Bueno; si existe el infierno de los cristianos, ha de ser esta casa. Ni los dioses ni los hombres se compadecen de nosotros. Apolo, el Apolo Patareo de los poetas, debe tener entrañas de piedra, y Diana, su hermana, a lo que parece, anda de caza por los bosques. ¡Bien ahítos andan los flámines con las ofrendas!» Así decía el hombre, postrado en el lecho del dolor, con un gesto de sufrimiento y de ironía, a la vez, en el rostro. Una joven estaba en pie junto a él, con los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el pecho; otra hacía que tejía en un rincón; otra, apoyada en un pequeño ventanuco, miraba triste cómo desaparecían los últimos fulgores de la tarde. Todo en la habitación daba la sensación de miseria: aquí, un jarrón desportillado, donde se morían unos crisantemos; allí, un espejo de metal incompleto o un lienzo roto y gastado. Dolor, necesidad y belleza: las tres jóvenes eran muy bellas.
Hubo un largo silencio. Después, el enfermo se incorporó, diciendo:
—¿No me traéis algo de comer?
—Harto hemos hecho, padre—dijo la que le asistía—, pero nadie ha tenido piedad de nosotras. Ni una limosna, ni un poco de trabajo; ni un poco de carne fiada en la tienda. Y hay algo peor: las proposiciones vergonzosas que hemos tenido que oír. ¡Es horroroso!
—¿Qué os han dicho?—preguntó el padre, intrigado.
La joven no contestó, pero una oleada de sangre subió a su rostro y sus ojos parecían inmovilizados por una idea fija. El enfermo había comprendido.
—¿Qué?—preguntó—. ¿Te detiene la deshonra? ¿No queréis salvar vuestra vida y la de vuestro padre? Pero ya lo estoy viendo: no solamente sois inútiles, sino también ingratas, perversas, malnacidas.
—Eso, no—dijo la muchacha, que miraba hacia la calle, recostada en el alféizar—; desde esta misma noche colgará en esta ventana el lienzo rojo de la infamia...
Así terminó la discusión. No se habló más aquella tarde, ni se cenó, porque no había con qué; pero se lloró mucho. Era ya una hora avanzada; la tristeza, juntamente con el sueño, empezaba a doblar aquellas cabezas rubias, cuando un ruido extraño sonó en la habitación. Algo había caído junto a la ventana. Las tres jóvenes corrieron, repuestas del susto, a recoger aquel objeto misterioso. Era algo inesperado, el fin de las penas: una bolsa de oro. Treinta, cuarenta, cincuenta monedas...; un verdadero capital. El padre se sintió aliviado, terminaron los sollozos y empezaron los cálculos. Había para remediar las necesidades urgentes y para casar a una de las hermanas. Ya no era necesario vender el honor para vivir.
A la noche siguiente, otra sorpresa semejante. Cincuenta monedas cayeron en la mesa mientras cenaban las tres hermanas.
—¿Quién será—se preguntaban ellas—. Tal vez Diana la Cazadora, o Apolo Patareo, o alguno de los sacerdotes del templo que ha sabido nuestra necesidad.
El padre, que había recobrado ya su buen humor, les decía:
—Dejaos de cavilaciones: debierais haber sido más listas para conocer a nuestro bienhechor. Pero aún no es tarde: él debe saber que sois tres, y aun falta una bolsa para la más pequeña. Estad mañana al cuidado para descubrirle.
No se había engañado. Al día siguiente, otras cincuenta monedas cruzaron la ventana, viniendo a caer junto al lecho del enfermo, y las tres doncellas, que estaban en acecho, vieron con claridad la figura de un hombre, que, huyendo ligero como si hubiera cometido una mala acción, se metía en un palacio cercano.
—Es el clarísimo señor Nicolás—exclamaron las tres a la vez, dirigiéndose a su padre, Efectivamente, aquel bienhechor tan generoso como delicado se llamaba Nicolás. Era uno de los más ricos ciudadanos de Pátara, la ciudad de Licia, que riega el Xanto, en cuyas aguas se miraba Febe y bañaba Aquiles sus caballos. Pero Nicolás despreciaba las fábulas del paganismo, atento sólo a realizar el ideal del Evangelio. Su inmensa fortuna le servía para hacer el bien a sus semejantes. Buscaba las necesidades y las remediaba con ingenio; socorría a los enfermos; libertaba a los esclavos y a los miserables, como aquel vecino suyo; los libraba de la desesperación. Esta fue su vida en Pátara hasta que, nombrado obispo, Nicolás se fue a hacer sus milagros y sus limosnas en Mira. Defendía la ortodoxia; se aparecía a los marinos en alta mar para librarles del naufragio; daba a los pueblos en tiempo de hambre cuanto necesitaban; se presentaba en sueños al emperador Constantino para interceder por tres presos injustamente condenados; asistía al Concilio de Nicea; confundía a los herejes y destruía los ídolos. Si en Pátara se adoraba a Apolo, Mira era la ciudad de Diana. «Esta Diana—dice la leyenda de oro—había sido una pésima mujer, pero aquellas gentes le ofrecían sacrificios bajo un árbol que estaba junto a la basílica de los cristianos. Para acabar con su error, el Pontífice hizo destruir el ídolo y cortar el árbol. Irritado contra él, el diablo fabricó un aceite de tal naturaleza, que a su contacto ardían las piedras, el agua, la tierra y el hierro. Llamábasele aceite de la Media. Y tomando la forma de una vieja religiosa, salió al encuentro de unos navegantes que iban a ver a San Nicolás, y les dijo: «Por amor del obispo Nicolás, yo os ruego que llevéis este aceite para su iglesia.» Y ellos, tomando el ánfora, prometieron hacerle este servicio. Y andando, andando, vieron venir una navecilla, en la cual encontraron a un hombre que se parecía a San Nicolás, y que les habló de esta manera: «Decidme, hijos, qué es lo que quería la mujer que os dio ese aceite.» Y ellos se lo contaron todo. «Muy bien os ha engañado; esa mujer era Diana, la pésima diablesa del infierno. Arrojad el aceite al mar y veréis lo que sucede.» Hiciéronlo así, y el agua empezó a arder como estopa, y ellos alabaron a Dios y a su siervo.
Relatos como éstos corrían por todo el Oriente, llevando de pueblo en pueblo el nombre del grande y bondadoso obispo asiático. En Bizancio se le veneraba como uno de los más poderosos auxiliares del pueblo cristiano. La liturgia de San Juan Crisóstomo le dirigía esta bella invocación: «Canon de la fe, imagen de la mansedumbre, maestro de la continencia, llegaste a la región de la verdad; por la humildad conseguiste lo más sublime; por la pobreza, lo más opulento. Padre Nicolás, sé nuestro legado para con Cristo Dios, para que consigamos la salud de nuestras almas.»
En el siglo XI, unos mercaderes italianos roban su cuerpo y lo traen a Bari. Desde entonces, su leyenda se hace popular en Occidente. En los países del Norte su fiesta es aún para los niños el día de los aguinaldos. Todos los rapazuelos saben que Sinterklaas monta un caballo blanco; que lleva mitra sobre sus cabellos de plata; que empuña un báculo dorado; que cabalga con facilidad sobre los tejados, acompañado de su escudero Pikkie, un moro terrible, que mete en un saco a los niños malos. Pero el día de su fiesta va de casa en casa, subiendo las escaleras con su caballo blanco. Al oír el aldabonazo, los niños cantan: «Sinterklaas, hombre santo y bueno, tráenos peras y manzanas, llénanos de dulces los zapatos.» «¿Hay aquí algún niño malo?», pregunta una voz profunda. «No, Sinterklaas; todos somos buenos.» «¿Todos?» «Sí, Sinterklaas.» Entonces, Sinterklaas echa sus bombones por la puerta entreabierta, y los muchachos ruedan por el suelo para atrapar las golosinas.
Hubo un largo silencio. Después, el enfermo se incorporó, diciendo:
—¿No me traéis algo de comer?
—Harto hemos hecho, padre—dijo la que le asistía—, pero nadie ha tenido piedad de nosotras. Ni una limosna, ni un poco de trabajo; ni un poco de carne fiada en la tienda. Y hay algo peor: las proposiciones vergonzosas que hemos tenido que oír. ¡Es horroroso!
—¿Qué os han dicho?—preguntó el padre, intrigado.
La joven no contestó, pero una oleada de sangre subió a su rostro y sus ojos parecían inmovilizados por una idea fija. El enfermo había comprendido.
—¿Qué?—preguntó—. ¿Te detiene la deshonra? ¿No queréis salvar vuestra vida y la de vuestro padre? Pero ya lo estoy viendo: no solamente sois inútiles, sino también ingratas, perversas, malnacidas.
—Eso, no—dijo la muchacha, que miraba hacia la calle, recostada en el alféizar—; desde esta misma noche colgará en esta ventana el lienzo rojo de la infamia...
Así terminó la discusión. No se habló más aquella tarde, ni se cenó, porque no había con qué; pero se lloró mucho. Era ya una hora avanzada; la tristeza, juntamente con el sueño, empezaba a doblar aquellas cabezas rubias, cuando un ruido extraño sonó en la habitación. Algo había caído junto a la ventana. Las tres jóvenes corrieron, repuestas del susto, a recoger aquel objeto misterioso. Era algo inesperado, el fin de las penas: una bolsa de oro. Treinta, cuarenta, cincuenta monedas...; un verdadero capital. El padre se sintió aliviado, terminaron los sollozos y empezaron los cálculos. Había para remediar las necesidades urgentes y para casar a una de las hermanas. Ya no era necesario vender el honor para vivir.
A la noche siguiente, otra sorpresa semejante. Cincuenta monedas cayeron en la mesa mientras cenaban las tres hermanas.
—¿Quién será—se preguntaban ellas—. Tal vez Diana la Cazadora, o Apolo Patareo, o alguno de los sacerdotes del templo que ha sabido nuestra necesidad.
El padre, que había recobrado ya su buen humor, les decía:
—Dejaos de cavilaciones: debierais haber sido más listas para conocer a nuestro bienhechor. Pero aún no es tarde: él debe saber que sois tres, y aun falta una bolsa para la más pequeña. Estad mañana al cuidado para descubrirle.
No se había engañado. Al día siguiente, otras cincuenta monedas cruzaron la ventana, viniendo a caer junto al lecho del enfermo, y las tres doncellas, que estaban en acecho, vieron con claridad la figura de un hombre, que, huyendo ligero como si hubiera cometido una mala acción, se metía en un palacio cercano.
—Es el clarísimo señor Nicolás—exclamaron las tres a la vez, dirigiéndose a su padre, Efectivamente, aquel bienhechor tan generoso como delicado se llamaba Nicolás. Era uno de los más ricos ciudadanos de Pátara, la ciudad de Licia, que riega el Xanto, en cuyas aguas se miraba Febe y bañaba Aquiles sus caballos. Pero Nicolás despreciaba las fábulas del paganismo, atento sólo a realizar el ideal del Evangelio. Su inmensa fortuna le servía para hacer el bien a sus semejantes. Buscaba las necesidades y las remediaba con ingenio; socorría a los enfermos; libertaba a los esclavos y a los miserables, como aquel vecino suyo; los libraba de la desesperación. Esta fue su vida en Pátara hasta que, nombrado obispo, Nicolás se fue a hacer sus milagros y sus limosnas en Mira. Defendía la ortodoxia; se aparecía a los marinos en alta mar para librarles del naufragio; daba a los pueblos en tiempo de hambre cuanto necesitaban; se presentaba en sueños al emperador Constantino para interceder por tres presos injustamente condenados; asistía al Concilio de Nicea; confundía a los herejes y destruía los ídolos. Si en Pátara se adoraba a Apolo, Mira era la ciudad de Diana. «Esta Diana—dice la leyenda de oro—había sido una pésima mujer, pero aquellas gentes le ofrecían sacrificios bajo un árbol que estaba junto a la basílica de los cristianos. Para acabar con su error, el Pontífice hizo destruir el ídolo y cortar el árbol. Irritado contra él, el diablo fabricó un aceite de tal naturaleza, que a su contacto ardían las piedras, el agua, la tierra y el hierro. Llamábasele aceite de la Media. Y tomando la forma de una vieja religiosa, salió al encuentro de unos navegantes que iban a ver a San Nicolás, y les dijo: «Por amor del obispo Nicolás, yo os ruego que llevéis este aceite para su iglesia.» Y ellos, tomando el ánfora, prometieron hacerle este servicio. Y andando, andando, vieron venir una navecilla, en la cual encontraron a un hombre que se parecía a San Nicolás, y que les habló de esta manera: «Decidme, hijos, qué es lo que quería la mujer que os dio ese aceite.» Y ellos se lo contaron todo. «Muy bien os ha engañado; esa mujer era Diana, la pésima diablesa del infierno. Arrojad el aceite al mar y veréis lo que sucede.» Hiciéronlo así, y el agua empezó a arder como estopa, y ellos alabaron a Dios y a su siervo.
Relatos como éstos corrían por todo el Oriente, llevando de pueblo en pueblo el nombre del grande y bondadoso obispo asiático. En Bizancio se le veneraba como uno de los más poderosos auxiliares del pueblo cristiano. La liturgia de San Juan Crisóstomo le dirigía esta bella invocación: «Canon de la fe, imagen de la mansedumbre, maestro de la continencia, llegaste a la región de la verdad; por la humildad conseguiste lo más sublime; por la pobreza, lo más opulento. Padre Nicolás, sé nuestro legado para con Cristo Dios, para que consigamos la salud de nuestras almas.»
En el siglo XI, unos mercaderes italianos roban su cuerpo y lo traen a Bari. Desde entonces, su leyenda se hace popular en Occidente. En los países del Norte su fiesta es aún para los niños el día de los aguinaldos. Todos los rapazuelos saben que Sinterklaas monta un caballo blanco; que lleva mitra sobre sus cabellos de plata; que empuña un báculo dorado; que cabalga con facilidad sobre los tejados, acompañado de su escudero Pikkie, un moro terrible, que mete en un saco a los niños malos. Pero el día de su fiesta va de casa en casa, subiendo las escaleras con su caballo blanco. Al oír el aldabonazo, los niños cantan: «Sinterklaas, hombre santo y bueno, tráenos peras y manzanas, llénanos de dulces los zapatos.» «¿Hay aquí algún niño malo?», pregunta una voz profunda. «No, Sinterklaas; todos somos buenos.» «¿Todos?» «Sí, Sinterklaas.» Entonces, Sinterklaas echa sus bombones por la puerta entreabierta, y los muchachos ruedan por el suelo para atrapar las golosinas.
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