Era una tibia madrugada de diciembre. El sol se disparaba contra los ventanales del viejo edificio de la Calle Real. Estrellitas de colores chispeaban sobre el dorado rostro de Frasquito, el antiguo ascensor de elegantes rejas y rectangular ojo de vidrio.
Como todas las mañanas, don Juan abrió el sobretodo metálico del elevador:
– Buenos días –dijo el anciano celador.
– Muy buenos, don Juan. Y usted, ¿cómo amaneció? –preguntó Frasquito alargándose de rejas. Así se desperezaba.
– Regular, hijo, regular. A mi edad es difícil estar bien –aclaró colocándose su gorra azul de terciopelo.
Aún con sueño, Frasquito comenzó a trabajar. Sabía de memoria su recorrido matinal: repartir aseadoras por las oficinas. Luego bajar y subir una y mil veces repleto de personas. Frasquito siempre cumplió su labor. Don Juan, quien envejeció con Frasquito, hacía revisar cada mes el complicado mecanismo del elevador. En treinta años su corazón, un potente y bien engrasado motor alemán, jamás falló.
En cambio, los colegas de Frasquito –tres orgullosos ascensores de cierre automático, controles electrónicos y velocidades de miedo– se dañaban a menudo. Unas veces se trababan sus puertas. Otras, saltaban enloquecidos como carros chocones. Cuando los frenaban, los pasajeros descendían con los pelos parados como si hubiesen visto a Satanás. Algunos salían con las corbatas en los bigotes. O con las gafas en la nuca. Las damas perdían sus tacones o bajaban con los collares bailándoles alrededor de las orejas.
Al verlos, Frasquito se agarraba la barriga para no soltar la carcajada. Luego recogía a los pasajeros ya recuperados, quienes no cesaban de elogiarlo:
– Este sí es un ascensor decente –comentaba una viejita.
– Yo he dicho que los aparatos de antes eran mejores que los de ahora –sentenciaba un señor.
– ¡En mi vida vuelvo a subirme en estos mugrosos bichos! –gritaba furiosa una señora calva que no había podido reacomodar su peluca.
Frasquito escuchaba los comentarios. Su ojo de vidrio sudaba. Su nariz, un grueso mango de acero dorado, brillaba de tanto ajetreo. Esa mañana de aguinaldos, sin embargo, todo transcurría normalmente. Cada elevador trabajaba sin sobresaltos. De pronto, a eso del mediodía, cuando Frasquito pasaba delante del piso 13, sintió una terrible picada en el estómago. Uno de sus piñones chilló como frenada de locomotora.
Don Juan lo apagó al instante. Preocupado por Frasquito corrió a la administración. Como no soportaba la velocidad ni el encierro de los otros ascensores, bajó las escaleras de emergencia a todo lo que daban sus piernas y pulmones. Ya en la oficina, fatigado, contó lo que había escuchado en las entrañas de Frasquito. Al rato, don Juan regresó acompañando al elevador. Un ingeniero, el administrador y un técnico con un estuche metálico penetraron en su cabina.
Frasquito sintió cosquillas. Una pistola eléctrica hizo brincar sus tornillos. Hizo esfuerzos para no reír. Experimentó escalofrío. Lo desnudaron quitando las láminas de su espalda. Por la abertura pasaron el ingeniero y su asistente. Al momento, mientras Frasquito y don Juan se miraban de reojo, volvieron los expertos:
– Sacó la mano, doctor –afirmó el técnico–, el eje sinfín está roto.
– ¿Verdad? –indagó incrédulo el administrador mirando al ingeniero.
– ¿Sí? Y lo peor es que esa pieza ya no la fabrican –puntualizó el profesional.
– ¿Y qué podemos hacer? –le insistió pensativo.
– Lo que siempre te dije. Modernizar este aparato.
– Ya parece un ejemplar de museo –se rió ante la estructura de Frasquito. Apesadumbrado, don Juan salió del elevador lleno de presentimientos.
Así pasó. En vísperas de navidad, Frasquito amaneció estrenando de todo. Inclusive ascensorista. Don Juan fue jubilado. Y Frasquito convertido en un velocísimo aparato.
Sus puertas, de doble hoja, cerraban herméticamente. Su acogedora cabina era ahora un cuarto frío y sin espejos. Frasquito no vio más hacia el exterior. Perdió su amplio ojo de vidrio. Y sus rejas doradas desaparecieron. Ya ni pereza pudo hacer. A las seis de la mañana un control computarizado lo lanzó al abismo de 15 pisos a una celeridad endemoniada. A las 10:00 p.m., agotado, lo apagaron. Todo el día transportó cajas. Ninguna persona. Esa noche la pasó en vela. Y amaneció profundamente triste: añoraba los bombillos de colores que le colgaban en Navidad. El oloroso baño de espuma que recibía por esa época. Las cosquillas que lo hacían brincar cuando le secaban las rejas. La alfombra nueva con su nombre grabado, con la que despertaba cada 24 de diciembre. Recordó el juego de aguinaldo entre secretarias y ejecutivos. La alegría de la gente. Los paquetetotes de regalos que le gustaba cargar. Los destellos de pólvora que siempre deseó compartir con los niños en las calles y que contemplaba con don Juan desde la azotea.
Al evocar a su viejo amigo desfalleció. La fuerza lo abandonó.
– ¿Qué diablos pasa? ¡Aparato mañoso! –gritó el joven ascensorista con un tono que ofendió a Frasquito. De inmediato lo dejó en el piso 6º. Allí permaneció todo el día. A oscuras. Pensativo.
Al caer la tarde, el edificio se alumbró. Frasquito estaba muy animado. Había planeado algo que le devolvió los bríos. Pasadas las 11 subió el operario con un señor.
– ¿Entonces qué, compadre, le hacemos el intento? Todavía queda un rato para la medianoche –precisó mirando el reloj.
–¡ Préndalo de una, hermano! Quiero sentir la potencia –pidió el nuevo técnico. Frasquito arrancó a toda máquina rumbo a la terraza. Descendió con igual ímpetu. Funcionó a la perfección para impedir que lo apagaran.
– No le veo nada raro –comentó el experto.
– Sííí... No sé qué pasó. Le juro que no funcionó esta mañana –confesó el muchacho mirando con sorpresa a su amigo.
– ¿No serían las cervecitas de anoche? –repuso burlón su compañero ofreciéndole un cigarrillo. Finalmente rieron. Salieron del elevador. Se dirigieron al portón. Frasquito quedó abierto de par en par, iluminado y a pocos metros de la calle real. ¡Pum pum pum! retumbaban afuera los cohetes. Miles de luces dibujaban un ballet de figuras en el aire. Rombos de colores ascendían por el cielo como pajaritos de fuego. ¡Pi pi pi! las bocinas de los carros pitaban. ¡Slll! las sirenas de las fábricas silbaban. Todo era algarabía en la ciudad.
Frasquito no soportó más la soledad del edificio. Ni la nostalgia por don Juan. Quería participar de la fiesta. Recorrer las calles iluminadas. Ver las sonrisas de los niños. Escuchar la música. Observar la noche coloreada. Ser libre. Las roncas y monumentales campanas de la catedral iniciaron el concierto. Luego, todos los templos lanzaron al vuelo sus voces de bronce. De repente, la construcción comenzó a vibrar. Temblaba como gelatina. Parecía presa de un terremoto. Las luces del barrio se apagaron de golpe y Frasquito absorbió una inmensa energía en su cuerpo. Resplandecía.
Cuando los relojes iniciaron el conteo regresivo, Frasquito soltó un ruido ensordecedor. Cerró sus puertas con fuerza. Se meció impetuoso y despegó en medio del humo a velocidad supersónica. Su cuerpo, ahora incandescente, atravesó en un instante los 15 pisos. La claraboya de la azotea saltó en mil pedazos. Libre y pleno de felicidad, Frasquito remontó el firmamento al filo de las 12. Había llegado la Navidad. Y nacido un nuevo Frasquito. La fricción del ascenso y el frío de la atmósfera lo transformaron. Perdió sus esquinas y sus paredes se hicieron transparentes. Su interior despedía una rojiza luminosidad. Semejaba un barrilito de mermelada de frambuesa.
Desde aquella noche, Frasquito olvidó para siempre la tristeza. Hoy es un mensajero de paz y alegría.
Todos los niños del mundo son sus amigos. Cuando lo divisan en los cielos azules y despejados, Frasquito los saluda soltando destellos a los cuatro vientos.
Querido lector, ¡deja ya estas páginas! Nuestro amigo no demora. ¡Rápido, corre a la ventana! ¡Saluda a Frasquito! Verás como te sonríe.
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