadaron los labios con un hierro candente y por los agujeros le introdujeron un candado, y así cerraron la boca del intrépido predicador de Cristo.
Pasó casi un año. El martirio iba embelleciendo el alma del cautivo, los sufrimientos empezaban a destruir su cuerpo, cuando llegó a Argel el mercedario portador del rescate prometido, y Ramón Nonato, agotado por los azotes, el hambre y los trabajos forzados, fue a terminar sus días en la tierra que le había visto nacer. «Su nombre resonó por todo el mundo; tanto, que el Pontifice le dio el capelo de cardenal; y el santo lo dejó caer sobre la cabeza de un pordiosero que le pidió limosna. Llamado a Roma, quiso despedirse del vizconde de Cardona. Allí sintió el mal de la muerte, y como tardase en venir el Señor Sacramentado, unos ángeles se lo trajeron del Cielo. Cargado sobre un mulo, su cuerpo fue llevado a la ermita de San Nicolás. Allí hacen las gentes grandes plegarias y encienden muchas luces. Las parideras encuentran remedio en sus dolores, y cura todos los males. Él nos ayude y nos lleve al Cielo.»
jueves, 30 de agosto de 2012
Lecturas
Yo Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por designio de Dios, y Sóstenes, nuestro hermano, escribimos a la Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados por Cristo Jesús, a los santos que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor de ellos y nuestro.
La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo sean con vosotros.
En mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes, por la gracia que Dios os ha dado en Cristo Jesús.
Pues por él habéis sido enriquecidos en todo: en el hablar y en el saber; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo.
De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.
Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el día de Jesucristo, Señor nuestro.
Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
¿Dónde hay un criado fiel y cuidadoso, a quien el amo encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas?
Pues, dichoso ese criado, si el amo, al llegar, lo encuentra portándose así. Os aseguro que le confiará la administración de todos sus bienes.
Pero si el criado es un canalla y, pensando que su amo tardará, empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo hará pedazos, mandándolo a donde se manda a los hipócritas.
Allí será el llanto y el rechinar de dientes.»
Palabra del Señor.
Beato Tomás de Kempis
Escritor. Año 1471. La fama mundial de Tomás de Kempis se debe a que él escribió el libro que más ediciones han tenido, después de la Biblia: La Imitación de Cristo Este precioso librito, llamado "el consentido de los libros: porque, es el que se ha sacado en ediciones más hermosas y lujosas, (de bolsillo) ha tenido ya más de 3,100 ediciones en los más diversos idiomas del mundo.
Su primera edición salió 20 años antes del descubrimiento de América (un año después de la muerte del autor) en 1472, y durante más de 500 años ha tenido unas 6 ediciones cada año.Caso raro y excepcional.
Tomás nació en Kempis, cerca de Colonia, en Alemania, en el año 1380. Era un hombre sumamente humilde, que pasó su larga vida (90 años) entre el estudio, la oración y las obras de caridad, dedicando gran parte de su tiempo a la dirección espiritual de personas que necesitaban de sus consejos.
En ese tiempo muchísimas personas deseaban que la Iglesia Católica se reformara y se volviera más fervorosa y más santa, pero pocos se dedicaron a reformase ellos mismos y a volverse mejores. Tomás de Kempis se dio cuenta de que el primer paso que hay que dar para obtener que la Iglesia se vuelva más santa, es esforzarse uno mismo por volverse mejor. Y que si cada uno se reforma a sí mismo, toda la Iglesia se va reformando poco a poco.
Kempis se reunió con un grupo de amigos en una asociación piadosa llamada "Hermanos de la Vida Común", y allí se dedicaron a practicar un modo de vivir que llamaban "Devoción moderna" y que consistía en emplear largos ratos de oración, la meditación, la lectura de libros piadosos y en recibir y dar dirección espiritual, y dedicarse cada uno después con la mayor exactitud que le fuera posible a cumplir cada día los deberes de su propia profesión.
Los que pertenecían a esta asociación hacían progresos muy notorios y rápidos en santidad y la gente los admiraba y los quería. Tomás tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero en sus primeros 30 años no lo logra porque sus tentaciones son muy fuertes y frecuentes y teme que después no logre ser fiel a su voto de castidad. Pero al fin entra a una asociación de canónigos (en Windesheim) y allí en la paz de la vida retirada del mundo logra la paz de su espíritu y es ordenado de sacerdote en el año 1414.
Desde entonces se dedica por completo a dar dirección espiritual, a leer libros piadosos y a consolar almas atribuladas y desconsoladas. Es muy incomprendido muchas veces y sufre la desilusión de constatar que muchas amistades fallan en la vida (menos la amistad de Cristo) y va ascendiendo poco a poco, aunque con mucha dificultad, a una gran santidad. Dos veces fue superior de la comunidad de canónigos en su ciudad.
Bastante tiempo estuvo encargado de la formación de los novicios. Después lo nombraron ecónomo pero al poco tiempo lo destituyeron porque su inclinación a la vida espiritual muy elevada no lo hacía nada apto para dedicarse a comerciar y a administrar dineros y posesiones. Su alma va pasando por períodos de mucha paz y de angustias y tristezas espirituales, y todo esto lo irá narrando después en su libro portentoso.
En sus ratos libres, Tomás de Kempis fue escribiendo un libro que lo iba a hacer célebre en todo el mundo: La Imitación de Cristo. De esta obra dijo un autor: "Es el más hermoso libro salido de la mano de un hombre" (Dicen que Kempis pidió a Dios permanecer ignorado y no conocido. Por eso la publicación de su libro sólo se hizo al año siguiente de su muerte).
No lo escribió todo de una vez, sino poco a poco, durante muchos años, a medida que su espíritu se iba volviendo más sabio y su santidad y su experiencia iban aumentando. Lo distribuyó en cuatro pequeños libritos.Entre la redacción de un libro la siguiente pasaron bastantes años.
El libro Primero de la Imitación de Cristo narra cómo es la lucha activa que hay que librar para convertirse y reformarse y los obstáculos que se le presentan a quien desea hacerse santo, entre los cuales está como principal "la sirena" de este mundo, o sea la atracción, el deseo de darle gustos al propio egoísmo y de obtener honores, famas, altos puestos, riquezas y gozos sensuales y vida fácil y cómoda. Este primer librito es como el retrato de lo que Tomás tuvo que sufrir hasta sus 30 años de las luchas y peligros que se le presentaron.
El libro segundo. Fue escrito por Kempis después de haber sufrido muchas tribulaciones, contradicciones, humillaciones y desengaños, especialmente en el orden afectivo. Destituido del cargo de ecónomo, abandonado por amigos que se había imagina le iban a ser fieles; es entonces cuando descubre que hay una amistad que no defrauda nunca y es la amistad con Jesucristo, y que allí se encuentra la solución para todas las penas del alma. Este libro segundo de la Imitación enseña cómo hay que comportarse en las tribulaciones y sufrimientos. Emplea mucho el nombre de Jesús indicando el afecto muy vivo y profundo que siente hacia el Redentor y que desea sientan sus lectores también.
Cuando redacta el Libro Tercero ya ha subido mas alto en espiritualidad. Aquí ya a Cristo lo llama El Señor. Se ha dado cuenta que la santidad no depende solamente de nuestros esfuerzos sino sobre todo de las ayudas de Dios. Ha crecido en humildad y exclama: "Cayeron los que eran como cedros del Líbano, y yo miserable ¿qué podré esperar de mis solas fuerzas?". Ahora ya no piensa en la muerte como algo miedoso, sino como una liberación del alma para ir a una Patria feliz.
El libro cuarto de la Imitación está dedicado a la Eucaristía y es uno de los más bellos tratados que se han escrito acerca del Santísimo Sacramento. Millones de personas en todos los continentes han leído este librito para prepararse o dar gracias cuando comulgan.
Muchos autores han pensado que probablemente Tomás de Kempis recibió del cielo luces muy especiales al escribir La Imitación de Cristo. De otra manera no se podría explicar el éxito mundial que este librito ha tenido por más de cinco siglos, en todas las clases sociales.
Puede ser el que Kempis ha logrado comprender sumamente bien la persona humana con sus miserias y sus sublimes posibilidades, con sus inquietudes y su inmensa necesidad de tener un amor que llene totalmente sus aspiraciones.
Este libro está echo para personas que quieran sostener una lucha diaria y sin contemplaciones contra el amor propio y el deseo de sensualidad que se opone diametralmente al amor de Dios y a la paz del alma. Está redactado para quienes quieran independizarse de lo temporal y pasajero y dedicarse a conseguir lo eterno e inmortal.
San Ignacio, San Juan Bosco, Juan XXIII, el presidente mártir, García Moreno y muchísimos más, han leído una página de la Imitación cada día. ¿La leeremos también nosotros?.
Su primera edición salió 20 años antes del descubrimiento de América (un año después de la muerte del autor) en 1472, y durante más de 500 años ha tenido unas 6 ediciones cada año.Caso raro y excepcional.
Tomás nació en Kempis, cerca de Colonia, en Alemania, en el año 1380. Era un hombre sumamente humilde, que pasó su larga vida (90 años) entre el estudio, la oración y las obras de caridad, dedicando gran parte de su tiempo a la dirección espiritual de personas que necesitaban de sus consejos.
En ese tiempo muchísimas personas deseaban que la Iglesia Católica se reformara y se volviera más fervorosa y más santa, pero pocos se dedicaron a reformase ellos mismos y a volverse mejores. Tomás de Kempis se dio cuenta de que el primer paso que hay que dar para obtener que la Iglesia se vuelva más santa, es esforzarse uno mismo por volverse mejor. Y que si cada uno se reforma a sí mismo, toda la Iglesia se va reformando poco a poco.
Kempis se reunió con un grupo de amigos en una asociación piadosa llamada "Hermanos de la Vida Común", y allí se dedicaron a practicar un modo de vivir que llamaban "Devoción moderna" y que consistía en emplear largos ratos de oración, la meditación, la lectura de libros piadosos y en recibir y dar dirección espiritual, y dedicarse cada uno después con la mayor exactitud que le fuera posible a cumplir cada día los deberes de su propia profesión.
Los que pertenecían a esta asociación hacían progresos muy notorios y rápidos en santidad y la gente los admiraba y los quería. Tomás tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero en sus primeros 30 años no lo logra porque sus tentaciones son muy fuertes y frecuentes y teme que después no logre ser fiel a su voto de castidad. Pero al fin entra a una asociación de canónigos (en Windesheim) y allí en la paz de la vida retirada del mundo logra la paz de su espíritu y es ordenado de sacerdote en el año 1414.
Desde entonces se dedica por completo a dar dirección espiritual, a leer libros piadosos y a consolar almas atribuladas y desconsoladas. Es muy incomprendido muchas veces y sufre la desilusión de constatar que muchas amistades fallan en la vida (menos la amistad de Cristo) y va ascendiendo poco a poco, aunque con mucha dificultad, a una gran santidad. Dos veces fue superior de la comunidad de canónigos en su ciudad.
Bastante tiempo estuvo encargado de la formación de los novicios. Después lo nombraron ecónomo pero al poco tiempo lo destituyeron porque su inclinación a la vida espiritual muy elevada no lo hacía nada apto para dedicarse a comerciar y a administrar dineros y posesiones. Su alma va pasando por períodos de mucha paz y de angustias y tristezas espirituales, y todo esto lo irá narrando después en su libro portentoso.
En sus ratos libres, Tomás de Kempis fue escribiendo un libro que lo iba a hacer célebre en todo el mundo: La Imitación de Cristo. De esta obra dijo un autor: "Es el más hermoso libro salido de la mano de un hombre" (Dicen que Kempis pidió a Dios permanecer ignorado y no conocido. Por eso la publicación de su libro sólo se hizo al año siguiente de su muerte).
No lo escribió todo de una vez, sino poco a poco, durante muchos años, a medida que su espíritu se iba volviendo más sabio y su santidad y su experiencia iban aumentando. Lo distribuyó en cuatro pequeños libritos.Entre la redacción de un libro la siguiente pasaron bastantes años.
El libro Primero de la Imitación de Cristo narra cómo es la lucha activa que hay que librar para convertirse y reformarse y los obstáculos que se le presentan a quien desea hacerse santo, entre los cuales está como principal "la sirena" de este mundo, o sea la atracción, el deseo de darle gustos al propio egoísmo y de obtener honores, famas, altos puestos, riquezas y gozos sensuales y vida fácil y cómoda. Este primer librito es como el retrato de lo que Tomás tuvo que sufrir hasta sus 30 años de las luchas y peligros que se le presentaron.
El libro segundo. Fue escrito por Kempis después de haber sufrido muchas tribulaciones, contradicciones, humillaciones y desengaños, especialmente en el orden afectivo. Destituido del cargo de ecónomo, abandonado por amigos que se había imagina le iban a ser fieles; es entonces cuando descubre que hay una amistad que no defrauda nunca y es la amistad con Jesucristo, y que allí se encuentra la solución para todas las penas del alma. Este libro segundo de la Imitación enseña cómo hay que comportarse en las tribulaciones y sufrimientos. Emplea mucho el nombre de Jesús indicando el afecto muy vivo y profundo que siente hacia el Redentor y que desea sientan sus lectores también.
Cuando redacta el Libro Tercero ya ha subido mas alto en espiritualidad. Aquí ya a Cristo lo llama El Señor. Se ha dado cuenta que la santidad no depende solamente de nuestros esfuerzos sino sobre todo de las ayudas de Dios. Ha crecido en humildad y exclama: "Cayeron los que eran como cedros del Líbano, y yo miserable ¿qué podré esperar de mis solas fuerzas?". Ahora ya no piensa en la muerte como algo miedoso, sino como una liberación del alma para ir a una Patria feliz.
El libro cuarto de la Imitación está dedicado a la Eucaristía y es uno de los más bellos tratados que se han escrito acerca del Santísimo Sacramento. Millones de personas en todos los continentes han leído este librito para prepararse o dar gracias cuando comulgan.
Muchos autores han pensado que probablemente Tomás de Kempis recibió del cielo luces muy especiales al escribir La Imitación de Cristo. De otra manera no se podría explicar el éxito mundial que este librito ha tenido por más de cinco siglos, en todas las clases sociales.
Puede ser el que Kempis ha logrado comprender sumamente bien la persona humana con sus miserias y sus sublimes posibilidades, con sus inquietudes y su inmensa necesidad de tener un amor que llene totalmente sus aspiraciones.
Este libro está echo para personas que quieran sostener una lucha diaria y sin contemplaciones contra el amor propio y el deseo de sensualidad que se opone diametralmente al amor de Dios y a la paz del alma. Está redactado para quienes quieran independizarse de lo temporal y pasajero y dedicarse a conseguir lo eterno e inmortal.
San Ignacio, San Juan Bosco, Juan XXIII, el presidente mártir, García Moreno y muchísimos más, han leído una página de la Imitación cada día. ¿La leeremos también nosotros?.
miércoles, 29 de agosto de 2012
Lecturas
En aquellos días, recibí esta palabra del Señor:
«Cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando.
No les tengas miedo, que si no, yo te meteré miedo de ellos.
Mira; yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo.
Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte.» Oráculo del Señor.
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado.
El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería quitarlo de en medio; no acababa de conseguirlo, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado y santo, y lo defendía.
Cuando lo escuchaba, quedaba desconcertado, y lo escuchaba con gusto.
La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:
-«Pídeme lo que quieras, que te lo doy.»
Y le juró:
-«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.»
Ella salió a preguntarle a su madre:
-«¿Qué le pido?»
La madre le contestó:
-«La cabeza de Juan, el Bautista.»
Entró ella en seguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:
-«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan, el Bautista.»
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados, no quiso desairarla. En seguida le mandó a un verdugo que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre.
Al enterarse sus discípulos, fueron a recoger el cadáver y lo enterraron.
Palabra del Señor.
MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA
Montes rotos de Moab, paisaje de rocas desnudas, desierto de Judá, poblado por grupos de esenios escuálidos. Al Oriente, el Mar Muerto, sepulcro viscoso de ciudades malditas; en la cima, asomándose a unos precipicios que turban la vista, la fortaleza; y en el centro de la fortaleza, el palacio. Tal se nos presenta Mackeronte en la descripción famosa de Josefo: un castillo inexpugnable dominando una tierra abrupta, desolada y candente. Pero el refugio de cohortes se había convertido ahora en morada del placer. La locura del amor se reía de todos los terrores y desafiaba todas las miserias. Fuera; las aguas densas y amargas de la maldición, los pavorosos barrancos, la inmensidad metálica y requemada de los clamores litúrgicos de los penitentes, los alaridos de los chacales y el crascitar de los cuervos oteando la presa; dentro, la embriaguez de los deleites y la miel de las caricias, más gustosa entre la aridez circundante, como la miel en la roca. Allí pasa sus días el hijo de Herodes el Grande, Antipas, tetrarca de Galilea; detrás de aquellas murallas esconde sus vergonzosas pasiones. Como Roma lo hace casi todo en su pequeño principado, a él apenas le queda otra cosa que llevar la púrpura y gozar. Le acompañaba Herodías, y la hija de Herodías, Salomé. Herodías, nieta de Herodes el Grande, era otro vastago de su misma familia. Antipas se la había arrancado a su hermano Felipe, no Felipe el tetrarca, de quien hablan los evangelistas, sino el humilde Felipe Boeto, que vivía en Roma sin ambiciones. Pero su mujer las tenía. Bella, arrogante, imperiosa, llevaba en las venas la espuma de la sangre, los audaces designios, las perversiones magníficas de los Asmoneos (Macabeos). Aquella condición inferior la humillamaba; quería reinar a toda costa, y bastó que Antipas la ofreciese un trono para abandonar a su primer marido.
Aquel nidal de guerra defendía ahora los secretos de los dos amantes. Era dulce vivir allí, en medio de pompas cortesanas, de incienso de adulaciones y magnificencias orientales. Tal vez el pueblo empezaba ya a murmurar escandalizado; pero en el alcázar todo eran sonrisas y pronósticos de ventura. De repente, rígido, airado, centelleante de indignación, apareció un hombre en el umbral. Era el Bautista, el profeta del fuego, magnífico y terrible con su larga cabellera, con su rostro tostado del sol, con su barba torrencial, con su piel de camello y su cinturón de cuero. Juan comprendía que se acercaba el fin de su misión. Cerca de él, otro profeta empezaba también a predicar y a bautizar, agrupando en torno suyo a todos los que aguardaban el reino de Dios. «Maestro—decíanle al Bautista los discípulos que aún le quedaban—, aquel que estuvo contigo al otro lado del Jordán, aquel a quien tú diste testimonio, empieza a bautizar y todo el mundo se va con él.» Él escucha sereno estas quejas amargas, y se esfuerza por calmar el ánimo de sus admiradores, recordándoles que en todas las cosas hay que ver la voluntad de Dios. «Nada hay en el hombre—dice— que no le sea dado del Cielo. Vosotros sabéis que yo he dicho: No soy el esposo, sino el amigo del esposo; no soy el Cristo, sino el precursor.» Y remontando el curso del Jordán, se acercó a los límites de Galilea.
No tardaron en llegar a sus oídos los rumores de lo que pasaba en Maqueronte, y el celo de Dios le arrebató. Su corazón no temblaba en presencia de los tiranos: al principio de su ministerio había amenazado a los grandes de Israel; los saduceos acechaban con inquietud los ecos que venían del desierto; ninguna grandeza le detenía; ningún poder estaba libre de sus reproches. Ahora su voz cayó como un trueno en medio de las fiestas cortesanas. Subió del Jordán como un león de su madriguera, trepó a los peñascos de Mackeronte, y el roquedal pareció como la peana de su figura indomable. Y cuando Antipas se asomaba al mirador, o paseaba entre las columnatas del peristilo, el profeta se acercaba bramando: «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Nadie le detuvo; secos, iluminados, torturados, sus discípulos le defendían, y Antipas tuvo miedo. Pero la nieta de Herodes rugía a su lado, y clamaba: «¿Qué importa que tus siervos se humillen ante mí y tus huestes me defiendan, si se abre libremente esa boca para escupirme?» Y un día la guardia del tetrarca se apoderó de Juan y le arrojó a un calabozo.
El calabozo era un sótano húmedo y oscuro de aquella fortaleza de Mackeronte. Arriba se gozaba de la luz y del amor; abajo yacía él cargado de cadenas. La larga sombra del Bautista austero no cortaría ya las aguas del Jordán; pero la boca que clamaba en el desierto no estaba aún amordazada. A veces la prisión se abre para dar paso a sus discípulos. Los exhorta, los instruye y sigue confirmando su esperanza en el reino del Mesías. Transmite mensajes y los recibe. Tiene la mirada fija en el profeta a quien un día sumergió en las aguas, y desde la cárcel le envía su último testimonio. Es una embajada concebida en estos términos:
«¿Eres tú el que va a venir o debemos esperar a otro?» Juan no duda, ni se siente debilitado por las angustias de la prisión, ni piensa que tal vez ha equivocado su camino. Su único intento es provocar una manifestación explícita de Jesús, y transmitirla a sus discípulos. Y entonces sale de la boca de Cristo el mayor elogio que puede decirse de un hombre: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una cana agitada por el aire? ¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido muellemente? No; los que usan finos vestidos habitan en los palacios reales. ¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, un profeta, y mucho más que un profeta. Porque él es de quien se ha dicho: He aquí que os envío a mi ángel para que prepare los caminos delante de vosotros. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer, ninguno más grande que Juan el Bautista.»
De cuando en cuando el prisionero es llevado a presencia del rey. Antipas es un supersticioso; tiene el miedo de los cobardes; sus pensamientos le roen el alma, y la imagen de su cautivo turba sus sueños de felicidad. «Le teme, porque sabe que es un hombre justo y santo; le escucha de buena gana», y tal vez confía que a fuerza de obsequios logrará encontrarle menos severo. Pero el profeta no tiene más que una palabra. «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Antipas tiembla al oírla zarandeado por el remordimiento y la pasión. Demasiado débil para libertarse por el crimen de un censor importuno, demasiado corrompido para seguir resueltamente la voz del deber, se contenta con proteger al preso de las venganzas de Herodías. Entre tanto, el odio se envenena en el corazón de la adúltera, dispuesta a buscar el momento oportuno. Y supo aprovecharle con sagacidad verdaderamente femenina. Casi un año llevaba Juan Bautista en la prisión, cuando llegó el día del natalicio de Herodes. Hubo fiestas solemnes para celebrar el grande acontecimiento, hubo epinicios y canciones en griego y en hebreo, y para terminar los festejos, un espléndido festín en que brilló aquella magnificencia deslumbrante de Herodes, que se había hecho proverbial hasta entre los poetas y los patricios opulentos de Roma. Sobre triclinios de bronce de Iberia y de cidro de Numidia se recostaban los más altos personajes de Galilea, rabinos, banqueros, oficiales y cortesanos. Delante, mesas de mármol sobre caimanes y ciervos de plata, y en los muros, colgando de los frisos de cerámicas y mosaicos, alcatifas de Persia, pieles de Dugongo, almagradas, tejidos de Sussa, adornados de toros y gacelas, de amenos paisajes y escenas de caza y de guerra. Esclavas nubias y sirias pasaban ligeras bajo los artesones de pupilas de granate y esmeralda llevando los manjares en bandejas de plata y de cristal, pavos reales lardeados, carnes de jabalí, rostrizos coronados de morcillas, pasteles de setas y especias, faisanes rellenos de salchichas y mollejas, de uvas tostadas y altramuces, moscateles de Chipre, tarros de licor de almezas, agua de azafrán, infusión de miel con vino de España, mostos como almíbares, traídos en odres de nieve.
Herodías miraba satisfecha al tetrarca. Las piedras de sus collares resplandecían como pupilas de tigre, y sus ojos brillaban como sus brillantes. Estaba más acariciadora, más zalamera que nunca. Muchas sorpresas había preparado para aquella noche, pero la mayor estaba reservada para el fin; la mayor, la más regocijante, la más embriagadora; más embriagadora que los vapores ardientes del falerno. Antipas había pasado su juventud en Roma; conocía los movimientos jónicos de que habla Horacio, las evoluciones de las bailarinas gaditanas, las danzas lascivas de Capua y de Nápoles, la seducción de los coros de las doncellas representando las escenas más audaces con sus gestos y actitudes. Ahora bien: en el palacio había una joven que, educada en Roma, conocía los secretos más sutiles de aquella ciencia terrible. Era Salomé, la hija de Herodías. Herodías quiso que Salomé bailase. Y bailó. Y de tal manera subyugó el corazón del príncipe con el donaire de su danza, que, entre los aplausos de los comensales, Herodes prometió darle cualquier cosa que pidiese, aunque fuese la mitad de su reino. Y lo juró solemnemente. Ella permaneció indecisa mirando a uno y otro lado. Se le ocurrían tantas cosas, que no sabía qué pedir. Al fin, pensó que su madre podía darla un consejo. «¿Qué pediré?», le dijo, jadeante todavía. La adúltera tenía preparada la respuesta. «La cabeza de Juan el Bautista», respondió con aire de triunfo. La joven no se estremeció: era hija de tal madre. La intriga y la belleza la harán también a ella esposa y madre de reyes. Ahora se acercó al rey, y sin el menor temblor en la voz, sin el menor rubor en el rostro, le dijo; «Quiero que me des ahora mismo, en un plato, la cabeza de Juan el Bautista.» Y, al mismo tiempo, su mano de sierpe señalaba una de las bandejas argénteas que aún quedaban en la mesa.
A pesar de su ciega brutalidad, Herodes Antipas valía más que las dos mujeres. Súbitamente se dio cuenta del lazo infame que se le había tendido, y se puso triste. Pálido de horror, miraba en torno por ver si sorprendía alguna mirada de piedad; pero advirtió que los ojos de los comensales se fijaban en él exigentes y regocijados. Era débil, y al mismo tiempo, vanidoso; no tenía grandeza de alma para afrontar las censuras de los magnates, ni entereza para desafiar la ira de aquellas mujeres perversas: excusando su crimen con la religión del juramento, dio la orden fatal. A una señal suya, el verdugo, que estaba siempre a su lado, según la costumbre del Oriente, tomó el plato que le tendía la bailarina y salió.
Unos instantes después Juan dejaba de existir. Al testimonio de la palabra había juntado el testimonio de la sangre. Su cabeza, caliente todavía, apareció en la sala chorreando sangre. Salomé dio un salto para arrebatársela al verdugo, y se la presentó a su madre. Según la tradición, Herodías se ensañó en su víctima, atravesando con un alfiler de oro, que tomó de su peplo, aquella lengua que no había podido encadenar en vida, y arrojando el cuerpo mutilado en los barrancos de los alrededores. Los discípulos del mártir le recogieron, salvándole de los buitres y dándole honrosa sepultura. La voz del amigo del esposo se calló aquella noche de primavera, un año antes que la voz del esposo. Pero el tetrarca seguía oyéndola todavía. Aguijoneado por el remordimiento, día y noche veía la mesa ensangrentada, la frente del profeta, más grave con la palidez de la muerte, y sus labios, que se abrían para pronunciar el anatema. Se hizo miedoso; suspicaz; cruel. La figura de Juan se le presentaba en todos los peñascos de Mackeronte, en todas las galerías del alcázar. Cuando en torno suyo se hablaba de los prodigios de Jesús, decía tembloroso: «Es Juan, el que bautizaba, y vuelve de entre loa muertos.» En vano se esforzaban sus domésticos por tranquizarle. Él decía siempre: «Es Juan, es Juan... el que subió del río.»
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
Aquel nidal de guerra defendía ahora los secretos de los dos amantes. Era dulce vivir allí, en medio de pompas cortesanas, de incienso de adulaciones y magnificencias orientales. Tal vez el pueblo empezaba ya a murmurar escandalizado; pero en el alcázar todo eran sonrisas y pronósticos de ventura. De repente, rígido, airado, centelleante de indignación, apareció un hombre en el umbral. Era el Bautista, el profeta del fuego, magnífico y terrible con su larga cabellera, con su rostro tostado del sol, con su barba torrencial, con su piel de camello y su cinturón de cuero. Juan comprendía que se acercaba el fin de su misión. Cerca de él, otro profeta empezaba también a predicar y a bautizar, agrupando en torno suyo a todos los que aguardaban el reino de Dios. «Maestro—decíanle al Bautista los discípulos que aún le quedaban—, aquel que estuvo contigo al otro lado del Jordán, aquel a quien tú diste testimonio, empieza a bautizar y todo el mundo se va con él.» Él escucha sereno estas quejas amargas, y se esfuerza por calmar el ánimo de sus admiradores, recordándoles que en todas las cosas hay que ver la voluntad de Dios. «Nada hay en el hombre—dice— que no le sea dado del Cielo. Vosotros sabéis que yo he dicho: No soy el esposo, sino el amigo del esposo; no soy el Cristo, sino el precursor.» Y remontando el curso del Jordán, se acercó a los límites de Galilea.
No tardaron en llegar a sus oídos los rumores de lo que pasaba en Maqueronte, y el celo de Dios le arrebató. Su corazón no temblaba en presencia de los tiranos: al principio de su ministerio había amenazado a los grandes de Israel; los saduceos acechaban con inquietud los ecos que venían del desierto; ninguna grandeza le detenía; ningún poder estaba libre de sus reproches. Ahora su voz cayó como un trueno en medio de las fiestas cortesanas. Subió del Jordán como un león de su madriguera, trepó a los peñascos de Mackeronte, y el roquedal pareció como la peana de su figura indomable. Y cuando Antipas se asomaba al mirador, o paseaba entre las columnatas del peristilo, el profeta se acercaba bramando: «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Nadie le detuvo; secos, iluminados, torturados, sus discípulos le defendían, y Antipas tuvo miedo. Pero la nieta de Herodes rugía a su lado, y clamaba: «¿Qué importa que tus siervos se humillen ante mí y tus huestes me defiendan, si se abre libremente esa boca para escupirme?» Y un día la guardia del tetrarca se apoderó de Juan y le arrojó a un calabozo.
El calabozo era un sótano húmedo y oscuro de aquella fortaleza de Mackeronte. Arriba se gozaba de la luz y del amor; abajo yacía él cargado de cadenas. La larga sombra del Bautista austero no cortaría ya las aguas del Jordán; pero la boca que clamaba en el desierto no estaba aún amordazada. A veces la prisión se abre para dar paso a sus discípulos. Los exhorta, los instruye y sigue confirmando su esperanza en el reino del Mesías. Transmite mensajes y los recibe. Tiene la mirada fija en el profeta a quien un día sumergió en las aguas, y desde la cárcel le envía su último testimonio. Es una embajada concebida en estos términos:
«¿Eres tú el que va a venir o debemos esperar a otro?» Juan no duda, ni se siente debilitado por las angustias de la prisión, ni piensa que tal vez ha equivocado su camino. Su único intento es provocar una manifestación explícita de Jesús, y transmitirla a sus discípulos. Y entonces sale de la boca de Cristo el mayor elogio que puede decirse de un hombre: «¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una cana agitada por el aire? ¿Qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido muellemente? No; los que usan finos vestidos habitan en los palacios reales. ¿Qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, un profeta, y mucho más que un profeta. Porque él es de quien se ha dicho: He aquí que os envío a mi ángel para que prepare los caminos delante de vosotros. En verdad os digo que entre los nacidos de mujer, ninguno más grande que Juan el Bautista.»
De cuando en cuando el prisionero es llevado a presencia del rey. Antipas es un supersticioso; tiene el miedo de los cobardes; sus pensamientos le roen el alma, y la imagen de su cautivo turba sus sueños de felicidad. «Le teme, porque sabe que es un hombre justo y santo; le escucha de buena gana», y tal vez confía que a fuerza de obsequios logrará encontrarle menos severo. Pero el profeta no tiene más que una palabra. «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano.» Antipas tiembla al oírla zarandeado por el remordimiento y la pasión. Demasiado débil para libertarse por el crimen de un censor importuno, demasiado corrompido para seguir resueltamente la voz del deber, se contenta con proteger al preso de las venganzas de Herodías. Entre tanto, el odio se envenena en el corazón de la adúltera, dispuesta a buscar el momento oportuno. Y supo aprovecharle con sagacidad verdaderamente femenina. Casi un año llevaba Juan Bautista en la prisión, cuando llegó el día del natalicio de Herodes. Hubo fiestas solemnes para celebrar el grande acontecimiento, hubo epinicios y canciones en griego y en hebreo, y para terminar los festejos, un espléndido festín en que brilló aquella magnificencia deslumbrante de Herodes, que se había hecho proverbial hasta entre los poetas y los patricios opulentos de Roma. Sobre triclinios de bronce de Iberia y de cidro de Numidia se recostaban los más altos personajes de Galilea, rabinos, banqueros, oficiales y cortesanos. Delante, mesas de mármol sobre caimanes y ciervos de plata, y en los muros, colgando de los frisos de cerámicas y mosaicos, alcatifas de Persia, pieles de Dugongo, almagradas, tejidos de Sussa, adornados de toros y gacelas, de amenos paisajes y escenas de caza y de guerra. Esclavas nubias y sirias pasaban ligeras bajo los artesones de pupilas de granate y esmeralda llevando los manjares en bandejas de plata y de cristal, pavos reales lardeados, carnes de jabalí, rostrizos coronados de morcillas, pasteles de setas y especias, faisanes rellenos de salchichas y mollejas, de uvas tostadas y altramuces, moscateles de Chipre, tarros de licor de almezas, agua de azafrán, infusión de miel con vino de España, mostos como almíbares, traídos en odres de nieve.
Herodías miraba satisfecha al tetrarca. Las piedras de sus collares resplandecían como pupilas de tigre, y sus ojos brillaban como sus brillantes. Estaba más acariciadora, más zalamera que nunca. Muchas sorpresas había preparado para aquella noche, pero la mayor estaba reservada para el fin; la mayor, la más regocijante, la más embriagadora; más embriagadora que los vapores ardientes del falerno. Antipas había pasado su juventud en Roma; conocía los movimientos jónicos de que habla Horacio, las evoluciones de las bailarinas gaditanas, las danzas lascivas de Capua y de Nápoles, la seducción de los coros de las doncellas representando las escenas más audaces con sus gestos y actitudes. Ahora bien: en el palacio había una joven que, educada en Roma, conocía los secretos más sutiles de aquella ciencia terrible. Era Salomé, la hija de Herodías. Herodías quiso que Salomé bailase. Y bailó. Y de tal manera subyugó el corazón del príncipe con el donaire de su danza, que, entre los aplausos de los comensales, Herodes prometió darle cualquier cosa que pidiese, aunque fuese la mitad de su reino. Y lo juró solemnemente. Ella permaneció indecisa mirando a uno y otro lado. Se le ocurrían tantas cosas, que no sabía qué pedir. Al fin, pensó que su madre podía darla un consejo. «¿Qué pediré?», le dijo, jadeante todavía. La adúltera tenía preparada la respuesta. «La cabeza de Juan el Bautista», respondió con aire de triunfo. La joven no se estremeció: era hija de tal madre. La intriga y la belleza la harán también a ella esposa y madre de reyes. Ahora se acercó al rey, y sin el menor temblor en la voz, sin el menor rubor en el rostro, le dijo; «Quiero que me des ahora mismo, en un plato, la cabeza de Juan el Bautista.» Y, al mismo tiempo, su mano de sierpe señalaba una de las bandejas argénteas que aún quedaban en la mesa.
A pesar de su ciega brutalidad, Herodes Antipas valía más que las dos mujeres. Súbitamente se dio cuenta del lazo infame que se le había tendido, y se puso triste. Pálido de horror, miraba en torno por ver si sorprendía alguna mirada de piedad; pero advirtió que los ojos de los comensales se fijaban en él exigentes y regocijados. Era débil, y al mismo tiempo, vanidoso; no tenía grandeza de alma para afrontar las censuras de los magnates, ni entereza para desafiar la ira de aquellas mujeres perversas: excusando su crimen con la religión del juramento, dio la orden fatal. A una señal suya, el verdugo, que estaba siempre a su lado, según la costumbre del Oriente, tomó el plato que le tendía la bailarina y salió.
Unos instantes después Juan dejaba de existir. Al testimonio de la palabra había juntado el testimonio de la sangre. Su cabeza, caliente todavía, apareció en la sala chorreando sangre. Salomé dio un salto para arrebatársela al verdugo, y se la presentó a su madre. Según la tradición, Herodías se ensañó en su víctima, atravesando con un alfiler de oro, que tomó de su peplo, aquella lengua que no había podido encadenar en vida, y arrojando el cuerpo mutilado en los barrancos de los alrededores. Los discípulos del mártir le recogieron, salvándole de los buitres y dándole honrosa sepultura. La voz del amigo del esposo se calló aquella noche de primavera, un año antes que la voz del esposo. Pero el tetrarca seguía oyéndola todavía. Aguijoneado por el remordimiento, día y noche veía la mesa ensangrentada, la frente del profeta, más grave con la palidez de la muerte, y sus labios, que se abrían para pronunciar el anatema. Se hizo miedoso; suspicaz; cruel. La figura de Juan se le presentaba en todos los peñascos de Mackeronte, en todas las galerías del alcázar. Cuando en torno suyo se hablaba de los prodigios de Jesús, decía tembloroso: «Es Juan, el que bautizaba, y vuelve de entre loa muertos.» En vano se esforzaban sus domésticos por tranquizarle. Él decía siempre: «Es Juan, es Juan... el que subió del río.»
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
martes, 28 de agosto de 2012
Lecturas
Os rogamos, hermanos, a propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por supuestas revelaciones, dichos o cartas nuestras, como si afirmásemos que el día del Señor está encima.
Que nadie en modo alguno os desoriente.
Dios os llamó por medio del Evangelio que predicamos, para que sea vuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo.
Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta.
Que Jesucristo, nuestro Señor, y Dios, nuestro Padre que nos ha amado tanto y nos ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza, os consuele internamente y os dé fuerzas para toda clase de palabras y de obras buenas.
En aquel tiempo, habló Jesús diciendo:
-«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el décimo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: el derecho, la compasión y la sinceridad!
Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello.
¡Gulas ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera.»
Palabra del Señor.
SAN AGUSTÍN, Obispo y doctor de la Iglesia
La historia de San Agustín es la historia de un alma y de un siglo. El alma tiene acaso más interés que todo el ambiente que la rodea. Arrastrada por dos amores, el amor infinito, que la atrae irresistiblemente, y el amor creado, que busca a Dios hasta cuando parece que le huye, nos ofrece el tipo del corazón humano sediento de verdad y felicidad. Este doctor insigne, el pensador a quien más debe el mundo occidental, nació en una pequeña ciudad de Numidia, Tagaste, que hoy se llama Souk-Aras. Hijo de una madre profundamente piadosa: Santa Mónica. Fue educado desde sus primeros años cristianamente, pero sin recibir el bautismo. Tres grandes ideas hicieron viva impresión en su inteligencia infantil: la de un Dios Providencia, la de un Cristo Salvador y la de una vida futura. No tardó en revelarse como un niño prodigiosamente dotado. No obstante, odiaba los libros, era perezoso y disipado y tenía particular aversión a la lengua griega. En sus rezos infantiles pedía al Señor que le librase del azote del maestro, y él mismo nos dice que todo su afán era divertirse. Sin embargo, su inteligencia era tal, que pronto aprendió todo lo que podían enseñarle en la escuela de Tagaste. Alentado por aquellos primeros éxitos, su padre, que no era rico, hizo un esfuerzo para llevarle a estudiar en las escuelas de Madaura, la ciudad de Apuleyo. Allí empezó a hacer versos, imitando los de la Eneida. Leía con pasión los poemas virgilianos, los estudiaba y los aprendía de memoria. La aventura de Dido, sobre todo, le arrancaba lágrimas ardientes, envolvía su alma en una atmósfera de ensueño, y le llenaba de gozo pensando en la embriaguez del amor. Más tarde, cuando llegue la hora del desengaño, conocerá las inefables dulzuras del verdadero amor. Entonces podrá decir con la autoridad de quien lo ha experimentado todo: «La delectación del corazón humano en la luz de la verdad y en la abundancia de la sabiduría, la delectación del corazón humano, del corazón fiel; del corazón santificado, es única. No encontraréis nada en ningún placer que se la pueda comparar. No digáis que es un placer menor, porque lo que se llama menor no tiene más que crecer para ser igual. Es otro orden, es una realidad distinta.»
A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.
El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»
Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.
Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:
« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»
Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.
El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.
Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
En Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»
Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»
Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.
En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»
Tenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:
—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.
Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.
Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.
A los dieciséis años, Agustín sabía tanto como sus maestros de Madaura. Fuéle preciso volver a Tagaste, en el momento en que empezaba para él la crisis de la pubertad. Allí la vida ociosa fue fatal a su virtud. Abandonado a sí mismo, se entrega a los placeres con toda la vehemencia de su temperamento africano. Al principio, reza, pero sin deseo de ser oído. «Dame, ¡oh Señor!, la castidad; mas no ahora.» Cuando al terminar el año 370 llega a Cartago para proseguir sus estudios, la fascinación de la vida sensual y pagana le envuelve como un torbellino irresistible. Contrae una relación culpable, que le atormenta y le tiraniza, y sólo después de varios años, «desgarrado por los aguijones encendidos de los celos, azotado por las sospechas, los temores y la ira», empezó a sentir la necesidad de abandonar lo que él llamó «el pantano de la carne». La lectura del Hortensio, un libro de Cicerón, hoy perdido, imprime a su vida una dirección nueva y despierta en su alma un ideal más puro. «De repente, toda vana esperanza apareció vil a mis ojos, y con un ardor increíble del corazón empecé a desear la inmortalidad de la sabiduría.» Desde este momento la retórica se convierte para él en una carrera; la filosofía, en el anhelo de todo su ser. Pero este amor ciego del saber le hace caer, cuando iba a cumplir los veinte años, en la herejía de los maniqueos. Se deja deslumbrar, por las promesas de una filosofía libre de freno de la fe, que le promete descorrer ante sus ojos el velo de los fenómenos más misteriosos de la Naturaleza, y le libra de las contradicciones aparentes de la Sagrada Escritura, y resuelve el problema del mal, que atormenta su espíritu, con la teoría de los dos principios opuestos de la lucha entre la luz y las tinieblas. Precisamente, Agustín era un enamorado de la luz. Ningún escritor la ha celebrado con más entusiasmo; y no sólo la luz de la bienaventuranza inmortal, sino también la luz que alegra los ojos, la de los campos de áfrica, la del sol y las estrellas, la de la tierra y el mar.
El joven estudiante se entregó a la secta maniquea con todo el ardor de su carácter y con toda la fogosidad de su juventud. Leía todos sus libros, defendía todas sus opiniones, era un proselitista formidable, y atacaba la fe católica; según él mismo nos dice, con una locuacidad miserable y furiosísima. Sus amigos y condiscípulos quedaron deslumbrados por la magia de su lenguaje. Este período herético de su vida coincide con el pleno desarrollo de sus facultades literarias. Al terminar los cursos se abrieron delante de él las perspectivas del foro, en que había brillado Cicerón, uno de los hombres a quienes más admiraba; pero, más inclinado hacia la carrera de las letras, prefirió volver a Tagaste y abrir una escuela de gramática. Allí encontró un amigo de la infancia, un joven que, acosado por las angustias de la muerte, pidió la gracia del bautismo. Agustín, que velaba a su cabecera, se burló de aquella ceremonia; pero el moribundo le reprendió ásperamente. No obstante, aquella muerte le dejó abrumado y deshecho. «El dolor—dice él mismo—cubrió mi corazón de tinieblas. Por todas partes no veía más que la muerte. Mi patria se me convirtió en un suplicio; la casa paterna, en una increíble calamidad. Todo lo que me recordaba a mi amigo me llenaba de angustia. Mis ojos le buscaban día y noche, sin poderle encontrar en ninguna parte. Todo me parecía odioso, hasta la misma luz. Sólo las lágrimas y los sollozos podían contentarme.»
Quiso olvidar el dolor buscando la gloria en un teatro más vasto y brillante, y esto le decidió a abrir en Cartago una escuela de retórica, o, como él dice, una tienda de palabras. Siguiéronle allí sus discípulos y sus amigos, entre los cuales estaba el inseparable Alipio, que irá con él de la herejía a la ortodoxia, de la ortodoxia al episcopado, y del episcopado a las cimas de la santidad. Agustín sigue entregándose apasionadamente al estudio de todas las artes liberales; enseña y aprende, discute con calor, lee sin tregua, triunfa en los certámenes, interviene en una justa poética, consigue el primer premio y recibe de manos del procónsul la corona del vencedor. Entonces es también cuando compone su primer libro, un libro hoy perdido, que trataba de la belleza. Esta actividad no logró ahogar por completo su inquietud religiosa. Ni aun en la época de sus primeros entusiasmos había llegado a sosegar su espíritu con las enseñanzas maniqueas. El vacío espantoso de una filosofía «que lo destruía todo sin edificar nada», la inmoralidad de sus adeptos, en oposición con su virtud fingida, la mediocridad intelectual de sus jefes, empezaron a desvanecer una ilusión que iba durando años y años. Se le había prometido la ciencia, es decir, el conocimiento de la naturaleza y de sus leyes, pero el tiempo pasaba sin que las doctrinas de Manes viniesen a iluminar su inteligencia: «Ten paciencia—le decían los elegidos, los altos personajes de la secta—; Fausto pasará por aquí, y te lo explicará todo.» Fausto, el más famoso de los obispos maniqueos, llegó al fin a Cartago, recibió al ya ilustre catecúmeno, se esforzó por resolver sus dificultades; pero todas sus respuestas sirvieron únicamente para descubrir al rétor vulgar; al charlatán sin sustancia, sin el más leve barniz de cultura científica. Aquella entrevista dio al traste con las ilusiones maniqueas de Agustín. No rompió inmediatamente con la secta; pero desde entonces empezó a buscar la verdad en otra parte.
Esta triste experiencia y la insubordinación de los estudiantes de Cartago despertaron en él la idea de buscar en Roma una situación más brillante y discípulos más dignos de su fama. En Roma abrió una cátedra de elocuencia, y no tardó en verse rodeado de una juventud que, si le admiraba y le escuchaba con más respeto que la de áfrica, encontraba toda clase de pretextos para no pagar las lecciones. El joven profesor prefiere asegurar su vida, y consigue que le designen para ocupar una cátedra que había quedado vacante en el Municipio de Milán. Dos años de lucha interior le separaban aún del triunfo definitivo. Pasa primero por un período de filosofía y de escepticismo sombrío. Se había separado de los maniqueos, pero las escuelas académicas no le ofrecían más que dudas. Se resuelve a permanecer en el catecumenado de la Iglesia católica aguardando alguna cosa mejor. Entra luego en una fase de entusiasmo neoplatónico. La lectura de las obras de Platón y de Plotino le devuelven la esperanza de encontrar la verdad. Si poco antes se creía incapaz de concebir un ser espiritual, al examinar ahora las profundas teorías platónicas sobre el mal, que es esencialmente privación, sobre la luz inmutable de la verdad, sobre Dios, ser incorpóreo e infinito, fuente de los seres, y sobre el Logos del filósofo griego, que le parecía idéntico al Verbo del Evangelio, sintióse arrebatado por el ímpetu de una nueva pasión, más noble y más fuerte que las anteriores. Pensó un momento que sería feliz consagrándose a la investigación de la verdad y llevando en compañía de algunos amigos una vida sencilla y casta, iluminada por la más alta actividad espiritual.
Pronto se dio cuenta de que todo aquello era un sueño. Las pasiones le encadenaban aún a la existencia de los sentidos; una mujer le había seguido desde áfrica y un hijo de ambos se sentaba en los bancos de la escuela. Sigue el último combate, y con él un período de esfuerzos desesperados y lacerantes. Pero su madre está junto a él; la dulce influencia de Mónica, la noticia de los heroísmos de los anacoretas orientales, y, finalmente, la conversión al catolicismo del célebre retórico Victorino, acaban por abrir su corazón a la gracia, que le rinde a los treinta y tres años de edad, en el jardín de su casa de Milán. El mismo ha escrito en sus Confesiones el relato de aquel drama íntimo con palabras inolvidables. «Sufría—dice—dando vueltas a las cadenas, que no me retenían más que por un débil eslabón, pero que, sin embargo, me retenían. Yo me decía: «¡Ea!, ¡vamos!, ¡ahora mismo!, ¡inmediatamente!» Me resolvía a comenzar, y no comenzaba. Y volvía a caer en el abismo. Y cuanto más próximo estaba el inaprehensible instante en que iba a cambiar mi ser, más me sobrecogía el terror. Y las naderías de naderías, y las vanidades de vanidades, y mis amistades antiguas me agarraban por la ropa de mi carne, y me decían al oído: «¿nos despides? ¿Cómo? ¿Y no podremos hacerte compañía?» Ahora no me asaltaban de frente, como en otros tiempos, atrevidas y exigentes, sino con tímidos cuchicheos murmurados a mi oído. Y la violencia de la costumbre me decía: «¿Podrás vivir sin ellas?»
«Mas del lado por donde yo temía pasar resonaba una voz de aliento. La casta majestad de la continencia extendía hacia mí sus manos piadosas; y me mostraba, desfilando a mis ojos, una multitud de niños, doncellas, viudas venerables, mujeres envejecidas en la virtud y vírgenes de todas las edades. Y con un tono de dulce y confortante ironía, parecía decirme: ¿Y qué? ¿No podrás tú lo que éstos y éstas?» Esta lucha interior era como un duelo conmigo mismo. Avanzaba hacia el fondo del jardín, dejaba correr mis lágrimas, y exclama entre sollozos: «¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¡Mañana!... ¡Mañana!... ¿Por qué no ahora?» Clamaba y lloraba con toda la amargura de mi corazón roto. Y, repentinamente, oigo salir de una casa vecina como una voz de niño o doncella, que cantaba y repetía estas palabras:
« ¡Toma y lee! ¡ Toma y lee! » Hice memoria para recordar si era algún estribillo usado en los juegos infantiles; de nada parecido me acordé. Volví al lugar donde antes me hallaba y en donde había dejado el libro de las Epístolas de Pablo. Le tomé, le abrí, y mis ojos se encontraron con estas palabras: «No viváis en los banquetes ni en el libertinaje, sino revestíos de Jesucristo.» No quise, no tuve necesidad de leer más. Inmediatamente se difundió por todo mi ser como una luz de seguridad que disipó las tinieblas de mi incertidumbre. Fui en busca de mi madre. Le referí todo lo sucedido. Alegróse al escucharme. Triunfaba y te bendecía, Señor, a Ti, que eres poderoso para concedernos más de lo que pedimos y pensamos.»
Esto sucedía en otoño del año 386. Inmediatamente Agustín renunció a su cátedra para retirarse a Casicíaco, una finca de los alrededores de Milán, con la intención de entregarse al estudio de la verdadera filosofía en compañía de su madre, de su hijo Adeodato y de sus amigos. Empieza ahora en su vida un período de diez años, durante el cual se realiza en su espíritu la fusión de la filosofía platónica con la doctrina revelada. El retiro de Casicíaco parece realizar el sueño tanto tiempo acariciado. El mismo Agustín ha recordado varias veces en sus obras aquella vida de quietud, animada por la sola pasión de la verdad. A él le enojaba la administración de la finca y el trato con esclavos y colonos, pero su salud exigía esta distracción. Al mismo tiempo completaba la formación de sus amigos por medio de lecturas literarias y conversaciones filosóficas acerca de la verdad, de la certidumbre, de la felicidad en la filosofía, del orden providencial del mundo y del problema del mal; en una palabra, de Dios y del alma. Aquellas charlas con sus discípulos, a quienes había comunicado su desprecio del mundo y su repugnancia por la vida de los sentidos, le dieron, recogidas por los estenógrafos, la sustancia de sus primeros libros: los Soliloquios, los Diálogos acerca de la vida bienaventurada, del orden, de la inmortalidad y de las doctrinas de los académicos.
El filósofo vivía aún en Agustín, y vivirá hasta la última hora de su vida; pero sobre el filósofo vivía el cristiano, el penitente. Su filosofía no es ya la que condenan los Libros Santos; es la «santa filosofía», la que ama y aprueba Mónica, que interviene en aquellas conferencias, donde se ventilan los más santos problemas, y pone en ellas la voz de su corazón y las intuiciones de su alma exquisita. Agustín ha vencido el orgullo de la inteligencia y el de la carne: ahora su ignorancia le aterra, su miseria moral le horroriza, el recuerdo de sus desórdenes le llena de dolor. Renuncia al dinero, a la enseñanza y al matrimonio. Su única esposa será la sabiduría. «Por la libertad de mi alma—nos dice él mismo—me sujeté a no tomar mujer.» Toda su alma de catecúmeno está en aquel grito de los Soliloquios: «Haz, oh Padre, que yo te busque.» Bautizado en la primavera de 387, no tiene más que continuar la vida comenzada antes del bautismo. Su único deseo es abandonar el mundo, vivir una vida humilde y oculta, entregada al estudio de la Sagrada Escritura y a la contemplación de Dios. Más de una vez, sus enemigos le acusarán de haberse convertido por ambición. El odio les cegaba, y con el odio, la envidia. Es difícil encontrar conversión más sincera, más desinteresada y a la vez más heroica. Agustín estaba en el momento más brillante de su vida. Hay hombres a quienes las cosas abandonan a su pesar; él abandonaba todas las grandes cosas con que los hombres sueñan, abandonaba todo lo que había amado con frenesí.
Un año después de su bautismo le vemos en Tagaste planeando su programa de vida perfecta: vende sus bienes, distribuye el dinero entre los pobres, y se consagra a una vida de pobreza, de oración y de estudio. El nuevo convertido es ya un apologista y un polemista. En un alma de fuego, como la suya, a la conversión tenía que seguir el proselitismo. Continúa la serie de sus obras filosóficas, combate a los maniqueos, oponiendo sus fingidas virtudes a la santidad auténtica de la Iglesia, y empieza a preocuparse por las grandes cuestiones teológicas. La apologética cristiana se hace más amplia y profunda. «Se trata de demostrar—dice Agustín, con una fórmula audaz—, primero, que es razonable el creer, y luego, que el no creer sería una locura.» La santidad del cristianismo y la transformación moral del mundo eran los fenómenos que más impresión hicieron en la mente de Agustín. La Iglesia se presentaba a sus ojos como una demostración puesta al alcance de todos. Examina los dogmas cristianos en sus relaciones con el alma, deteniéndose, sobre todo, en las doctrinas antropológicas del pecado y de la gracia, tomando como punto de partida el aspecto humano y psicológico; la felicidad, el hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.
En Tagaste, Agustín hacía vida monacal, vida de penitencia de caridad y de trabajo. Apenas se atrevía a salir de su celda por temor a que pusiesen sobre sus hombros la carga del episcopado; pero un día tuvo que trasladarse a Hipona, llamado por un amigo, y estaba en la iglesia rezando fervorosamente, cuando el pueblo se echó sobre él y le arrastró a presencia del obispo, pidiendo que se le ordenase de sacerdote. Cinco años más tarde, en 396, Agustín tuvo que aceptar el episcopado, también de una manera violenta. La residencia episcopal quedó convertida en monasterio, que fue un semillero de nuevas fundaciones, derramadas por toda el áfrica. Por ellas se ha podido considerar a San Agustín como el patriarca de la vida religiosa en su tierra y como el renovador de la vida clerical. Pero fue, sobre todo, el pastor de las almas y el defensor de la verdad. Modelo de obispos, no se desdeñaba de descender a los mil detalles de la administración. Las Iglesias tenían entonces grandes posesiones, que eran el patrimonio común de los fieles: fincas, tierras, talleres, artesanos, libertos, agricultores, artistas, fundidores, cinceladores y bordadores. Una multitud de trabajadores vivía bajo la vigilancia de Agustín y bajo su cuidado. Mil alusiones y comparaciones rústicas que se notan en sus sermones prueban que no desconocía nada de cuanto se refiere a la administración de una finca, a la vida de los campesinos y a las diversas tareas de los trabajadores. Los procedimientos de las oficinas, las fórmulas de rentas y contratos, el funcionamiento de las prensas y los molinos le eran tan familiares como las ideas de Platón o los versos de los Salmos. Entre aquellas funciones episcopales, había una, sobre todo, que le repugnaba: era la de escuchar los pleitos y dictar las sentencias. Teodosio acababa de legalizar la competencia jurídica de les obispos en materia civil. El obispo de Hipona tenia su tribunal en el pórtico de la basílica. Diariamente daba audiencia hasta mediodía, y a veces hasta la puesta del sol. En cuanto aparecía, los litigantes se le acercaban tumultuosamente, le rodeaban, le apretujaban, le constreñían a que se ocupase de sus asuntos. Agustín los recibía con toda su bondad, pero al día siguiente les increpaba con palabras como estas del Salterio: «Apartaos de mí, malvados, y dejadme estudiar los mandamientos de mi Dios. Puedo afirmar por mi alma—añadía—que si mirase mi comodidad personal, me gustaría más ocuparme en el trabajo manual, y disponer del tiempo restante para leer, orar y meditar las escrituras divinas.»
Pero la mirada del gran doctor se extiende hasta la extremidad del mundo romano y su voz repercute en toda la Iglesia. En Oriente y Occidente, el obispo de Hipona era considerado como el intérprete del Evangelio, como el atleta de la fe. Se ha dicho, con razón, que el Imperio prolongaba únicamente su agonía para dar paso a la acción ejercida por este hombre extraordinario en la historia universal. Es increíble la actividad de Agustín durante los treinta y seis años de su episcopado. Dirige, gobierna, administra, organiza concilios, recorre las vastas provincias de áfrica, alimenta a su pueblo con aquella palabra sublime y familiar al mismo tiempo, que los hombres no han vuelto a escuchar otra vez; discute con los herejes, y con un fervor proselitista que no se fatiga nunca, prosigue sus campañas contra todos los enemigos de la Iglesia. Demuestra, contra los maniqueos, que Dios ha preferido sacar el bien del mal, antes que no permitir el mal, negando la libertad a la criatura; contiene, deshace y aniquila a fuerza de inteligencia y de paciencia el formidable poder del cisma donatista, y cuando Pelagio y Celestio empiezan a propagar sus doctrinas, sale al campo con toda la fuerza de su genio en favor de la gracia. También él había afirmado, con una intensidad de emoción que pocos hombres habrán igualado, la existencia de una voluntad libre, mediante la cual el hombre es señor de su destino entre las solicitaciones contrarias del bien y del mal. Sin embargo, esta clara visión del libre albedrío no le impedía confesar la existencia de dos grandes fuerzas que se disputan el corazón humano: la concupiscencia, fruto del pecado original, y la gracia. En sus Confesiones, publicadas en el año 400, había dicho: «Señor, dadnos lo que mandáis, y mandad lo que queráis.» Pero la atracción moral de la gracia no aminora la facultad de obrar, sino que la acrecienta. Agustín lo afirma con esta poderosa fórmula: «Los hombres son movidos para que obren, no para que permanezcan inertes.»
Estas polémicas agustinianas eran la señal de que existía en el mundo un poder nuevo. En el mundo grecorromano, el arte de raciocinar había servido al sofista para propagar el error; ahora, en presencia de Agustín, era forzoso reconocer que el cristianismo poseía no tan sólo la verdad, sino también todos los recursos de la dialéctica para defenderla. Y hubieron de reconocerlo los paganos, lo mismo que los herejes. Viendo el Imperio a punto de desmoronarse, idólatras y cristianos se echaban mutuamente la culpa de haber causado su ruina. La perturbación de los espíritus era general. Roma, la Roma eterna, cuyo culto se había asociado a las viejas divinidades nacionales, y que continuaba siendo a los ojos de los escépticos una especie de divinidad, estaba ahora a merced de los invasores. Todos los que amaban el orden y la tradición se hallaban profundamente desorientados, y no faltaban creyentes que dudaban de su fe al pensar en la catástrofe de la Roma cristiana. El genio de Agustín había previsto el peligro, y desde 412 ocupaba los ocios de su laborioso ministerio en la composición de una obra, que debía absorberle catorce años de meditación y trabajo, y que fue La Ciudad de Dios. Con las Confesiones, La Ciudad de Dios ocupa un lugar aparte en el arsenal inmenso de su obra literaria. Las Confesiones son la psicología vivida de un alma individual; La Ciudad de Dios es la filosofía de la historia de la Humanidad. Ante el problema suscitado por la caída del Imperio romano, Agustín, por un vuelo de su genio, derrama su vista a través de los siglos y considera el panorama completo de la Humanidad en sus relaciones con la religión cristiana. La Ciudad de Dios es para él la sociedad de todos los fieles en todos los tiempos y todos los países; la ciudad terrestre es la sociedad de todos los enemigos de la verdadera religión. La erudición de esta gran obra ha podido envejecer en parte; pero su idea dominante, que es la de trazar un vasto plan de los conflictos de la fe y la incredulidad a través de la historia humana, es siempre de actualidad.
En medio de la catástrofe, Agustín continuaba enseñando, discutiendo y escribiendo. Sufría por la ruina de un mundo amado, pero se consolaba pensando que era ciudadano de un Imperio inmortal. A su pueblo, que palidecía ante el anuncio del avance de los vándalos, que recorrían el áfrica incendiando y destruyendo ciudades, le decía: «¿Es cosa nueva ver que se caen las piedras y que se mueren los hombres?» Los que no le comprendían llegaron a acusarle de insensible. Sus últimos días tienen toda la grandeza de los viejos ciudadanos romanos. Genserico ha llegado delante de Hipona: ochenta mil vándalos bloquean la ciudad por mar y tierra. Viejo y achacoso, Agustín alienta los ánimos de sus fieles y los excita a la defensa. Habla en el pulpito y en la calle, consuela, dirige y aconseja. Al mes tercero del sitio, agotado por la fatiga, se ve obligado a guardar cama. «Hasta esta postrera enfermedad—escribe su discípulo Posidio—no había cesado de predicar al pueblo. Diez días antes de su separación definitiva nos rogó que nadie entrase en su alcoba sino en la hora de visita de los médicos o cuando le llevaban los alimentos. Cumplimos sus deseos, y él empleó todo aquel tiempo en la oración. Conservó hasta el último momento el uso de sus sentidos, y en nuestra presencia, ante nuestros ojos, confundidas nuestras preces con las suyas, se durmió con sus padres.»
Tenía entonces setenta y seis años. Había muerto; y empezaba a vivir en el mundo con una vida más alta. Después de quince siglos, sigue viviendo en las familias religiosas que le reconocen por Padre, en el culto de la Iglesia, en la piedad cristiana, en todas las almas que le deben el retorno a Dios y la consolidación de la fe, en todas las escuelas filosóficas y teológicas y en todos los horizontes intelectuales descubiertos por su genio. Su obra es inmortal. Ella le coloca entre ese pequeño grupo de hombres superiores, orgullo de la Humanidad, que se pueden contar con los dedos de la mano. Se ha dicho que, después de Pablo y Juan, a nadie debe la Iglesia tanto como a él. Desde cualquier aspecto que se le mire, su genio es prodigioso. Unos, sorprendidos por la profundidad y originalidad de sus concepciones, han visto en él el gran sembrador de ideas; otros han alabado la maravillosa armonía de las cualidades superiores de su espíritu, o la universalidad y amplitud de su doctrina, o la riquísima psicología, en que aparecen unidos y combinados el saber y la agudeza de Orígenes, la gracia y la elocuencia de Basilio y el Crisóstomo, las profundas perspectivas científicas de Aristóteles y la dialéctica poderosa de Platón. El filósofo es en él tan profundo como el teólogo, y el teólogo tan admirable como el exegeta. Tal vez nunca se ha unido en un grado tan eminente el talento especulativo helénico con el genio práctico del mundo latino; tal vez nunca se han encontrado en un alma un rigor de lógica tan inflexible con tal ternura de corazón. Lo que le caracteriza es la íntima fusión del más alto intelectualismo con el misticismo más arrebatado. Nadie ha dado más luces al espíritu de los hombres, y nadie ha hecho derramar tantas y tan dulces lágrimas a su corazón. La verdad no es para él únicamente un espectáculo, es algo que hay que poseer necesariamente. La verdad es sangre, es vida eterna e inmutable. La verdad es Dios, no el Dios abstracto, objeto de los pacientes análisis de la escolástica, sino el Dios vivo, bueno y bello, «patria del alma». De aquí aquel diálogo conocido de los Soliloquios:
—¿Qué deseas conocer?
—Dios y el alma.
—¿Nada más?
—Nada absolutamente.
Y en Dios, más que el poder, más que la majestad, contempla Agustín la belleza. «Tu belleza me arrebataba hacia Ti», escribía en las Confesiones. «Ya entonces—añade—yo vi, ¡oh Dios mío!, tus bellezas invisibles en las cosas visibles que has sacado de la nada.» Este pensamiento le inspira páginas de fuego, que sólo en él podemos encontrar.
Otro rasgo de Agustín, que nos explica en parte su originalidad y su grandeza, es su penetración psicológica y su facilidad como pintor de las observaciones íntimas. Esto le da su fisonomía propia entre los grandes doctores. Ambrosio examina también el lado práctico de las cuestiones; pero no se eleva tan alto, ni remueve el corazón tan profundamente como aquel retórico de Milán, discípulo suyo, a quien al principio debió de mirar con un poco de desdén; Jerónimo es más exegeta, más erudito y más estilista; pero a pesar de sus ímpetus, es menos penetrante, menos cálido, menos profundo; Atanasio es, ciertamente, tan sutil en el análisis de los dogmas, pero no se apodera del alma como el doctor africano; Orígenes tuvo en la Iglesia de Oriente una misión de iniciador comparable con la que Agustín desempeñó en Occidente; pero esa influencia, menos pura y menos vasta que la del águila de Hipona, se reduce a la esfera de la inteligencia especulativa. La influencia de Agustín es más universal, porque brota de los dones del corazón y del espíritu. Trasciende los confines de las escuelas, inspira la vida íntima de la Iglesia y penetra en las multitudes, difícilmente accesibles al genio puramente especulativo. Con sus confidencias íntimas ha llegado tan hondo hasta millones de almas, ha pintado con tal exactitud su estado interior, ha trazado de la confianza una imagen tan viva e irresistible, que lo que él vivió y sintió sigue viviéndose y sintiéndose a través de los siglos; y toda nuestra vida está todavía impregnada de ideas, de sentimientos, de expresiones esencialmente agustinianas.
lunes, 27 de agosto de 2012
Lecturas
Pablo, Silvano y Timoteo a los tesalonicenses que forman la Iglesia de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Os deseamos la gracia y la paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo.
Es deber nuestro dar continuas gracias a Dios por vosotros, hermanos; y es justo, pues vuestra fe crece vigorosamente, y vuestro amor, de cada uno por todos y de todos por cada uno, sigue aumentando.
Esto hace que nos mostremos orgullosos de vosotros ante las Iglesias de Dios, viendo que vuestra fe permanece constante en medio de todas las persecuciones y luchas que sostenéis.
Así se pone a la vista la justa sentencia de Dios, que pretende concederos su reino, por el cual bien que padecéis.
Nuestro Dios os considere dignos de vuestra vocación, para que con su fuerza os permita cumplir buenos deseos y la tarea de la fe; para que así Jesús, nuestro Señor, sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, según la gracia de Dios y del Señor Jesucristo.
En aquel tiempo, habló Jesús diciendo:
-«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito y, cuando lo conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: “Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga”? ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro?
O también: “Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga.”
¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar jura también por todo lo que está sobre él; quien jura por el templo jura también por el que habita en él; y quien jura por el cielo jura por el trono de Dios y también por el que está sentado en él. »
Palabra del Señor.
SANTA MÓNICA Madre de San Agustín
Estamos cansados de oír decir que el porvenir del hombre está en manos de aquellos que guían sus primeros pasos en la vida. La historia de Santa Mónica nos ofrece un doble ejemplo de esta verdad. Si a su solicitud maternal debemos uno de los santos más excelsos que han iluminado la Iglesia, una de las más puras glorias de la Humanidad, ella misma creció en un ambiente de austeridad, por no decir de dureza. En su pequeña ciudad de Tagaste había cristianos y paganos, católicos y maniqueos; pero en la casa de Mónica la fe auténtica era una tradición secular. Sus padres eran católicos hasta la obstinación; católicos, también, los domésticos que la rodeaban. Pero la que dictaba la ley en aquel hogar romanoafricano, donde con la fe y la virtud reinaba el tranquilo bienestar de una áurea medianía, era la nodriza, una vieja esclava que había nacido en casa, que había visto nacer a todos los hijos y los había llevado sobre sus hombros, y, en su fidelidad inviolable, llevaba la defensa de los intereses familiares más lejos que sus amos. En su niñez lejana había asistido a las escenas sangrientas de la última persecución, y ahora las contaba con exaltado apasionamiento, y vivía como si las hogueras pudiesen encenderse de nuevo. Era una aya severa en materia de disciplina. Su intransigencia encontraba en todas partes motivos de pecado y cosas que prohibir. Bajo su férula, ni el agua podía probarse fuera de las comidas: orden terrible para aquellos pequeños africanos que vivían cerca de la Tierra de la Sed. Pero la vieja les decía: «Ahora bebéis agua, porque no tenéis vino; más tarde, cuando os caséis y tengáis a vuestra disposición todas las llaves, no sabéis dónde os arrastrará la costumbre de beber.»
Mónica llevaba camino de realizar aquel pronóstico de la experiencia. No era santa todavía, pero tenía fama de discreta, y por eso la mandaban a la bodega para sacar el vino. Empezó por mojar los labios al momento de echarlo en la jarra. Eso era bastante para su garganta, poco acostumbrada al licor de Dionisios. Más que por gusto, lo hacía por travesura, por hacer una mala jugada a la nodriza, pero al poco tiempo ya no le bastaron las gotas del principio y terminó por beber una taza entera. Y he aquí que un día la vieja apareció en el umbral mientras la niña vaciaba el vaso; vino el regaño consiguiente; Mónica se rebeló; pero en medio de la disputa soltó la palabra fea, terrible, humillante: «¡ Borracha! » La muchacha quedó como abrumada bajo el peso del apóstrofe; nada replicó, salió humilde del subterráneo, y ya no volvió a probar el vino cuando la enviaba a sacarlo. Así terminó en ella una pasión naciente por obra del amor propio, unido a una rara energía. Ya entonces podía adivinarse un carácter, un alma dura y reservada, fría en apariencia, pero apasionada en el fondo.
Apenas salida de la infancia, Mónica se vió unida en matrimonio con un hombre a quien, sin duda, no conocía. Era la costumbre del tiempo. Había que casarse porque así lo exigían las conveniencias, y éste era un negocio que corría por cuenta de los padres. El marido, llamado Patricio, nos ofrece el tipo del africano romanizado. Pertenecía al Consejo municipal de la villa, y aunque no podía considerársele más que como un pequeño propietario rural, tenía todo el prestigio de un personaje entre sus convecinos. Hombre activo, violento, brutal, pero de excelente corazón. No era cristiano, pero estaba libre de todo fanatismo religioso. Su paganismo rutinario se parecía mucho al escepticismo. En sus cóleras, hubiera pegado tal vez a su mujer, pero ella se le imponía con su reserva y con su dignidad de cristiana. Mónica tenía libertad completa para cumplir sus deberes religiosos. Acaso era ya un poco rigorista, como la sirvienta que la había educado; pero estaba dotada de un tacto admirable y de una dulzura inalterable, que templaba la intransigencia de su carácter. Fiel a su marido, pero fiel también a todas las exigencias de su fe. Salía con frecuencia en compañía de una esclava de confianza para asistir a los Oficios, para visitar a los enfermos, para hacer limosnas. Cuando llegaba una fiesta, se pasaba la mayor parte de la noche en la basílica. Los domingos, según una costumbre supersticiosa que del paganismo se había infiltrado en la nueva religión, iba al cementerio con sus provisiones de vino, pan y bolas de carne picada, y en compañía de sus amigas celebraba piadosamente el banquete funerario en honor de los mártires.
Estas salidas empezaron a inquietar a su marido, que, como buen africano, sentía también la mordedura de los celos, excitados más que por sus propias sospechas, por los cuentos que le llevaban los domésticos. Además, en casa estaba también la suegra de Mónica, demasiado solícita de los intereses de su hijo. Pero fué tal la paciencia, la dulzura y la obsequiosidad de la joven esposa, que pronto logró convencer a la anciana de su conducta irreprochable. La africana se enfadó con los esclavos, los denunció a Patricio, y Patricio, como buen padre de familia, los hizo azotar. La armonía reinó desde entonces en el hogar. Las amigas de Mónica estaban maravilladas: «¡Es extraño!—le decían; enseñándole las cicatrices de los golpes que recibían de sus maridos—. Y, sin embargo, tu marido es colérico, y pagano, por añadidura. ¿Cómo te las arreglas?» Y Mónica respondía: «Cuidad de vuestra lengua.» Su regla de conducta era cerrar los ojos sobre los desórdenes de los maridos, callar cuando se irritaban, obrar con sumisión en los negocios domésticos. Tanta virtud consiguió la conversión de Patricio.
Después de Dios, después de su marido, Mónica vivía para sus hijos. A fines del año 354 había tenido uno, a quien puso por nombre Agustín. Y no era el primero. Pero en él concentrará sus más tiernos cuidados, lo mejor de sus solicitudes maternales. Un día, Patricio le trajo la noticia «de que Agustín se había revestido de la inquietud de la adolescencia como de la toga pretexta». Como buen pagano, Patricio veía con júbilo esta promesa de posteridad; pero ella, temerosa de los peligros que podría correr la virtud de su hijo, le llamó aparte y le habló seriamente. Agustín, desde la cumbre de sus dieciséis años, se burló de «las zozobras de la buena mujer, que no sabía lo que decía». Y empezó a rodar por la pendiente que había previsto el amor maternal. Va a Madaura estudiante de dogmática, y la vida empieza a seducir su corazón apasionado y su imaginación ardiente; luego, a Cartago, «donde crepita, como aceite hirviendo, la efervescencia de los vergonzosos amores». El error le ha envuelto en sus redes, el vicio ha dominado su corazón. Cuando a los veinte anos vuelve a Tagaste profesor de retórica y dialéctico terrible, es ya un maniqueo convencido y un joven pervertido. Patricio ha bajado ya al sepulcro; Mónica ha ido progresando en los caminos de la vida cristiana. Con el fervor de su fe, ha crecido su austeridad. Dos veces cada día, mañana y tarde, se la ve en el templo. No va—dirá más tarde su hijo—para tomar parte en los comadreos de las devotas, sino para escuchar la palabra de Dios en las homilías, y para que Dios escuche su palabra en las oraciones.
Pero mientras la madre iba acercándose a Dios, el hijo se alejaba cada vez más. Sus maneras de mozo emancipado desentonaban en aquella casa, donde todo respiraba seriedad. Vinieron los reproches inevitables. Agustín no se contentaba con sostener sus errores, sino que hacía gala de ellos, y a las amonestaciones respondía con el desdén. Cristiana de aquella tierra de áfrica donde había florecido Tertuliano y la mártir Perpetua, absoluta en su fe, heroica en sus decisiones, Mónica prohibió al rebelde que comiese en su mesa y que durmiese bajo su techo. Le arrojó de casa.
Eso al joven le importaba poco. No tardó en encontrar buenos mecenas que le ofrecieron su dinero, su palacio, su protección. Entre tanto, la pobre madre, con el corazón sangrante, rezaba sin cesar. Ya empezaba a arrepentirse del paso que había dado, cuando tuvo una visión que llenó su alma de consuelo. «Parecióle—dice Agustín—que estaba en pie sobre una regla de madera; y he aquí que vió llegar a un joven resplandeciente de luz, que le sonreía, mientras ella estaba hundida en la tristeza. Preguntóla el joven la causa de su aflicción, y como ella contestase que lloraba mi perdición: «No temas—replicó el mancebo—; donde tú estás, allí estará él también.»
Llena de alegría por esta promesa, Mónica se apresuró a llamar a su hijo. El amor de una madre no se detiene ante las humillaciones. Agustín volvió con aire de vencedor y con argucias de sofista. «Puesto que, según tu sueño—decía a su madre, intentando robarle la felicidad—, los dos debemos estar en la misma regla, parece evidente que tú llegarás a ser maniquea.» «No—replicaba Mónica—; no me dijeron que yo estaré donde tú estás, sino que tú estarás donde yo estoy.» Esta respuesta, inspirada por el buen sentido, hizo impresión al joven, pero no le convirtió. Como último recurso, Mónica llamó en su ayuda a un obispo que tenía fama de buen escriturista; pero tal era ya la reputación de Agustín como dialéctico, que el buen prelado no se atrevió a medirse con él. La compasión y la bondad de su alma le inspiraron entonces aquella expresión sublime que todo el mundo conoce: «No te preocupes tanto, mujer; no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas.» Más tarde, Agustín verá en estas lágrimas de su madre el primer bautismo de su regeneración. Llorando, a causa de Agustín, Mónica le dió la vida del espíritu, después de haberle parido según la carne.
Pero aún le queda mucho que llorar. Hubo una tarde en que llegó a creer que no le quedarían más lágrimas. Agustín se iba a marchar lejos; dejaría la casa paterna, atravesaría el mar, llegaría hasta Roma. Para la rígida africana, Roma era otra Babilonia llena de inmundicias y plagada de errores. Ese nombre la hacía temblar aún más que el de Cartago, que tantas amarguras le estaba ocasionando. Y, abrazándose al fugitivo, le conjuraba con lágrimas que no la abandonase. Y Agustín tuvo que acudir a un engaño, cuyo recuerdo debió ser luego un tormento de su vida. «Voy al puerto—le dijo Agustín—para despedir a un amigo que se embarca.» «Yo iré contigo», replicó ella. sospechando la verdadera intención de su hijo. Llegaron a la playa. Era una tarde de verano, húmeda y sofocante. Ni una ráfaga de aire turbaba las aguas. Y las horas pasaban sin que el navío pudiese zarpar. Viendo a su madre abrumada por el calor y la fatiga, Agustín le aconsejó pérfidamente que fuese a pasar la noche en el pórtico de una ermita cercana, «puesto que, según se decía, el barco permanecería en el puerto hasta el amanecer». Así lo hizo. Durante largo tiempo rezó por su hijo al glorioso mártir San Cipriano, ofreciendo a Dios «la sangre de su corazón», «porque deseaba verse a su lado—nos dice él mismo—con un anhelo mucho más grande que las otras madres». Rezaba y lloraba, tratando de esconder sus lágrimas a los ojos de los viajeros y los mendigos que habían buscado un refugio junto a ella, hasta que, vencida por la emoción, se durmió. Entre tanto, Agustín subía a la nave. Había logrado su objeto, pero estaba triste. En vano brillaban en la altura los blancos parpadeos de la Vía Láctea como flores de un jardín celeste; en vano le pintaba su imaginación los triunfos que le aguardaban en la Ciudad Eterna; en vano le abrazaba uno de sus amigos, repitiéndole aquel verso de Terencio: «Este día, que te trae una vida nueva, exige de ti un hombre nuevo.» El despertar de aquella pobre madre le llenaba de angustia.
Después, la lucha de la ambición, la lucha del espíritu, la lucha de la carne. Las desilusiones y las tristezas. Aquel maniqueísmo a que Agustín se había entregado con toda su generosidad juvenil, es un pantano hediondo. Y viene también la enfermedad. El profesor africano ve que la muerte se le acerca; pero apenas piensa en la otra vida; ni siquiera pide el bautismo, como en los días de su infancia, cuando le sucedió un caso semejante. Dios le protege: «Si el corazón de mi madre hubiera sido traspasado por la noticia de mi pérdida final, no habría curado nunca. Me es imposible decir con qué alma me amaba.» Pero las noticias que Mónica recibió fueron más venturosas: Su hijo está en Milán, es un personaje, un maestro famoso, un orador aplaudido; hace los elogios de los emperadores; se ha conquistado una posición en el mundo; tiene una casa cerca del palacio imperial, y cerca de la casa, un jardín. Además, el maniqueísmo ya no le interesa. «Ya se acerca a la verdad», dice Mónica en un transporte de alegría. Eso es lo que más le interesa, que su hijo camina hacia la regla donde ella ha fijado su pie. Y va en su busca para ayudarle en su peregrinación espiritual. La viuda de Patricio se ha convertido ya en una santa. La oración, el ayuno y las lágrimas han purificado y abrasado su alma, la han levantado al reino de las realidades espirituales. El barco en que navega sufre los embates de una tempestad furiosa; la tripulación tiembla, el capitán ha perdido la esperanza. Sólo ella está serena. «No temáis—dice a los navegantes—; llegaremos salvos al puerto; estoy segura.» Había visto con claridad su destino, tenía que llevar su mensaje, tenía que salvar del naufragio al más grande de los doctores.
En Milán prosigue su vida de oración y de penitencia. Asiste a los Oficios de la basílica y se la ve suspendida de los labios de Ambrosio. Como en Tagaste, va a los cementerios con su cestillo de pan y vino; pero un día el portero le cierra el paso, alegando que en Milán está prohibida esa costumbre. Y se somete con humildad. Cuando Ambrosio lo ha prohibido, tendrá sus razones. A sus ojos, Ambrosio era el hombre providencial que conduciría a su hijo hasta la fe. De cuando en cuando, el obispo y el profesor se encontraban y cambiaban amables saludos. Ambrosio felicitaba a Agustín, no de sus éxitos retóricos, sino de tener una madre como aquélla; pero esto le llenaba de alegría más que los aplausos de la multitud. Mónica seguía vigilante la dolorosa tragedia que se desarrollaba en el alma de su hijo. Era una lucha tenaz contra la pasión, una exploración angustiosa de la verdad, una agonía interna que la desgarraba el alma... Hasta aquella tarde en que el joven entró en la habitación de su madre con los ojos rojos del llanto y el alma inundada de paz. Era después de la escena del jardín, en que cruzaron el aire las misteriosas palabras que le traían el último rayo de luz: «Toma y lee.» Y ahora venía a anunciar a su madre su conversión absoluta, definitiva.
Llegó, por fin, el tiempo de los consuelos; los días del bautismo, de los coloquios a solas entre la madre y el hijo, de las charlas inolvidables de Casicíaco. En aquella quinta que florece junto a la capital vive el convertido en unión con sus amigos y algunos de sus discípulos, entregado a la dulce tarea de gustar los encantos de la verdad, tanto tiempo deseada. Mónica tenía allí también su puesto. El menaje de la casa estaba en sus manos, y en todo ponía la dulzura de su bondad y el hechizo de una abnegación conmovedora. «Cuidaba de nosotros—dice Agustín—como si todos fueramos sus hijos, y nos servía como si cada uno fuera su padre.» A veces entra en la sala de las discusiones para limpiar las sillas o para anunciar que la mesa está puesta. Su hijo la invita a quedarse, pero ella sonríe humildemente, extrañada y casi ruborizada del honor que se le hace. «Madre —!e dice Agustín—, ¿es que tú no amas la verdad? ¿Por qué me avergonzaría de darte un puesto entre nosotros? Por muy débil que fuese tu amor a la verdad, yo debiera recibirte y escucharte; mucho más sabiendo que la amas más que a mí; y yo sé muy bien cuan grande es el amor que me tienes. Ninguna cosa podría separarte de la verdad, ni el temor, ni el dolor, ni la muerte misma. ¿No es éste el grado más alto de la filosofía? No lo dudes; es para mí un gran honor confesarme tu discípulo.» Confusa por estas palabras, Mónica deja escapar un dulce reproche: «¡Cállate. bobo! ¡Jamás has proferido tantos disparates!»
Aquellos días pasaron pronto. Agustín ya no tenía más que un deseo: volver a su tierra, vivir en la humildad y el retiro, entregarse por completo a Dios. Era también el deseo de su madre. Nuevamente atravesaron los campos de Lombardía, saludaron a Roma desde lejos, y, en marcha lenta y fatigosa, entre el fuego y el polvo de un día estival, llegaron al puerto de Ostia. Ostia, ciudad bulliciosa de marinos y mercaderes, el puerto de Roma, iba a ser el puerto de la eternidad para aquella mujer admirable. Ella lo presentía, y todo el tiempo le parecía poco para comunicarse con aquel hijo que tanto tiempo había estado separado de ella. El mismo Agustín nos ha contado, con palabras que no mueren, uno de aquellos últimos coloquios. Estaban los dos asomados a una ventana que se abría sobre el jardín de la casa donde se habían hospedado. A un lado se extendía el vasto horizonte del Agro Romano; a otro, el mar sereno, agitado apenas por el soplo tibio de la tarde; en la lejanía, la línea azul del horizonte, confundiéndose con el cielo.
«Una tras otra—dice Agustín—miramos nosotros todas las cosas corporales, hasta el cielo mismo.» La gran llanura desolada, los inmensos campos estériles, tenidos aquí y allá de color rosa y verde; los bosquecillos de pinos y avellanos, las ondulaciones de las colinas romanas, envueltas en un halo de infinita melancolía, tenían un encanto indefinible para las miradas del amor en aquel suave atardecer, cuando las ventanas del mediodía se abren al relente crepuscular después de pasadas las horas de, calor. Apoyados en el alféizar, Agustín y Mónica contemplaban. «Y admiramos la belleza de tus obras, oh Dios mío. Y desde ellas nuestros espíritus se lanzaron hacia las alturas.» Era el vuelo misterioso de la contemplación. Habituada a sus prodigiosas experiencias, Mónica conducía a su hijo por aquellas regiones sublimes para saciar su anhelo de verdad. «Busca por encima de nosotros», le habían dicho las criaturas, y su madre le cogía de la mano para asistirle en medio de las aventuras de aquella exploración magnífica. «Y llegamos—continúa Agustín—hasta el fondo de nuestras almas, pero no nos detuvimos allí, sino que pasamos adelante, hasta aquella patria, oh Señor, donde Tú sacias eternamente a Israel con el pan de la vida. Y mientras hablábamos y caminábamos sedientos hacia aquella región divina, tocamos en ella un instante, con un salto de nuestro corazón. Hasta que caímos suspirando, dejando allí adheridas las primicias de nuestro espíritu, y volviendo a los balbuceos de nuestros labios, a esta palabra mortal, que empieza y que acaba.»
Nuevamente se hallaban en la tierra, envueltos en los colores agonizantes del crepúsculo, en la tristeza sombría del Agro, en un aire de nostalgia, que parecía subir de la llanura de la tierra y de la planicie del mar. Entonces fué cuando Mónica descubrió su íntimo secreto: «Hijo mío—dijo, dirigiéndose a Agustín—; para mí ya no hay encanto alguno en esta vida. No sé lo que hago ya, ni por qué sigo viviendo. Una sola cosa hacía que quisiese continuar aquí algún tiempo: era el deseo de verte, antes de morir, en el seno de la Iglesia. Mi Dios me ha escuchado. ¿Qué hago ya en este mundo?» Había cumplido su mensaje, había consumido la esperanza del siglo, y el vuelo definitivo no podía demorarse para ella. Aquel éxtasis le había servido para levantar la punta del velo.
Unos días más tarde le atacó la fiebre, la fiebre del Agro, el mal que espía siempre al viajero en aquel terreno pantanoso. Sólo sentía morir lejos de su tierra; mas pronto se dió cuenta de que esa pena era poco cristiana, y, volviéndose a los que la rodeaban, les dijo: «Enterrad este cuerpo donde queráis; no os preocupéis por eso. Lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, dondequiera que estéis.» Era el sacrificio supremo; pocas horas después exhalaba su espíritu. Agustín le cerró los ojos; y quedó como petrificado por el dolor. Sin embargo, no lloraba. Un amigo suyo comenzó un salmo, los demás continuaron. Después se le vió consolar a los demás hablando de la liberación del alma fiel y de las bienaventuranzas eternas. Se le hubiera creído insensible, pero una noche de tristeza envolvía su corazón. Con esfuerzos heróicos trataba de disipar las nubes del dolor con la luz de la fe, pero a los dos días ya no pudo más: una ola de abatimiento le invadió, empezó a sollozar de repente, y al verse privado de las ternuras de aquella madre única, lloró, inconsolable, largo tiempo.
Mónica llevaba camino de realizar aquel pronóstico de la experiencia. No era santa todavía, pero tenía fama de discreta, y por eso la mandaban a la bodega para sacar el vino. Empezó por mojar los labios al momento de echarlo en la jarra. Eso era bastante para su garganta, poco acostumbrada al licor de Dionisios. Más que por gusto, lo hacía por travesura, por hacer una mala jugada a la nodriza, pero al poco tiempo ya no le bastaron las gotas del principio y terminó por beber una taza entera. Y he aquí que un día la vieja apareció en el umbral mientras la niña vaciaba el vaso; vino el regaño consiguiente; Mónica se rebeló; pero en medio de la disputa soltó la palabra fea, terrible, humillante: «¡ Borracha! » La muchacha quedó como abrumada bajo el peso del apóstrofe; nada replicó, salió humilde del subterráneo, y ya no volvió a probar el vino cuando la enviaba a sacarlo. Así terminó en ella una pasión naciente por obra del amor propio, unido a una rara energía. Ya entonces podía adivinarse un carácter, un alma dura y reservada, fría en apariencia, pero apasionada en el fondo.
Apenas salida de la infancia, Mónica se vió unida en matrimonio con un hombre a quien, sin duda, no conocía. Era la costumbre del tiempo. Había que casarse porque así lo exigían las conveniencias, y éste era un negocio que corría por cuenta de los padres. El marido, llamado Patricio, nos ofrece el tipo del africano romanizado. Pertenecía al Consejo municipal de la villa, y aunque no podía considerársele más que como un pequeño propietario rural, tenía todo el prestigio de un personaje entre sus convecinos. Hombre activo, violento, brutal, pero de excelente corazón. No era cristiano, pero estaba libre de todo fanatismo religioso. Su paganismo rutinario se parecía mucho al escepticismo. En sus cóleras, hubiera pegado tal vez a su mujer, pero ella se le imponía con su reserva y con su dignidad de cristiana. Mónica tenía libertad completa para cumplir sus deberes religiosos. Acaso era ya un poco rigorista, como la sirvienta que la había educado; pero estaba dotada de un tacto admirable y de una dulzura inalterable, que templaba la intransigencia de su carácter. Fiel a su marido, pero fiel también a todas las exigencias de su fe. Salía con frecuencia en compañía de una esclava de confianza para asistir a los Oficios, para visitar a los enfermos, para hacer limosnas. Cuando llegaba una fiesta, se pasaba la mayor parte de la noche en la basílica. Los domingos, según una costumbre supersticiosa que del paganismo se había infiltrado en la nueva religión, iba al cementerio con sus provisiones de vino, pan y bolas de carne picada, y en compañía de sus amigas celebraba piadosamente el banquete funerario en honor de los mártires.
Estas salidas empezaron a inquietar a su marido, que, como buen africano, sentía también la mordedura de los celos, excitados más que por sus propias sospechas, por los cuentos que le llevaban los domésticos. Además, en casa estaba también la suegra de Mónica, demasiado solícita de los intereses de su hijo. Pero fué tal la paciencia, la dulzura y la obsequiosidad de la joven esposa, que pronto logró convencer a la anciana de su conducta irreprochable. La africana se enfadó con los esclavos, los denunció a Patricio, y Patricio, como buen padre de familia, los hizo azotar. La armonía reinó desde entonces en el hogar. Las amigas de Mónica estaban maravilladas: «¡Es extraño!—le decían; enseñándole las cicatrices de los golpes que recibían de sus maridos—. Y, sin embargo, tu marido es colérico, y pagano, por añadidura. ¿Cómo te las arreglas?» Y Mónica respondía: «Cuidad de vuestra lengua.» Su regla de conducta era cerrar los ojos sobre los desórdenes de los maridos, callar cuando se irritaban, obrar con sumisión en los negocios domésticos. Tanta virtud consiguió la conversión de Patricio.
Después de Dios, después de su marido, Mónica vivía para sus hijos. A fines del año 354 había tenido uno, a quien puso por nombre Agustín. Y no era el primero. Pero en él concentrará sus más tiernos cuidados, lo mejor de sus solicitudes maternales. Un día, Patricio le trajo la noticia «de que Agustín se había revestido de la inquietud de la adolescencia como de la toga pretexta». Como buen pagano, Patricio veía con júbilo esta promesa de posteridad; pero ella, temerosa de los peligros que podría correr la virtud de su hijo, le llamó aparte y le habló seriamente. Agustín, desde la cumbre de sus dieciséis años, se burló de «las zozobras de la buena mujer, que no sabía lo que decía». Y empezó a rodar por la pendiente que había previsto el amor maternal. Va a Madaura estudiante de dogmática, y la vida empieza a seducir su corazón apasionado y su imaginación ardiente; luego, a Cartago, «donde crepita, como aceite hirviendo, la efervescencia de los vergonzosos amores». El error le ha envuelto en sus redes, el vicio ha dominado su corazón. Cuando a los veinte anos vuelve a Tagaste profesor de retórica y dialéctico terrible, es ya un maniqueo convencido y un joven pervertido. Patricio ha bajado ya al sepulcro; Mónica ha ido progresando en los caminos de la vida cristiana. Con el fervor de su fe, ha crecido su austeridad. Dos veces cada día, mañana y tarde, se la ve en el templo. No va—dirá más tarde su hijo—para tomar parte en los comadreos de las devotas, sino para escuchar la palabra de Dios en las homilías, y para que Dios escuche su palabra en las oraciones.
Pero mientras la madre iba acercándose a Dios, el hijo se alejaba cada vez más. Sus maneras de mozo emancipado desentonaban en aquella casa, donde todo respiraba seriedad. Vinieron los reproches inevitables. Agustín no se contentaba con sostener sus errores, sino que hacía gala de ellos, y a las amonestaciones respondía con el desdén. Cristiana de aquella tierra de áfrica donde había florecido Tertuliano y la mártir Perpetua, absoluta en su fe, heroica en sus decisiones, Mónica prohibió al rebelde que comiese en su mesa y que durmiese bajo su techo. Le arrojó de casa.
Eso al joven le importaba poco. No tardó en encontrar buenos mecenas que le ofrecieron su dinero, su palacio, su protección. Entre tanto, la pobre madre, con el corazón sangrante, rezaba sin cesar. Ya empezaba a arrepentirse del paso que había dado, cuando tuvo una visión que llenó su alma de consuelo. «Parecióle—dice Agustín—que estaba en pie sobre una regla de madera; y he aquí que vió llegar a un joven resplandeciente de luz, que le sonreía, mientras ella estaba hundida en la tristeza. Preguntóla el joven la causa de su aflicción, y como ella contestase que lloraba mi perdición: «No temas—replicó el mancebo—; donde tú estás, allí estará él también.»
Llena de alegría por esta promesa, Mónica se apresuró a llamar a su hijo. El amor de una madre no se detiene ante las humillaciones. Agustín volvió con aire de vencedor y con argucias de sofista. «Puesto que, según tu sueño—decía a su madre, intentando robarle la felicidad—, los dos debemos estar en la misma regla, parece evidente que tú llegarás a ser maniquea.» «No—replicaba Mónica—; no me dijeron que yo estaré donde tú estás, sino que tú estarás donde yo estoy.» Esta respuesta, inspirada por el buen sentido, hizo impresión al joven, pero no le convirtió. Como último recurso, Mónica llamó en su ayuda a un obispo que tenía fama de buen escriturista; pero tal era ya la reputación de Agustín como dialéctico, que el buen prelado no se atrevió a medirse con él. La compasión y la bondad de su alma le inspiraron entonces aquella expresión sublime que todo el mundo conoce: «No te preocupes tanto, mujer; no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas.» Más tarde, Agustín verá en estas lágrimas de su madre el primer bautismo de su regeneración. Llorando, a causa de Agustín, Mónica le dió la vida del espíritu, después de haberle parido según la carne.
Pero aún le queda mucho que llorar. Hubo una tarde en que llegó a creer que no le quedarían más lágrimas. Agustín se iba a marchar lejos; dejaría la casa paterna, atravesaría el mar, llegaría hasta Roma. Para la rígida africana, Roma era otra Babilonia llena de inmundicias y plagada de errores. Ese nombre la hacía temblar aún más que el de Cartago, que tantas amarguras le estaba ocasionando. Y, abrazándose al fugitivo, le conjuraba con lágrimas que no la abandonase. Y Agustín tuvo que acudir a un engaño, cuyo recuerdo debió ser luego un tormento de su vida. «Voy al puerto—le dijo Agustín—para despedir a un amigo que se embarca.» «Yo iré contigo», replicó ella. sospechando la verdadera intención de su hijo. Llegaron a la playa. Era una tarde de verano, húmeda y sofocante. Ni una ráfaga de aire turbaba las aguas. Y las horas pasaban sin que el navío pudiese zarpar. Viendo a su madre abrumada por el calor y la fatiga, Agustín le aconsejó pérfidamente que fuese a pasar la noche en el pórtico de una ermita cercana, «puesto que, según se decía, el barco permanecería en el puerto hasta el amanecer». Así lo hizo. Durante largo tiempo rezó por su hijo al glorioso mártir San Cipriano, ofreciendo a Dios «la sangre de su corazón», «porque deseaba verse a su lado—nos dice él mismo—con un anhelo mucho más grande que las otras madres». Rezaba y lloraba, tratando de esconder sus lágrimas a los ojos de los viajeros y los mendigos que habían buscado un refugio junto a ella, hasta que, vencida por la emoción, se durmió. Entre tanto, Agustín subía a la nave. Había logrado su objeto, pero estaba triste. En vano brillaban en la altura los blancos parpadeos de la Vía Láctea como flores de un jardín celeste; en vano le pintaba su imaginación los triunfos que le aguardaban en la Ciudad Eterna; en vano le abrazaba uno de sus amigos, repitiéndole aquel verso de Terencio: «Este día, que te trae una vida nueva, exige de ti un hombre nuevo.» El despertar de aquella pobre madre le llenaba de angustia.
Después, la lucha de la ambición, la lucha del espíritu, la lucha de la carne. Las desilusiones y las tristezas. Aquel maniqueísmo a que Agustín se había entregado con toda su generosidad juvenil, es un pantano hediondo. Y viene también la enfermedad. El profesor africano ve que la muerte se le acerca; pero apenas piensa en la otra vida; ni siquiera pide el bautismo, como en los días de su infancia, cuando le sucedió un caso semejante. Dios le protege: «Si el corazón de mi madre hubiera sido traspasado por la noticia de mi pérdida final, no habría curado nunca. Me es imposible decir con qué alma me amaba.» Pero las noticias que Mónica recibió fueron más venturosas: Su hijo está en Milán, es un personaje, un maestro famoso, un orador aplaudido; hace los elogios de los emperadores; se ha conquistado una posición en el mundo; tiene una casa cerca del palacio imperial, y cerca de la casa, un jardín. Además, el maniqueísmo ya no le interesa. «Ya se acerca a la verdad», dice Mónica en un transporte de alegría. Eso es lo que más le interesa, que su hijo camina hacia la regla donde ella ha fijado su pie. Y va en su busca para ayudarle en su peregrinación espiritual. La viuda de Patricio se ha convertido ya en una santa. La oración, el ayuno y las lágrimas han purificado y abrasado su alma, la han levantado al reino de las realidades espirituales. El barco en que navega sufre los embates de una tempestad furiosa; la tripulación tiembla, el capitán ha perdido la esperanza. Sólo ella está serena. «No temáis—dice a los navegantes—; llegaremos salvos al puerto; estoy segura.» Había visto con claridad su destino, tenía que llevar su mensaje, tenía que salvar del naufragio al más grande de los doctores.
En Milán prosigue su vida de oración y de penitencia. Asiste a los Oficios de la basílica y se la ve suspendida de los labios de Ambrosio. Como en Tagaste, va a los cementerios con su cestillo de pan y vino; pero un día el portero le cierra el paso, alegando que en Milán está prohibida esa costumbre. Y se somete con humildad. Cuando Ambrosio lo ha prohibido, tendrá sus razones. A sus ojos, Ambrosio era el hombre providencial que conduciría a su hijo hasta la fe. De cuando en cuando, el obispo y el profesor se encontraban y cambiaban amables saludos. Ambrosio felicitaba a Agustín, no de sus éxitos retóricos, sino de tener una madre como aquélla; pero esto le llenaba de alegría más que los aplausos de la multitud. Mónica seguía vigilante la dolorosa tragedia que se desarrollaba en el alma de su hijo. Era una lucha tenaz contra la pasión, una exploración angustiosa de la verdad, una agonía interna que la desgarraba el alma... Hasta aquella tarde en que el joven entró en la habitación de su madre con los ojos rojos del llanto y el alma inundada de paz. Era después de la escena del jardín, en que cruzaron el aire las misteriosas palabras que le traían el último rayo de luz: «Toma y lee.» Y ahora venía a anunciar a su madre su conversión absoluta, definitiva.
Llegó, por fin, el tiempo de los consuelos; los días del bautismo, de los coloquios a solas entre la madre y el hijo, de las charlas inolvidables de Casicíaco. En aquella quinta que florece junto a la capital vive el convertido en unión con sus amigos y algunos de sus discípulos, entregado a la dulce tarea de gustar los encantos de la verdad, tanto tiempo deseada. Mónica tenía allí también su puesto. El menaje de la casa estaba en sus manos, y en todo ponía la dulzura de su bondad y el hechizo de una abnegación conmovedora. «Cuidaba de nosotros—dice Agustín—como si todos fueramos sus hijos, y nos servía como si cada uno fuera su padre.» A veces entra en la sala de las discusiones para limpiar las sillas o para anunciar que la mesa está puesta. Su hijo la invita a quedarse, pero ella sonríe humildemente, extrañada y casi ruborizada del honor que se le hace. «Madre —!e dice Agustín—, ¿es que tú no amas la verdad? ¿Por qué me avergonzaría de darte un puesto entre nosotros? Por muy débil que fuese tu amor a la verdad, yo debiera recibirte y escucharte; mucho más sabiendo que la amas más que a mí; y yo sé muy bien cuan grande es el amor que me tienes. Ninguna cosa podría separarte de la verdad, ni el temor, ni el dolor, ni la muerte misma. ¿No es éste el grado más alto de la filosofía? No lo dudes; es para mí un gran honor confesarme tu discípulo.» Confusa por estas palabras, Mónica deja escapar un dulce reproche: «¡Cállate. bobo! ¡Jamás has proferido tantos disparates!»
Aquellos días pasaron pronto. Agustín ya no tenía más que un deseo: volver a su tierra, vivir en la humildad y el retiro, entregarse por completo a Dios. Era también el deseo de su madre. Nuevamente atravesaron los campos de Lombardía, saludaron a Roma desde lejos, y, en marcha lenta y fatigosa, entre el fuego y el polvo de un día estival, llegaron al puerto de Ostia. Ostia, ciudad bulliciosa de marinos y mercaderes, el puerto de Roma, iba a ser el puerto de la eternidad para aquella mujer admirable. Ella lo presentía, y todo el tiempo le parecía poco para comunicarse con aquel hijo que tanto tiempo había estado separado de ella. El mismo Agustín nos ha contado, con palabras que no mueren, uno de aquellos últimos coloquios. Estaban los dos asomados a una ventana que se abría sobre el jardín de la casa donde se habían hospedado. A un lado se extendía el vasto horizonte del Agro Romano; a otro, el mar sereno, agitado apenas por el soplo tibio de la tarde; en la lejanía, la línea azul del horizonte, confundiéndose con el cielo.
«Una tras otra—dice Agustín—miramos nosotros todas las cosas corporales, hasta el cielo mismo.» La gran llanura desolada, los inmensos campos estériles, tenidos aquí y allá de color rosa y verde; los bosquecillos de pinos y avellanos, las ondulaciones de las colinas romanas, envueltas en un halo de infinita melancolía, tenían un encanto indefinible para las miradas del amor en aquel suave atardecer, cuando las ventanas del mediodía se abren al relente crepuscular después de pasadas las horas de, calor. Apoyados en el alféizar, Agustín y Mónica contemplaban. «Y admiramos la belleza de tus obras, oh Dios mío. Y desde ellas nuestros espíritus se lanzaron hacia las alturas.» Era el vuelo misterioso de la contemplación. Habituada a sus prodigiosas experiencias, Mónica conducía a su hijo por aquellas regiones sublimes para saciar su anhelo de verdad. «Busca por encima de nosotros», le habían dicho las criaturas, y su madre le cogía de la mano para asistirle en medio de las aventuras de aquella exploración magnífica. «Y llegamos—continúa Agustín—hasta el fondo de nuestras almas, pero no nos detuvimos allí, sino que pasamos adelante, hasta aquella patria, oh Señor, donde Tú sacias eternamente a Israel con el pan de la vida. Y mientras hablábamos y caminábamos sedientos hacia aquella región divina, tocamos en ella un instante, con un salto de nuestro corazón. Hasta que caímos suspirando, dejando allí adheridas las primicias de nuestro espíritu, y volviendo a los balbuceos de nuestros labios, a esta palabra mortal, que empieza y que acaba.»
Nuevamente se hallaban en la tierra, envueltos en los colores agonizantes del crepúsculo, en la tristeza sombría del Agro, en un aire de nostalgia, que parecía subir de la llanura de la tierra y de la planicie del mar. Entonces fué cuando Mónica descubrió su íntimo secreto: «Hijo mío—dijo, dirigiéndose a Agustín—; para mí ya no hay encanto alguno en esta vida. No sé lo que hago ya, ni por qué sigo viviendo. Una sola cosa hacía que quisiese continuar aquí algún tiempo: era el deseo de verte, antes de morir, en el seno de la Iglesia. Mi Dios me ha escuchado. ¿Qué hago ya en este mundo?» Había cumplido su mensaje, había consumido la esperanza del siglo, y el vuelo definitivo no podía demorarse para ella. Aquel éxtasis le había servido para levantar la punta del velo.
Unos días más tarde le atacó la fiebre, la fiebre del Agro, el mal que espía siempre al viajero en aquel terreno pantanoso. Sólo sentía morir lejos de su tierra; mas pronto se dió cuenta de que esa pena era poco cristiana, y, volviéndose a los que la rodeaban, les dijo: «Enterrad este cuerpo donde queráis; no os preocupéis por eso. Lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, dondequiera que estéis.» Era el sacrificio supremo; pocas horas después exhalaba su espíritu. Agustín le cerró los ojos; y quedó como petrificado por el dolor. Sin embargo, no lloraba. Un amigo suyo comenzó un salmo, los demás continuaron. Después se le vió consolar a los demás hablando de la liberación del alma fiel y de las bienaventuranzas eternas. Se le hubiera creído insensible, pero una noche de tristeza envolvía su corazón. Con esfuerzos heróicos trataba de disipar las nubes del dolor con la luz de la fe, pero a los dos días ya no pudo más: una ola de abatimiento le invadió, empezó a sollozar de repente, y al verse privado de las ternuras de aquella madre única, lloró, inconsolable, largo tiempo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)