En las montañas del Vierzo se dice: «San Silvestre, el año acabaste.» Pero este Santo, que cierra el año cristiano y litúrgico, abre en la historia del cristianismo una era de paz y libertad. Después de trescientos años de lucha con la Iglesia, el Imperio se declaraba vencido. En 311, el más pérfido de los perseguidores, Galeno, publicaba el primer decreto de tolerancia, y dos años después Constantino el Grande redactaba el edicto de Milán. Cristo había vencido a Zeus. Todavía resonaban en las ciudades los gritos de júbilo de los antiguos perseguidos, cuando Silvestre, un clérigo romano que se había distinguido por su celo durante la última persecución, sube a ocupar la cátedra de San Pedro (314).
Es el momento de recogerse, de meditar en silencio sobre la nueva situación, de reparar y reorganizar. Esta va a ser la tarea del nuevo Papa. Silvestre la realiza silenciosamente, sin agitaciones inútiles, sin estruendo. Grandes cuestiones agitan el mundo, y, cosa extraña, la voz del Pontífice no se oye en el coro de las disputas. Este tiempo de inquietud en la Iglesia y el Imperio, parece de reposo en la cristiandad de Roma. El cisma donatista conmueve el Occidente; los obispos de Italia, España y la Galia se reúnen en Arles; pero echan de menos la presencia de aquel «cuya autoridad más extensa hubiera podido realzar sus decisiones». Antes de separarse, sienten la necesidad de escribirle estas frases: «Pluguiera al Cielo, Padre carísimo, que hubieras estado presente a este gran espectáculo. Toda esta asamblea habríase visto inundada de la mayor alegría; pero puesto que no has podido dejar esa ciudad, domicilio predilecto de los Apóstoles, cuya sangre es en ella claro testimonio de la gloria de Dios, nos ha parecido conveniente daros cuenta de lo que hemos tratado en nuestras deliberaciones.»
No tarda en estallar otra tormenta mucho más peligrosa. Derrotado en el campo de la política, el paganismo tendía a perpetuarse en el de las ideas, y así nace la teología antitrinitaria de Arrio. El fondo de su doctrina estaba en el ambiente; para concretarla y propagarla se necesitaba un hombre astuto, capaz de arrastrar a las multitudes con su elocuencia, de desconcertar a los adversarios con sus sofismas, de procurarse el apoyo de los grandes con sus hábiles manejos, de agrupar en torno suyo, con la seducción de sus modales y la austeridad aparente de su vida, un núcleo de partidarios fanáticos de sus ideas. Y el sofista alejandrino formuló su teoría del Verbo inferior a Dios y primera criatura del mundo, expuesta en términos precisos y lapidarios. Se ha podido decir que la enseñanza de Arrio tendía a la reconciliación racional entre la gnosis oriental, la filosofía platónica y la teología judaica. La protesta fue unánime entre los partidarios de la tradición.
La lucha se hizo general. Discutíase en la corte, en las iglesias, en las calles. Reuníanse Concilios, se lanzaban anatemas, y llega el día incomparable de Nicea, el magnífico espectáculo del primer Concilio ecuménico. Dos grandes atletas se mueven en el campo de la ortodoxia: el gran Osio de Córdoba y San Atanasio de Alejandría. Inútilmente buscamos en la contienda la voz de Silvestre. La de Osio es, ciertamente, un eco suyo: si preside la gran asamblea, y la encauza y la inspira, es en nombre del Papa. Silvestre sigue, sin duda, con ansiedad aquellas deliberaciones solemnes, pero no conocemos ni una intervención suya, ni un gesto, ni una palabra.
Un momento, sin embargo, aparece al lado de Constantino. Un año después de Nicea, el gran emperador hace su segunda y última visita a Roma. Es el año más amargo de su vida, el de aquella oscura tragedia familiar en que perdieron la vida el príncipe Crispo y la emperatriz Fausta; un lujo y una esposa sacrificados a la razón de Estado por leyes sospechosas y terribles arrebatos, y, como consecuencia, el remordimiento, la tristeza, el dolor más profundo. La Roma senatorial no podía amar a este enemigo de la tradición pagana, a este hombre que aparecía en sus calles a la manera asiática, vestido de una túnica cuajada de perlas y llevando en su sien una diadema deslumbrante que le ceñía los cabellos. La actitud hostil de la aristocracia tuvo un lenitivo en la simpatía de la población cristiana.
Silvestre comprendió la amargura secreta de aquel corazón lacerado, y si no bautizó al emperador, como se ha supuesto, puso a su alcance los consuelos de la religión cristiana y la condición de sus inefables perdones. Constantino respondió a aquel amor compasivo con generoso agradecimiento. Nunca se mostró tan magnífico. Las principales basílicas de Roma están, por su origen, unidas a su nombre y al del Pontífice Silvestre. Entre ambos las construyen, las decoran, las dotan con grandes posesiones y las adornan de objetos de oro, plata, jaspe, pórfido, alabastro y toda clase piedras preciosas. El palacio Lateranense, residencia imperial e convierte en morada de aquel sucesor de Pedro, que hasta entonces había encontrado difícilmente un escondrijo bajo la tierra.
Es el momento de recogerse, de meditar en silencio sobre la nueva situación, de reparar y reorganizar. Esta va a ser la tarea del nuevo Papa. Silvestre la realiza silenciosamente, sin agitaciones inútiles, sin estruendo. Grandes cuestiones agitan el mundo, y, cosa extraña, la voz del Pontífice no se oye en el coro de las disputas. Este tiempo de inquietud en la Iglesia y el Imperio, parece de reposo en la cristiandad de Roma. El cisma donatista conmueve el Occidente; los obispos de Italia, España y la Galia se reúnen en Arles; pero echan de menos la presencia de aquel «cuya autoridad más extensa hubiera podido realzar sus decisiones». Antes de separarse, sienten la necesidad de escribirle estas frases: «Pluguiera al Cielo, Padre carísimo, que hubieras estado presente a este gran espectáculo. Toda esta asamblea habríase visto inundada de la mayor alegría; pero puesto que no has podido dejar esa ciudad, domicilio predilecto de los Apóstoles, cuya sangre es en ella claro testimonio de la gloria de Dios, nos ha parecido conveniente daros cuenta de lo que hemos tratado en nuestras deliberaciones.»
No tarda en estallar otra tormenta mucho más peligrosa. Derrotado en el campo de la política, el paganismo tendía a perpetuarse en el de las ideas, y así nace la teología antitrinitaria de Arrio. El fondo de su doctrina estaba en el ambiente; para concretarla y propagarla se necesitaba un hombre astuto, capaz de arrastrar a las multitudes con su elocuencia, de desconcertar a los adversarios con sus sofismas, de procurarse el apoyo de los grandes con sus hábiles manejos, de agrupar en torno suyo, con la seducción de sus modales y la austeridad aparente de su vida, un núcleo de partidarios fanáticos de sus ideas. Y el sofista alejandrino formuló su teoría del Verbo inferior a Dios y primera criatura del mundo, expuesta en términos precisos y lapidarios. Se ha podido decir que la enseñanza de Arrio tendía a la reconciliación racional entre la gnosis oriental, la filosofía platónica y la teología judaica. La protesta fue unánime entre los partidarios de la tradición.
La lucha se hizo general. Discutíase en la corte, en las iglesias, en las calles. Reuníanse Concilios, se lanzaban anatemas, y llega el día incomparable de Nicea, el magnífico espectáculo del primer Concilio ecuménico. Dos grandes atletas se mueven en el campo de la ortodoxia: el gran Osio de Córdoba y San Atanasio de Alejandría. Inútilmente buscamos en la contienda la voz de Silvestre. La de Osio es, ciertamente, un eco suyo: si preside la gran asamblea, y la encauza y la inspira, es en nombre del Papa. Silvestre sigue, sin duda, con ansiedad aquellas deliberaciones solemnes, pero no conocemos ni una intervención suya, ni un gesto, ni una palabra.
Un momento, sin embargo, aparece al lado de Constantino. Un año después de Nicea, el gran emperador hace su segunda y última visita a Roma. Es el año más amargo de su vida, el de aquella oscura tragedia familiar en que perdieron la vida el príncipe Crispo y la emperatriz Fausta; un lujo y una esposa sacrificados a la razón de Estado por leyes sospechosas y terribles arrebatos, y, como consecuencia, el remordimiento, la tristeza, el dolor más profundo. La Roma senatorial no podía amar a este enemigo de la tradición pagana, a este hombre que aparecía en sus calles a la manera asiática, vestido de una túnica cuajada de perlas y llevando en su sien una diadema deslumbrante que le ceñía los cabellos. La actitud hostil de la aristocracia tuvo un lenitivo en la simpatía de la población cristiana.
Silvestre comprendió la amargura secreta de aquel corazón lacerado, y si no bautizó al emperador, como se ha supuesto, puso a su alcance los consuelos de la religión cristiana y la condición de sus inefables perdones. Constantino respondió a aquel amor compasivo con generoso agradecimiento. Nunca se mostró tan magnífico. Las principales basílicas de Roma están, por su origen, unidas a su nombre y al del Pontífice Silvestre. Entre ambos las construyen, las decoran, las dotan con grandes posesiones y las adornan de objetos de oro, plata, jaspe, pórfido, alabastro y toda clase piedras preciosas. El palacio Lateranense, residencia imperial e convierte en morada de aquel sucesor de Pedro, que hasta entonces había encontrado difícilmente un escondrijo bajo la tierra.
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